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Se sentó en la mesa más distante que halló disponible. El sitio estaba al tope de gente. Era un bar que Paula y una amiga de ella se habían puesto en el barrio Las Peñas. Con facilidad se había convertido en el lugar de moda. Mesas, sillas y paredes, todo lucía pintado de un modo sicodélico. Jóvenes y adultos se desperdigaban por el sitio, compartiendo vino y tablas de quesos, oyendo Frijolero de la banda Molotov por los parlantes del bar. Cuando el chico miró al techo, se pasmó por segundos observando un mural extraordinario de constelaciones congeladas como gajos de gotas en una galaxia. En una esquina vio –así le pareció– la silueta de dos mujeres desapareciendo en una de esas gotas de diamantes que abrían huellas espumosas como un océano.
Paula no demoró en aparecer. Martín la espió desde su mesa. No podía beber, pero aun así se había animado a ordenar una cerveza. La chica seguía usando el cabello corto, pero ahora lo llevaba de un modo más radical: hilachas de cabello largo colgaban por ciertas partes de su cabeza. Y se lo había teñido por completo de rojo. Le causó tristeza la ausencia del arete en su nariz, de ese antiguo pendiente circular que era apenas un lunar metálico en medio de su cara. Sin embargo un tatuaje tribal en su cuello, como salido de un terreno selvático, lo sacó de allí. Paula parece haberse vuelto más Paula, pensó. Sin importarle lo que aquello significara.
Movía sus pies debajo de la mesa. El ambiente era una jauría de diálogos incesantes, de risas cortas y largas, de expresiones escandalosas e íntimas que rebotaban contra su mesa. Pensó Martín en qué estaba haciendo allí. Había llegado hasta aquel bar únicamente para hablar con Paula, para que ella conociera su historia, la historia de su muerte, no de su vida. Su vida no valía nada. Era un miserable. Lo había sido así por más de cinco años. No merecía el mínimo gesto de su parte.
¿Valía la pena su historia? ¿La historia de un idiota que jamás alcanzará a pisar una vida entera? Un chico que se largó –como huyendo– a los Estados Unidos a estudiar la universidad; y que allá se convirtió por unos cuantos meses en un profesional en finanzas que consiguió finalmente un día una oficina en el Bay Bank de Boston. Y que luego de eso soñó con una esposa, un auto y unos amigos norteamericanos normales. En definitiva: una vida diminuta. Un sueño que se desinfló en el consultorio de un médico con más bigotes que pelo.
Y ese sueño de una vida adulta no tenía por qué cumplirse. La mujer cogió el envase de cerveza y preguntó que qué más quería servirse. Y ese estúpido espejismo de una vida norteamericana no tenía por qué cumplirse. «Karma, my friend», le habría dicho en aquel momento su amigo turco. Martín había destruido una vida hacía años. A eso había llegado a ese bar. Quería saber si una vida podía repararse. Quería saber si una vida podía intercambiarse por otra.
Tráigame otra cerveza. Y avísele a Paula Alcívar que su amigo Martín Gallegos está en esta mesa.