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Buscando a Wendell

–D eberías hablarlo con alguien —sugiere Jen tres semanas después de la ruptura. Acaba de llamarme al trabajo para saber cómo estoy—. Tienes que encontrar un espacio en el que no te sientas obligada a comportarte como una psicóloga —añade—. Un lugar en el que te puedas desmoronar por completo.

Me miro en el espejo que cuelga junto a la puerta de mi consulta, el que uso para asegurarme de que no llevó lápiz de labios en los dientes cuando estoy a punto de salir en busca de un paciente que aguarda en la sala de espera, tras un tentempié rápido entre sesiones. Mi aspecto es normal, pero estoy mareada y desorientada. Me desenvuelvo bien en las sesiones —ver pacientes es un alivio, una tregua de cincuenta minutos en mi propia vida— pero el resto del tiempo me siento desquiciada. De hecho, cada día estoy peor, no mejor.

No puedo dormir. No me puedo concentrar. Desde la ruptura, he olvidado la tarjeta de crédito en Target, he salido de la gasolinera con el tapón del depósito colgando y me he lastimado la rodilla al tropezar en el garaje. Me duele el pecho igual que si me hubieran aplastado el corazón, pero sé que no es así porque trabaja aún con más ahínco si cabe, latiendo a toda velocidad las veinticuatro horas del día; un signo de ansiedad. No paro dejo de preguntarme cómo se sentirá Novio. Tranquilo y en paz, imagino, mientras que yo paso las noches tirada en el suelo de mi habitación, echándolo de menos. Y entonces empiezo a darle vueltas a la cuestión de si realmente lo echo de menos; ¿acaso lo conocía siquiera? ¿Lo añoro a él o a una imagen que yo construí?

De modo que cuando Jen me anima a hablar con un terapeuta, comprendo que tiene razón. Necesito que alguien me ayude a superar esta crisis.

Pero ¿quién?

Buscar psicólogo es peliagudo. No se parece a encontrar, pongamos, un buen internista o un dentista. ¿Un psicoterapeuta? Hay que tener en cuenta:

  1. Si le pides a alguien que te recomiende un buen psicólogo clínico y esa persona no está haciendo psicoterapia, podría tomarse mal tu suposición. De manera parecida, si le preguntas a alguien por un buen terapeuta y esa persona sí está viendo a uno, tal vez le angustie que lo hayas deducido con tanta facilidad. De todas las personas que conoce —podría decirse— ¿por qué ha pensado en mí?
  2. Cuando preguntas, te arriesgas a que esa persona quiera conocer los motivos que te inducen a hacer terapia. «¿Algo va mal? —se interesará tal vez—. ¿Es tu matrimonio? ¿Estás deprimida?». Y aunque no lo dijera en voz alta, cada vez que te viera podría estar pensando: ¿Algo va mal? ¿ Será su matrimonio? ¿Estará deprimida?
  3. Si la amiga en cuestión te da el nombre de su psicólogo, lo que digas en sesión podría ser cotejado sin que tú lo sepas. Si, por ejemplo, tu amiga le cuenta a su psicólogo un incidente que te involucra y te deja en mal lugar y tú le ofreces una versión distinta del mismo episodio —o lo obvias por completo— el terapeuta verá una faceta de ti misma que tú no has elegido mostrarle. Pero no llegarás a averiguar qué sabe acerca de ti en realidad, porque no puede comentar nada mencionado en la sesión de otra persona.

A pesar de estos inconvenientes, el boca a boca suele ser un sistema eficaz para encontrar psicoterapeuta. También puedes acudir a Psychology Today.com y revisar los perfiles de profesionales que ejerzan por tu zona. Ahora bien, hagas lo que hagas, es posible que tengas que hablar con unos cuantos antes de encontrar al adecuado. Sucede así porque conectar con el terapeuta es crucial en sentidos que no afectan a otros profesionales de la salud (como dijo otro psicólogo: no es lo mismo que escoger a un buen cardiólogo, que te ve dos veces al año como mucho y nunca sabrá nada de tus terribles problemas de inseguridad). Estudios y más estudios han demostrado que el factor más importante para el éxito del tratamiento es la relación con el terapeuta, la experiencia del paciente de «sentirse sentido». Influye más que la preparación del profesional, el tipo de enfoque con el que trabaja o la clase de problema con que acudes a terapia.

No obstante, mi búsqueda está sometida a líneas rojas particulares. Para evitar una infracción de tipo ético conocida como «relación dual», no puedo tratar ni ser tratada por nadie de mi entorno: ni el padre o la madre de un compañero de mi hijo, la hermana de un colega o una amiga de mi madre, ni algún vecino. La relación que se establece en consulta tiene que limitarse a ese espacio y no trascenderlo. Esas reglas no se aplican a otros profesionales clínicos. Puedes jugar al tenis o compartir club de lectura con tu cirujano, dermatólogo o quiropráctico, pero no con tu psicólogo.

Dicha restricción limita enormemente mis opciones. Tengo tendencia a derivar pacientes a numerosos colegas de la ciudad, acudir a congresos con ellos y relacionarme de un modo u otro. Por si fuera poco, mis amigas psicólogas, como Jen, conocen a los mismos que yo. Aun si Jen me derivara a algún colega con el que nunca he coincidido, no me sentiría cómoda sabiendo que mi terapeuta y ella se conocen; demasiada proximidad. ¿Y si preguntara a mis propios colegas? Bueno, hay un problema: no quiero que sepan que busco terapia urgente. Tal vez se mostraran reacios, conscientemente o no, a derivarme pacientes.

Así que, si bien vivo rodeada de psicoterapeutas, mi dilema se resume en unos versos de Coleridge: «Agua, agua, por todas partes/ y ni una gota para beber.»

Afortunadamente, a punto de dar la jornada por concluida tengo una idea.

Mi colega Caroline no trabaja en mi gabinete, ni siquiera en mi edificio. No somos amigas, pero nos llevamos bien. En ocasiones compartimos casos: yo llevo a una pareja y ella a uno de los miembros de manera individual, o viceversa. Tengo confianza plena en su criterio.

Marco su número y responde de inmediato.

—Hola, ¿cómo estás? —pregunta.

Le aseguro que estoy de maravilla.

—Genial —repito con entusiasmo. No menciono que apenas duermo ni me alimento, y que me siento como si me fuera a desmayar en cualquier momento. Le pregunto qué tal está ella y luego voy directa al grano.

—Necesito una derivación —expongo—, para un amigo.

Le explico deprisa y corriendo que mi «amigo» está buscando un terapeuta masculino para evitar que Caroline se pregunte por qué no se lo envío a ella.

A través del teléfono, prácticamente oigo girar los engranajes de su cerebro. Alrededor de tres cuartas partes de los psicólogos que ejercen como terapeutas (en lugar de dedicarse a la investigación, a la psicometría o al control de medicamentos) son mujeres, así que tiene que pensarlo un rato antes de que se le ocurra un nombre. Añado que tampoco le puedo recomendar al único psicoterapeuta varón de mi centro, que casualmente es uno de los más brillantes que conozco, porque mi amigo no se sentiría cómodo acudiendo a mi gabinete, donde compartimos sala de espera.

—Hummm —dice Caroline—. ¿Es un hombre de tu edad?

—Sí, de cuarenta y pico —respondo—. Altamente funcional.

Altamente funcional es la expresión en clave que empleamos los terapeutas para hablar de los buenos pacientes, esos con los que a todos nos gusta trabajar y que te compensan por los otros, a los que también tratamos pero que son menos funcionales. Hablamos de pacientes altamente funcionales para referirnos a aquellos que demuestran capacidad para forjar vínculos, asumir responsabilidades adultas y verse a sí mismos. La clase de paciente que no te llama a todas horas entre sesión y sesión con problemas urgentes. Los estudios demuestran, tal como dicta el sentido común, que la mayoría de los profesionales prefieren trabajar con personas locuaces, motivadas, abiertas y responsables; son esas los que progresan con más rapidez. Le he mencionado a Caroline el detalle de la alta funcionalidad con el fin de agrandar la franja de terapeutas que pudieran mostrar interés en el caso y, bueno, me considero altamente funcional, más o menos. (Como mínimo, lo era hasta hace poco.)

—Creo que se sentiría más cómodo si está casado y tiene hijos —prosigo.

Añado esta nueva condición por otra razón. Sé que no estoy siendo ecuánime, pero me temo que una mujer podría estar predispuesta a empatizar con mi situación posruptura y que un hombre, si no está casado ni es padre, tal vez no comprenda los matices que aporta el detalle del niño a la situación. En resumen, quiero saber si un profesional objetivo que sepa por propia experiencia lo que implica el matrimonio y la paternidad —un hombre igual a Novio— se horroriza tanto como yo ante la conducta de mi ex, porque en ese caso confirmaré que mi reacción es normal y no me estoy volviendo loca.

Sí, busco objetividad, pero solamente porque estoy convencida de que me va a favorecer.

Oigo a Caroline teclear en el ordenador. Tap, tap, tap.

—A lo mejor… no, olvídalo, tiene una opinión de sí mismo demasiado buena —dice de algún terapeuta sin nombre. Vuelve a su teclado.

Tap, tap, tap.

—Hay un colega que antes formaba parte de mi grupo de supervisión —empieza—. Pero no estoy segura. Es genial. Muy hábil. Siempre hace aportaciones interesantes. Pero…

Caroline titubea.

—¿Pero qué?

—Parece tan feliz todo el tiempo. Me resulta… antinatural. En plan, ¿qué le hace tan feliz, si se puede saber? Pero a algunos pacientes les gusta eso. ¿Crees que tu amigo se llevaría bien con él?

—Seguro que no —es mi respuesta. Yo también desconfío de las personas aquejadas de felicidad crónica. A continuación Caroline nombra un buen psicólogo al que conozco bastante bien, así que le digo que no encajará con mi amigo porque hay conflicto ; expresión en clave que indica: «sus mundos se tocan, pero no puedo revelar más.»

Ella sigue tecleando —tap, tap, tap— y entonces se detiene.

—Ah, oye, hay un psicólogo llamado Wendell Bronson —me dice Caroline—. Hace años que no hablo con él, pero hicimos la residencia juntos y es listo. Casado, con hijos. De cuarenta y tantos, con mucha experiencia. ¿Te paso el contacto?

Digo que me parece bien, o sea, a «mi amigo» le parecerá bien. Intercambiamos unas cuantas frases educadas y nos despedimos.

En este momento, lo único que sé de Wendell es lo que Caroline acaba de decirme y que hay dos horas de estacionamiento gratuito en el aparcamiento de enfrente de su gabinete. Estoy al tanto del detalle del aparcamiento porque, cuando Caroline me envía su teléfono y su dirección un minuto después, advierto que mi centro de depilación se encuentra en la misma calle (aunque dudo mucho que me vaya a depilar en un futuro próximo , pienso, y eso me hace llorar de nuevo).

Recupero la compostura el tiempo suficiente para marcar el número de Wendell y, tal como esperaba, salta el contestador. Los psicoterapeutas rara vez responden al teléfono de la consulta para que los pacientes no se sientan rechazados si acaso llaman en plena crisis y el profesional tan solo les puede ofrecer unos minutos entre sesión y sesión. Las llamadas entre colegas se realizan al móvil o al busca.

Oigo una grabación genérica («Hola, ha llamado a la consulta de Wendell Bronson. Devuelvo las llamadas en horario de oficina de lunes a viernes. Si es una emergencia, por favor llame al…») y, después de la señal, dejo un mensaje conciso con la información que desea un terapeuta, ni más ni menos: nombre, una breve explicación del motivo de mi llamada y número de teléfono. Lo estoy haciendo bien hasta que, pensando que contribuirá a que adelante la cita, añado que yo también soy psicóloga, pero mi voz se rompe al pronunciar la última palabra. Avergonzada, toso para disimular y cuelgo a toda prisa.

Cuando Wendell me devuelve la llamada, una hora más tarde, trato de sonar lo más serena posible mientras le explico que solamente necesito resolver una pequeña crisis, unas pocas semanas para «procesar» una ruptura y todo estará resuelto. Ya he pasado por terapia, así que acudo con las tuercas apretadas. No se ríe de mi broma, de lo cual deduzco que carece de sentido del humor, pero me da igual porque no me hace falta el humor para solventar esta crisis.

Lo que quiero, al fin y al cabo, es volver a levantar cabeza.

Wendell pronuncia unas cinco palabras en el transcurso de toda la llamada. Empleo el término palabras en su sentido más amplio, porque en realidad suelta unos cuantos ajá antes de ofrecerme una visita a las nueve en punto de la mañana siguiente. Acepto y hemos terminado.

Aunque Wendell no ha dicho gran cosa, la conversación me proporciona consuelo inmediato. Sé que se trata de un efecto placebo muy extendido: Me van a ayudar con esto. Sí, estoy fatal ahora mismo porque lo sucedido me ha pillado desprevenida, pero pronto las cosas se pondrán en su sitio (es decir, Wendell me confirmará que Novio es un sociópata). Cuando vuelva la vista atrás, esta ruptura será una perturbación en el radar de mi vida. Lo consideraré un error del que pude aprender algo, la clase de equivocación que mi hijo llama «un resbalón ».

Esta noche, antes de acostarme, reúno las cosas de Novio —su ropa, artículos de aseo, raqueta de tenis, libros y dispositivos electrónicos— y los guardo en una caja que planeo devolverle. Retiro los pijamas de Costco del cajón y encuentro una papelito autoadhesivo con un mensaje travieso que Novio dejó pegado. Cuando lo escribió, me pregunto, ¿ya sabía que se iba a marchar?

En una presentación de casos a la que acudí la semana anterior a la ruptura, un colega habló de cierta paciente que acababa de descubrir la doble vida de su marido. No solo tenía una amante desde hacía años sino que la había dejado embarazada y ella estaba a punto de dar a luz. Cuando la paciente descubrió todo eso (¿pensaba él decírselo algún día?), ya no supo qué pensar de la vida que había compartido con él. ¿Sus recuerdos eran reales? Por ejemplo, aquellas vacaciones románticas… ¿era exacta su versión del viaje o una ficción, toda vez que él ya había iniciado su aventura en aquel entonces? No solo tenía la sensación de que le habían arrebatado su matrimonio sino también sus recuerdos. De manera similar, cuando Novio colocó la notita en mi pijama —o cuando me compró los pijamas, ya puestos— ¿estaba planeando en secreto, al mismo tiempo, su vida sin hijos? Fulmino la nota con la mirada. Mentiroso , pienso.

Llevo la caja al coche y la dejo en el asiento delantero para acordarme de tirarla. Puede que lo haga por la mañana, de camino a la sesión con Wendell.

Estoy deseando oírle decir hasta qué punto Novio es un sociópata.