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A la hora en punto

C omo parte del último curso de psicología, estábamos obligados a hacer prácticas clínicas. Son una especie de versión reducida de la residencia de tres mil horas que te tocará completar más tarde para obtener la licenciatura. A esas alturas de la carrera, había realizado todos los trabajos obligatorios, participado en ejercicios de simulación en clase y observado incontables horas de vídeo de reputados psicoterapeutas en sesión. Me había sentado detrás de un espejo de un solo sentido y observado en tiempo real a nuestros mejores profesores trabajando con sus pacientes.

Había llegado el momento de que yo me sentara con los míos en una sala. Como la mayoría de aprendices en este campo, lo haría bajo supervisión en una clínica de la comunidad, más o menos como los internos médicos efectúan su residencia en los hospitales universitarios.

El primer día, inmediatamente después de la presentación, la supervisora me entrega un montón de historiales y me explica que el primero será mi caso número uno. El historial tan solo contiene la información básica: nombre, fecha de nacimiento dirección, número de teléfono. La paciente, Michelle, que tiene treinta años y ha incluido a su novio como contacto de emergencia, llegará dentro de una hora.

Si a alguien le extraña que la clínica se avenga a que yo, una persona con cero experiencia, se encargue del tratamiento de un paciente, le diré que así se forma a los psicoterapeutas: mediante la práctica. En la facultad de Medicina también te lanzaban a la piscina sin más; los estudiantes aprendían los procedimientos por el método «lo ves, lo haces, lo enseñas». Dicho de otro modo, veías a un médico, pongamos como ejemplo, efectuar una palpación de abdomen, palpabas el siguiente tú misma y enseñabas a otro alumno cómo se hacía. ¡Listo! Ya estabas preparada para palpar abdómenes.

No obstante, el asunto de la terapia me intimidaba más. Ejecutar una tarea concreta a partir de unos pasos específicos, como palpar un abdomen o insertar una vía, no me acobardaba tanto como aplicar las numerosas teorías psicológicas que había estudiado a lo largo de los últimos años en los cientos de posibles escenarios que implica un caso.

Sin embargo, mientras me encamino hacia la sala de espera para conocer a Michelle, no estoy demasiado preocupada. Los cincuenta minutos iniciales serán una toma de contacto en la que redactaré el historial y empezaré a sintonizar con ella. No voy a hacer nada más que reunir información a partir de un cuestionario estándar y luego le mostraré los resultados a mi supervisora para decidir juntas el plan del tratamiento. Como periodista, llevo años planteando preguntas perspicaces y creando un clima de confianza.

No puede ser tan difícil, pienso.

Michelle es alta y está demasiado delgada. Lleva la ropa arrugada, el cabello desastrado y tiene la tez blanca como el papel. Una vez que nos hemos sentado, doy comienzo a la sesión preguntándole qué la ha inducido a buscar ayuda y me dice que últimamente le cuesta mucho hacer cualquier cosa excepto llorar.

Y entonces, como si la palabra le diera entrada, rompe en llanto. Y cuando digo «llanto» me refiero a que aúlla como lo haría una persona si acabara de descubrir que su ser más querido del mundo ha fallecido. Estalla sin previo aviso, sin que se le humedezcan los ojos ni soltar las cuatro gotas que preceden a la tempestad. Esto es un tsunami de nivel cuatro. Todo su cuerpo se agita, le caen mocos de la nariz, escapan resuellos de su garganta y, la verdad, no estoy segura de que pueda respirar.

Llevamos treinta segundos de sesión. Las consultas preliminares que simulábamos en la facultad no discurrían así.

Si nunca has estado a solas con un desconocido que llora a lágrima viva, no te puedes imaginar hasta qué punto la situación resulta incómoda e íntima a un tiempo. Para acabar de empeorar las cosas, carezco de contexto al que atribuir este arrebato, porque todavía no me ha contado su historia. No sé nada de esta mujer tan angustiada que está sentada a metro y medio de mí.

No tengo claro qué hacer, ni siquiera a dónde mirar. Si la miro directamente, ¿se sentirá cohibida? Si desvío la vista, ¿se sentirá ignorada? ¿Debería decir algo para animarla a hablar o esperar a que termine de llorar? Estoy tan agobiada que temo soltar una risita nerviosa. Intento concentrarme, pensar en mi cuestionario, y sé que debería preguntarle cuánto tiempo hace que se siente así («historia del problema actual»), la gravedad de su estado y si ha sucedido algo que lo ha desencadenado («suceso desencadenante»).

Sin embargo, no hago nada. Ojalá mi supervisora estuviera aquí conmigo. Me siento inútil a más no poder.

El tsunami continúa y no hay señales de que vaya a remitir. Me planteo si limitarme a esperar sin más. Antes o después se cansará y estará dispuesta a hablar, igual que mi hijo tras una rabieta. Pero la cosa sigue. Y sigue. Por fin, decido decir algo, pero tan pronto como las palabras salen de mis labios comprendo que acabo de pronunciar la frase más necia que ningún psicoterapeuta ha dicho jamás en toda la historia de la psicología.

Le digo:

—Sí, parece deprimida, la verdad.

Al momento me siento fatal por ella. Solo me ha faltado añadir: «Obviamente». Esta pobre desdichada de treinta años de edad está sufriendo lo indecible y no se merece que una aprendiz en su primer día constate lo que es evidente. Mientras pienso cómo corregir mi error, me pregunto si pedirá que la cambien de psicóloga. No querrá a alguien como yo a su cuidado, estoy segura.

No obstante, Michelle deja de llorar. Tan repentinamente como ha empezado, se enjuga las lágrimas con un pañuelo de papel y lanza un gran suspiro. Y entonces esboza una sombra de sonrisa.

—Sí —es su respuesta—. Estoy deprimida de la hostia.

Ahora parece casi al borde de la risa, por el mero hecho de decirlo en voz alta. Es la primera vez, me informa, que alguien se refiere a su estado como una depresión.

Me explica que es arquitecta de cierto nivel, parte de un equipo que ha diseñado unos cuantos edificios conocidos. Siempre ha mostrado tendencia a la melancolía, reconoce, pero nadie conoce el alcance de su tristeza porque, por lo general, está siempre ocupada y rodeada de gente. Hará cosa de un año, sin embargo, notó un cambio. Sus niveles de energía decayeron, al igual que su apetito. El mero hecho de levantarse por las mañanas le suponía un gran esfuerzo. No dormía bien. Ya no está enamorada de su compañero, pero no sabe si atribuirlo a su abatimiento o si de verdad no es la persona para ella. En el transcurso de los últimos meses, lloraba cada noche en el cuarto de baño, en secreto, mientras su novio dormía, sin hacer ruido para no despertarlo. Nunca ha llorado delante de nadie como acaba de hacerlo delante de mí.

Solloza de nuevo y, a través de las lágrimas, me dice:

—Esto parece… yoga emocional.

Ha decidido acudir, confiesa, porque su trabajo ha empezado a resentirse y su jefe lo ha notado. No puede concentrarse porque evitar las lágrimas le requiere toda la atención. Buscó los síntomas de la depresión y marcó todas las casillas. Nunca antes ha hecho terapia pero sabe que necesita ayuda. Nadie, dice, mirándome a los ojos —ni sus amigos, ni su novio, ni su familia— sabe hasta qué punto está deprimida. Nadie salvo yo.

Yo. La estudiante en prácticas que hoy se enfrenta a su primera sesión.

(Si alguna vez necesitas pruebas de que la gente sube a internet una versión embellecida de su vida, hazte psicoterapeuta y teclea en Google el nombre de tus pacientes. Más tarde, cuando la investigué en internet por pura preocupación —decidí enseguida que nunca más volvería a hacerlo; dejaría que las personas fueran las únicas narradoras de su historia— asomó un éxito tras otro. Vi imágenes de Michelle recibiendo un prestigioso premio, sonriendo en un evento junto a un chico muy guapo, irradiando confianza en sí misma, serenidad y aplomo en el reportaje fotográfico de una revista. En internet no se parecía en nada a la persona que se había sentado delante de mí en la consulta.)

Ahora converso con Michelle de su depresión, averiguo que ha considerado el suicidio e indago hasta qué punto es funcional, con qué apoyos cuenta y qué hace para lidiar con el sufrimiento. Soy consciente de que tendré que presentarle el historial a mi supervisora —la clínica lo necesita para el papeleo— pero cada vez que formulo una pregunta, Michelle comenta algo que nos desvía con suavidad del tema en cuestión. Con tiento, intento reencauzar la entrevista. Pero acabamos siempre en otra parte y me está quedando muy claro que no vamos a llegar a ninguna parte.

Decido limitarme a escucharla durante un rato, pero no consigo acallar mis pensamientos: ¿los otros becarios habrán sabido enfocarlo mejor? ¿Te pueden mandar a casa el primer día? Y luego, cuando Michelle rompe a llorar de nuevo: ¿puedo hacer o decir algo que la ayude, aunque sea mínimamente, antes de que se marche dentro de…? Espera, ¿cuántos minutos quedan?

Miro de reojo el reloj que hay sobre la mesa, junto al sofá. Han pasado diez minutos.

No , pienso. Llevamos aquí más de diez minutos, seguro. Yo creo que debemos llevar veinte o treinta o… ni idea. ¿Solo han pasado diez? Ahora Michelle me está explicando con todo lujo de detalles hasta qué punto ha arruinado su vida. Le devuelvo la atención, pero al momento devuelvo la vista al reloj: todavía pasan diez minutos de la hora, ni uno más.

En ese momento caigo en la cuenta: ¡las manecillas no se mueven! No debe de tener batería. He dejado el móvil en otra habitación y si bien es muy probable que Michelle lleve el suyo en el bolso, no le puedo preguntar qué hora es en mitad de su relato.

Genial .

¿Y ahora qué? ¿Le digo «el tiempo ha terminado» cuando me parezca, aunque no tengo la menor idea de si han pasado veinte, cuarenta o sesenta minutos? ¿Y si doy la sesión por terminada demasiado pronto o demasiado tarde? En teoría, tengo que ver a otro paciente cuando termine con ella. ¿Estará sentado en la sala de espera preguntándose si me habré olvidado de él?

Entro en pánico. No estoy prestando atención a lo que me cuenta Michelle. Y entonces oigo:

—¿Ya es la hora? Esto ha sido más rápido de lo que esperaba.

—¿Mm? —es mi respuesta. Michelle señala más allá de mi cabeza y yo me vuelvo a mirar. Hay un reloj en la pared, justo detrás de mí, para que los pacientes también puedan comprobar cuánto rato les queda.

Vaya. No tenía ni idea y espero que ella no se haya dado cuenta. Yo solo sé que tengo el corazón desbocado y que, si bien para Michelle la sesión ha pasado en un suspiro, a mí me ha parecido una eternidad. Con la práctica, llegaré a intuir el ritmo de la sesión por instinto, a saber que cada hora discurre en forma de arco, con las partes más intensas en el tercio central, y que debes dejar tres, cinco o diez minutos al final para que el paciente se recomponga, en función de su fragilidad, del tema tratado, del contexto. Tardaré años en aprender qué preguntar o no preguntar en cada momento y cómo trabajar con el tiempo disponible para sacarle el máximo partido.

Acompaño a Michelle a la puerta, avergonzada de haberme aturullado y distraído, de no haber recogido su historial y tener que presentarme ante mi supervisora con las manos vacías. Los alumnos nos pasábamos toda la carrera aguardando el Gran Día en que perderíamos por fin nuestra virginidad terapéutica y ahora, pensé, el mío había resultado más un desastre que un motivo de celebración.

Más tarde, alivio: comentando la sesión con mi supervisora, me dice que, a pesar de mi torpeza, no lo he hecho mal. He acompañado a Michelle en su sufrimiento, algo que para muchas personas puede constituir una experiencia extraña e impactante. La próxima vez no me preocuparé tanto pensando cómo ponerle fin. Yo estaba ahí para escucharla cuando necesitaba descargar el peso secreto de su depresión. En el argot de la teoría terapéutica, «me he reunido con la paciente allá donde estaba» y a la porra el historial.

Años después, cuando haya celebrado infinidad de sesiones previas y la recogida de información se haya convertido en mi segunda naturaleza, emplearé un barómetro distinto para juzgar el resultado: ¿el paciente se ha sentido comprendido? Siempre me sorprende que alguien pueda entrar en una sala siendo un desconocido y luego, pasados cincuenta minutos, se marche sintiéndose acompañado, pero sucede casi todas las veces. Cuando no es así, el paciente no vuelve. Y como Michelle volvió, algo había funcionado.

En cuanto al lío del reloj, sin embargo, mis supervisora no anda con ambages.

—No mientas a tus pacientes.

Aguarda a que absorba sus palabras antes de pasar a explicarme que cuando ignore algo me limite a decir: «no lo sé». Si me siento confundida respecto a la hora, debería comunicarle a Michelle que debo salir un momento a buscar un reloj que funcione para no distraerme con el asunto del tiempo. Si algo debería aprender en el transcurso de esas prácticas, recalca mi supervisora, es que no podré ayudar a nadie a menos que sea auténtica cuando esté en esa sala. Me he preocupado por el bienestar de Michelle, intentado ayudarla, hecho lo posible por escucharla; esos son los ingredientes claves para iniciar la relación.

Le doy las gracias y me encamino hacia la puerta.

—Pero —añade—, tienes dos semanas para recoger ese historial.

A lo largo de las sesiones siguientes, reuniré la información para el formulario de ingreso, pero tendré muy claro que no es más que eso: un formulario. Hace falta tiempo para escuchar la historia de alguien, para que ese alguien la cuente y como casi todos los relatos —incluido el mío— rebotará de acá para allá antes de que sepas cuál es la trama en realidad.