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Sesión de emergencia

–P arece usted Ricitos de Oro —le dije a Rita un mes después del ultimátum relativo al suicidio. A pesar de su tempestuoso pasado, estaba trabajando con Rita el presente. Es importante romper el estado depresivo mediante la acción, crear conexiones sociales y buscar un objetivo diario, una razón de peso para levantarse de la cama por las mañanas. Con las metas de Rita en mente, intentaba ayudarla a encontrar maneras de vivir mejor en el ahora, pero casi todas mis sugerencias caían en saco roto.

Lo primero que hizo fue rechazar el maravilloso psiquiatra que la animé a visitar para valorar la posibilidad de la medicación. Ella lo miró, advirtió que ya había cumplido los setenta y lo declaró «demasiado viejo para conocer los medicamentos más nuevos». (Obviando el hecho de que da clases de psicofarmacología a los estudiantes de Medicina actuales.) Así que la derivé a una psiquiatra más joven, pero le pareció «un tanto inexperta». Y entonces le recomendé un profesional de mediana edad, y si bien no puso objeciones («es un tipo muy atractivo», observó Rita), una vez que empezó a tomar la medicación se quejó de que le daba sueño. El psiquiatra le cambió el tratamiento, pero el nuevo fármaco le provocaba nerviosismo y le impedía dormir. Decidió no tomar nada.

Mientras tanto, Rita me contó que había un puesto libre en la junta de su edificio de apartamentos y yo la animé a presentarse para conocer mejor a sus vecinos. («No gracias —declinó—. Los inquilinos interesantes están excesivamente ocupados para apuntarse.) Si le proponía ideas para un voluntariado, quizás en el mundo del arte o en un museo, por cuanto la pintura y la historia del arte eran sus grandes pasiones, buscaba excusas para rehusarlas también. Comenté con ella maneras de recuperar el contacto con sus hijos adultos, que la habían excluido de sus vidas por completo, pero alegó que no podría soportar otro rechazo. («Ya estoy profundamente deprimida.») Y acabó refiriéndose a la aplicación de citas como «la tropa de los octogenarios».

A esas alturas, más que su fantasía de suicidarse el día de su cumpleaños, me parecía urgente abordar el intenso nivel de dolor que la acompañaba desde hacía tanto tiempo. En parte se debía a las circunstancias: una infancia solitaria, un marido maltratador, una mediana edad complicada y un patrón relacional que no le facilitaba las cosas. Pero otra parte, intuía yo según iba conociendo mejor a Rita, tal vez fuese algo distinto, y yo quería desafiarla al respecto. Había llegado a la conclusión de que incluso si Rita pudiera librarse de una fracción de su angustia, no se concedería permiso para ser feliz. Algo se lo impedía.

Y entonces me llamó para una sesión de emergencia.

Resulta que Rita tenía su propio secreto. Hacía poco, había dejado entrar a un hombre a su vida. Y ahora estaba en plena crisis.

Myron, me dice Rita cuando llega para su sesión urgente, aturullada e inusitadamente desaliñada, es un «antiguo amigo». En la época en que trabaron amistad, me explica, que terminó seis meses atrás, era el único. Sí, saludaba a unas cuantas mujeres cuando se cruzaba con ellas en la asociación católica, pero eran más jóvenes que ella y no estaban interesadas en alternar con una «señora mayor». Se sentía, como se había sentido buena parte de su vida, excluida. Invisible.

Myron, sin embargo, se fijó en ella. A principios del año anterior, cuando él tenía sesenta y cinco, dejó la Costa Este y se instaló en el complejo de apartamentos de Rita. Su mujer había muerto tres años atrás, tras cuarenta de matrimonio, y sus hijos, que vivían en Los Ángeles, lo habían animado a mudarse al oeste.

Se conocieron en el patio de la finca, junto a los buzones. Él estaba hojeando folletos de actividades de la zona —correo basura que ella siempre tiraba sin mirar— cuando le dijo a Rita que acababa de llegar a la ciudad y se preguntaba si alguno de los eventos se celebraba por allí cerca. La mujer echó un vistazo a las hojas. El mercado de granjeros estaba cerca, asintió, a pocas manzanas de distancia.

Genial, dijo Myron, ¿me acompañarías para que no me pierda?

Yo no salgo con hombres, replicó Rita.

No te estoy pidiendo que salgas conmigo, fue la respuesta de él.

Rita creyó morirse de vergüenza. Pues claro que no , pensó. Myron jamás se fijaría en ella, allí plantada con unos pantalones anchotes y una camiseta agujereada. Tenía el cabello grasiento, el clásico pelo sin lavar de una persona deprimida, la cara hundida de tristeza. Si acaso algo lo atraía, supuso ella, sería su correo: un folleto del museo de arte moderno, un ejemplar de The New Yorker , una revista sobre bridge. Por lo visto, compartían intereses. Myrton trataba de adaptarse a la ciudad y Rita parecía de su edad. Tal vez, aventuró él, conocía gente que le pudiera presentar, para poder empezar a socializar. (Cómo iba a imaginar que estaba hablando con una ermitaña sin amigos.)

En el mercado de granjeros hablaron de viejas películas. De las pinturas de Rita, de la familia de Myron y de bridge. A lo largo de los meses siguientes, Myron y Rita pasaron mucho tiempo juntos: dieron paseos, visitaron museos, asistieron a unas cuantas conferencias, probaron nuevos restaurantes. Pero ante todo prepararon la cena y vieron películas en el sofá de Myron, charlando sin parar. Cuando Myron tuvo que comprarse un traje nuevo para el bautizo de su nieto, se acercaron juntos al centro comercial y Rita, con su gran sentido estético, encontró uno perfecto. En ocasiones, si pasaba por el centro comercial, Rita compraba una camisa para Myron, tan solo porque sabía que le quedaría bien. Ella lo ayudó a amueblar el apartamento. A cambio, Myron colgó los cuadros de Rita en las paredes a prueba de terremotos y le brindaba servicio técnico cada vez que le fallaba el ordenador o se le caía la señal del WiFi.

No salían, pero pasaban casi todo el tiempo juntos. Y si bien al principio Rita consideraba el aspecto de Myron «decente» sin más (le costaba mucho considerar atractivos a hombres mayores de cuarenta), un día, mientras él le mostraba unas fotos de sus nietos, notó una sensación extraña. Al principio la atribuyó a la envidia por la estrecha relación de Myron con su familia, pero Rita no podía negar que también sentía algo distinto. El sentimiento era cada vez más manifiesto, aunque ella intentaba no pensar en ello. Al fin y al cabo, sabía por su primer y penoso encuentro junto a los buzones, que la relación con Myron era platónica.

Y sin embargo… Después de seis meses en ese plan, sin duda se comportaban como una pareja. Tanto que Rita empezó a pensar en mencionar el tema. Tendría que hacerlo, se dijo, porque no podía seguir sentada en el sofá a un palmo de Myron, copa de vino en mano y película parpadeando en la oscuridad, y comportarse con la frialdad de un pepino cuando él, sin darse cuenta, le rozaba la rodilla al dejar su vaso en la mesita baja. (¿Ha sido sin querer?, se preguntaba Rita.) Además, pensaba, fue ella quien dijo que no quería salir con hombres cuando Myron la abordó. ¿Y si él respondió como lo hizo para salvaguardar su dignidad?

Le reventaba tener casi setenta años y seguir analizando las relaciones con los hombres tan obsesivamente como en la universidad. Detestaba sentirse como una chica enamorada, boba, indefensa y confusa. Odiaba probarse un vestido tras otro, descartar este, remplazarlo por aquel, su cama cubierta de pruebas de su inseguridad y anhelo. Quería ahuyentar esos sentimientos, disfrutar la amistad sin más, pero le preocupaba no ser capaz de sobrellevar la tensión que se acumulaba en su cuerpo; plantarle a Myron un besazo si aquello se prolongaba más tiempo. Tendría que animarse y decir algo.

Pronto. Muy pronto.

Y entonces Myron conoció a alguien. En Tinder, nada menos. («¡Vomitivo!».) Para horror de Rita, la mujer era un poco más joven. ¡Tiene cincuenta años! Mandy o Brandy o Sandy o Candy o algún nombre igual de bobo, uno de esos nombres acabados en y que, adivinó Rita, una Barbie deletrearía con ie . Mandie. Brandie. Sandie. Rita no se acordaba. Solo sabía que Myron había desaparecido y dejado un cráter en su vida.

Fue entonces cuando decidió hacer terapia y poner fin a sus días si nada mejoraba para cuando cumpliera setenta años.

Rita me mira como si el relato hubiera concluido. Me parece curioso que, si bien Myron fue el acicate que la empujó a terapia, nunca lo haya mencionado. Me pregunto por qué me lo cuenta ahora y cuál es esa emergencia.

Rita suelta un largo suspiro.

—Espere —dice con aire sombrío—. Hay más.

Me cuenta que siguió viendo a Myron en la asociación, mientras él estaba saliendo con «como se llame». Él nadaba al mismo tiempo que ella hacía aeróbic, aunque ya no compartían coche para desplazarse hasta allí, porque Myron dormía en casa de Mandie/Brandie/Sandie. Todavía coincidían en los buzones por las tardes. Entonces Myron intentaba charlar del tiempo y ella le hacía el vacío. Fue Myron quien le propuso que se uniera a la junta del complejo de apartamentos, una invitación que Rita declinó con brusquedad. Cierto día, cuando salía del edificio para dirigirse a terapia y coincidió con él en el ascensor, Myron elogió su aspecto (Rita siempre «se arreglaba» para nuestras sesiones, su única excursión semanal).

«Estás maravillosa», le dijo. A lo que Rita replicó, lacónica: «Gracias». Se pasó el resto del trayecto mirando al frente. Nunca salía de casa por las noches, ni siquiera para sacar el apestoso cubo de basura cuando cenaba pescado, por miedo a toparse con Mandie/Brandie/Sandie/ en compañía de Myron, como le había sucedido unas cuantas veces, los dos agarrados del brazo, riendo o, peor, besándose («¡vomitivo!»).

El amor duele , me había dicho Rita después de hablarme de sus matrimonios fracasados y de nuevo tras el encuentro con el octogenario. ¿Por qué molestarse?

Sin embargo, eso fue antes de que Myron rompiera con Mandie/Brandie/Sandie; antes de que acorralara a Rita en el aparcamiento de la asociación porque llevaba semanas dejándole mensajes en el contestador que ella no respondía. (¿Podemos hablar? Y Rita borraba el mensaje.) Fue antes de que Myron —quien, según advirtió Rita ayer, al verlo cara a cara en el iluminado aparcamiento, «había envejecido un poco»— le confesó todo aquello que había querido decirle desde hacía mucho tiempo, cosas que no comprendió hasta que llevaba tres meses de relación con Randie. (¡Ah, ahí estaba el nombre!)

Myron se había dado cuenta de lo siguiente: echaba de menos a Rita. Muchísimo. Necesitaba charlar con ella —todo el tiempo, cada día— igual que charlara con Myrna, su esposa, a lo largo de su matrimonio. Rita le hacía reír y pensar, y cuando asomaban las fotos de sus nietos en el teléfono, quería enseñárselas a Rita. No deseaba hacer nada de eso con Randie, no del mismo modo. Le encantaba su aguda inteligencia, su vívido ingenio, su creatividad, su bondad. Su costumbre de escoger el queso favorito de Myron cuando iba al supermercado.

Le encantaba que Rita fuera tan cosmopolita, sus comentarios irónicos y sus sabios consejos cada vez que él le pedía opinión. Adoraba su risa ronca y sus ojos, verdes a la luz del sol y marrones en interior, su cabello rojo y sus valores. Le chiflaba que cuando conversaban de un tema pronto surgiesen dos o tres más y tuvieran que concentrarse para regresar a la conversación inicial o se perdiesen tanto en las digresiones que acabaran por olvidar de qué hablaban de buen comienzo. Sus pinturas y esculturas le llegaban al alma. Rita le inspiraba curiosidad, quería saber más de sus hijos, de su familia, de su vida, de ella. Deseaba que se sintiera a sus anchas compartiéndolo todo con él y se preguntaba por qué se había mostrado tan reservada respecto a su pasado.

Ah, y la consideraba hermosa. Despampanante. Pero, por favor, ¿podría dejar de llevar camisetas zarrapastrosas?

Myron y Rita se quedaron allí, en el aparcamiento del centro católico, él recuperando el aliento tras expresar sus sentimientos y ella mareada, aturdida… y enfadada.

«No tengo ninguna intención de rescatarte de tu soledad —le dijo—. Solo porque hayas roto con esa sacacuartos como se llame. Solo porque eches de menos a tu esposa y no soportes estar solo.»

«¿Eso crees que está pasando?», preguntó Myron.

«Obviamente —replicó Rita con dignidad—. Sí.»

Y entonces Myron la besó. Un beso intenso, suave, urgente, de película. Un beso que pareció durar para siempre. Concluyó por fin cuando Rita abofeteó a Myron en la mejilla y corrió hacia su coche para pedirme una sesión de emergencia.

—¡Qué emocionante! —exclamo cuando Rita concluye su relato. No esperaba este giro del guion, en absoluto, y estoy encantada por ella. Pero Rita se limita a resoplar y comprendo que los árboles no la dejan ver el bosque—. Le dijo cosas preciosas —añado—. Y ese beso…

Veo una sonrisa incipiente en su rostro antes de que la reprima. Su expresión se torna dura, fría.

—Sí, claro, todo maravilloso —dice—, pero no pienso volver a hablarle en mi vida. —Abre el bolso, extrae un pañuelo arrugado y añade con decisión—. No quiero saber nada más del amor.

Recuerdo la declaración anterior de Rita: el amor duele . La situación con Myron la ha trastocado hasta tal punto porque en el instante en que su corazón, que llevaba décadas congelado, empezó a derretirse al entrar Myron en su vida, se permitió albergar esperanzas y luego las perdió. Me percato ahora de que, cuando Rita empezó la terapia, no solo estaba desesperada porque cumpliría setenta en un año, como me dijo, sino también porque la desaparición de Myron la llevó a formularse la misma pregunta que me hacía yo cuando acudí a Wendell: el hombre que acaba de marcharse ¿era mi última oportunidad? ¿La última ocasión para el amor? Rita, igual que yo, estaba atravesando un duelo por algo más importante.

Ahora, sin embargo, el beso ha sumido a Rita en una crisis distinta: la posibilidad. Y me temo que esta le resulta todavía más insoportable que el dolor.