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Adicción

ANOTACIONES PRELIMINARES, Charlotte:

Paciente de veinticinco años, dice sentirse «ansiosa» desde hace unos meses, aunque nada digno de mención ha sucedido. Afirma que está «aburrida» de su trabajo. Describe dificultades con sus padres pero una intensa vida social, aunque en su historia no hay relaciones románticas significativas. Para relajarse, comenta, bebe «un par de copas de vino» cada noche.

–M e va a matar —me dice Charlotte cuando entra con parsimonia y, despacio, se acomoda en la enorme butaca que hay a mi derecha, en diagonal. Se posa un almohadón en el regazo y luego extiende la manta por encima. Nunca se ha sentado en el sofá, ni siquiera en la primera sesión. En vez de eso, ha convertido la butaca en su trono particular. Como de costumbre, extrae sus pertenencias del bolso, una a una, como si deshiciera el equipaje para su estancia de cincuenta minutos. En el brazo izquierdo de la butaca, deja el teléfono y el podómetro; en el derecho, la botella de agua y las gafas de sol.

Hoy lleva colorete y pintalabios, y sé lo que eso significa: ha estado coqueteando otra vez con el chico de la antesala.

El gabinete en el que trabajo cuenta con una gran zona de espera donde los pacientes aguardan a que los visiten. La salida es más discreta; hay un pasillo interior que conduce al rellano. Por lo general, los pacientes se aíslan mientras aguardan; pero Charlotte está tramando algo.

El Tío, como llama Charlotte al blanco de su coqueteo (ni ella ni yo conocemos su nombre) es un paciente de mi colega Mike. Charlotte y él coinciden en horario. Según ella, la primera vez que el Tío apareció, se fijaron en el otro al instante y se miraron a hurtadillas mientras fingían estar pendientes de sus móviles. La situación se prolongó semanas y, después de las sesiones, que también concluían a la misma hora, salían por la puerta interior y se lanzaban miraditas furtivas en el ascensor antes de partir cada uno por su lado.

Por fin, un día, Charlotte llegó con noticias frescas.

—El Tío me ha hablado —me susurró, como si el paciente de Mike pudiera oírnos a través de las paredes.

—¿Qué ha dicho? —quise saber.

—Ha dicho: Y bien, ¿qué problema tienes?

Buena frase , pensé. Aunque no fuera el colmo de la originalidad, no estaba nada mal.

—Pero me va a matar —me dijo Charlotte. Inspiró como si se dispusiera a hacer una gran revelación, pero yo ya había oído otras veces esa frase. Si Charlotte había bebido demasiado la semana anterior, empezaba la sesión diciendo: «Me va a matar». Si se acostaba con un chico y luego se arrepentía (como sucedía a menudo), arrancaba con «me va a matar». Incluso la iba a matar cuando tardó tanto en sentarse a revisar distintas opciones de posgrado que pasó el plazo de preinscripción. Ya habíamos comentado que, debajo de esa proyección, había un profundo remordimiento.

—Bueno, no me va a matar —reconoció—, pero… uf . No sabía qué decir, me he quedado paralizada. No le he hecho ni caso y he fingido que estaba concentrada con los mensajes. Porras, me odio a mí misma.

Imaginé al Tío en aquel mismo instante en la consulta de mi colega, a pocas puertas de distancia, relatando el mismo incidente: por fin me he decidido a hablar con la chica de la sala de espera y ella ha pasado totalmente de mí. Uf, he quedado como un idiota. Porras, cómo me odio.

No obstante, el coqueteó se reanudó la semana siguiente. Cuando el Tío entró en la sala de espera, me contó Charlotte, ella lo abordó con una frase que llevaba ensayando toda la semana.

—¿Quieres saber cuál es mi problema? —le preguntó Charlotte—. Me quedo muda cuando los desconocidos me hacen preguntas en una sala de espera.

El chico se rio con ganas, y ambos estaban en mitad de una carcajada cuando acudí a buscar a Charlotte.

Al verme, el Tío se ruborizó. ¿Se siente culpable?, me pregunté.

Mientras nos encaminábamos a mi oficina, Charlotte y yo nos cruzamos con Mike, que se dirigía a la antesala en busca del Tío. Mike y yo nos miramos a los ojos y luego, al momento, desviamos la vista. S í, pensé. El Tío también le ha hablado de Charlotte.

La semana siguiente, la charla en la sala de espera estaba en pleno apogeo. Charlotte le preguntó su nombre, me contó, y él respondió: «No te lo puedo decir».

—¿Por qué no? —se extrañó ella.

—Aquí todo es confidencial —fue la respuesta del chico.

—Vale, señor Confidencial —manifestó mi paciente—. Yo me llamo Charlotte y dentro de un momento voy a hablarle de ti a mi terapeuta.

—Espero que te merezca la pena —replicó él con una sonrisa sugerente.

Yo había visto al Tío unas cuantas veces y Charlotte tenía razón, su sonrisa tiraba de espaldas. Y sin bien yo no sabía ni una palabra acerca de él, intuía peligro para Charlotte en esa historia. Dado su historial con los hombres, presentía que todo eso acabaría mal. Y dos semanas más tarde, Charlotte llegó con novedades. El Tío había acudido a la sesión acompañado de una mujer.

Pues claro , pensé yo. Inasequible. Exactamente el tipo de Charlotte. De hecho, ella usaba esa misma expresión cada vez que hablaba de él. Es exactamente mi tipo.

Cuando usamos la palabra «tipo», casi siempre estamos hablando de una sensación de atracción: un tipo de aspecto físico o un tipo de personalidad que despierta nuestra libido. Ahora bien, bajo ese algo que identificamos con «nuestro tipo» subyace un sentimiento de familiaridad. No es casualidad que, si te criaste con unos padres gruñones, escojas parejas gruñonas o si tuviste un padre o una madre alcohólico te atraigan las personas que beben más de la cuenta o que te cases con una persona fría y criticona si tus progenitores lo fueron.

¿Por qué nos jugamos esa mala pasada a nosotros mismos? Porque la sensación de comodidad, de sentirnos «como en casa», nos impide separar lo que deseamos como adultos de lo que experimentamos de niños. Sentimos una extraña atracción por las personas que comparten las características de un progenitor que, de algún modo, nos lastimó. Al principio de la relación esas características apenas si serán perceptibles, pero el inconsciente posee un radar infalible, al que la mente consciente no tiene acceso. Nadie quiere que le vuelvan a hacer daño. Sencillamente deseamos llegar a dominar una situación en la que nos sentimos indefensos siendo niños. Freud llamó a este fenómeno «compulsión de repetición». Puede que esta vez, imagina el inconsciente, sea capaz de retroceder en el tiempo y sanar esa herida del pasado a través de esta persona que me resulta familiar… pero es distinta. El problema radica en que, al escoger compañeros de esas características, nos estamos asegurando el resultado opuesto al que buscamos: nuestras heridas se reabren y nos sentimos todavía más defectuosos e indignos de amor.

Todo esto sucede al margen de la conciencia. Charlotte, por ejemplo, decía que deseaba tener una pareja en la que pudiera confiar, capaz de comprometerse, pero cada vez que conocía a alguien que le gustaba acababa sumida en el caos y la frustración. En cambio, tras una cita reciente con un chico que, en apariencia cuando menos, poseía muchas de las cualidades que ella decía estar buscando, llegó a terapia diciendo: «Mala suerte, no había química entre nosotros». A su inconsciente, la estabilidad emocional que emanaba el joven se le antojaba demasiado ajena.

El psicoterapeuta Terry Real describe las conductas que más tendemos a exhibir como «la familia de origen internalizada. Representan nuestro repertorio de temas relacionales». No hace falta que los pacientes nos cuenten sus historias con palabras porque siempre la van a relatar en la relación con el terapeuta. A menudo proyectan expectativas negativas en el psicoterapeuta y, cuando el psicólogo o profesional no cumple esas expectativas, esa «experiencia emocional enmendadora» con una persona fiable y benevolente cambia a los pacientes; descubren que el mundo no se limita a su familia de origen. Si Charlotte resuelve sus complicados sentimientos hacia sus padres a través de la interacción conmigo, se sentirá cada vez más atraída por otro tipo de personas, capaces de proporcionarle una nueva experiencia con una pareja empática, fiable y madura. Hasta entonces, cada vez que encuentre un chico accesible que la pueda corresponder, su inconsciente lo rechazará tachándolo de «poco interesante». Todavía equipara la sensación de sentirse amada no con la paz ni la alegría sino con la ansiedad.

Así funcionan las cosas. El mismo chico, distinto nombre, idéntico resultado.

«¿La ha visto? —me preguntó Charlotte, refiriéndose a la mujer que había acudido a terapia con el Tío—. Debe de ser su novia.»

Les había lanzado un vistazo rápido. Estaban sentados en sillas contiguas pero no interactuaban en ningún sentido. Igual que el Tío, la joven era alta, con una larga melena oscura. Podría haber sido su hermana, pensé, que lo acompañaba para una terapia familiar. Sin embargo, seguramente Charlotte tenía razón; con toda seguridad era su novia.

Y ahora, en la sesión de hoy —dos meses después de que la novia del Tío se convirtiera en una habitual de la sala de espera— Charlotte anuncia una vez más que la voy a matar. Hago un repaso mental de las distintas posibilidades, la primera de las cuales bien podría ser que se haya acostado con el Tío, a pesar de la novia. Imagino a la chica percatándose poco a poco de lo que está pasando y rompiendo con él, dejando así el campo libre para que mi paciente y el Tío se conviertan en pareja. Y entonces visualizo a Charlotte cayendo en la conducta que adopta cuando tiene una relación (evitar la intimidad) y al Tío haciendo lo que sea que hace cuando está en pareja (solo Mike lo sabe), cómo la historia estalla en mil pedazos.

Me equivoco. Charlotte piensa que la voy a matar porque ayer, cuando salió de la asesoría financiera en la que trabaja para asistir a su primera reunión en Alcohólicos Anónimos, unos cuantos compañeros la invitaron a tomar unas copas y ella aceptó, pensando que le vendría bien para hacer contactos. Y me dice, sin la más mínima sombra de ironía, que bebió demasiado porque estaba disgustada consigo misma por no haber acudido a la reunión de AA.

—Señor —se lamenta—, cómo me odio a mí misma.

Un supervisor me dijo en cierta ocasión que todo psicoterapeuta encuentra en algún momento a un paciente cuyas semejanzas consigo mismo resultan tan extraordinarias como si tuviera delante a su doble. Cuando Charlotte entró en mi consulta, supe al instante que acababa de encontrar a ese paciente… en cierto modo. Era un calco de mí misma a los veintiún años.

No lo digo únicamente porque nos asemejáramos en el aspecto físico y compartiéramos gustos de lectura, maneras y hábitos mentales por defecto (pensamientos excesivos y destructivos). Charlotte solicitó mi ayuda tres años después de graduarse en la universidad y si bien desde fuera todo parecía ir bien —tenía amigos y un buen empleo; pagaba sus propias facturas— no tenía claro el rumbo que quería dar a su profesión, mantenía una relación conflictiva con sus padres y estaba, en líneas generales, perdida. Yo, por supuesto, no bebía demasiado ni me acostaba con ligues ocasionales, pero había transitado la veintena igual de despistada que ella.

La lógica dice que, si te identificas con una paciente, el trabajo resultará más sencillo, porque la entiendes de manera intuitiva. Sin embargo, en muchos sentidos, este tipo de identificación complica las cosas. Tengo que ser hipercuidadosa en sesión, asegurarme de contemplar a Charlotte como un individuo con personalidad propia y no como una versión de mí misma, más joven, a la que puedo reencauzar. Más que con otros pacientes, debo resistir la tentación de ponerle los puntos sobre las íes cuando se desploma en la butaca, me cuenta una anécdota cualquiera y concluye con una exigencia planteada en forma de pregunta: ¿Verdad que mi jefe no tiene razón? ¿Le parece normal que mi compañera de piso me dijera algo así?

A los veinticinco, Charlotte sufre, pero no se arrepiente de nada significativo. A diferencia de mí misma, para ella aún no ha llegado la hora de la verdad que implica la mediana edad. Al contrario que Rita, no ha perjudicado a sus hijos ni se ha casado con un maltratador. Tiene el tiempo de su lado, si lo emplea con sabiduría.

Charlotte no creía sufrir una adicción cuando se decidió a emprender un tratamiento para la ansiedad y la depresión. Solamente bebía, insistía siempre, un par de copas de vino por las noches, para relajarse. (Yo apliqué al instante el cálculo terapéutico habitual que empleamos cuando alguien justifica su consumo de alcohol: sea cual sea el total que la persona reconoce, multiplícalo por dos.)

Al cabo de un tiempo descubrí que el consumo promedio de Charlotte rondaba los tres cuartos de botella de vino, en ocasiones precedidos de un cóctel (o dos). Afirmaba no consumir alcohol de día («salvo los fines de semana, añadía, por el «hashtag aperitivo») y rara vez mostraba signos de borrachera, porque había desarrollado tolerancia con el paso de los años (aunque a veces experimentaba problemas para recordar sucesos y detalles al día siguiente).

No obstante, no concedía importancia al hecho de ser «bebedora social» y, en cambio, estaba obsesionada con su «verdadera» adicción, la misma que la mortificaba más y más según la terapia avanzaba: yo. Si pudiera, afirmaba, acudiría a terapia a diario.

Cada semana, cuando le indicaba que el tiempo se había agotado, Charlotte suspiraba con aire dramático y exclamaba sorprendida: «¿De verdad? ¿Lo dice en serio?». A continuación, muy despacio, mientras yo me levantaba para abrirle la puerta, ella reunía sus dispersas pertenencias una a una: gafas de sol, móvil, botella de agua, cinta para el pelo. Con frecuencia olvidaba algo y volvía a entrar a buscarlo.

«¿Lo ve? —decía cuando yo le insinuaba que dejar cosas olvidadas era un modo de alargar la sesión—. Soy adicta a la terapia.» Usaba el término genérico «terapia» en lugar de otro más personal: usted.

Sin embargo, por más que le desagradase marcharse, la psicoterapia ofrece la trampa perfecta a alguien como Charlottte, una persona que ansía conexión pero también la evita. Nuestra relación era la combinación ideal de intimidad y distancia; podía conectar conmigo pero no demasiado, porque cuando los cincuenta minutos concluyesen, le gustase o no, volvería a casa. A lo largo de la semana mantenía el contacto pero sin extralimitarse: me enviaba artículos que había leído o frases sueltas para contarme algo que le había sucedido entre sesiones (mi madre me ha llamado y se ha puesto como loca, y no le he gritado) o fotografías de cosas que le habían hecho gracia (una placa de matrícula que decía 4evjung , tomada estando sobria y no mientras conducía bajo los efectos del alcohol, espero).

Si intentaba hablar de esos mensajes en sesión, Charlotte les restaba importancia. «Forever Jung. Me pareció divertido», dijo de la matrícula. Cuando me envió el artículo sobre una epidemia de soledad entre los jóvenes de su edad, le pregunté qué ecos había despertado en ella. «Nada, en realidad —respondió, con una expresión de perplejidad—. Lo encontré interesante desde un punto de vista cultural.»

Como es lógico, los pacientes piensan mucho en sus terapeutas entre sesiones pero, en el caso de Charlotte, el hecho de tenerme presente no implicaba tanto un factor de estabilidad como una pérdida de control. ¿Y si dependía demasiado de mí?

Para sobrellevar ese miedo, había dejado la terapia dos veces y luego había regresado, siempre a vueltas con mantenerse alejada de lo que llamaba «su dosis». En cada ocasión, se marchó sin previo aviso.

La primera vez anunció antes de empezar la sesión que «necesitaba dejarlo y el único modo que conocía era cortar por lo sano». Dicho eso, se levantó y salió disparada de la habitación, literalmente. (Yo ya sabía que algo no andaba bien porque no había distribuido el contenido del bolso por los reposabrazos de la butaca y tampoco había desplegado la manta.) Dos meses más tarde me preguntó si podíamos hacer «una sesión» para comentar un problema con su prima, pero cuando llegó quedó patente que volvía a estar deprimida, así que continuó tres meses más. Cuando empezaba a encontrarse mejor y a lograr algunos cambios positivos, una hora antes de la sesión, me envió un email explicándome que tenía que dejar la terapia de una vez y para siempre.

La terapia, claro. Seguía bebiendo.

Y entonces, una noche, Charlotte volvía a casa de una fiesta y estrelló el coche contra un poste. Me llamó al día siguiente, después de que la policía la hubiera denunciado por conducir bajo los efectos del alcohol.

—No lo vi venir —me dijo, cuando llegó con un brazo enyesado—. Y no me refiero únicamente al poste.

El coche había quedado siniestrado pero ella, por milagro, tan solo se había roto un brazo.

—Es posible —admitió por primera vez— que tenga un problema con la bebida y no con la terapia.

Sin embargo, seguía bebiendo un año más tarde, cuando conoció al Tío.