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Cómo lidian los niños con la pena

A l poco tiempo de la ruptura, compartí la noticia con Zach, mi hijo, de ocho años. Estábamos cenando y yo se lo dije sin rodeos: Novio y yo habíamos decidido (licencia poética) que no íbamos a estar juntos, al cabo.

Se quedó de piedra. Parecía sorprendido y aturdido al mismo tiempo. (¡Bienvenido al club! , pensé.)

—¿Por qué? —quiso saber. Le expliqué que cuando dos personas planean casarse antes tienen que averiguar si van a formar un buen equipo, no solo en el presente sino también durante el resto de sus vidas. Y si bien Novio y yo nos amábamos, ambos habíamos comprendido (otra licencia poética) que ese no era nuestro caso y que sería más conveniente para nosotros buscar otras personas con las que nos lleváramos mejor.

En esencia le había dicho la verdad, menos algunos detalles y más de un par de sustituciones pronominales.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Zach—. ¿Por qué no formáis un buen equipo?

Su rostro era un gran interrogante. Verlo me partía el corazón.

—Bueno —respondí yo—. ¿Te acuerdas de que Asher y tú erais muy amigos pero entonces él se aficionó al fútbol y tú empezaste a jugar al baloncesto?

Asintió.

—Todavía sois amigos, pero ahora tú pasas más tiempo con niños que tienen intereses parecidos a los tuyos.

—Entonces, ¿os gustan cosas distintas?

—Eso es —asentí yo. A mí me gustan los niños y él los odia.

—¿Qué cosas?

Suspiro.

—Bueno, pues cosas como que yo quiero estar más en casa y él prefiere viajar.

Los niños y la libertad se excluyen mutuamente. Si la reina tuviera pelotas…

—¿Y por qué no podéis llegar a un acuerdo? Podrías quedaros en casa unas veces y viajar otras.

Medité la propuesta.

—Puede que sí, pero nos pasa lo mismo que a Sonja y a ti cuando tuvisteis que preparar juntos un cartel y ella quería llenarlo de mariposas y tú querías que tuviera un montón de soldados clon, y al final pintasteis dragones amarillos. Quedó chulo, pero no era lo que queríais ninguno de los dos. Así que, en el siguiente proyecto, formaste pareja con Theo y aunque pensáis de manera distinta, vuestras ideas se parecen más. Tuvisteis que negociar pero no tanto como Sonja y tú.

Zach tenía la mirada clavada en la mesa.

—Todo el mundo tiene que negociar para llevarse bien —le expliqué—, pero si tienes que negociar demasiado, el matrimonio puede resultar complicado. Si uno de nosotros quisiera viajar a menudo y el otro prefiriese quedarse en casa casi siempre, los dos acabaríamos muy frustrados. ¿Me explico?

—Sí —respondió mi hijo. Seguimos sentados un rato y luego, de súbito, alzó la vista y me espetó—: ¿Los plátanos se mueren cuando te los comes?

—¿Qué? —le pregunté, descolocada por la irrelevancia de su pregunta.

—Matamos a las vacas para comérnoslas y por eso los vegetarianos no comen carne, ¿no?

—Ajá.

—Bueno —prosiguió—, si arrancamos un plátano del árbol, ¿no lo matamos también?

—No, es más parecido al pelo —aclaré—. Los pelos caen cuando ya no pueden seguir creciendo para que el cabello nuevo los pueda reemplazar. Los plátanos nuevos sustituyen a los viejos.

Zach se inclinó hacia delante.

—Pero nosotros arrancamos los plátanos antes de que caigan, cuando todavía están vivos. ¿Y si alguien TE ARRANCARA el pelo antes de que estuviera listo para caer? ¿No mata eso al plátano? ¿Y no le duele al árbol que le arranques el fruto?

Ah. Era la estrategia de Zach para afrontar la noticia. Él era el árbol. O el plátano. En cualquier caso, le dolía.

—No lo sé —respondí—. Puede que no pretendamos hacerle daño al árbol ni al plátano, pero es posible que les duela de todos modos, aunque preferiríamos mil veces no hacerlo.

Se quedó callado un rato. Luego:

—¿Lo volveré a ver?

Le dije que no lo creía.

—¿Y ya no volveremos a jugar al Goblet?

El Goblet era un juego de mesa que había pertenecido a las hijas de Novio cuando eran niñas. Zach y Novio jugaban juntos de vez en cuando.

Le respondí que no, no con Novio. Pero, si le apetecía, yo jugaría con él.

—Puede —aceptó con voz queda—. Pero es que él jugaba muy bien.

—Jugaba muy bien —asentí—. Ya sé que es un gran cambio —añadí, y luego dejé de hablar porque nada de lo que dijera iba a ayudar a mi hijo en ese momento. Tendría que experimentar la tristeza. Sabía que durante los días y semanas e incluso meses siguientes me tocaría mantener muchas conversaciones con él para ayudarle a superar esto (la ventaja de ser el hijo de una psicóloga es que nada se barre debajo de la alfombra; la desventaja es que lo vas a pasar fatal de todos modos). Mientras tanto, el niño tendría que digerir la noticia.

—Vale —musitó Zach. Se levantó de la mesa, se acercó al frutero, escogió un plátano, lo abrió y, con aire dramático, le hincó el diente.

—Ñammmm —dijo, con una curiosa expresión de alegría en el semblante. ¿Estaba asesinando al plátano? Se lo zampó de tres grandes bocados y entró en su habitación.

Cinco minutos más tarde, regresó cargado con el Goblet.

—Vamos a donarlo —propuso a la vez que dejaba el juego junto a la puerta. Se acercó para abrazarme—. De todas formas, ya no me gusta.