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Ocho pastillas rojas con forma de corazón aparecieron sobre la mesa. Begoña y José María las ubicaron con cierta teatralidad. Pepe arrimó la guitarra en una esquina; se rio y empezó a mezclar el vodka. Parecían estar todos de acuerdo, moviéndose con cierta naturalidad que a Martín continuaba enfadándole. Eran las once de la noche, pero el departamento de al lado lucía apagado. Habrán salido, pensó Martín. Cuando tomó una cerveza de la refrigeradora sintió que lo había hecho por protección. Le pareció por un segundo un objeto neutral.
El único lenguaje era el de una niebla toxica cubierta por movimientos alterados. Los chicos se movían erizados por esa música trance y el efecto del éxtasis. Fumaban, bebían y bailaban. Martín optó por mirar los cuerpos de las chicas, cada vez más despreocupadas, cada vez más enlazadas a un inmenso vacío dentro de ellas mismas, olvidándose de este mundo, permitiéndole así a él observar las huellas hundidas de sus pelvis en los bikinis, o algún pezón erecto que por segundos sacaba a relucir su aureola de un color rojizo como de té.
Horas después él mismo se puso a brincar para apoyarse con mayor libertad a esos pedazos de cuerpos en la niebla. Fingiendo que amaba ese salvajismo fingido. Puso entonces su pastilla de éxtasis en la boca de Paula, quien, azorada, aceptó sonriendo.
¿Te ayudo a recostarte?
Eran las cuatro de la mañana y los chicos no podían detenerse. Apenas hablaban entre ellos. Se agitaban, se liberaban, se repartían en un acto generoso. Paula ya no podía sostenerse en pie. Tomó el brazo de Martín como alejándose imaginariamente por un tramo de arena.
Vamos, dijo él.
Martín llevó a Paula a su propia habitación. Se dio cuenta de que ni Pepe ni los demás reparaban en nadie. Estaban idos, viajando a miles de kilómetros por hora a través de la energía de esa música y las pastillas. La recostó como si fuera una niña pequeña. Sus manos le temblaban. La respiración empezó a entrecortársele. Tenía a Paula allí, en su propia cama, perdida de sí misma. Tenía entonces el cuerpo de Paula. Empezó a desvestirla con recelo, pero al darse cuenta de que ella no reaccionaba empezó a hacerlo rápidamente. La desnudó y la palpó como si fuera a durar para siempre aquel instante. Besó sus pezones, duros y rojos como de té, y hundió su dedo índice con recelo dentro de la chica. Se incorporó, se arregló los cabellos y salió disparado hacia la sala para comprobar que la fiesta seguía su curso. Pepe había caído finalmente vencido con la mandíbula entreabierta sobre uno de los muebles. Y el resto de invitados eran apenas desgastados murmullos emitidos por esqueletos en trance. Volvió a la habitación, puso seguro en la puerta, y se quitó toda la ropa. Cuando la penetró pensó en la suerte que tenía. En que Paula, el cuerpo de Paula, era una de esas cosas que él había deseado y, ahora, conseguido. Había jugado bien sus cartas. Paula ya no era más una ilusión. Una extensión inalcanzable de Pepe. Un espejismo. Paula era ahora también una extensión fantasma de su propio cuerpo. Una ladera suya por la que había transitado. Aquel viaje a la playa había sido una victoria.