E l año que nació Zach, empecé a exhibir conductas inapropiadas hacia el repartidor de UPS.
No digo que intentara seducirlo (es difícil mostrarse insinuante con manchas de leche en la camiseta). Me refiero a que cada vez que me traía un paquete (algo que sucedía con frecuencia, por cuanto necesitaba un montón de productos de bebé) intentaba darle conversación, sencillamente porque ansiaba compañía adulta. Lo obligaba a hablar del tiempo, de las noticias o incluso del peso del paquete («¡hala, cuánto pesan los pañales!; ¿tú tienes hijos?»), mientras el conductor de UPS forzaba una sonrisa y retrocedía sin demasiado disimulo a la seguridad de su furgoneta.
En aquella época me ganaba la vida escribiendo en casa. Eso significa que me pasaba todo el día en pijama, bien delante del ordenador, bien dando el pecho, cambiando, meciendo o interactuando de uno u otro modo con un adorable pero exigente ser humano de cuatro kilos y medio, con un talento especial para gritar como una banshee. Básicamente, me relacionaba con lo que llamaba, en mis peores momentos, «un tracto gastrointestinal con pulmones». Antes de tener un hijo, adoraba la libertad que supone no tener un horario de oficina. Ahora ansiaba vestirme a diario y estar en compañía de adultos capaces de articular una frase.
En mitad de esta tormenta perfecta de aislamiento y brusca caída de estrógenos, empecé a preguntarme si habría cometido un error al dejar la facultad de Medicina. El periodismo me gustaba; cubría cientos de temas para montones de publicaciones distintas y todos los artículos giraban en torno a un tema común que me apasionaba: la psique humana. No quería dejar de escribir, pero ahora, despierta en mitad de la noche y apestando a leche regurgitada, reconsideré la posibilidad de compaginar dos oficios. Si estudiaba psiquiatría, discurrí, podría interactuar con la gente de manera significativa, ayudarlos a ser más felices, pero también disfrutaría de la flexibilidad necesaria para escribir y pasar tiempo con mi familia.
Medité la idea durante unas cuantas semanas, hasta que una mañana de primavera llamé a la decana de Stanford y le planteé mi plan. Reconocida investigadora, la decana era asimismo una especie de monitora de campamentos en versión profesora de medicina. Yo había dirigido su grupo de lectura para madres e hijas cuando estudiaba allí y la conocía bien. Estaba segura de que, cuando le explicara la lógica de mi decisión, apoyaría el plan.
En vez de eso, me preguntó:
—¿Y por qué ibas a hacer algo así?
Y luego añadió:
—Además, los psiquiatras no hacen felices a nadie.
Recordé un viejo chiste de la facultad de Medicina: «Los psiquiatras no hacen felices a nadie… ¡los medicamentos sí!». De vuelta al mundo real, entendí a qué se refería. No lo decía porque no respetase a los psiquiatras, sino porque la psiquiatría actual se centra más en los matices de la medicación y los neurotransmisores que en las sutilidades de las historias vitales; ella lo sabía y yo también.
De todos modos, me preguntó, ¿de verdad estaba dispuesta a completar los tres años de residencia teniendo un bebé? ¿No quería pasar tiempo con mi hijo antes de llevarlo a la escuela infantil? ¿Acaso no recordaba haberle expuesto mi deseo, cuando todavía estudiaba Medicina, de entablar una relación más profunda con los pacientes de la que permitía la medicina actual?
Y entonces —en el preciso instante en que imaginé a la decana negando con la cabeza al otro lado del teléfono, justo cuando deseé poder retroceder en el tiempo para borrar la conversación— dijo algo que cambió el curso de mi vida.
—Deberías especializarte en psicología clínica.
Si escogía ese camino, dijo, podría trabajar con los pacientes tal y como siempre había soñado: las visitas serían de cincuenta minutos, no de quince, y entablaría relaciones profundas a largo plazo.
Me entraron escalofríos. La gente usa esa expresión de manera figurada, pero yo los noté de verdad, con la piel de gallina incluida. No me podía creer hasta qué punto la decana había dado en el clavo, como si el sentido de mi vida acabara de revelarse ante mí. Ejerciendo el periodismo, pensé, narraba historias de personas, pero no podía transformar sus vidas. Como psicóloga, podría mejorarlas. Y al compaginar ambos oficios, disfrutaría de la combinación perfecta.
—Ser psicólogo clínico requiere una mezcla de capacidades cognitivas y creativas —prosiguió la decana—. Fusionarlas es todo un arte. No se me ocurre un modo mejor de conjugar tus talentos e intereses.
Poco después de esa conversación, me senté en una sala e hice el examen GRE, que es el equivalente a las pruebas de acceso universitario para los cursos de posgrado. Me matriculé en la universidad de mi zona y, a lo largo de los años siguientes, cursé los estudios de psicología. Y seguí escribiendo, escuchando historias y compartiéndolas, al mismo tiempo que aprendía a ayudar a la gente a mejorar su vida y transformaba la mía en el proceso.
En esa época, mi hijo empezó a andar, luego a hablar, y las entregas del repartidor de UPS evolucionaron de los pañales a los Lego.
—¡Oh, el jedi starfighter! —le decía—. ¿Eres fan de La guerra de las galaxias ?
Y cuando por fin estaba a punto de graduarme, compartí la noticia con él.
Por primera vez, no trató de salir corriendo hacia su furgoneta. En vez de eso, se inclinó hacia mí y me abrazó.
—¡Felicidades! —exclamó, con los brazos en torno a mi espalda—. Hala, ¿has llegado tan lejos teniendo un niño pequeño? Estoy orgulloso de ti.
Me quedé allí plantada, sorprendida y conmovida, abrazada a mi chico de UPS. Cuando por fin me soltó, me dijo que él también tenía una buena noticia: ya no cubriría mi ruta. Igual que yo, había decidido volver a estudiar. Y para ahorrarse el alquiler tenía que trasladarse a casa de sus padres, que vivían a unas horas de distancia. Quería ser contratista.
—¡Felicidades! —le dije, y le eché los brazos al cuello—. Yo también estoy muy orgullosa de ti.
Vista desde fuera, la escena debía de parecer un tanto extraña. («¡Menuda entrega!», imaginaba murmurando a los vecinos), pero seguimos abrazados un rato que se me antojó muy largo, los dos encantados con nuestros logros.
—Me llamo Sam, por cierto —me dijo, cuando nos separamos.
—Yo me llamo Lori, por cierto —respondí. Él siempre me llamaba «señora».
—Ya lo sé —señaló con la barbilla el paquete con mi nombre en la etiqueta.
Ambos reímos con ganas.
—Bueno, Sam, te enviaré buenas vibraciones —le prometí.
—Gracias —sonrió él—. Las voy a necesitar.
Negué con un movimiento de la cabeza.
—Tengo el presentimiento de que las cosas te irán bien, pero te las enviaré de todos modos.
Tras eso, Sam me pidió que firmara por última vez y se marchó. Desde el asiento del conductor, mientras arrancaba su gran furgoneta marrón, me hizo un gesto de ánimo con los pulgares.
Un par de años más tarde, recibí una tarjeta de visita de Sam. Guardé tu dirección , había escrito en un papel autoadhesivo, ahora pegado a la tarjeta. Si tienes algún amigo que necesite mis servicios, te agradeceré que les pases mi contacto. En aquel entonces, todavía estaba haciendo el internado y guardé la tarjeta en el cajón para más adelante. Sabía perfectamente cuándo lo llamaría.
¿Las estanterías de mi despacho?
Las construyó Sam.