D espués de terminar el año de prácticas, empecé a trabajar como interna en una fundación cuya sede estaba ubicada en el sótano de un elegante edificio de oficinas. Arriba, los luminosos despachos tenían vistas a las montañas de Los Ángeles a un lado y a las playas al otro, pero abajo era otra historia. En minúsculas salas de consulta sin ventanas, oscuras como cuevas, amuebladas con sillas que contaban décadas, lámparas rotas y sofás raídos, los becarios nos dedicábamos a coleccionar pacientes. Cuando llegaba un nuevo caso, todos nos lo disputábamos, porque cuantas más personas visitáramos, más cerca estaríamos de completar las horas de práctica profesional que se nos exigía. Entre sesiones consecutivas, supervisión clínica y un montón de papeleo, no prestábamos demasiada atención al hecho de que vivíamos bajo tierra.
Sentados en la sala de descanso (fragancia: palomitas y aerosol antihormigas), devorábamos cualquier cosa (siempre almorzábamos «en el escritorio») y nos lamentábamos de la falta de tiempo. Sin embargo, a pesar de tanta queja, estábamos encantados con nuestra iniciación como psicoterapeutas; en parte por la empinada curva de aprendizaje y la sabiduría de los supervisores (que nos daban consejos del estilo: «si hablas tanto, no podrás escuchar», o su variante: «tienes dos orejas y una boca; la proporción está ahí por algo») y en parte porque sabíamos que se trataba de una fase, gracias a Dios, temporal.
La luz al final de un túnel que se contaba en años era la acreditación, tras la cual podríamos mejorar las vidas de las personas ejerciendo el oficio que nos encantaba pero, nos decíamos, a un ritmo más pausado y con horarios más razonables. Recluidos en el sótano, redactando historiales a mano y buscando cobertura para el móvil, no éramos conscientes de que a la luz del sol se estaba declarando una revolución que implicaba rapidez, facilidad y gratificación inmediata. No sabíamos que eso que nos habían enseñado a ofrecer —resultados graduales pero duraderos, que requerían trabajar con ahínco— estaba quedando cada vez más obsoleto.
Había atisbado algún amago de este cambio en los pacientes de la clínica, pero, centrada como estaba en mi igualmente ajetreada existencia, no había sido capaz de observar todo el cuadro. Pensaba: pues claro que a la gente le cuesta echar el freno, prestar atención y estar presentes. Por eso vienen a terapia.
Mi vida no era muy distinta a la del resto del mundo, cuando menos en esa fase. Cuanto antes terminaba de trabajar, antes podía volver a casa con mi hijo y luego, cuanto más aceleraba el ritual de buenas noches, antes podía acostarme para levantarme al día siguiente y seguir corriendo. Y cuanto más corría menos veía, porque todo se había tornado borroso.
Pero eso acabaría pronto, me recordaba. Una vez que terminase el internado, empezaría la vida real .
Un día, estando en la sala de descanso con otros internos, empezamos de nuevo a contar las horas de trabajo requeridas y a calcular cuántos años tendríamos cuando por fin obtuviéramos la acreditación. Cuanto más alto el número, peor nos sentíamos. En ese momento entró una supervisora sexagenaria y oyó la conversación.
—Cumpliréis treinta o cuarenta o cincuenta de todos modos, tanto si habéis completado las horas necesarias como si no —nos espetó—. ¿Qué importa la edad que tengáis cuando terminéis? Sea como sea el día de hoy nadie os lo va a devolver.
Se hizo un silencio. El día de hoy nadie os lo va a devolver.
Qué idea tan interesante. Sabíamos que la supervisora pretendía decirnos algo importante. Pero no teníamos tiempo para pensar en ello.
La velocidad se refiere al tiempo, pero está muy relacionada con el aguante y el esfuerzo. Cuanto más rápido sea un resultado, dice la lógica, menos aguante y esfuerzo requerirá. La paciencia, en cambio, necesita aguante y esfuerzo. El diccionario la define como «la capacidad de tolerar desgracias y adversidades o cosas molestas u ofensivas con fortaleza, sin quejarse ni rebelarse». Y, como ya sabemos, buena parte de la vida consiste en cosas molestas u ofensivas, desgracias y adversidades. Desde una perspectiva psicológica, la paciencia se podría considerar la capacidad de tolerar todas esas dificultades el tiempo suficiente como para aprender algo de ellas. Experimentar la tristeza o la ansiedad te puede proporcionar una información esencial acerca de ti mismo y del mundo.
Ahora bien, mientras estaba en aquel sótano, corriendo hacia mi acreditación, la Asociación Estadounidense de Psicología publicó un artículo titulado: «¿Qué ha sido de la psicología?». Señalaba que, en 2008, el número de pacientes que habían recibido tratamiento psicológico había descendido un treinta por ciento en relación a los datos de una década atrás y que, desde 1990, la industria de la asistencia sanitaria administrada —el mismo sistema contra el que nos habían prevenido los profesores de medicina— venía limitando cada vez más las visitas y los reintegros de la psicoterapia pero no los tratamientos a base de medicamentos. Proseguía diciendo que, únicamente en 2005, las empresas farmacéuticas habían gastado 4.200 millones en publicidad directa al consumidor y 7.200 millones en promoción dirigida a la profesión médica; casi el doble de lo que invertían en investigación y desarrollo.
Obviamente es mucho más fácil —y rápido— tragarse una pastilla que hacer el esfuerzo de mirar dentro de ti mismo. Y yo no tenía nada en contra de que los pacientes recurrieran a la medicación para sentirse mejor. Al contrario; estaba convencida de que los fármacos podían ofrecer una ayuda inmensa en determinadas situaciones. Ahora bien, ¿de verdad el 26 por ciento de la población necesitaba medicación psiquiátrica? Al fin y al cabo, nadie decía que la psicoterapia no funcionase. El problema era que no funcionaba tan deprisa como los actuales pacientes —ahora denominados, de forma muy reveladora, «consumidores»— demandaban.
En todo ello se advertía una ironía tácita. La gente quería soluciones raudas a sus problemas, pero ¿y si el malestar que sentían estaba causado precisamente por el ritmo desenfrenado de sus vidas? Creían apresurarse ahora para saborear la existencia más tarde, sin pensar que, con frecuencia, ese «más tarde» nunca llega. El psicoanalista Erich Fromm expresó la misma idea hace más de cincuenta años. «El hombre moderno piensa que pierde algo —tiempo— cuando no actúa con rapidez; sin embargo, luego no sabe qué hacer con el tiempo que ha ganado, salvo matarlo.» Fromm tenía razón: las personas no utilizamos el tiempo que ahorramos para relajarnos o conectar con los amigos y la familia. En vez de eso, intentamos abarcar aún más cosas si cabe.
Cierto día, mientras los internos suplicábamos que nos dejaran llevar más casos aunque ya no dábamos abasto, la supervisora negó con la cabeza.
—La velocidad de la luz está obsoleta —comentó con ironía—. Ahora lo que se lleva es la urgencia ante la necesidad .
Así pues, yo corría como el rayo. En poco tiempo concluí el internado, aprobé los exámenes finales y me trasladé a una oficina aireada con vistas al mundo exterior. Tras dos salidas en falso —Hollywood, la facultad de Medicina— estaba lista para emprender una profesión que me apasionaba y el hecho de que fuera mayor que mis compañeros me infundía una sensación de urgencia. Había dado un rodeo y llegado tarde a la partida, y si bien por fin podía bajar el ritmo y saborear unos frutos ganados con el sudor de mi frente, todavía experimentaba la misma sensación de apremio que durante el internado; esta vez tenía prisa por disfrutarlos. Anuncié mi consulta por email y trabajé mi red de contactos. Al cabo de seis meses, tenía algún que otro paciente. Pero pronto la cifra se estabilizó. Todos los colegas con los que hablaba estaban pasando por experiencias similares.
Me uní a un grupo de supervisión para nuevos terapeutas y una noche, tras discutir nuestros casos, la conversación derivó a la cuestión numérica: ¿eran imaginaciones nuestras o esta nueva generación de psicólogos clínicos estaba condenada? Una chica comentó que había oído hablar de especialistas en creación de marca para psicoterapeutas, profesionales que te podían ayudar a salvar la brecha entre la necesidad cultural de satisfacción inmediata y el trabajo que nos habían enseñado a hacer.
Todos reímos con ganas. ¡Creadores de marca para psicoterapeutas! Qué absurdo. ¡Los grandes psicólogos del pasado a los que tanto admirábamos se revolverían en su tumbas! Pero, en secreto, el comentario me intrigó.
Una semana más tarde estaba hablando por teléfono con una especialista en creación de marca para terapeutas.
—Ya nadie quiere comprar terapia —declaró la consultora con absoluta naturalidad—. Lo que buscan es la solución a un problema.
Me brindó algunos consejos sobre cómo posicionarme en este nuevo mercado —incluso me propuso que ofreciera «terapia de texto»— pero el enfoque me incomodaba.
Pese a todo, ella tenía razón. La semana antes de Navidad, recibí una llamada de un hombre de treinta y pocos interesado en hacer terapia. Explicó que necesitaba decidir si casarse con su novia o no y esperaba que pudiéramos «resolver el tema» en un plazo breve porque el día de los enamorados se aproximaba y, si no le regalaba un anillo, ella lo mandaría a paseo. Le expliqué que podía ayudarlo a ver las cosas más claras pero que no podía prometerle un plazo concreto. Me estaba hablando de una decisión muy importante y ni siquiera lo conocía todavía.
Fijamos día y hora, pero la jornada anterior a la cita, me llamó para decirme que había encontrado a otra persona. La terapeuta le había garantizado que en cuatro sesiones habrían resuelto el asunto, un plazo que encajaba con su fecha tope, el día de san Valentín.
Otra paciente que realmente deseaba encontrar un compañero, me contó que estaba conociendo gente en las aplicaciones de citas a un ritmo tan acelerado que varias veces había contactado con chicos solo para descubrir que ya habían coincidido en otra ocasión. Había pasado una hora tomando café con esas personas, pero llevaba a cabo el proceso de descarte a tal velocidad que ni siquiera se acordaba.
Ambos ofrecían ejemplos de eso que mi supervisora llamó «la urgencia ante la necesidad», entendida como deseo. Sin embargo, yo empezaba a pensar en el término en un sentido una pizca distinto, el que hace referencia la otra acepción de necesidad: falta.
Si alguien me hubiera preguntado cuando empecé a ejercer cuáles eran los motivos principales que atraían a la gente a terapia, habría dicho que la ansiedad o la depresión, o quizás los problemas de relación. Sin embargo, fueran cuales fuesen sus circunstancias, siempre había un denominador común de soledad, un anhelo y una carencia absoluta de verdadera conexión humana. Una necesidad. Rara vez lo expresaban en esos términos, pero cuanto más sabía acerca de sus vidas, más lo notaba, y lo advertía en mí misma también, en muchos sentidos.
Un día, estando en mi consulta, en la larga pausa que tenía entre pacientes, encontré un vídeo en internet de la investigadora del MIT Sherry Turkle que hablaba precisamente de esa soledad. A finales de la década de 1990, explicaba, había visitado una residencia y había visto a un robot consolar a una anciana que había perdido un hijo. El robot parecía una foca bebé, con pelo y largas pestañas, y procesaba el lenguaje tan bien como para ofrecer las respuestas adecuadas. La mujer le estaba abriendo el corazón a ese robot que parecía mirarla a los ojos y escucharla.
Turkle prosiguió diciendo que, si bien sus colegas consideraban el robot un gran progreso, un modo de hacer la vida más agradable a las personas, ella se quedó destrozada. Ahogué un grito al escucharla. Precisamente el día anterior le había comentado en broma a un colega: «Podrían instalar una aplicación de terapia en el iPhone». No podía imaginar que poco después habría terapeutas en los teléfonos inteligentes; aplicaciones a través de las cuáles puedes conectar con un psicoterapeuta «a cualquier hora, en cualquier parte… en segundos» para «sentirte mejor al momento». Esas opciones me entristecían tanto como a Turkle la escena de la mujer con la foca robot.
«¿Por qué estamos externalizando eso mismo que nos define como personas?», preguntaba Turkle en el vídeo. Su pregunta me llevó a cuestionarme: ¿de verdad los seres humanos no soportamos estar solos o quizás lo que no toleramos es la compañía de otras personas? En todas partes —en una cafetería con amigos, en las reuniones de trabajo, durante el almuerzo en el colegio, delante del cajero del Target e incluso en las comidas familiares— la gente wasapea, tuitea y compra, a veces fingiendo establecer contacto visual, otras sin molestarse siquiera.
Incluso en mi consulta, pacientes que pagan por estar allí miran de reojo el teléfono cuando vibra, solo para saber quién llama. (A menudo son las mismas personas que acabarán admitiendo que también echan un vistazo al teléfono mientras practican el sexo o hacen sus necesidades. (Cuando me enteré de eso, dejé un frasco de desinfectante de manos en mi despacho.) Para evitar distracciones, les sugiero que apaguen el móvil durante la sesiones, y lo hacen, pero he advertido que antes siquiera de alcanzar la puerta al finalizar la sesión ya tienen el teléfono en la mano y están revisando los mensajes. ¿No sacarían más provecho a su tiempo si dedicaran aunque solo fuera un minuto a reflexionar sobre lo que acabamos de hablar o a relajarse y reiniciar antes de regresar al mundo?
En el instante en que alguien se siente solo, he advertido, normalmente en los espacios en blanco —al salir de una sesión de terapia, en un semáforo en rojo, haciendo cola, en el ascensor— saca el dispositivo y huye del sentimiento. En un estado de distracción perpetua, parecemos estar perdiendo la capacidad de estar con los demás e incluso con nosotros mismos.
Por lo visto, la sala de terapia es uno de los pocos lugares que quedan donde dos personas se pueden sentar juntas durante cincuenta minutos ininterrumpidos. A pesar de la pátina profesional, este ritual semanal constituye uno de los encuentros más humanos que mucha gente protagoniza. Yo deseaba conseguir un negocio próspero, pero no estaba dispuesta a empañar el ritual con el fin de conseguirlo. Tal vez fuera anticuada o directamente temeraria, pero el beneficio sería inmenso para los pacientes que tuviera, pocos o muchos. Si creábamos un espacio de paz y dedicábamos el tiempo necesario, daríamos con esos relatos por los que merece la pena esperar, los que definen nuestras vidas.
¿En cuanto a mi propia historia? Bueno, en realidad apenas si reservaba tiempo y espacio para eso; estaba cada vez más ocupada escuchando las narraciones de los demás. Sin embargo, debajo del trajín de las terapias y de los viajes al colegio, de las visitas al médico y los romances, hervía una verdad largo tiempo reprimida que apenas empezaba a asomar cuando llegué a la consulta de Wendell. La mitad de mi vida ha terminado , dije, aparentemente sin venir a cuento, en la primera sesión… y Wendell atrapó la observación al vuelo. Recogió el hilo donde lo había dejado mi supervisora años atrás.
El día de hoy nadie te lo va a devolver.
Y los días volaban.