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Entre rejas

–H um —murmura Wendell cuando le confieso el asunto del libro, bien avanzada la sesión. He tardado un buen rato en reunir el valor necesario para contárselo.

Llevo dos semanas sentándome en la posición B con la intención de confesarme, pero cuando lo tengo delante, rodillas contra rodillas en la esquina del sofá, me acobardo. Hablo de la maestra de mi hijo (embarazada), de la salud de mi padre (mala), de un sueño (raro), del chocolate (una huida por la tangente, lo reconozco), las arrugas que se me empiezan a dibujar en la frente (para mi sorpresa, no es una huida por la tangente) y el significado de la vida (la mía). Wendell intenta que me centre, pero yo salto tan deprisa de un tema al siguiente que le gano la partida. O eso me parece.

De sopetón, Wendell bosteza. Es un bostezo fingido, estratégico, espectacular, exagerado, ostentoso. Es un bostezo que dice: a menos que me cuentes lo que tienes en la cabeza de verdad, te vas a quedar atascada donde estás. A continuación se recuesta en el asiento y me observa con atención.

—Tengo que contarle una cosa —empiezo.

Me mira como diciendo: no me digas .

Y le suelto toda la historia de un tirón.

—Hum —dice—. Así que no quiere escribir ese libro.

Asiento.

—¿Y si no lo presenta, habrá graves consecuencias financieras y profesionales para usted?

—Exacto. —Me encojo de hombros con un gesto que viene a decir: ¿se da cuenta hasta qué punto estoy hundida en la miseria? —. Si hubiera escrito el libro de parentalidad —le explico— no me encontraría en esta situación.

Me repito este sonsonete cada día —en ocasiones cada hora— desde hace varios años.

Wendell, como tiene por costumbre, se encoge de hombros con un amago de sonrisa.

—Ya lo sé —suspiro—. He cometido un error monumental. No hay vuelta atrás.

El pánico me inunda de nuevo.

—No es eso lo que estoy pensando —dice.

—¿No? ¿Y qué está pensando?

Empieza a cantar.

—He perdido la mitad de mi vida, oh, sí. Media vida que ya nunca recuperaré.

Pongo los ojos en blanco con impaciencia, pero él continúa sin darse por aludido. La melodía recuerda a un blues y yo intento ubicarla. ¿Es un tema de Etta James? ¿De B. B. King?

—Ojalá pudiera retroceder, cambiar el pasado. Tener más años, arreglarlo…

Y entonces me percato de que no está cantando ningún tema famoso. Se trata de una composición de Wendell Bronson, improvisador. La letra es horrible, pero su voz, potente y vibrante, me pilla por sorpresa.

La canción continúa y él está cada vez más motivado. Sigue el ritmo con los pies. Hace chasquear los dedos. Si estuviéramos en cualquier otra parte, lo tomaría por un pardillo enfundado en un jersey de punto, pero aquí me asombran su confianza en sí mismo y su espontaneidad, su capacidad de mostrarse tal como es, sin importarle quedar como un bobo o parecer poco profesional. No me imagino haciendo algo así delante de mis pacientes.

—Porque he perdido la mitad de mi viiiiida.

Cierra con una variación e incluso agita las manos como un bailarín de jazz.

Wendell deja de cantar y me mira con seriedad. Quiero decirle que no ha tenido gracia. Está trivializando un problema que me genera, desde un punto de vista realista y práctico, una gran ansiedad. Pero antes de que llegue a decirlo, una pesada tristeza desciende sobre mí, como surgida de la nada. La melodía de Wendell resuena en mi cabeza.

—¿Conoce el poema de Mary Oliver? —le pregunto a Wendell— «¿Qué vas a hacer con tu preciosa, salvaje, única vida?». Así me siento. Creía saber lo que iba a hacer y ahora todo ha cambiado. Iba a vivir con Novio. Iba a escribir un libro del que me sintiera orgullosa. Nunca imaginé…

—…que se encontraría en esta situación.

Me lanza una mirada elocuente. Ya estamos otra vez. Somos como un viejo matrimonio, que termina las frases del otro.

Sin embargo, ahora Wendell guarda silencio, y no me parece la clase de mutismo intencionado al que estoy acostumbrada. Me asalta la idea de que tal vez se haya quedado sin palabras, igual que me quedo yo a veces en sesión, cuando mis pacientes están atascados y yo me atasco con ellos. Ha probado con el bostezo y la canción, ha tratado de reencauzarme y ha formulado preguntas importantes. Y, a pesar de todo, yo he regresado al mismo lugar de siempre, a la historia de mis pérdidas.

—Me estaba planteando qué ha venido a buscar aquí —dice—. ¿Cómo cree que la puedo ayudar?

La pregunta me desconcierta. No sé si me pide ayuda como colega o si se lo plantea a la paciente. En cualquier caso, no lo tengo claro; ¿qué le pido a la terapia?

—No lo sé —es mi respuesta, y tan pronto como lo digo, me asalta el miedo. Es posible que Wendell no pueda socorrerme. Quizás nada pueda socorrerme. Tal vez tenga que aprender a vivir con mis decisiones.

—Tengo recursos para ayudarla —expone—, pero tal vez no del modo que usted imagina. No le puedo devolver a su novio y no le puedo ofrecer una segunda oportunidad. Y ahora tiene este problema con el libro y quiere que la rescate también. Y no puedo hacerlo.

Resoplo ante el disparate que acabo de oír.

—No pretendo que me rescate —protesto—. Soy cabeza de familia, no una damisela en apuros.

Me sostiene la mirada. Desvío la vista.

—No necesito que nadie me rescate de nada —insisto, aunque esta vez una parte de mí se pregunta: ¿o sí? ¿No es eso lo que queremos todos, de alguna manera? Pienso en las personas que acuden a terapia con la esperanza de sentirse mejor, pero ¿qué significa mejor en realidad?

Alguien colgó un imán en la cocina de nuestro centro: paz no significa estar en un lugar sin ruido, problemas ni esfuerzo. significa estar inmerso en todo eso y seguir sintiendo calma en el corazón . Podemos ayudar a los pacientes a encontrar la paz, pero quizás no el tipo de paz que imaginaban cuando empezaron el tratamiento. Como advierte la famosa frase del difunto psicoterapeuta John Weakland: «Antes de una terapia finalizada con éxito, te enfrentas a lo mismo una y otra vez. Después de una terapia finalizada con éxito, te enfrentas a una cosa después de otra».

Ya sé que la terapia no borrará mis problemas como por arte de magia, impedirá que aparezcan otros nuevos ni me garantizará que siempre vaya a actuar desde la claridad y la conciencia. Los psicoterapeutas no llevan a cabo trasplantes de personalidad; tan solo ayudan a limar aristas. Tras la terapia, los pacientes tienden a mostrarse menos reactivos o críticos, más abiertos y capaces de conectar con los demás. En otras palabras, la terapia consiste en entender mejor tu propio ser. Ahora bien, una parte de conocerse implica desconocerse : desanudar los relatos que te has venido contando acerca de quién eres, para que no coarten tus movimientos, y empezar a explorar tu verdad, no la historia que has construido acerca de tu existencia.

Ahora bien, la cuestión de cómo ayudar a las personas a llevar a cabo ese proceso es otro cantar.

Yo formulo el problema mentalmente una y otra vez: tengo que escribir un libro para tener un techo sobre mi cabeza. He desaprovechado la oportunidad de crear una obra que me habría garantizado la subsistencia durante varios años. No me sentí capaz de escribir un manual estúpido sobre un tema estúpido que me está haciendo desgraciada. Me obligué a mí misma a escribir un estúpido libro sobre la felicidad. He intentado obligarme a redactar el estúpido manual sobre la felicidad, pero siempre acabo en Facebook, envidiando a las personas que se las ingenian para hacerlo todo como Dios manda.

Recuerdo una cita de Einstein: «Ningún problema se puede resolver desde el mismo nivel de conciencia que lo creó». Siempre me ha parecido una máxima sabia. Pero, como la mayoría de nosotros, también pensaba que encontraría la respuesta a mi apuro pensando una y otra vez cómo he acabado en esta situación.

—No le veo solución —sentencio—. Y no me refiero al libro únicamente. Hablo de todo esto… de todo lo que ha pasado.

Wendell se recuesta en el sofá, descruza las piernas y las vuelve a cruzar. A continuación cierra los ojos, algo que hace cuando necesita ordenar sus pensamientos.

Cuando los abre, nos limitamos a seguir sentados, sin hablar, dos psicólogos que se sienten cómodos con el silencio. Yo me retrepo en el asiento y lo disfruto, y medito cuánto me gustaría que todo el mundo fuera capaz de hacer esto mismo en la vida diaria, estar juntos sencillamente, sin teléfonos ni portátiles, sin televisión ni parloteo banal. Únicamente presencia. La situación me relaja y me carga las pilas al mismo tiempo.

Por fin, Wendell rompe a hablar.

—Me estoy acordando de una famosa viñeta. Un reo agita los barrotes de una celda, desesperado por escapar. Pero a su derecha y a su izquierda no hay barrotes, nada.

Guarda silencio para que asimile la imagen.

—Lo único que tiene que hacer el prisionero es rodearlos. Y sin embargo no hace nada más que sacudir los barrotes, frenético. Esa imagen nos describe a casi todos. Nos sentimos atrapados, presos de nuestras celdas emocionales, pero hay una salida… siempre y cuando estemos dispuestos a verla.

Deja que esa última frase flote entre los dos. Siempre y cuando estemos dispuestos a verla. Con la mano, señala una celda imaginaria, como invitándome a mirarla.

Desvío la vista, pero noto los ojos de Wendell fijos en mí.

Suspiro. Vale.

Cierro los ojos e inspiro. Imagino la cárcel, una celda minúscula con paredes anodinas de color beis. Visualizo los barrotes metálicos, gruesos, grises y oxidados. Me veo a mí misma vestida con un mono naranja, agitando los barrotes con furia, suplicando que me dejen salir. Imagino que vivo en esa diminuta celda, donde no hay nada salvo el tufo acre de la orina y la perspectiva de un futuro deprimente y limitado. Me veo gritando: «¡Sáquenme de aquí! ¡Que alguien me ayude!». Me visualizo mirando frenética a diestra y siniestra, y luego volviendo a mirar a ambos lados, atónita. Mi cuerpo reacciona; me siento más ligera, como si me hubieran quitado quinientos kilos de encima, cuando comprendo la realidad: eres tu propio carcelero.

Abro los ojos y miro a Wendell de refilón, que enarca la ceja derecha como si dijera: lo sé… lo has visto. He presenciado cómo lo veías.

—Siga mirando —susurra.

Cierro los ojos de nuevo. Ahora estoy rodeando los barrotes y me encamino hacia la salida, con inseguridad al principio pero, según me acerco, empiezo a correr. En el exterior, noto el suelo bajo mis pies, la brisa en la piel, los rayos de sol en el rostro. ¡Soy libre! Me apresuro tanto como puedo y al cabo de un rato aminoro el paso para mirar a mi espalda. Ningún guardia me persigue. Me percato de que ni siquiera había guardias. ¡Pues claro que no!

Casi todos nos sentimos atrapados cuando llegamos a terapia; prisioneros de nuestros pensamientos, conductas, matrimonios, empleos, miedos o pasado. En ocasiones nos confinamos tras los barrotes de un relato autopunitivo. Si tenemos la opción de elegir entre dos ideas, aun habiendo pruebas que respalden ambas —me pueden querer, no me pueden querer— elegimos la que nos hace sentir mal. ¿Por qué sintonizamos nuestros aparatos de radio con las mismas emisoras repletas de interferencias (radio «todo el mundo tiene más suerte que yo», radio «no se puede confiar en nadie», radio «todo me sale mal») en lugar de desplazar el dial? Cambia de emisora. Rodea los barrotes. ¿Quién nos lo impide, salvo nosotros mismos?

Hay una salida… siempre y cuando estés dispuesta a verla . Una caricatura, nada menos, acaba de enseñarme el secreto de la vida.

Abro los ojos y sonrío. Wendell me devuelve la sonrisa. Es un gesto de complicidad, que viene a decir: No te engañes. Tal vez creas que acabas de experimentar una revelación trascendental, pero esto solo es el principio. Conozco muy bien los desafíos que tengo por delante y Wendell es consciente de que lo sé, porque ambos tenemos muy claro algo más: la libertad implica responsabilidad y en todos nosotros hay una parte que siente terror a hacerse responsable.

¿Me sentiría más segura en la cárcel? Vuelvo a imaginar los barrotes y los lados abiertos. Por un lado ansío quedarme; por otro, partir. Escojo salir. Pero rodear los barrotes mentalmente no es lo mismo que hacerlo en la vida real.

«La mirada interior es el premio de consolación de la psicoterapia» reza mi máxima favorita del gremio. Significa que puedes tener toda la capacidad de autoanálisis del mundo, pero si no cambias en la vida real, tu mirada interior —y la terapia— no te servirá para nada. La mirada interior te permite preguntarte ¿esto viene de fuera o de dentro? La respuesta te ofrece opciones, pero las decisiones dependen de ti.

—¿Se siente preparada para hablar de la lucha que está librando? —pregunta Wendell.

—¿Se refiere a la lucha con Novio? —pregunto—. ¿O conmigo misma…?

—No, a su lucha con la muerte —aclara Wendell.

Durante un segundo no sé de qué me habla, pero entonces me viene a la mente el sueño en el que me encontraba a Novio en el centro comercial. Él: ¿Llegaste a escribir el libro? Yo: ¿Qué libro? Él: El libro sobre tu muerte.

Ay. Dios. Mío.

Es habitual que los psicoterapeutas vayamos varios pasos por delante de los pacientes; no porque seamos más listos ni más sabios, sino porque contamos con la ventaja de observar sus vidas desde fuera. Si un paciente ha comprado el anillo pero no encuentra el momento para pedirle matrimonio a su novia, le diré: «No parece usted muy convencido de querer casarse con ella». Y él protestará: «¿Cómo? ¡Pues claro que lo estoy! ¡Este fin de semana se lo pido sin falta!». Pero volverá a casa y seguirá sin declararse porque hacía mal tiempo y quería pedirle matrimonio en la playa. Mantendremos el mismo diálogo durante semanas, hasta que un día se sentará en mi consulta y admitirá: «Puede que no quiera casarme con ella». Muchas personas repiten en terapia: «No, yo no soy así». Y más tarde, al cabo de un mes o de un año entero, reconocen: «Sí, en realidad soy así».

Tengo el presentimiento de que Wendell tenía la pregunta guardada desde hacía tiempo, esperando el momento adecuado para plantearla. Los psicoterapeutas siempre están sopesando el equilibrio entre crear una alianza basada en la confianza y empezar a trabajar de verdad para que el paciente no tenga que seguir sufriendo. Desde el principio, avanzamos despacio y deprisa al mismo tiempo, moderando el contenido, acelerando la relación, sembrando semillas estratégicamente a lo largo del camino. Igual que sucede en la naturaleza, si plantas las semillas demasiado pronto, no brotarán. Si las siembras demasiado tarde, es posible que la persona haga progresos, pero el terreno ya no será tan fértil. Ahora bien, si colocas las semillas en el momento oportuno, absorberán todos los nutrientes y crecerán. Nuestro trabajo es una intrincada danza entre el apoyo y la confrontación.

Wendell me pregunta por mi lucha con la muerte en el momento preciso… por más razones de las que él intuye siquiera.