ANOTACIONES INICIALES, LORI:
Paciente de unos cuarenta y cinco años acude para tratar las consecuencias de una ruptura inesperada. Dice necesitar «solamente unas pocas sesiones para superar esto».
T odo comienza con un problema presentado.
Por definición, el problema presentado es la dificultad que empuja a una persona a buscar terapia. Puede ser un ataque de pánico, la pérdida de un empleo, una muerte, un nacimiento, una relación complicada, incapacidad para tomar una decisión trascendente o un episodio de depresión. En ocasiones el problema presentado no es tan específico: una sensación de estancamiento o la noción vaga pero persistente de que algo no va bien.
Sea cual sea el problema, acostumbra a «presentarse» porque la persona se enfrenta a una encrucijada existencial. ¿Giro a la izquierda o a la derecha? ¿Intento dejar las cosas como están o me interno en un territorio inexplorado? (Aviso: la terapia siempre te llevará a un territorio inexplorado aunque optes por dejar las cosas como están.)
Ahora bien, a los pacientes les traen sin cuidado las encrucijadas cuando acuden a su primera sesión. Por lo general solo quieren dejar de sufrir. Desean contarte su historia, empezando por el problema presentado.
Así pues, dejad que comparta con vosotros mi «percance con Novio».
Para empezar, quisiera aclarar que considero a Novio una persona maravillosa. Es un tipo amable y generoso, divertido e inteligente. Igual te arranca unas carcajadas que te lleva a la farmacia a las dos de la madrugada para comprar el antibiótico cuya toma no puedes aplazar al día siguiente. Si por casualidad pasa por el supermercado Costco, te envía un mensaje de texto para preguntarte si necesitas algo y, cuando le respondes que te vendría bien un envase de detergente, se presenta en tu casa con tus albóndigas favoritas y veinte frascos de sirope de arce para los gofres caseros que acostumbra a prepararte. Transporta los veinte frascos del garaje a la cocina, guarda diecinueve en el estante más alto del armario y deposita uno en la encimera, a punto para el día siguiente.
También te deja notitas de amor en el escritorio, te toma la mano y te cede el paso, y nunca protesta por tener que acompañarte a las reuniones familiares porque le divierte de veras pasar un rato con tus parientes, incluidos los más chismosos o los ancianos. Te envía paquetes de Amazon repletos de libros por nada en especial (para ti, los libros son el equivalente a las flores) y por las noches os acurrucáis juntos y os leéis mutuamente párrafos en voz alta, con pausas para retozar. Mientras os dais un atracón de Netflix, él te frota ese punto de la espalda en el que sufres una leve escoliosis y cuando se detiene y tú lo animas a continuar, sigue masajeándote durante un delicioso minuto más antes de escaquearse con disimulo (tú finges no percatarte). Permite que apures sus bocadillos, que termines sus frases y que uses su crema solar, y escucha las anécdotas del día con tanta atención que, igual que un biógrafo personal, recuerda más detalles de tu vida que tú misma.
Si este retrato te parece tendencioso, has acertado. Hay muchas manera de contar una historia y, si algo me ha enseñado el oficio de psicóloga, es que la mayoría de las personas se pueden considerar lo que nosotros llamamos «narradores no fiables». Con eso no pretendo decir que engañen a sabiendas. El fenómeno se debe más bien a que todo relato posee múltiples matices y tendemos a obviar aquellos que no encajan con nuestro punto de vista. Casi todo lo que me cuentan mis pacientes es la pura verdad… desde su perspectiva actual. Pregúntale a alguien por su cónyuge mientras todavía están enamorados y luego vuelve a interrogarlo después del divorcio; en ambas ocasiones te contarán únicamente la mitad de la historia.
¿Lo que acabas de leer sobre Novio? Es la mitad buena.
Abordemos ahora la otra mitad. Son las diez en punto de una noche entre semana. Estamos en la cama, charlando. Tenemos pensado ir al cine el próximo sábado y acabamos de decidir qué entradas vamos a comprar por anticipado. De súbito, Novio se sume en un silencio extraño.
—¿Estás cansado? —le pregunto. Los dos trabajamos, los dos tenemos hijos y ambos hemos dejado atrás los cuarenta, de modo que el silencio no suele entrañar nada más que agotamiento. E incluso cuando no estamos fatigados, estar juntos sin hablar resulta agradable, relajante. Pero si acaso el silencio se puede oír, el de hoy suena distinto. Y si alguna vez has estado enamorado, ya sabes a qué clase de silencio me refiero: el que vibra en una frecuencia que únicamente ese otro especial puede percibir.
—No —responde. Tan solo es una sílaba, pero un temblor lo traiciona y la palabra va seguida de un mutis todavía más inquietante si cabe. Lo miro. Me devuelve la mirada. Sonríe, sonrío y un silencio ensordecedor se instala de nuevo, quebrado únicamente por el roce nervioso de su pie contra el edredón. Ahora estoy asustada. Durante las sesiones, soy capaz de soportar silencios maratonianos, pero aquí, en mi dormitorio, no aguanto ni tres segundos.
—Oye, ¿pasa algo? —pregunto, intentando adoptar un tono desenfadado. Sin embargo, se trata de una pregunta retórica donde las haya. La respuesta es un notorio «sí», porque, en toda la historia del mundo, nada tranquilizador ha surgido jamás de esta pregunta. Cuando trabajo con parejas en terapia, aun si la respuesta inicial es «no», el tiempo acaba desvelando que la verdadera contestación era alguna versión de te estoy engañando, me he fundido las tarjetas de crédito, mi anciana madre se viene a vivir con nosotros o ya no estoy enamorado/a de ti.
La respuesta de Novio confirma la regla.
Dice:
—Me he dado cuenta de que no puedo convivir con un niño los próximos diez años.
¿Me he dado cuenta de que no puedo convivir con un niño los próximos diez años?
Estallo en carcajadas. Ya sé que la frase de Novio no tiene ninguna gracia, pero habida cuenta de que planeamos pasar juntos el resto de la vida y que yo tengo un hijo de ocho años, me parece tan absurda que me la tomo a risa.
Novio no dice nada, de manera que dejo de reír. Lo miro. Él desvía la mirada.
—¿De qué estás hablando, si se puede saber? ¿Qué significa que no puedes convivir con un niño los próximos diez años?
—Lo siento —es su respuesta.
—¿Cómo que lo sientes? —insisto, todavía incapaz de creer lo que estoy oyendo—. ¿Hablas en serio? ¿No quieres vivir conmigo?
Me explica que sí quiere vivir conmigo, pero ahora que sus hijas adolescentes están a punto de marcharse a la universidad, se ha dado cuenta de que no quiere esperar otros diez años a que el nido esté vacío.
Lo miro boquiabierta. Literalmente. Abro la boca y permanezco de esa guisa un buen rato. Es la primera noticia que tengo al respecto y tardo un minuto entero en cerrar la mandíbula para poder articular palabra. Mi mente dice: ¿queeeeé? , pero mis labios preguntan:
—¿Cuánto hace que te sientes así? Si no te hubiera preguntado, ¿no me habrías dicho nada?
Esto no puede estar pasando, pienso. Hace cinco minutos estábamos eligiendo la película del fin de semana. En teoría, íbamos a pasarlo juntos. ¡Pensábamos ir al cine!
—No lo sé —responde, compungido. Se encoge de hombros sin desplazarlos. Todo su cuerpo se encoge de hombros—. No sabía cómo sacar el tema. No encontraba el momento.
(Cuando les cuento a mis amigas psicólogas esta parte de la historia, al momento lo diagnostican como «un evasivo». Cuando les cuento a mis amigas no psicólogas esta parte de la historia, al momento lo definen como «un cerdo».)
Otro silencio.
Me siento como si estuviera contemplando la escena desde fuera. Veo a una desorientada versión de mí misma atravesar a la velocidad del rayo las famosas cinco etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Si la risa equivalía a la negación y la pregunta «cuándo narices pensabas decírmelo» ha sido una manifestación de ira, estoy en plena fase de negociación. ¿Qué podemos hacer para que esto funcione?, quiero saber. ¿Le pedimos a la canguro que venga más horas? ¿Salimos solos otra noche más a la semana?
Novio niega con la cabeza. Sus hijas adolescentes no se despiertan a las siete de la mañana para jugar con los Lego. Está deseando recuperar su libertad y quiere poder relajarse los domingos por la mañana. Da igual que mi hijo no necesite ayuda para jugar con sus Lego cuando se levanta. El problema, al parecer, reside en que el niño, de vez en cuando, le dice lo siguiente: «¡Mira qué chulo! ¡Mira lo que acabo de construir con los Lego!».
—La cuestión es —aclara Novio— que no quiero sentirme obligado a mirar sus construcciones. Quiero leer el periódico tranquilamente.
Empiezo a plantearme si un extraterrestre habrá invadido el cuerpo de Novio o si tendrá un tumor cerebral en expansión cuyo primer síntoma es un cambio de personalidad. Me pregunto qué pensaría Novio de mí si rompiera con él porque sus hijas adolescentes me piden que eche un vistazo a sus nuevos leggins de Forever 21 cuando estoy leyendo tranquilamente. No quiero mirar tus leggins. ¿Qué clase de persona rompe con otra porque no le apetece levantar la vista?
—Pensaba que querías casarte conmigo —es mi penosa observación.
—Y quiero casarme contigo —responde—. Es que no quiero convivir con un niño.
Lo medito un instante, como si me estuviera planteando un acertijo. Se parece al enigma de la Esfinge.
—Pero el niño y yo vamos en el lote —objeto, ahora levantando la voz. Me enfurece que plantee este problema precisamente ahora. Me enfurece que plantee este problema y punto—. No soy un plato a la carta, como una hamburguesa sin las patatas fritas, como una… una…
Acuden a mi mente esos pacientes que describen situaciones ideales e insisten en que solo podrán ser felices en esas circunstancias exactas. Si no hubiera dejado la escuela de negocios para hacerse escritor, sería el chico ideal (así que rompo con él y sigo viendo a gestores de fondos que me aburren). Si el empleo no implicara un cambio radical, sería la oportunidad perfecta (así que conservaré este empleo sin futuro y seguiré contándote lo mucho que envidio las profesiones de mis amigos). Si no tuviera un hijo, me casaría con ella.
Todos tenemos innegociables, es natural. Sin embargo, cuando los pacientes recurren una y otra vez a este tipo de argumentos, a veces les digo: «Si la reina tuviera pelotas, sería un rey». O, lo que es lo mismo, si vas por la vida escogiendo y descartando, si no te das cuenta de que «lo perfecto es la antítesis de lo bueno», puede que te estés privando de la felicidad. Al principio los pacientes se sorprenden ante mi crudeza, pero a la postre la observación les ahorra tres meses de terapia.
—La verdad es que no quería salir con una mujer que tuviera hijos —está diciendo Novio—. Pero entonces me enamoré de ti y ya no supe qué hacer.
—No te enamoraste de mí antes de nuestra primera cita, cuando te dije que tenía un niño de seis años —objeto—. Entonces sí sabías lo que debías hacer, ¿no?
Más silencio angustiado.
Como seguramente ya habrás adivinado, esta conversación no va a ninguna parte. Yo intento averiguar si el problema es otro; ¿cómo no? Al fin y al cabo, su deseo de libertad no es más que una variante del típico «no eres tú, soy yo» (que siempre equivale a: no soy yo, eres tú). ¿Acaso a Novio le disgusta algún aspecto de la relación y no se atreve a decírmelo?, le pregunto con tranquilidad, ahora en tono más suave, porque soy consciente de que las Personas Muy Enfadadas no son Muy Accesibles. Pero Novio insiste en que el problema radica en el hecho de que tenga hijos, no en mí.
Me encuentro en un estado de conmoción mezclada con perplejidad. No entiendo cómo ha podido suceder algo así. ¿Cómo es posible que alguien duerma a pierna suelta a tu lado y planee una vida contigo cuando está considerando en secreto la idea de dejarte? (La respuesta es muy simple: un mecanismo de defensa llamado «compartimentación». Pero ahora mismo estoy demasiado ocupada recurriendo a otro mecanismo de defensa, la negación, como para reparar en ello.)
Novio, dicho sea de paso, es abogado y plantea el caso igual que si tuviera delante a un jurado. De verdad quiere casarse conmigo. De verdad me ama. Sencillamente, querría que pasáramos más tiempo a solas. Le gustaría que pudiéramos hacer una escapada cuando nos viniera en gana, volver a casa del trabajo y salir a cenar sin tener que preocuparnos por una tercera persona. Desea disfrutar de la intimidad que implica la vida en la pareja, no de la sensación comunal que acarrea una familia. Cuando descubrió que yo tenía un hijo pequeño supo que la situación no era ideal, pero no me comentó nada porque pensó que sabría adaptarse. Dos años más tarde, sin embargo, cuando estamos a punto de fundir nuestros hogares en uno y empieza a otear la libertad en el horizonte, ha comprendido hasta qué punto es importante para él. Sabía que la relación estaba sentenciada y por otro lado no quería que acabase; y cuando se planteaba hablarme de ello, no sabía cómo introducir el tema porque las cosas habían llegado muy lejos e imaginaba que yo montaría en cólera. Dudaba si decírmelo, arguye, porque no quería portarse como un cerdo.
La defensa está servida y además lo siente mucho.
—¿Lo sientes? —le espeto—. Bueno, pues ¿sabes qué? ¡Te has esforzado tanto en NO portarte como un cerdo que al final te has portado como el tío más cerdo del mundo!
De nuevo guarda silencio y entonces lo entiendo todo: su extraño mutismo de antes ha sido su forma de colocar el tema sobre el tapete. Y aunque le damos vueltas y más vueltas al problema hasta que el sol se filtre por las rendijas de las persianas, ambos sabemos en lo más profundo del corazón que todo está dicho ya.
Yo tengo un hijo. Él quiere ser libre. Los niños y la libertad se excluyen mutuamente.
Si la reina tuviera pelotas, sería un rey.
Voilà … ya tenía mi problema presentado.