A mediados del siglo xx , el psicoanalista británico Wilfred Bion planteó que los psicoterapeutas deberían acercarse a sus pacientes «sin memoria ni deseo». Bajo su punto de vista, la memoria del terapeuta es propensa a la interpretación subjetiva y los recuerdos se transforman con el tiempo, mientras que sus deseos podrían contradecir la voluntad del paciente. Unidos, recuerdos y deseos tienen a crear prejuicios que orientan el tratamiento (conocidos como ideas formuladas). Bion proponía que los analistas abordasen cada sesión desde el compromiso de escuchar a la persona en el momento presente (sin dejarse influir por los recuerdos) y permanecer abiertos a distintos desenlaces (en lugar de guiarse por su deseo).
A comienzos del internado, me supervisó un entusiasta de Bion y me desafié a mí misma a afrontar cada sesión «sin memoria ni deseo». La idea de no permitir que preconcepciones o expectativas distorsionasen mis percepciones me parecía muy atractiva. Asimismo advertía las similitudes con el zen, por cuanto ambos enfoques te animaban a renunciar a los apegos. En la práctica, en cambio, me sentía más bien como si tratara de emular al famoso paciente H.M. del neurólogo Oliver Sacks, un hombre que, a causa de una lesión cerebral, vivía en un instante presente perpetuo, sin capacidad para recordar el pasado inmediato ni para conceptualizar el futuro. A mí, que tenía el lóbulo frontal intacto, me resultaba complicado inducirme ese tipo de amnesia.
Soy consciente, obviamente, de que la propuesta de Bion posee muchos más matices y que la idea de prescindir de los aspectos de la memoria y el deseo que interfieren en el tratamiento constituye una aportación valiosa. Si saco a colación a Bion ahora mismo es porque hoy, mientras me dirijo en coche a la consulta de Wendell, me asalta la idea de que, desde la perspectiva del paciente —desde mi perspectiva— «sin recuerdos (de Novio) ni deseos (de Novio)» sería algo parecido al nirvana».
Es jueves por la mañana y estoy sentada en el sofá de Wendell, a medio camino entre las posiciones A y B, con los almohadones ya bien ajustados a mi espalda.
Estoy totalmente predispuesta a compartir lo que me sucedió ayer en el trabajo, cuando encontré un ejemplar de la revista Divorcio en la cocina de nuestro centro, sobre un montón de material de lectura pendiente de colocar en la sala de espera. Imaginé a los suscriptores llegando a casa al final del día para descubrir, entre facturas y folletos de propaganda, esa revista con la palabra divorcio escrita en la portada con estridentes letras amarillas. Luego imaginé a esas mismas personas entrando en su casa vacía, encendiendo la luz, calentando un plato precocinado en el microondas o haciendo un pedido para uno por teléfono y echando un vistazo a las páginas de la revista con una pregunta en la mente: ¿cómo he acabado así? Las personas que ya habían superado el divorcio tendrían cosas más interesantes a las que dedicar el tiempo que leer esa revista, supuse. La mayoría de suscriptores debía de ser gente como yo, todavía con la herida reciente e intentando entender qué había pasado.
Yo no me había casado con Novio, obviamente, así que lo mío no era un divorcio. Pero se suponía que nos íbamos a casar y eso, según mi mentalidad de entonces, situaba las dos circunstancias en una misma categoría. Incluso tenía la sensación de que esa ruptura pudiera ser peor que un divorcio en cierto sentido. Cuando te divorcias, la relación ya se ha deteriorado; de ahí la separación. Si vas a tener que llorar una pérdida, ¿acaso no es preferible contar con un arsenal de recuerdos desagradables —silencios pétreos, peleas a gritos, infidelidades, decepción a mansalva— para contrarrestar los buenos? ¿No resulta más difícil separarse de una relación cuando abundan las memorias felices?
Para mí, la respuesta era un rotundo «sí».
De modo que estaba sentada a la mesa comiendo un yogur mientras echaba un vistazo a los titulares de la revista («Cómo superar el rechazo»; «Aprende a gestionar los pensamientos negativos»; «¡Crea un nuevo yo!») cuando el móvil emitió una señal para indicar que había entrado un email. No era de Novio, como yo (ilusa de mí) todavía esperaba. El asunto decía ¡Prepárate para la mejor noche de tu vida! Correo basura, supuse; por otro lado, si por casualidad no lo era, ¿quién era yo para rechazar la mejor noche de mi vida, habida cuenta de lo mal que me sentía?
Cuando abrí el correo, descubrí que se trataba de la confirmación de las entradas para un concierto que había comprado meses atrás, como regalo sorpresa para el cumpleaños de Novio. A los dos nos encantaba el grupo y considerábamos sus temas la banda sonora de nuestra relación. En la primera cita descubrimos que compartíamos una misma canción favorita de siempre. No concebía acudir a ese concierto con alguien que no fuera Novio; especialmente siendo su cumpleaños. ¿Debía ir? ¿Con quién? ¿Y no era lógico que estuviera pensando en él, dadas las fechas? Una idea que a la fuerza me llevó a la siguiente: ¿estaría él pensando en mí? Y en caso de que no fuera así, ¿implicaba eso que no signifiqué nada para él? Volví a mirar el titular de Divorcio : «Aprende a gestionar los pensamientos negativos».
Me costaba mucho gestionar los pensamientos negativos porque, fuera de la consulta de Wendell, apenas si tenía forma de darles salida. Las rupturas tienden a enmarcarse en la categoría de pérdidas silenciosas, menos tangibles para los demás. Tu embarazo se ha malogrado pero no has perdido un bebé. Has roto con tu pareja pero no has perdido a tu cónyuge. En consecuencia, los amigos dan por supuesto que pasarás página con relativa facilidad y sucesos como las entradas del concierto se convierten en validaciones externas, casi de agradecer, de la ausencia; no solo de la persona sino también del tiempo compartido, la compañía y las rutinas cotidianas, de las bromas privadas y las referencias y los recuerdos comunes que ahora te pertenecen solo a ti.
Tengo intención de contarle a Wendell todo eso cuando me acomodo en el sofá, pero en lugar de hacerlo estallo en un llanto amargo.
A través de las lágrimas veo la caja de pañuelos planeando hacia mí. Tampoco esta vez consigo atraparla. (Encima de que me han dejado, pienso, tengo problemas de motricidad.)
Mi reacción me sorprende y avergüenza —ni siquiera nos hemos saludado todavía— y cada vez que intento recuperar la compostura, musito una rápida disculpa antes de romper a llorar de nuevo. Durante cosa de cinco minutos, la sesión discurre del modo siguiente: llanto. Intento serenarme. Lo siento. Llanto. De nuevo trato de serenarme. Lo siento. Llanto. Pruebo otra vez a recuperar la compostura. Oh, Dios mío, cuánto lo siento.
Wendell quiere saber a qué vienen tantas disculpas.
Me señalo el pecho.
—¡Míreme!
Me sueno ruidosamente con un pañuelo de papel.
Wendell se encoge de hombros como diciendo: sí, bueno, ¿y qué?
Y a partir de ese momento ni quiera me interrumpo para disculparme; me limito a llorar. Intento rehacerme. Llanto. Vuelta a empezar.
La situación se prolonga varios minutos más.
Mientras sollozo, recuerdo que el día siguiente a la ruptura, tras una noche de insomnio, me levanté y reanudé mi vida cotidiana como si nada.
Dejé a Zach en el colegio y le dije: «Te quiero». Él se apeó del coche, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le oía y respondió «¡Te quiero!» antes de salir corriendo para reunirse con sus amigos.
De camino al trabajo, reproduje en mi mente el comentario de Jen una y otra vez: no tengo nada claro que esta historia haya terminado.
Mientras subía en el ascensor, llegué a reírme recordando la broma que circula por ahí: negación no es un río de Egipto . Y, a pesar de todo, yo me empeñaba en negar la realidad. Puede que cambie de idea , pensaba. Es posible que todo esto sea un gran malentendido .
Es obvio que no hubo ningún malentendido, porque aquí estoy, llorando a lágrima viva delante de Wendell y expresándole una y otra vez hasta qué punto me desprecio por hallarme en este estado, por seguir hecha un asco, todavía.
—Hagamos un trato —propone—. ¿Y si acordamos que será amable consigo misma mientras se encuentre aquí? Luego, en cuanto salga por la puerta, podrá flagelarse todo lo que quiera, ¿de acuerdo?
Ser amable conmigo misma. Ni se me había ocurrido.
—Pero si solo es una ruptura —insisto, olvidando al instante la idea de tratarme bien.
—O, si lo prefiere, le dejo unos guantes de boxeo a la entrada para que pueda dedicar toda la sesión a machacarse. ¿Lo prefiere?
Wendell sonríe y yo consigo inspirar, soltar el aire, abrir espacio a la benevolencia. Rescato un pensamiento que a menudo me cruza la mente cuando mis propios pacientes se fustigan en sesión: tú no eres la persona más indicada para hablar contigo ahora mismo. Hay diferencias, les señalo, entre la autoinculpación y la responsabilidad personal, tal como señaló Jack Kornfield: «La benevolencia es inherente al desarrollo espiritual. Nace del gesto fundamental que supone la aceptación de uno mismo». En terapia, aspiramos a la compasión hacia uno mismo (¿soy humano?) y no a la autoestima, que implica un juicio de valor (¿soy bueno o malo? ).
—Mejor nos olvidamos de los guantes —digo—. Es que ya empezaba a estar mejor y de repente no puedo parar de llorar, otra vez. Tengo la sensación de que he retrocedido al punto en el que me encontraba la semana misma de la ruptura.
Wendell ladea la cabeza.
—Permita que le haga una pregunta —empieza, y yo, dando por supuesto que me va a interrogar sobre algún aspecto de mi relación, me enjugo las lágrimas y espero, interesada.
—En su ejercicio como terapeuta —plantea—, ¿alguna vez ha acompañado a alguien en un proceso de duelo?
La observación me deja helada.
He acompañado a personas que estaban atravesando toda clase de duelos: la pérdida de un hijo, la defunción de un padre o de una madre, de un cónyuge, de un hermano, el final de un matrimonio, la muerte de un perro, la pérdida de un trabajo, de la identidad misma, de un sueño, de una parte del cuerpo, de la juventud. Me he sentado delante de pacientes cuyas caras se descomponían, cuyos ojos se tornaban rendijas, cuyas bocas abiertas recordaban al gesto de El grito , de Munch. He sostenido a individuos que describían su dolor con palabras como «monstruoso» e «insoportable»; una paciente, citando algo que había leído, dijo que su pena la hacía sentir anestesiada y presa de un dolor desgarrador, alternativamente.
También he presenciado el más profundo desconsuelo de lejos, como me pasó una vez en la facultad de Medicina. Estaba transportando muestras de sangre a urgencias cuando se dejó oír un sonido tan extraño que estuve a punto de soltar los tubos. Era un aullido, más animal que humano, penetrante y primigenio. Tardé un minuto en averiguar de dónde procedía. En el pasillo había una madre cuya hija de tres años se había ahogado al salir corriendo por la puerta trasera y caer en la piscina. Sucedió en el transcurso de los dos minutos que la mujer pasó en la planta superior cambiándole el pañal al hermano menor. El gemido proseguía cuando vi llegar al padre, que recibió la noticia a su vez, y de nuevo escuché el horror brotar en forma de gritos de su garganta, a coro con el lamento de la madre. Era la primera vez que percibía la música de la angustia y la desesperación en estado puro, pero me ha tocado escucharla en incontables ocasiones desde entonces.
A nadie le sorprenderá saber que el duelo se parece en muchos aspectos a la depresión y por esa razón, hace unos años, los manuales de diagnóstico incluían la expresión exclusión por duelo. Si una persona mostraba síntomas de depresión a lo largo de dos meses con posterioridad a una pérdida, se consideraba que estaba en proceso de duelo. Sin embargo, si los síntomas persistían más tiempo, se le diagnosticaba depresión. La exclusión por duelo se ha suprimido de los manuales, en parte por la brevedad del plazo: ¿de verdad entendemos que el proceso de duelo estará resuelto en dos meses? ¿Acaso el dolor no puede durar seis meses, un año o, de un modo u otro, toda una vida?
Igualmente debemos tener en cuenta que las pérdidas constan de varias capas. Está la pérdida real (en mi caso, la de Novio) y la subyacente (lo que representa). De ahí que, para muchas personas, el dolor provocado por un divorcio esté causado solo en parte por la separación; a menudo abarca asimismo todo eso que el cambio representa : fracaso, rechazo, traición, miedo a lo desconocido y una historia vital distinta a la esperada. Si el divorcio nos sorprende en la mediana edad, la pérdida podría implicar la necesidad de afrontar que habrá limitaciones en el proceso de conocer a alguien y dejarse conocer, pues es posible que el grado de intimidad de la pareja nunca llegue a ser tan profundo. Recuerdo haber leído la experiencia de una divorciada que inició una nueva relación tras un matrimonio de décadas: «David y yo nunca nos miraremos a los ojos en la sala de partos —escribió—. Ni siquiera he conocido a su madre.»
Y por eso la pregunta de Wendell es tan importante. Al pedirme que recuerde lo que implica sostener a alguien en proceso de duelo, me está mostrando lo que puede hacer por mí ahora mismo. No puede arreglar mi relación rota. No puede cambiar la realidad. Pero tiene la capacidad de ayudarme, porque sabe lo siguiente: todos albergamos el anhelo de comprendernos y ser comprendidos. En las terapias de pareja, la queja principal no suele ser tanto «no me amas» como «no me comprendes». (Una mujer le dijo a su marido: «¿Sabes qué dos palabras me parecen aún más románticas que “te quiero”?». «¿Eres preciosa?», probó él. «No —respondió ella—. Te comprendo .»
El llanto vuelve a brotar mientras pienso cómo debe de sentirse Wendell ahora mismo, sosteniéndome. La historia del psicoterapeuta influye en todo lo que hace, dice o siente mientras acompaña a un paciente. Mis propias experiencias se manifestarán en mi forma de conducirme en una sesión concreta, a una hora determinada. El mensaje de texto que acabo de recibir, la conversación que he mantenido con una amiga, la interacción en el servicio de atención al cliente cuando intento que corrijan un error en la factura, la cantidad de horas que he dormido, lo que he soñado antes de la primera sesión del día, un recuerdo suscitado por el relato de un paciente; todo tendrá un impacto a lo largo del tratamiento. Ahora no soy la misma que fui antes de Novio. La que era cuando mi hijo contaba tan solo unos meses ya no es la que acude a las sesiones, incluida esta con Wendell. Y él es distinto también a raíz de lo que sea que haya acontecido a lo largo de su vida hasta este momento. Puede que mis lágrimas evoquen en él algún dolor del pasado y le resulte difícil acompañarme en esto. Wendell representa para mí un misterio tan grande como yo lo soy para él y sin embargo aquí estamos, uniendo fuerzas para averiguar cómo he acabado así.
La tarea de Wendell consiste en ayudarme a editar mi historia. Todos los psicoterapeutas lo hacen: ¿qué material es superfluo? ¿Son importantes los personajes secundarios o nos están despistando? ¿Avanza el relato o el protagonista se mueve en círculos? ¿Apuntan los distintos subtemas que van apareciendo a un tema global?
Las técnicas que empleamos se parecen a esas neurocirugías en las que el paciente permanece despierto para que el cirujano pueda interactuar con él: ¿nota esto? ¿Puede decir estas palabras? ¿Podría repetir esta frase? Evalúan constantemente su cercanía con las zonas más delicadas del cerebro y, si acaso tocan una, se retiran a toda prisa para no dañarla. Los psicoterapeutas hurgamos en la mente más que en el cerebro y el menor gesto o expresión nos avisa de que hemos rozado una fibra sensible. Sin embargo, a diferencia de los neurocirujanos, nosotros gravitamos en torno a esa zona, regresamos a ella para pulsarla con delicadeza, aun si el roce incomoda al paciente.
A través de este gesto, llegamos al significado profundo de la historia, a menudo al núcleo de alguna forma de dolor. Sin embargo, buena parte de la trama discurre en una región intermedia.
Una paciente llamada Samantha, de poco más de veinte años, acudió a terapia buscando entender la muerte de su amado padre. De niña le habían contado que falleció en un accidente de navegación, pero al hacerse mayor empezó a sospechar que se había suicidado. El suicidio a menudo deposita en manos de los supervivientes un misterio no resuelto: ¿por qué? ¿Qué se podría haber hecho para evitarlo?
Mientras tanto, Samantha no dejaba de buscar defectos en sus relaciones, a la caza de problemas que le ofrecieran una excusa para marcharse. Empeñada en evitar que sus novios devinieran el enigma que fue su padre, recreaba sin pretenderlo la historia del abandono; salvo que en esta versión era ella la que huía. De ese modo conseguía su objetivo de controlar la situación, pero acababa sola. En terapia, descubrió que en realidad estaba tratando de resolver un misterio mucho mayor que la verdad sobre la muerte de su padre. El enigma incluía el anhelo de saber quién era el hombre cuando estaba vivo y en quién se había convertido ella a consecuencia de esa presencia.
Queremos entender y ser entendidos pero el gran problema, para la mayoría, radica en el hecho de no saber qué diantre nos pasa. Tropezamos una y otra vez en la misma piedra. ¿Por qué no dejo de repetir una conducta que a la postre me garantiza mi propia infelicidad?
El llanto no cesa, y mientras lloro me pregunto cómo es posible que lleve tantas lágrimas dentro. ¿Me estaré deshidratando? Y entonces sollozo aún con más fuerza si cabe. Antes de que me dé cuenta, Wendell se propina dos palmadas en las rodillas para señalar que la sesión ha terminado. Respiro y me percato de que ahora me inunda una extraña sensación de paz. Expresar mi desgarro en la consulta de Wendell ha sido como acurrucarme debajo de una manta cálida y segura que me aísla del mundo exterior. Vuelvo a pensar en la cita de Jack Kornfield, particularmente en la idea de la autoaceptación, pero entonces empiezo a juzgarme: ¿de verdad le estoy pagando a alguien para que me mire llorar durante cuarenta y cinco minutos seguidos?
Sí y no.
Wendell y yo hemos mantenido una conversación, aunque no hayamos intercambiado palabras. Ha observado mi dolor sin interrumpirme ni analizar el problema para que me sintiera más cómoda. Me ha permitido contar mi historia del modo que necesitaba hacerlo hoy.
Mientras me enjugo las lágrimas y me levanto para marcharme, reparo en que cada vez que Wendell me pregunta por otros aspectos de mi vida —qué más sucedía mientras Novio y yo estábamos juntos, cómo era mi día a día antes de conocerlo— le doy una respuesta parcial (familia, trabajo, amigos; ¡lárguense, aquí no hay nada que ver!) antes de regresar al tema de Novio. Pero ahora, mientras tiro los pañuelos a la papelera, comprendo que no le he mostrado la fotografía completa.
No he mentido exactamente. Pero no he contado toda la verdad.
Digamos que me he guardado algunos detalles.