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Karma

C harlotte llega tarde a la sesión de hoy porque ha chocado al salir del aparcamiento de su oficina. Está bien, dice, ha sido un arañazo sin importancia, pero el café caliente que había dejado en el portavasos se le ha derramado sobre el portátil en el que guardaba la presentación de mañana, y no tiene copia de seguridad.

—¿Debería contarles lo que me ha pasado o trabajar durante toda la noche? —pregunta—. No quiero presentar una chapuza, pero tampoco me gustaría quedar como una descuidada.

La semana anterior, en el gimnasio, se le cayó una pesa en el pie. El cardenal había empeorado y todavía le dolía. «¿Qué opina? ¿Debería hacerme una radiografía?», me consultó.

Antes de eso, su profesor de la universidad favorito pereció en un accidente, estando de acampada («¿piensa que debería coger un avión y asistir al funeral, aunque mi jefe se ponga furioso?») y semanas atrás le sustrajeron la cartera y pasó varios días tomando medidas para evitar un robo de identidad (¿le parece que de ahora en adelante debería guardar el carné de conducir en la guantera, bajo llave?).

Charlotte cree padecer una oleada de «mal karma». Parece como si cada semana estallara una nueva crisis en su vida —una multa de tráfico, un problema con el subarriendo— y si bien al principio lo lamentaba por ella e intentaba ayudarla, poco a poco me fui dando cuenta de que habíamos dejado de hacer terapia. ¿Y cómo había sucedido? Al sumergirse en una calamidad externa tras otra, Charlotte se distraía de las verdaderas vicisitudes de su vida: las internas. En ocasiones, los «dramas», por desagradables que sean, pueden constituir una forma de automedicación, que nos permiten eludir las crisis que se cuecen dentro para vivir más tranquilos.

Está esperando que la oriente acerca de su presentación, pero a estas alturas ya sabe que no suelo dar consejos de tipo prescriptivo. Una de las cosas que me sorprendió cuando empecé a trabajar como psicoterapeuta fue descubrir la frecuencia con que las personas aguardan indicaciones, como si yo tuviera respuesta para todo o hubiera soluciones correctas e incorrectas para la infinidad de elecciones que todos hacemos a diario. Junto a mis archivos, pegada con celo, tengo la palabra ultracrepidarianismo , que es «el hábito de expresar opiniones o dar consejos sobre asuntos que superan los conocimientos o competencias propios». Me sirve para recordar que, en cuanto que terapeuta, puedo llegar a entender a mis pacientes y ayudarlos a vislumbrar qué desean hacer, pero no puedo tomar decisiones por ellos.

En mis comienzos, en cambio, cedía de vez en cuando a la presión de ofrecer algún que otro consejo de los que llamamos bienintencionados. Pero luego me di cuenta de que a nadie le gusta oír cómo tiene que hacer las cosas. Sí, puede que te lo hayan pedido —una y otra vez, hasta la saciedad— pero cuando los complaces el resentimiento remplaza el alivio inicial. Sucede incluso si todo va como la seda, porque en último término los seres humanos queremos ser dueños y señores de nuestras propias vidas. Por eso los niños pasan la infancia suplicando que los dejen tomar decisiones (y luego, cuando crecen, me suplican que los exima de esa libertad).

A veces los pacientes dan por supuesto que los terapeutas conocemos la respuesta pero no se la queremos dar; que se la ocultamos. Pero no estamos aquí para torturar a nadie. Dudamos si ofrecer consejos no solo porque los pacientes en el fondo no desean escucharlos sino también porque a menudo malinterpretan lo que oyen (y una se queda pensando, por ejemplo: ¡pero yo nunca te sugerí que le dijeras eso a tu madre!) . Más importante, nuestra misión es potenciar la autonomía.

Sin embargo, cuando estoy en la consulta de Wendell, olvido todo eso junto con lo demás que he aprendido a lo largo de los años en relación a los consejos: que los pacientes presentan la información distorsionada a través de un prisma particular; que los relatos se irán transformando con el tiempo, a medida que la distorsión sea menor; que el dilema planteado podría incluso referirse a algo completamente distinto, todavía por descubrir; que el paciente, con frecuencia, te está obligando a apoyar una decisión en particular y que eso se irá haciendo más patente conforme avance la relación; y que las personas quieren que sea otro el que tome las decisiones por ellas, para no tener que asumir responsabilidades si las cosas no salen bien.

He aquí algunas de las preguntas que le he formulado a Wendell a lo largo de la terapia: «¿Es normal que una nevera se estropee a los diez años de comprarla? ¿Debería repararla o comprar una nueva?». (Wendell: «¿De verdad ha venido aquí para preguntarme algo que Siri le podría responder?».) «¿Qué colegio será mejor para mi hijo, este o el otro?». (Wendell: «Tal vez le vendría mejor preguntarse por qué le resulta tan difícil tomar esa decisión».) Una vez me dijo: «Yo únicamente puedo decirle lo que haría yo. No sé lo que debería hacer usted» y yo, en lugar de asimilar el sentido, repliqué: «Vale, muy bien. ¿Qué haría usted?».

Detrás de mi pregunta se oculta el convencimiento de que Wendell es un ser humano más competente que yo. En ocasiones me pregunto: ¿quién soy para tomar las decisiones importantes de mi propia vida? ¿De verdad poseo las habilidades necesarias?

Todo el mundo libra esta batalla interna en mayor o menor grado: ¿niño o adulto? ¿Seguridad o libertad? Pero sea cual sea el lugar de cada uno en ese continuo, cada una de las decisiones que tomamos está basada en uno de dos sentimientos: amor o miedo. El objetivo de la terapia es enseñarte a distinguirlos.

Charlotte me habló en una ocasión de un anuncio de la televisión que la hizo llorar.

—Anunciaba un coche —dijo, y luego añadió con desdén—: Pero no recuerdo cuál, así que no era muy eficaz.

El anuncio, siguió explicando, transcurría de noche, y un perro iba sentado al volante. Vemos al animal conduciendo por una urbanización de las afueras de la ciudad y luego la cámara gira hacia el asiento trasero del auto, donde un cachorrito ladra sin cesar. Mamá perro sigue conduciendo, mirando por el espejo retrovisor, hasta que el cachorrito se duerme arrullado por el suave traqueteo. La madre aparca el coche a la entrada de su casa y mira con cariño al perrito dormido pero, en el instante en que apaga el motor, el pequeño se despierta y vuelve a ladrar. Con una expresión resignada, mamá perro arranca el coche y reanuda el paseo. El espectador tiene la sensación de que pasará un buen rato conduciendo por el vecindario.

Cuando llegó al final de la historia, mi paciente estaba llorando, algo nada habitual en ella. Charlotte rara vez o nunca expresa sus emociones; su rostro es una máscara, sus palabras, distracciones. No digo que esconda sus sentimientos; más bien no puede acceder a ellos. Los psicólogos tenemos un término para este tipo de ceguera emocional: alexitimia . No sabe lo que siente ni tiene palabras para expresarlo. Cuando su jefe elogia su trabajo, me lo cuenta en un tono robótico, y yo tengo que sondear… y sondear… y sondear hasta que por fin asoma un atisbo de orgullo. Me relata la agresión sexual que sufrió en la universidad —estuvo bebiendo, alguien la llevó a una fiesta y acabó en el dormitorio de un extraño, desnuda, en la cama— en el mismo tono monocorde. Su crónica de una caótica conversación con su madre suena en sus labios como una jura de bandera.

A menudo las personas no son capaces de identificar sus sentimientos porque de niños los convencieron de que no eran legítimos. Un niño dice: «Estoy enfadado» y su padre responde: «¿De verdad? ¿Por algo tan insignificante? Vaya, pues sí que eres susceptible». O una niña expresa: «Estoy triste» y la madre contesta: «No lo estés. ¡Mira qué globo tan bonito!». O un niño dice: «Tengo miedo» y los padre replican: «No hay nada que temer. ¿Eres un bebé o qué?». Pero nadie puede enterrar por siempre los sentimientos profundos. Indefectiblemente, en el momento más inesperado —viendo un anuncio, por ejemplo— saldrán a la superficie.

—No entiendo por qué me da tanta pena —comentó Charlotte sobre el anuncio del coche.

Al verla llorar, no solo comprendí el dolor que sentía sino también la razón por la que me pedía una y otra vez que tomara decisiones por ella. Para Charlotte nunca hubo una mamá perro en el asiento del conductor. Estando su madre inmersa en la depresión, teniendo que llevarla a la cama entre un episodio y otro de borracheras nocturnas; con un padre a menudo ausente por viajes «de negocios» y unos padres caóticos que se gritaban de todo, a tanto volumen que los vecinos se quejaban, Charlotte se había visto obligada a comportarse como una adulta antes de tiempo, como una conductora menor que tuviera que gobernar su vida sin tener carné. Rara vez vio a sus padre comportarse como adultos, como hacían las familias de sus amigos.

La imaginé de niña: ¿A qué hora debería ponerme de camino hacia la escuela? ¿Qué hago con esa amiga que hoy me ha insultado en el patio? ¿Qué debería hacer cuando encuentro drogas en la mesilla de papá? ¿A quién le digo que es medianoche y mamá todavía no ha vuelto? ¿Cómo presento la preinscripción a la universidad ? Tuvo que criarse a sí misma y a su hermano menor.

A los niños, sin embargo, no les gusta verse obligados a ser hipercompetentes. Así pues, no me sorprende que Charlotte busque una madre en mí. Yo puedo ser la mamá «normal» que conduce el coche con amor y seguridad, y ella puede vivir la experiencia de que alguien la cuide de un modo que hasta ahora no ha conocido. Sin embargo, para colocarme a mí en el papel de madre competente, Charlotte cree que debe comportarse como una niña indefensa y mostrarme únicamente sus problemas; o, como dijo Wendell una vez, refiriéndose a mi dinámica en terapia, «seducirme con su desgracia». Los pacientes a menudo se comportan de esa guisa para asegurarse de que el terapeuta no olvidará su angustia si acaso mencionan algo positivo. Charlotte también vive experiencias agradables, pero rara vez me habla de ellas; si lo hace, o bien las menciona de pasada, o bien meses después de que hayan sucedido.

Medito esta dinámica seducción-desgracia existente entre mi paciente y yo, y entre la joven Charlotte y sus padres. No importaba lo que hiciera —emborracharse, salir hasta las tantas, ser promiscua— porque nunca conseguía el efecto deseado. Mirad qué desastre soy, qué mal lo hago todo. Prestadme atención. ¿Ni siquiera me oís?

Ahora, tras las preguntas sobre el portátil y el café derramado, Charlotte quiere saber qué hace con el Tío de la sala de espera. Llevaba unas semanas sin verlo, a continuación volvió a acudir acompañado de su novia y hoy ha regresado solo, de nuevo. Hace un ratito la ha invitado a salir. En plan de pareja, piensa ella. Le ha preguntado si le apetecía «quedar para tomar algo» por la noche. Ha dicho que sí.

Miro a Charlotte. ¿En qué cabeza cabe que eso pueda ser buena idea?

Vale, no lo digo de viva voz. Es que a menudo, y no solo con Charlotte, oigo lo que un paciente me está contando —el comportamiento destructivo que ha protagonizado o está a punto de llevar adelante (por ejemplo, decirle a su jefa lo que piensa en realidad porque ha decidido «comportarse con autenticidad») y tengo que reprimir el impulso de gritar: ¡No! ¡No lo hagas!

Por otro lado, tampoco me puedo quedar sentada viendo cómo descarrila el tren.

Charlotte y yo hemos hablado de la importancia de prever el resultado de sus decisiones, pero sé que eso requiere algo más que un proceso intelectual. La compulsión repetitiva es una fiera difícil de domar. Para Charlotte, la estabilidad y la alegría concomitante no son de fiar; la ponen nerviosa, la angustian. Cuando eres hija de un padre cariñoso y alegre que desaparece un tiempo y luego regresa como si nada hubiera pasado —y lo mismo sucede una y otra vez— aprendes a considerar el amor un sentimiento inestable. Cuando tu madre sale de la depresión y, de súbito, muestra interés por tu vida y se comporta como las madres de tus amigos, no te atreves a alegrarte porque sabes por propia experiencia que en cualquier momento cambiará. Y lo hace. En todas las ocasiones. Mejor no buscar nada demasiado sólido. Mejor «quedar para tomar algo» con el chico de la antesala, que tal vez tenga novia o tal vez ya no, pero coqueteó contigo mientras estaba con ella.

—No sé qué pinta la novia en todo esto —prosigue Charlotte—. ¿Le parece una mala idea?

—¿Qué sientes tú al respecto?

—No sé. —Charlotte se encoge de hombros—. ¿Emoción? ¿Miedo?

—¿Miedo a qué?

—No lo sé. A no gustarle fuera del gabinete o a ser un rollo para quitarse a su novia de la cabeza. O a que esté hecho polvo porque tenía problemas con su novia. O sea, ¿por qué si no estaba haciendo terapia?

Charlotte empieza a revolverse en el asiento, a jugar con las gafas de sol que ha dejado en el reposabrazos de la butaca.

—O… —continúa— ¿y si todavía sale con su novia y solo quiere quedar conmigo en plan de amigos, hago el ridículo y luego tengo que verlo en la sala de espera cada semana?

Le digo a Charlotte que su manera de hablar del Tío me recuerda a su estado mental antes de reunirse con sus padres, no solo de niña sino también ahora, como adulta. ¿Irá todo bien? ¿Se comportarán? ¿Discutiremos? ¿Se presentará mi padre o me llamará para disculparse en el último momento? ¿Mi madre montará una escena en público? ¿Nos divertiremos? ¿Me sentiré humillada?

—Es verdad —asiente Charlotte—. No iré.

Ambas sabemos que irá.

Cuando el tiempo se agota, Charlotte da comienzo a su ritual de costumbre (expresar incredulidad ante la hora, recoger sus pertenencias muy despacio, alargar la despedida). Se encamina a la puerta con languidez pero se detiene en el umbral, como hace a menudo para formularme una pregunta o decir algo que debería haber comentado durante la sesión. Igual que John, es propensa a lo que llamamos «revelaciones de último minuto».

—Por cierto —empieza en tono desenfadado, aunque presiento que va a decir cualquier cosa menos un comentario improvisado. Sucede con cierta frecuencia que los pacientes pasen la sesión entera hablando de cualquier cosa y te suelten una bomba en los últimos diez segundos («creo que soy bisexual», «mi madre biológica me ha encontrado en Facebook»). Lo hacen por diversas razones: les da vergüenza, no quieren darte ocasión a comentar nada, desean descolocarte tanto como están ellos. (¡Entrega especial! ¡He aquí el caos en el que me encuentro! Medítalo durante toda la semana, ¿te parece?) O también puede expresar un deseo: piensa en mí.

Esta vez, en cambio, no hay noticia bomba que valga. Charlotte se queda ahí plantada. Me pregunto si acaso le estará dando vueltas a un tema particularmente duro para ella: sus problemas con la bebida, sus esperanzas de que su padre responda al teléfono cuando lo llame para felicitarle el cumpleaños, la próxima semana. En vez de eso, me suelta:

—¿Dónde ha comprado ese top?

A priori, es una pregunta sencilla. Me han formulado esa misma pregunta sobre mi nueva camiseta —una de mis favoritas— una conductora de Uber, una camarera del Starbucks y una desconocida por la calle. En todas las ocasiones, he respondido sin dudarlo un instante: «¡En Anthropologie, de rebajas!», orgullosa de mi buen gusto y mi buena suerte. Con Charlotte, no sé por qué, algo me frena. No digo que me preocupe que empiece a vestirse igual que yo (como hizo una paciente). Es que creo saber por qué lo pregunta; quiere comprarlo y llevarlo esta noche a la cita con el Tío, un encuentro al que en teoría no asistirá.

—En Anthropologie —respondo de todos modos.

—Es mono —sonríe—. Nos vemos la semana que viene.

Y se marcha, pero no antes de que la mire a los ojos una milésima de segundo y ella desvíe la mirada.

Ambas sabemos lo que está a punto de pasar.