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Bienvenidos a Holanda

C uando Julie descubrió que se estaba muriendo, su mejor amiga, Dara, le envió el famoso texto «Bienvenidos a Holanda» con la intención de ayudarla. Escrito por Emily Perl Kingsley, madre de un niño con síndrome de Down, aborda la experiencia de saber que tus expectativas vitales acaban de alterarse por completo:

Esperar el nacimiento de un hijo se parece a planear unas fabulosas vacaciones en Italia. Compras un montón de guías turísticas y haces planes maravillosos: el Coliseo, el David de Miguel Ángel, las góndolas de Venecia… Incluso puedes aprender unas cuantas frases en italiano, que te van a venir muy bien. Todo es muy emocionante.

Tras meses de ilusionada espera, llega el ansiado día. Preparas las maletas y te pones en camino. Varias horas más tarde, cuando el avión aterriza, un auxiliar de vuelo anuncia:

—Bienvenidos a Holanda.

—¿Holanda? —preguntas—. ¿Cómo que Holanda? ¡Yo he comprado un billete a Italia! ¿Por qué me han traído a otro país? Llevo toda la vida soñando con viajar a Italia.

Pero los planes de vuelo han cambiado. El avión ha aterrizado en Holanda y allí te vas a quedar.

Lo principal es que no te han llevado a un sitio horrible, mugriento y desagradable, donde la miseria y las enfermedades campan a sus anchas. Simplemente has llegado a un lugar distinto.

Así que te toca salir y comprar nuevas guías. E incluso aprender un idioma nuevo. Y conocerás a personas que de otro modo nunca habrías conocido.

Estás en otro sitio, nada más. El ritmo es más pausado que en Italia; el entorno, menos deslumbrante. Pero después de pasar un tiempo en el país y recuperar el aliento, miras a tu alrededor… y adviertes que en Holanda hay molinos de viento y tulipanes. En Holanda hay incluso obras de Rembrandt.

Pero todos tus conocidos están muy ocupados yendo y viniendo de Italia, y presumen de las maravillosas experiencias que han vivido allí. Y durante el resto de tu vida, te dirás:

—Sí, yo también pensaba ir a Italia. Ese fue el viaje que planeé.

El dolor jamás desaparecerá, porque la pérdida de ese sueño es, en verdad, muy significativa. Ahora bien, si malgastas la vida lamentando el hecho de que nunca llegaste a conocer Italia, tal vez jamás seas libre para disfrutar de las experiencias especiales y maravillosas que te esperan en Holanda.

«Bienvenidos a Holanda» enfureció a Julie. Al fin y al cabo, ¿qué tiene el cáncer de especial o maravilloso? Pero Dara, cuyo hijo tiene diagnosticado un autismo severo, le dijo a Julie que no había captado la idea. Reconocía que el diagnóstico de su amiga era devastador e injusto, y le exigía una ruptura total con el rumbo que, en teoría, iba a tomar su vida. Pero no quería que Julie pasara el tiempo que le pudiera quedar —quizás tanto como diez años— perdiéndose lo que aún le reservaba la vida. Su matrimonio. Su familia. Su trabajo. Todavía podía disfrutar de una versión de todas esas experiencias en Holanda.

Julie pensó: Que te den.

Y también: Tienes razón.

Porque Dara lo sabía mejor que nadie.

Julie ya me había hablado de Dara, igual que todos mis pacientes me hablan de sus mejores amigos. Sabía que la joven estaba desesperada de pena y de preocupación ante los incansables golpes y cabezazos de su hijo, sus rabietas, su incapacidad de mantener una conversación o de comer solo a los cuatro años, su necesidad de múltiples terapias semanales que le absorbían buena parte de su vida pero que tampoco parecían ayudar, según la joven le relataba a Julie, desalentada.

—Bueno, no me siento orgullosa de lo que le voy a contar —dijo Julie después de narrarme cómo se había enfadado al principio con su amiga—, pero cuando vi lo que Dara estaba pasando con su hijo, supe que por nada del mundo querría vivir algo parecido. La quiero mucho y pensé que cualquier esperanza de conocer la vida a la que aspiraba se había esfumado.

—Lo mismo que siente usted ahora.

Julie asintió.

Me relató que Dara pasó mucho tiempo diciendo: «¡yo no me esperaba esto!» y luego recitaba la lista de todas las pérdidas que implicaba su situación. Su marido y ella nunca podrían acurrucarse con su hijo, ni se turnarían con otros padres los viajes al colegio, ni le leerían a su pequeño cuentos de buenas noches. El niño no crecería para convertirse en un adulto independiente. Dara miraba a su marido, me contó Julie, y pensaba: es un padre maravilloso , pero luego empezaba a rumiar hasta qué punto habría sido un papá fabuloso de haber tenido un hijo con el que pudiera interactuar plenamente. La tristeza se apoderaba de ella, sin que pudiera evitarlo, cada vez que le daba por pensar en la clase de experiencias que jamás compartirían con el niño.

Dara se sentía egoísta y culpable por su tristeza, porque si deseaba que la vida del niño fuera más fácil, si soñaba que pudiera tener una existencia plena, con amigos, amores y trabajo, era ante todo por el bien de él . La invadían el dolor y la envidia cuando veía a otras madres jugar con sus hijos de cuatro años en el parque, sabiendo que, en una situación parecida, su hijo perdería el control y con toda probabilidad lo invitarían a marcharse. Siendo consciente de que la gente seguiría evitando a su hijo cuando creciera, y a ella. Las miradas que le dispensaban las otras madres, esas que tenían hijos típicos con problemas típicos, incrementaban su sensación de aislamiento.

A lo largo de aquel año, Dara telefoneaba a Julie a menudo, cada llamada más desesperada que la anterior. Con los recursos financieros, emocionales y prácticos agotados, decidieron no añadir otro hermano a la combinación. ¿Cómo pagarían los gastos y de dónde sacarían el tiempo para otro hijo? ¿Y si ese niño también padecía autismo? Dara ya había dejado de trabajar para poder ocuparse del pequeño, su marido había buscado un segundo empleo y ella no sabía cómo sobrellevarlo todo. Hasta que un día llegó a sus manos «Bienvenidos a Holanda» y comprendió que no solo tendría que vivir en esa tierra extraña sino encontrar motivos de alegría donde pudiera. Todavía podía disfrutar de la vida, si se lo permitía.

En Holanda, Dara encontró amigos que comprendían su situación familiar. Halló maneras de conectar con su hijo, divertirse con él y amarlo tal como era, sin centrarse en las carencias. Aprendió a dejar de buscar información obsesivamente sobre el atún, la soja o los productos químicos de los cosméticos que pudieran haber perjudicado el desarrollo de su hijo durante el embarazo. Buscó ayuda para cuidar del niño con el fin de poder cuidar también de sí misma, trabajar media jornada en algo que le gustaba y disfrutar de tiempo libre significativo. Su marido y ella se reencontraron y recuperaron su matrimonio al tiempo que lidiaban con los problemas que no podían eludir. En lugar de pasar todo el viaje encerrados en el hotel, decidieron salir y visitar el país.

Ahora Dara estaba invitando a Julie a hacer lo mismo, a mirar los tulipanes y los Rembrandt. Y cuando la ira de Julie ante «Bienvenidos a Holanda» remitió, comprendió que siempre habría alguien cuya vida le pareciera más —o menos— envidiable. ¿Le cambiaría el sitio a Dara, ahora mismo? Su primera reacción: sí, con los ojos cerrados. La segunda: puede que no. Se planteó distintas posibilidades: si pudiera disfrutar de diez años fantásticos con un hijo sano, ¿cambiaría eso por una vida más larga? ¿Es más difícil estar enferma que compartir la vida con un niño que lo está? Se sentía despreciable por albergar esos pensamientos, pero tampoco podía negarlos.

—¿Cree que soy mala persona? —me preguntaba, y yo le aseguraba que a todo aquel que acude a terapia le preocupa que sus pensamientos no sean «buenos» o «normales» y, sin embargo, tan solo la sinceridad con uno mismo nos ayuda a extraer el sentido de nuestras vidas, con todos sus matices y complejidades. Reprime esos pensamientos y es probable que te comportes «mal». Acéptalos y crecerás.

A través de esas reflexiones, Julie empezó a comprender que todos estamos en Holanda, porque casi nadie llega a tener la vida que soñó. Aun si eres tan afortunada como para viajar a Italia, te pueden cancelar el vuelo o tal vez llueva sin parar. O, durante un viaje de aniversario, tu marido podría sufrir un infarto en la ducha diez minutos después de compartir contigo un sexo maravilloso en un lujoso hotel de Roma, como le sucedió a una conocida mía.

Así que Julie se marchaba de viaje a Holanda. No sabía cuánto tiempo duraría su estancia, pero habíamos hecho reservas para diez años y cambiaríamos el itinerario de ser necesario.

Mientras tanto, trabajaríamos juntas para averiguar qué quería hacer allí.

Julie solamente puso una condición.

—Si cometo algún disparate, ¿promete decírmelo? O sea, ahora que voy a morir antes de lo que jamás hubiera pensado, no hace falta que sea tan… sensata, ¿verdad? Así que, si me paso de la raya y me desmadro demasiado, ¿me avisará?

Le prometí hacerlo. Julie siempre había sido una persona concienzuda y responsable. Lo hacía todo como Dios manda y no podía imaginar qué entendía ella por «desmadrarse». Supuse que, en todo caso, no llegaría más lejos que la típica niña buena que un día se desmelena bebiendo alguna cerveza de más en una fiesta.

Había olvidado que las personas mostramos nuestro lado más interesante cuando tenemos una pistola metafórica en la sien.

—Cosas que quiero hacer antes de morir —dijo Julie durante la sesión, cuando iniciamos el trabajo de visualizarla en Holanda—. Qué expresión más curiosa, ¿verdad?

No pude sino asentir. ¿Qué nos gustaría hacer antes de criar malvas?

A menudo empezamos a pensar en nuestra lista de sueños pendientes cuando muere alguien cercano. Ese fue el caso de la artista Candy Chang que, en 2009, creó un espacio público en Nueva Orleans con la entrada: Antes de morir ___________. Al cabo de pocos días, el muro estaba repleto de inscripciones. La gente escribió cosas como Antes de morir, me gustaría poner un pie a cada lado de la línea internacional del cambio de fecha. Antes de morir, quiero cantar delante de millones de personas. Antes de morir, quiero ser yo mismo. Pronto la idea se extendió a miles de muros en todo el mundo: Antes de morir, me gustaría estar más unida a mi hermana. Ser un padre genial. Tirarme en paracaídas. Cambiar la vida de alguien.

No sé si lo pusieron en práctica, pero a juzgar por lo que he visto en mi consulta, es posible que más de uno viviera su epifanía, escarbara en su alma, añadiera más elementos a la lista… y luego no hiciera nada. Cuando la muerte tan solo existe en la teoría, la gente tiende a soñar sin más.

Pensamos que hacemos listas de cosas pendientes para no dejarnos nada en el tintero, pero en realidad lo hacemos para defendernos de la muerte. Al fin y al cabo, cuanto más largas sean nuestras listas, más tiempo creemos tener para cumplir todo lo que contienen. Acortar la lista, sin embargo, debilita una pizca nuestro sistema de negación y nos obliga a reconocer una verdad incuestionable: la tasa de mortalidad de la vida es del cien por cien. Todos y cada uno de nosotros vamos a morir y la mayoría no tenemos la menor idea de cómo ni cuándo sucederá. De hecho, con cada segundo que pasa, más cerca estamos del inevitable final. Como dicen por ahí: ninguno de nosotros saldrá vivo de aquí.

Imagino que ahora mismo te alegras mucho de que yo no sea tu terapeuta. ¿Quién quiere pensar en eso? ¡Es mucho más agradable procrastinar en relación a la muerte! Muchos damos por sentadas a las personas que amamos y las cosas que nos importan hasta que comprendemos, cuando nos anuncian la fecha de expiración, que el gran proyecto todavía está por hacer: nuestra vida.

Ahora, sin embargo, Julie tenía que decir adiós a todas aquellas cosas que quedarían fuera de su lista. A diferencia de las personas mayores, que se lamentan de lo que van a perder y dejar atrás, Julie estaba de duelo por lo que nunca tendría todas las metas y primeras veces que las personas de treinta años dan por supuesto que alcanzarán. Julie tenía, según ella misma lo expresó, «un vencimiento muy concreto». Lo que en inglés se conoce como deadline , dijo, siendo dead (muerte), la clave de la palabra. Un plazo tan implacable que buena parte de lo que esperaba vivir nunca sucedería.

Cierto día Julie me confesó que había empezado a notar la frecuencia con que la gente, en las conversaciones informales, hace referencia al futuro. Voy a adelgazar. La semana que viene empiezo a hacer ejercicio. Este año nos iremos de vacaciones. Dentro de tres años conseguiré el ascenso. Estoy ahorrando para comprar una casa. Tendremos otro hijo dentro de un par de años. Dentro de cinco años acudiré a la siguiente reunión de exalumnos.

Hacen planes.

A Julie le costaba planificar el porvenir sin saber cuánto tiempo tenía. ¿Qué haces cuando la diferencia entre un año y diez es inmensa?

Y entonces sucedió un milagro. El tratamiento experimental de Julie estaba reduciendo los tumores. En cuestión de semanas, prácticamente habían desaparecido. Los médicos se mostraban optimistas; tal vez tuviera más tiempo del que pensaban. Puede que los medicamentos funcionasen a largo plazo y no solo en el presente o durante unos pocos años. Había tantos «quizás» que, cuando los tumores desaparecieron por completo, ella y Matt empezaron, con suma cautela, a ser de esas personas que hacen planes.

Cuando Julie examinó su lista de sueños pendientes, Matt y ella hablaron de tener un hijo. ¿Debían ser padres aunque quizás para cuando el niño empezase la primaria Julie ya no estuviera o, en el peor de los casos, ni siquiera para preescolar? ¿Se sentía capaz Matt de enfrentarse a eso? ¿Y qué pasaba con el niño? ¿Era justo que Julie fuera madre en esas circunstancias? ¿O acaso el máximo gesto de amor materno fuera precisamente la decisión de no serlo, aunque implicase el mayor sacrificio que había hecho jamás?

Julie y Matt decidieron que la vida debía continuar, aun delante de una incertidumbre tan grande. Si algo habían aprendido es que la vida es aleatoria por definición. ¿Y si Julie optaba por la precaución y renunciaban a tener un hijo por si el cáncer regresaba… pero nunca lo hacía? Matt le aseguró a Julie que sería un padre implicado pasara lo que pasase. Siempre estaría presente para su hijo.

Así pues, estaba decidido. Mirar a la muerte a los ojos les obligaba a vivir con plenitud; no en el futuro, con una larga lista de objetivos por delante, sino en el momento presente.

Julie redujo su lista al mínimo: formarían una familia.

No importaba si acababan en Italia, en Holanda o en algún lugar distinto. Subirían a bordo del avión y ya se vería dónde aterrizaban.