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Reflejos

Suena el despertador a las 7:43, como cada mañana. Consigo semiabrir un ojo y una tímida luz vacila hasta acabar entrando de lleno en mi habitación. Me revuelvo en la cama tanto como el escaso tiempo que me doy para llegar mínimamente «puntual» a clase me permite, y consigo levantarme.

Me acerco al armario para elegir la ropa con la que pasaré este maravilloso y aburrido lunes.

Y de repente, casi sin darme cuenta, estoy yo, con borbotones brotando de mis ojos, en una esquina de mi habitación haciéndome cada vez más pequeña y la mitad del armario esparcido por todas partes.

Duele mucho y fuerte, y me veo incapaz de salir con absolutamente nada. Ya se está convirtiendo en rutina. Cojo lo más ancho que puedo y me seco las lágrimas que siguen vacilando por salir.

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PIEL

Las lágrimas recorren mi rostro una vez más

mientras esa voz que nunca se calla parece desaparecer.

Esa soy yo.

Intento mirarme al espejo una vez más:

sigue doliendo,

mientras me hago cada vez más pequeña.

Esa voz que, mientras lloraba, me daba tregua, vuelve,

pero esta vez ya no susurra.

Esta vez me grita a voces.

Un respiro

Recojo las dos últimas lágrimas y vuelvo a mirarme en el espejo. Duele menos.

Envuelta en mis pensamientos, llego de nuevo tarde. Me siento sola en el fondo, con previsión de divagar toda la aburrida clase de Lengua que me espera.

Yo siempre estaba bien, al menos eso creía todo el mundo. Tampoco sentía que realmente le importara a alguien.

Ese mismo día, después de un par de horas, en el cambio de clase, una chica me empujó al salir del baño. Me caí al suelo mientras ella y un par de amigas se reían a carcajadas, gritándome mil groserías e insultos que apenas conseguí distinguir. Algo que sí que escuché fue la palabra anoréxica, que estuvo retumbando en mi cabeza mientras decidía saltarme Matemáticas y quedarme sola en aquellos lúgubres baños, mientras las lágrimas me recorrían el rostro y se repetía esa palabra en mi mente.

Nos venden que todos los cuerpos son bonitos. Una mierda. En el mundo real, no todos los cuerpos lo son. Nos hacen creer que no hay estereotipos, que somos perfectos, que nos tenemos que querer, pero se ríen de ti por ser más o menos delgada, por los llamados «kilos de más», por cómo vistes, por cómo eres, por quien eres y por lo que sientes.

Seguí llorando en el baño sola, sin parar ni un solo instante, y la palabra no cesaba de retumbarme en la cabeza.

Nadie vino a ayudarme.

Nadie estuvo.

Parece que cuando los problemas son ajenos es más sencillo bajar la cabeza.

Tal vez suene triste, pero sin quererlo me di cuenta de que solo me tenía a mí. Ahí entendí la puta frase «Si no te quieres tú, no te va a querer nadie», aunque realmente yo la cambiaría por «Quiérete tú, porque nadie lo hará por ti».

En aquel baño de instituto entendí que con un poco de suerte te tienes a ti y que eres la única persona que no puede decepcionarte.

Nadie estuvo cuando lo necesité, aprendí a no necesitar a nadie. Tenerme a mí ya es más de lo que tenía en ese momento.

Recogí las pocas fuerzas que me quedaban, planté una sonrisa en mi cara, me limpié las lágrimas y el rímel corrido, me miré fijamente a los ojos en el reflejo que me devolvía el espejo y me prometí que jamás me volvería a hacer eso.

Pasé de todo el mundo. Entré en casa pegando un portazo.

Me desnudé por completo, me miré en el espejo y me centré en mis ojos llenos de lágrimas, mientras me repetía que ese era mi cuerpo, esa era yo.

Me fui observando lentamente. Comencé por fijarme en las cosas que más me acomplejaban: mi cadera, casi recta; mis piernas, sumamente delgadas; mis labios finos y aquel lunar que tanto odiaba. No podía seguir, así que cambié de estrategia.

Empecé a fijarme solo en aquello que me gustaba: mi culo, mi sonrisa, mis ojos… Poco a poco, ese dolor agudo en el pecho fue desapareciendo y las lágrimas se ahogaron en sollozos hasta que pude mirarme así, completamente desnuda.

Fijarme solo en aquello que me gustaba de mi cuerpo casi logró hacer invisibles aquellos complejos. No dejé de mirarme ni un segundo. No sé cuánto tiempo estuve frente a aquel espejo, pero cuando solo me quedaba sonreír, aparté la mirada. Me iba a gustar.

Nadie iba a conseguir jamás hacerme el daño que yo me hacía.

Todos esos insultos ya me los había dicho yo antes, pero ya no.

No soy eso, valgo más que eso y que sepas que tú también.

Mis complejos me hacen más yo, más humana.

Estuve todo el día encerrada en mi cuarto y me quedé dormida de tanto llorar.

Vivo, vivimos, en un mundo de tendencias, de modas, de seguir una corriente, de que la opinión válida es, por supuesto y sin lugar a duda, la opinión general, la opinión de todos.

Vivimos en un mundo que sigue lo que se lleva, la moda que nos lleva a todos a vestir de una u otra manera mientras pasan los años, las décadas, y todo vuelve, como parecen volver los años ochenta si te asomas por prácticamente cualquier rincón de la zona de Malasaña en Madrid.

Cuesta darse cuenta de esa presión social que todos soportamos que nos impide, de un modo u otro, ser realmente nosotros mismos, Me pido perdón por todas las veces que seguí la opinión general, por esa calada y por saltarme aquella clase a la que jamás hubiera querido faltar, por no admitir que bastantes veces edité y distorsioné mi imagen para que la opinión general me viera bonita y que, mientras llegaban esos mensajes de aprobación, yo estuviera hundida, encerrada bajo unas sábanas que parecían no dejar que me levantase, mientras lloraba por no ser eso, por no tener el cuerpo que gusta a la opinión general. Me pido perdón por tardar tanto en quererme, por no dar antes el paso. Pero aquí estoy, casi cuatro años después, viendo que sí podía, y acepto mis disculpas.

Lo lograste.

Quiénes somos

He nacido en la sociedad de «lo rosa es para niñas y lo azul es para niños». Me crie jugando con kits de limpieza y cocinitas, casi un vaticinio de aquello a lo que me tendría que dedicar cuando fuera mayor. Jamás jugué con un coche, y no porque no me gustaran, simplemente porque nunca tuve uno.

Esas muñecas con las que pasaba tantas horas siempre tenían el mismo cuerpo. Parecían avisarme de la belleza que debía alcanzar. Todas delgadas, con piernas infinitas y un pecho exuberante; parecían sonreír siempre.

A las mujeres se nos enseña eso desde que nacemos, a ser competitivas y envidiosas, a juzgarnos y criticarnos entre nosotras para buscar la aprobación de no sé muy bien quién.

Se nos enseña a quitar valor a otras mujeres por ser libres, por vestir diferente, por lo que hacen o por su físico. Porque nos enseñan a odiarnos entre nosotras, a infravalorarnos.

Porque no es igual zorro (‘astuto’) que zorra (‘arrastrada, raposa’), golfo (‘sinvergüenza, holgazán, ladino’) que golfa (‘ramera’). Porque la suegra siempre es una bruja, pero el suegro no se ve con esos ojos. Porque si «esto es la polla» es genial, pero, cuando es aburrido, «es un coñazo». Porque siempre serán «hijos de puta»; sea para quien sea el insulto, acaba en una mujer. Nos enseñan a no ser zorras o perras, a respetarnos como mujeres y a hacernos valer, porque por el mero hecho de ser personas parece que no valemos.

Porque yo también llamé «guarra» a una chica por ser libre, por envidia supongo; porque también envidié un cuerpo y tuve que decir que tampoco estaba tan buena; porque me hicieron sentir que, si todo el mundo opinaba que ella era guapa, necesariamente yo ya no lo era: «No sé qué le veis, no es para tanto».

Porque a mí también me enseñaron que necesitamos ser la única ante la opinión masculina; porque yo también critiqué una forma de vestir o un cuerpo, pero conseguí abrir los ojos y tirar la venda; porque nosotras somos nuestras peores enemigas, sin quererlo, sin darnos cuenta. Abre los ojos, intentan ponernos en contra porque saben que, si nos juntamos, somos invencibles.

Por esa niña que solo quería verse guapa y acabó en las noticias, y públicamente se corroboraba que se estaba sexualizando, mientras hombres adultos la veían con buenos ojos. Tal vez no se esté sexualizando a las niñas, tal vez estamos normalizando la pedofilia.

Por la niña a la que obligaron a taparse ese día en clase porque esa indumentaria no era adecuada o porque distraía a sus compañeros. Por todas las que hemos sufrido acoso callejero, por todos los «Avísame cuando llegues a casa» y por todas las que han pasado miedo. Y por las que ya no están. Grito por vosotras, hermanas, por la sororidad y el apoyo entre las mujeres. El cambio está en nosotras. No hay nada más fuerte que la unión de personas y nada más fuerte que la unión de las mujeres. Juntas podemos.

Modelos

Somos modelos creados por esta sociedad retrógrada. Seguimos un patrón normativo y todo lo que sale de este parece que es extraño, raro o que ni siquiera existe.

Jamás alcanzaré esa belleza idealizada, pero ni yo, ni tú, ni nadie. Lo peor de todo es que esa belleza no existe; nadie la busca.

Entendí que todo aquello que odiaba de mí era lo que me hacía destacar: aquel lunar al lado del labio que tantos dolores de cabeza me había ocasionado era simplemente algo que esas muñecas no tenían, era algo mío que me hacía diferente.

Quiero dejar de ser una chica más, quiero ser yo y quiero sentirme yo, y estoy más guapa sonriendo, usando la ropa que de verdad me gusta. Soy más guapa cuando me comporto como me da la gana. Sinceramente, me la suda que eso no lo hagan las «señoritas». Jamás quise ser una señorita, tampoco me conozco tan bien, pero sé que no soy eso y voy a darme la oportunidad de conocerme, de salir del rebaño, de equivocarme y de reír, porque así estoy más guapa.

Yo todavía me sigo encontrando y conociéndome cada día, pero desde que entendí que yo no soy eso, y que por ello es absurda la comparación, comprendí que no necesito más de lo que tengo. Te puedo prometer que, cuando eres feliz, te ves más guapa y, cuando eres tú, brillas.

Te invito a hacer lo mismo. Para ser feliz, olvida todo lo que se espera de ti, lo que se ha asumido por quien eres o por quien se supone que eres, olvida a quién tienes que amar, cómo debes comportarte. Vuelve a salir a la calle con esa prenda que tanto te gustaba, pero que te hicieron enterrar en el fondo del cajón; córtate el pelo como siempre quisiste; sal al mismo bar de siempre, de chupitos a un euro y tómate diez; olvida todo lo de que «no está bien». Que les den.

Cuando aceptas lo que hay y aprendes a quererlo y a quererte, eres más guapa, porque no hay nada más atractivo que la autoestima y nada más bonito que tú, tus cicatrices, tus estrías, tu cuerpo delgado o tu tripa, nada más bonito que tu sonrisa perfecta o tus dientes descolocados, nada más bonito que tu metro ochenta o tu metro cincuenta, que tu enorme culo o tu pequeño culo, nada más bonito que el pecho o la ausencia de él, nada más bonito que los kilos de más o los kilos de menos. Porque, aunque no te lo creas —tú, que me estás leyendo ahora mismo—, la autoestima es belleza, y con ella te prometo que todas esas cosas que ya son preciosas lo son más aún. Quiérete mucho y fuerte, porque mejor y más que tú no te va a querer nadie.

Muchas veces me habéis preguntado cómo puedo ser tan «guapa»… Este es mi secreto: la autoestima.

YO

Por todas las veces que creía que no podía y pude.

Por todas las veces que lloré frente al espejo.

Por dejar de ser yo misma.

Por no quererme.

Por esa vez que me reí de esa chica,

de su cuerpo,

y por las veces que lloré porque me hicieron lo mismo.

Perdóname.

Te lo suplico.

Esa no era yo.

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