24
Hola, familia

ANOTACIONES INICIALES, RITA:

La paciente es una mujer divorciada con síntomas de depresión. Expresa remordimientos por lo que considera «malas decisiones» y una vida desaprovechada. Afirma que si las cosas no mejoran en un año, tiene pensado «acabar con todo».

–T engo algo que enseñarle —anuncia Rita.

En el pasillo que discurre entre la sala de espera y mi consulta, me tiende el móvil. Rita nunca antes me había ofrecido su teléfono y mucho menos empezado a hablar antes de que estuviéramos instaladas en mi despacho con la puerta cerrada, así que el gesto me sorprende. Me anima a echar un vistazo.

En la pantalla veo un perfil de una aplicación de citas llamada Bumble. Rita ha empezado a usarla últimamente, porque, a diferencia de otras apps más orientadas al ligue ocasional, como Tinder (¡repugnante!, fue su comentario), en Bumble solamente las mujeres pueden abrir contacto. Por pura casualidad, mi amiga Jen leyó hace poco un artículo al respecto y me lo reenvió acompañado del mensaje: Para cuando sea que estés lista. Le contesté: Cuando sea no ha llegado todavía.

Levanto la vista para mirar a Rita.

—¿Y bien? —me pregunta expectante cuando entramos en mi despacho.

—¿Y bien, qué? —respondo a mi vez, devolviéndole el teléfono. Aún no he captado por dónde va.

—¿Y bien, qué ? —repite con incredulidad—. ¡Es un hombre de ochenta y dos! No soy ninguna chiquilla, pero… ¡por el amor de Dios! Sé perfectamente el aspecto que tiene un octogenario desnudo, porque la imagen me provocó pesadillas durante una semana entera. Lo siento, pero setenta y cinco es mi tope. ¡Y no intente convencerme de lo contrario!

Rita, por cierto, tiene sesenta y nueve años.

Hace unas semanas, tras varios meses animándola sin resultado, Rita decidió probar una aplicación de citas. Al fin y al cabo, no iba a conocer a ningún hombre mayor y soltero en su vida diaria, y menos uno que cumpliera sus requisitos: inteligente, amable, bien situado («no quiero a nadie que ande buscando una enfermera y una cartera») y atlético (alguien que todavía pueda tener una erección cuando haga falta). Podía prescindir del pelo, pero no de los dientes, insistía.

Antes del ochentón, conoció a un caballero de su misma edad que no fue nada caballeroso. Salieron a cenar y, la noche antes del que debía ser el segundo encuentro, Rita le envió un mensaje con la receta y la foto de un plato que él quería probar. Mmmm , respondió el hombre. Tiene una pinta deliciosa. Rita estaba a punto de contestar cuando le llegó otro mmmm seguido de: Me estas volviendo loco. Y luego: Si no paras, no podré aguantar. Por fin, un minuto más tarde: Perdona, le estaba explicando a mi hija que me duele mucho la espalda.

—¡La espalda, y un cuerno, el muy pervertido! —exclamó Rita—. ¡Estaba haciendo vete a saber qué con vete a saber quién y desde luego no hablaba de mi plato de salmón!

No hubo segunda cita y ningún encuentro en absoluto hasta el tipo de ochenta.

Rita acudió a mi consulta a comienzos de la primavera. En la primera sesión estaba tan deprimida que, cuando me explicó su situación, tuve la sensación de que me estaba leyendo una esquela. El final ya estaba escrito y la vida de Rita, creía ella, era una tragedia. Divorciada tres veces y madre de cuatro adultos problemáticos (a causa de su pésima maternidad, me explicó), sin nietos y sola en el mundo, jubilada de un empleo que nunca le gustó, Rita no veía motivos para levantarse por las mañanas.

Su lista de errores era larga: escoger a los maridos equivocados, no ser capaz de colocar las necesidades de sus hijos por delante de las propias (incluido el hecho de no protegerlos de un padre alcohólico), no usar sus capacidades para realizarse profesionalmente, no esforzarse en la juventud por crear una tribu. Se había protegido detrás de la negación mientras le funcionó. De un tiempo a esta parte, la estrategia había perdido eficacia. Ni siquiera le apetecía pintar, la única actividad que disfrutaba y en la que destacaba.

Ahora que los setenta estaban a la vuelta de la esquina, había acordado consigo que si su vida no había mejorado para entonces, la abandonaría.

—Temo que sea demasiado tarde para buscar ayuda —concluyó—, pero quiero probar, para estar segura.

Sin presiones , pensé. Si bien los pensamientos suicidas —conocidos como «ideación suicida»— son frecuentes en las depresiones, la mayoría de la gente responde al tratamiento y nunca lleva a la práctica esos impulsos destructivos. De hecho, el riesgo de suicidio se incrementa cuando el paciente empieza a mejorar. Durante un breve lapso de tiempo, ya no están tan deprimidos como para que alimentarse o vestirse se les antoje un esfuerzo monumental, pero todavía sufren tanto como para querer acabar con todo; una peligrosa mezcla de angustia residual y energía recién adquirida. Sin embargo, una vez que la depresión desaparece y los pensamientos suicidas remiten, se abre una nueva ventana. Es entonces cuando la persona adquiere la capacidad de realizar cambios que mejoran significativamente su vida a largo plazo.

Cuando aparece el tema de poner fin a la propia vida —bien porque lo menciona el paciente, bien porque lo hace el psicoterapeuta (sacarlo a colación no «siembra» la idea en la mente de nadie, como algunas personas sospechan), el psicólogo tiene que valorar la situación. ¿El paciente ha ideado un plan concreto? ¿Cuenta con los medios para ponerlo en práctica (una pistola en la casa, el cónyuge ausente)? ¿Lo ha intentado con anterioridad? ¿Concurren factores de riesgo (falta de apoyo social o género, por cuanto los hombres cometen suicidio en una proporción tres veces mayor que las mujeres)? A menudo las personas hablan de suicidio no porque quieran morir sino porque no desean seguir sufriendo. Si supieran cómo librarse de la angustia, ni se plantearían la posibilidad de la muerte. Hacemos la valoración más exacta que podemos y, siempre y cuando no haya peligro inminente, controlamos la situación de cerca y trabajamos la depresión. Ahora bien, si la persona está decidida, se deben tomar de inmediato una serie de medidas.

Rita afirmaba que estaba dispuesta a poner fin a su vida, pero había dejado muy claro que esperaría un año y no haría nada antes de cumplir los setenta. Quería cambiar, no morir; dada su situación, ya estaba muerta por dentro. De momento, el suicidio no me preocupaba.

Sí me inquietaba en cambio la edad de Rita.

Me avergüenza reconocerlo, pero al principio me preocupaba estar de acuerdo en secreto con la sombría percepción de Rita. Quizás fuera demasiado tarde para ayudarla o cuando menos para brindarle el tipo de ayuda que buscaba. En teoría, el psicoterapeuta debe sostener la esperanza que el depresivo todavía no atisba y yo no veía demasiadas perspectivas en su caso. Por lo general, vislumbro posibilidades porque los individuos deprimidos casi siempre tienen algo que los ata a la vida: un empleo que los obliga a levantarse por las mañanas (aunque no sea el trabajo de sus sueños), una red de amigos (un par de personas con las que charlar) o contacto con miembros de la familia (problemático, pero ahí está). Vivir con los hijos, una mascota a la que le tienes cariño o una fe religiosa también te protege contra el suicidio.

No obstante, por encima de todo, las personas deprimidas con las que yo trabajaba eran más jóvenes. Más maleables. Por más que les desalentase el panorama ahora mismo, tenían tiempo de cambiar el rumbo y crear cosas nuevas.

Rita, en cambio, parecía la moraleja de una fábula personificada: una anciana sola en el mundo, sin perspectivas de futuro y arrepentida hasta la médula. Según su relato, nadie la había amado de verdad. Hija única de unos padres mayores y distantes, les había fallado a sus propios hijos hasta tal punto que ninguno de ellos quería contacto con ella y no tenía amigos, parientes ni vida social. Su padre llevaba décadas muerto y su madre falleció a los noventa tras largos años enferma de Alzheimer.

Me miró a los ojos y me plateó un desafío. Siendo realistas, me preguntó, ¿qué podía cambiar a estas alturas?

Cosa de un año antes, recibí una llamada de un reputado psiquiatra de setenta y muchos años. Me preguntó si podía hablar con una paciente suya, una mujer de poco más de treinta que se estaba planteando congelar sus óvulos mientras seguía buscando pareja. El psiquiatra pensaba que a la paciente le vendría bien hablar conmigo, por cuanto él no sabía gran cosa, dijo, de lo que implica para una mujer relativamente joven buscar pareja y tener hijos en el mundo actual. Ahora entendía cómo se sentía el psiquiatra cuando me llamó. Yo tampoco estaba segura de entender en profundidad lo que implica envejecer hoy día.

Durante la formación me habían hablado de los grandes desafíos que afrontan las personas de la tercera edad. Sin embargo, este grupo poblacional recibe poca atención en cuestión de salud mental. Para algunos, la psicoterapia es un concepto extraño, como el TiVo, y además crecieron creyendo que uno tenía que arreglar sus cosas por sí mismo (fueran cuales fuesen esas «cosas»). Otros, que subsisten con una pensión exigua y buscan ayuda en la asistencia social, no se sienten cómodos con los internos de veinte años que suelen atenderlos y lo dejan al poco tiempo. Algunos ancianos dan por supuesto que sus sentimientos forman parte del proceso de envejecimiento y no se dan cuenta de que un tratamiento los podría ayudar. La consecuencia de todo ello es que pocas personas de la tercera edad acuden a terapia.

Al mismo tiempo, la vejez constituye hoy una parte de la vida más larga que en el pasado. A diferencia de los sesentones de generaciones previas, los sexagenarios de hoy están en plenas facultades en cuanto a capacidades, conocimientos y experiencia, pero son desplazados por profesionales más jóvenes. La expectativa de vida media en los Estados Unidos ronda los ochenta años y es frecuente alcanzar los noventa. Así pues, ¿qué pasa con esas identidades de sesenta durante las décadas que aún tienen por delante? La vejez entraña una larga serie de pérdidas en potencia: salud, familia, amigos, trabajo y sentido existencial.

Rita, por otro lado, no sufría un sentimiento de pérdida a consecuencia de la edad. En vez de eso, estaba adquiriendo conciencia de la cantidad de carencias que había acumulado a lo largo de su vida. Allí estaba, buscando una segunda oportunidad, una oportunidad a la que únicamente le concedía un año para materializarse. Tal como ella lo veía, había perdido tanto que ya no tenía nada que perder.

En eso le daba la razón… en parte. Todavía podía perder la salud y la belleza. Alta y delgada, con grandes ojos verdes, pómulos marcados y una abundante melena pelirroja apenas surcada de vetas grises, Rita disfrutaba de la fortuna genética de conservar el aspecto de una persona de cuarenta. (Estaba tan aterrada ante la idea de vivir tanto como su madre y agotar el plan de pensiones que se negaba a pagar por lo que llamaba «lujos modernos », su eufemismo para el bótox.) También acudía a clases de gimnasia en la asociación cristiana cada mañana «por tener un motivo para levantarme de la cama». Su médico, que me la había enviado, decía que Rita era «la persona con la salud más envidiable que he conocido en mi vida».

No obstante, en cualquier otro aspecto, Rita parecía muerta, inerme. Incluso sus movimientos irradiaban apatía, como su manera de encaminarse al sofá a cámara lenta, un signo de depresión conocido como «inhibición psicomotora». (Esta dificultad para coordinar el cerebro y el cuerpo podría explicar igualmente porque yo no era capaz de atrapar al vuelo la caja de pañuelos de Wendell.)

A menudo, cuando doy comienzo a una terapia, les pido a los pacientes que relaten las últimas veinticuatro horas con el máximo detalle posible. De eso modo me puedo hacer una idea de cuál es su situación actual: nivel de integración y sentido de pertenencia, personas con las que se relacionan, responsabilidades y factores de estrés, estabilidad o inestabilidad de sus relaciones y a qué dedican el tiempo. Parece ser que la mayoría de nosotros no somos conscientes de cómo pasamos el tiempo en realidad. Ni de las cosas que hacemos a lo largo de la jornada hasta que la dividimos en horas y verbalizamos nuestras actividades.

Los días de Rita transcurrían del modo siguiente: se levantaba temprano (la menopausia le había arruinado el sueño) y se dirigía en coche a la asociación cristiana. Volvía a casa, desayunaba viendo Good Morning America . Pintaba o se echaba una siesta. Comía leyendo el periódico. Pintura o siesta. Calentaba un plato congelado para cenar («es demasiado lío cocinar para uno»), se sentaba en la escalera de su edificio («me gusta mirar a los bebés y a los perros cuando los sacan a pasear al atardecer»), miraba «telebasura», se quedaba dormida.

Por lo que parecía, Rita apenas si tenía contacto con otros seres humanos. Pasaba días enteros sin hablar con nadie. Ahora bien, lo que más me chocó de su vida no fue tanto que estuviera tan sola, sino su capacidad para evocar en mí la idea de la muerte con cada cosa que decía o hacía. Como escribió Andrew Solomon en El demonio de la depresión , «lo contrario de la depresión no es la felicidad sino la vitalidad».

Vitalidad. Sí, Rita llevaba toda la vida deprimida y arrastraba una historia complicada, pero yo no tenía claro si debía iniciar el tratamiento centrándonos en su pasado. Aun si no se hubiera marcado una fecha límite, había otro plazo que ninguno podemos cambiar: la mortalidad. Igual que me sucedía con Julie, dudé acerca del objetivo del tratamiento. ¿Necesitaba sencillamente alguien con quien hablar, para encontrar alivio al dolor y a la soledad, o estaba dispuesta a entender de qué modo había contribuido ella a la situación? Era la misma cuestión con la que yo me debatía en la consulta de Wendell: ¿qué debía aceptar y que debía cambiar en mi propia vida? Sin embargo, yo era dos décadas más joven que Rita. ¿Aún estaba a tiempo ella para redimirse o era demasiado tarde? ¿En algún momento es demasiado tarde para eso? ¿Y qué grado de malestar emocional estaba dispuesta a soportar para averiguarlo? Pensé que el arrepentimiento te puede conducir a dos sitios: o bien te encadena al pasado o te sirve de motor para el cambio.

Rita pretendía haber transformado su vida para cuando cumpliera setenta años. En lugar de escarbar en las siete décadas pasadas, pensé, tendríamos que empezar por inyectar un poco de vitalidad a su existencia… ahora.

—¿Compañía? —exclama Rita cuando le digo que no intentaré disuadirla de que busque compañía entre hombres menores de setenta y cinco—. Ay, cariño, no sea ingenua, por favor. Quiero algo más que compañía. Todavía no estoy muerta. Incluso yo sé pedir alguna cosita por internet en la intimidad de mi apartamento.

Tardo un momento en atar cabos. ¿Compra vibradores? ¡Bien por ella!

—¿Sabe —añade Rita— cuánto tiempo hace que nadie me acaricia?

Rita pasa a describir hasta qué punto la desanima el mercado de las citas; y, como mínimo en ese aspecto, no está sola. Es la frase que más a menudo repiten mis amigas solteras: buscar pareja es un asco.

Por otro lado, en el matrimonio tampoco le ha ido mucho mejor. Conoció al que sería su primer marido a los veinte años, ansiosa por escapar de un hogar deprimente. Se desplazaba a la universidad cada día y pasaba de «morirse de aburrimiento y silencio» a «un mundo de gente e ideas interesantes». Pero se vio obligada a compaginar el trabajo con los estudios y, mientras tecleaba la soporífera correspondencia en una inmobiliaria, añoraba esa vida social que tanto la animaba.

Y entonces apareció Richard en escena, un estudiante de último curso encantador y sofisticado con el que mantenía conversaciones profundas y que la llevó en volandas a la existencia que ansiaba… hasta que nació su primer hijo, dos años más tarde. Fue entonces cuando Richard empezó a trabajar hasta las tantas y a beber; pronto Rita estaba igual de sola y aburrida que en su hogar de infancia. Después de cuatro hijos, incontables peleas y demasiadas borracheras durante las cuales su marido los golpeaba a ella y a sus hijos, Rita decidió marcharse.

¿Cómo? ¿Qué podía hacer? Había dejado la universidad. ¿Cómo pagaría sus gastos y los de sus hijos? Con Richard, los niños tenían ropa, comida, buenos colegios y amigos. ¿Qué les podía ofrecer ella, estando sola? En muchos aspectos, se sentía como una niña indefensa. Al cabo de poco tiempo, Richard no era el único que bebía.

Solo cuando la sangre estuvo a punto de llegar al río, Rita reunió el valor para marcharse, pero para entonces sus hijos ya eran adolescentes y la familia estaba destrozada.

Se casó con su segundo marido cinco años más tarde. Edward era la cara opuesta de Richard, un viudo amable y considerado que acababa de perder a su esposa. Tras divorciarse a los treinta y cinco, Rita había retomado su tediosa profesión de secretaria (su única habilidad rentable, aparte de la inteligencia y el talento artístico). Edward era un cliente de la agencia de seguros en la que trabajaba. Se casaron seis meses después de conocerse, pero el hombre todavía estaba en duelo por la muerte de su mujer y Rita tenía celos de su amor por la difunta. Discutían sin parar. El matrimonio duró dos años antes de que Edward la enviara a paseo. Su tercer marido dejó a su esposa por ella y luego, cinco años más tarde, abandonó a Rita por otra mujer.

Cada vez que se quedaba sola, se sumía en un estupor paralizante, pero a mí la historia de Rita no me sorprendía. Nos casamos con nuestros asuntos por resolver.

A lo largo de la década siguiente, Rita prescindió de buscar pareja. Tampoco tenía demasiadas oportunidades de conocer a nadie, atrincherada en su piso y haciendo aerobic en la asociación católica. Y luego presenció la cruda realidad de un cuerpo octogenario, marchito y fláccido comparado con el de su último marido, que solo tenía cincuenta y cinco años cuando se divorciaron. Rita conoció al Señor Colgajos, como ella lo llamaba, a través de una aplicación de citas y «como quería que alguien me tocara —explicó— pensé que por probar no perdía nada». El hombre parecía joven para su edad, explicó («más bien de setenta») y era guapo; vestido, claro está.

Después de mantener relaciones, me relató, él quería que se hicieran arrumacos, pero Rita huyó al cuarto de baño, donde encontró «una farmacia entera de medicamentos», incluida viagra. Ante una escena que le pareció «vomitiva» (a Rita muchas cosas se le antojaban vomitivas), esperó a que el hombre se durmiera (sus ronquidos eran tan vomitivos como su orgasmo) y cogió un taxi para volver a casa.

—Nunca más —me jura ahora.

Intento imaginar la sensación de acostarse con un hombre de ochenta años y me pregunto si por lo general los ancianos se desinflan al ver el cuerpo de sus parejas. ¿Resulta impactante tan solo para aquellos que no han visto nunca un cuerpo envejecido? ¿Es más sencillo prescindir de ese factor para las personas que llevan juntas cincuenta años, porque se han ido acostumbrando a los cambios?

Recuerdo haber leído una historia en internet. Pidieron a un matrimonio de ancianos casados desde hacía más de sesenta años consejos para un matrimonio feliz. Tras las típicas recomendaciones sobre comunicación y compromiso, el marido añadió que el sexo oral todavía formaba parte de su repertorio. Como es natural, el asunto corrió como la pólvora en la red y buena parte de los comentarios expresaban repugnancia. Habida cuenta de las reacciones tan viscerales que provocan en el público los cuerpos envejecidos, no me extraña que los ancianos anden faltos de caricias.

Ahora bien, el contacto físico constituye una importante necesidad humana. Está documentado que la caricias son esenciales para el bienestar a lo largo de toda la vida. Los abrazos reducen la presión arterial y los niveles de estrés, mejoran el humor y el sistema inmunológico. Los recién nacidos pueden morir por falta de contacto y también los adultos (las personas que reciben abrazos y caricias con regularidad viven más tiempo). Incluso se ha acuñado un término para definir esta afección: hambre de piel.

Rita me dice que derrocha en pedicura no porque quiera pintarse las uñas de los pies (¿quién las va a ver?), sino porque una mujer llamada Connie es el único ser humano que la toca. Connie lleva años haciéndole los pies y no habla ni una palabra de inglés. Pero sus masajes, dice Rita, son la gloria.

Cuando se divorció por tercera vez, Rita no sabía cómo podría vivir ni una semana sin caricias. Estaba frenética, me confiesa. Pero pasó un mes. Y luego los años se transformaron en décadas. No le gusta gastar dinero en una pedicura que nadie va a ver, pero no tiene más remedio. Considera el arreglo de los pies una necesidad, porque se volvería loca si careciera de contacto humano por completo.

—Es como pagarle a una prostituta —dice Rita.

Igual que hace John conmigo , pienso. Soy su fulana emocional.

—El caso es —está diciendo Rita ahora en relación al octogenario— que pensé que me sentiría bien. Quería volver a sentir las caricias de un hombre, pero me parece que seguiré con la pedicura.

Le digo que las opciones no se limitan a Connie o al ochentón, pero Rita me mira con sorna y sé lo que está pensando.

—Yo no sé a quién conocerá —le concedo—, pero es posible obtener caricias, físicas y emocionales, de alguien que le guste, y que el sentimiento sea mutuo. Puede que la acaricien de un modo totalmente nuevo, más satisfactorio que en sus relaciones anteriores.

Estoy esperando que haga chasquear la lengua con impaciencia, el equivalente para Rita a poner los ojos en blanco, pero guarda silencio y las lágrimas inundan sus ojos verdes.

—Deje que le cuente una historia —me pide al tiempo que rescata un pañuelo usado y arrugado de las profundidades del bolso, aunque tiene una caja nueva en la mesita auxiliar—. En el piso de enfrente al mío vive una familia —empieza—. Aparecieron hará cosa de un año. Acaban de mudarse a la ciudad y están ahorrando para una casa. Tienen dos hijas pequeñas. El marido trabaja desde casa y juega con las niñas en el patio. Se las sube a hombros, las pasea a caballito y juegan a la pelota. Todo lo que yo nunca tuve.

Busca más pañuelos en el bolso, no encuentra ninguno y se enjuga los ojos con el que acaba de usar para sonarse. Siempre me pregunto por qué no coge un pañuelo de la caja que tiene a pocos centímetros de distancia.

—En fin —continúa—. Cada día, alrededor de las cinco, la madre llega a casa. Y siempre sucede lo mismo.

Rita no puede seguir hablando. Descansa. Vuelve a sonarse y a enjugarse los ojos. ¡Coge un maldito pañuelo! , quiero gritarle. Esta sufrida mujer, a la que nadie habla ni acaricia, ni siquiera se concede permiso para usar un pañuelo limpio. Rita estruja lo que queda de esa bola de mocos, se seca los ojos y respira.

—Cada día —prosigue—, la madre abre la puerta principal y grita: «¡Hola, familia!». Así los saluda: «¡Hola, familia!».

Se le quiebra la voz y tarda un minuto en recuperar la compostura. Las niñas, explica Rita, acuden corriendo, chillando de alegría, y el marido la besa con emoción. Rita me dice que observa todo eso a través de la mirilla, que ha agrandado en secreto para poder espiar. («No me juzgue», me pide.)

—¿Y sabe cómo reacciono yo? —pregunta—. Ya sé que es la actitud menos generosa del mundo, pero me rechinan los dientes de rabia. A mí nadie me ha dicho nunca: «¡Hola, familia!».

Trato de imaginar la clase de familia que Rita podría crear a estas alturas de su historia; quizás con una pareja o recuperando el contacto con alguno de sus hijos adultos. Pero me pregunto asimismo por otras posibilidades: cómo podría encauzar su pasión por el arte o forjar nuevas amistades. Pienso en el abandono que experimentó de niña y en el trauma que sufrieron sus propios hijos. Hasta qué punto deben de sentirse todos estafados y resentidos, incapaces de ver lo que tienen delante y la clase de vida que todavía podrían construir. Y comprendo que yo, durante un tiempo, tampoco he sido capaz de visualizar nada de eso para Rita.

Me acerco a la caja de pañuelos, se la tiendo a Rita y me siento a su lado en el sofá.

—Gracias —dice—. ¿De dónde han salido?

—Siempre han estado ahí —es mi respuesta. Pero ella, en lugar de coger un pañuelo limpio, sigue enjugándose la cara con su bola de mocos.

En el coche, de camino a casa, llamo a Jen. Ella debe de estar conduciendo también.

Cuando responde, le digo:

—Por favor, prométeme que no seguiré buscando pareja cuando me jubile.

Se ríe.

—No lo sé. Puede que sea yo la que esté buscando pareja cuando me retire. Antes la gente tiraba la toalla cuando el cónyuge moría. Ahora se dedican a ligar. —Oigo el bramido del claxon antes de que prosiga—: Y hay muchos divorciados ahí fuera.

—¿Insinúas que tienes problemas conyugales?

—Sí.

—¿Ya se está tirando pedos otra vez?

—Sí.

Es una broma recurrente entre ellos. Jen amenaza a su marido con cambiarse de habitación si sigue comiendo productos lácteos, pero a él le encanta el queso y a ella le encanta él, así que nunca lo hace.

Entro en el aparcamiento y le digo a Jen que tengo que dejarla. Aparco el coche y abro la puerta principal de casa, donde me espera mi pequeño con su canguro, César. En teoría, César trabaja para nosotros, pero en realidad es más bien un hermano mayor para Zach y un segundo hijo para mí. Mantenemos una relación estrecha con sus padres, sus hermanos y su multitud de primos, y lo he visto crecer hasta convertirse en el estudiante universitario que es ahora, todo el tiempo al cuidado de mi hijo, que se hacía mayor también.

Abro la puerta y grito:

—¡Hola, familia!

Zach responde desde su cuarto:

—¡Hola, mamá!

Cesar se retira un auricular del oído y grita desde la cocina, donde prepara la cena.

—¡Eh!

Nadie corre emocionado a darme la bienvenida, nadie grita deleitado, pero yo no me siento en desventaja como Rita sino todo lo contrario. Me encamino a mi cuarto para enfundarme unos pantalones cómodos y, cuando vuelvo a salir, todos empezamos a hablar a un tiempo, compartiendo las noticias del día, bromeando, compitiendo por tomar la palabra, colocando platos y sirviendo las bebidas. Los chicos discuten quién pone la mesa y luego corren a servirse la porción más grande. ¡Hola, familia!

Una vez le dije a Wendell que se me da fatal tomar decisiones, que a menudo lo que creo querer no progresa como yo esperaba. Sin embargo, hay dos excepciones notables, y las dos resultaron ser las mejores decisiones de mi vida. En ambos casos, tenía casi cuarenta años.

Una fue la decisión de tener un hijo.

La otra, la de estudiar psicología.