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Cosas que no deberías decirle a una persona que va a morir

–¡E so no significa nada! —se indigna Julie.

Está hablando de una compañera de trabajo que acaba de sufrir un aborto —una cajera del Trader Joe’s— y, al parecer, otra chica intentó consolarla diciendo: «Todo sucede por una razón. No estaba destinado a nacer».

—¡«Todo sucede por una razón» no significa nada! —insiste Julie—. Si abortas o tienes cáncer o un chiflado asesina a tu hijo no se debe a ningún plan divino.

Sé muy bien a qué se refiere. La gente suelta toda clase de sandeces ante las desgracias ajenas y Julie está pensando en escribir un libro titulado: Cosas que no deberías decirle a alguien que va a morir: manual para personas bienintencionadas que no saben de lo que hablan.

Según Julie, hay unas cuantas frases que uno debería callarse: ¿seguro que te estás muriendo? ¿Has pedido una segunda opinión? Sé fuerte. ¿Qué posibilidades tienes? No deberías estresarte tanto, no es bueno para ti. Todo es cuestión de actitud. Tú puedes superarlo. Sé de una persona que tomó vitamina K y se curó. He leído sobre una terapia que reduce los tumores… en ratones, pero bueno. ¿De verdad no tienes ningún antecedente familiar? (Si Julie los tuviera, su interlocutor se sentiría más seguro; la genética lo explicaría todo.) El otro día alguien le dijo a Julie: «Conocía a una mujer que tenía el mismo tipo de cáncer que tú». «¿Conocías?», preguntó Julie. «Ejem, sí —respondió la otra, azorada—. Es que… bueno, murió.»

Mientras Julie recita su lista de cosas que no se deben decir, recuerdo a otros pacientes que también se quejan de los comentarios que hace la gente en diversos momentos delicados: Todavía puedes tener otro hijo. Al menos tuvo una vida larga. Ahora está en un lugar mejor. Cuando estés lista siempre puedes adoptar otro perro. Ya hace un año de aquello; ha llegado el momento de pasar página.

Cierto que esas frases hechas pretenden ofrecer consuelo, pero son al mismo tiempo un modo de protegernos de los sentimientos incómodos que nos despierta la situación difícil en la que se encuentra el otro. Esa clase de tópicos convierten una circunstancia terrible en algo más digerible para el que pronuncia las palabras, pero el afectado acaba sintiendo rabia y sensación de aislamiento.

—La gente piensa que, si dice en voz alta que estoy muriendo, la idea se convertirá en una realidad, pero ya es una realidad —continúa Julie, negando con la cabeza.

Yo también he presenciado esa actitud y no solo en relación a la muerte. Callar algo no lo hace menos real, sino más terrorífico. Para Julie, lo peor es el silencio, las personas que la evitan para no tener que hablar con ella y librarse de esas frases incómodas. Pero ella prefiere una charla forzada a ser ignorada.

—¿Qué le gustaría que le preguntara la gente? —quiero saber.

Julie lo medita.

—Podrían decirme: «Cuánto lo siento». O: «¿Te podría ayudar en algo?». Tal vez: «Me siento impotente en esta situación, pero pienso mucho en ti».

Se desplaza en el sofá. Su delicada complexión apenas si llena las prendas que lleva puestas.

—Podrían ser sinceros —sigue hablando—. Una persona me soltó: «No tengo ni idea de qué decirte ahora mismo», y me sentí tan aliviada… Le confesé que, antes de enfermar, yo tampoco habría sabido qué decir. En el trabajo, cuando mis alumnos se enteraron, exclamaron: «¿Qué vamos a hacer sin ti?» y yo me sentí bien, porque es su manera de expresar que me quieren. Algunas personas me han dicho: «¡Nooooo», o: «Estoy a una llamada de distancia, si te apetece hablar o salir a hacer algo divertido». Recuerdan que sigo siendo yo, no solo una enferma de cáncer, y que pueden hablar conmigo de sus relaciones, del trabajo y del último episodio de Juego de tronos .

Una de las cosas que más han sorprendido a Julie del proceso de asistir a su propia muerte ha sido la nitidez que ha cobrado el mundo. Todo lo que antes daba por sentado entraña ahora una sensación de descubrimiento, como si hubiera regresado a la infancia. Los sabores: la dulzura de una fresa, el jugo que le gotea por la barbilla, una pasta de mantequilla que se le deshace en la boca; los olores: las flores del jardín delantero, el perfume de una colega, las algas arrastradas a la playa por las olas; los sonidos: las cuerdas de un violonchelo, el frenazo de un coche, la risa de su sobrino; las experiencias: bailar en una fiesta de cumpleaños, mirar a la gente en el Starbucks, comprar un vestido bonito, abrir el correo. Todo ello, por trivial que sea, la inunda de dicha. Está hiperpresente. Se ha dado cuenta de que las personas, cuando nos engañamos pensando que tenemos todo el tiempo del mundo, nos volvemos perezosas.

Julie nunca habría esperado experimentar placer en su dolor, encontrarlo estimulante, en cierto sentido. Pero igualmente ha comprendido que la vida sigue por más que vaya a morir y, aun mientras el cáncer avanza por su cuerpo, a ella le gusta echar un vistazo a Twitter. Al principio pensó: «¿Por qué gastar siquiera diez minutos de mi tiempo mirando lo que escribe la gente?». Y luego se dijo: «¿Y por qué no? ¡Me gusta Twitter!». Al mismo tiempo intenta no obsesionarse demasiado con lo que está perdiendo. «Ahora ya no puedo respirar bien —me dice en una sesión—, pero empeorará y lo pasaré mal. Hasta entonces, me limitaré a respirar.»

Julie sigue ofreciendo ejemplos de los gestos que la ayudan cuando le confiesa a alguien que sus días están contados.

—Un abrazo sienta de maravilla —afirma—. Y también que te digan «te quiero». Lo que más me gusta es un sencillo «te quiero».

—¿Alguien se lo dice? —pregunto. Matt sí, responde Julie. Cuando descubrieron que estaba enferma de cáncer, las primeras palabras de su marido no fueron «lo superaremos» o «¡mierda, no puede ser!» sino: «Jules, te quiero muchísimo». Era cuanto ella necesitaba saber.

—El amor compensa —apunto, en referencia a una historia que Julie me contó una vez sobre los cinco días que sus padres pasaron separados porque estaban atravesando una mala racha, cuando ella tenía doce años. Antes del fin de semana ya volvían a estar juntos, y cuando su hermana y ella preguntaron el motivo, el padre miró a su mujer con afecto infinito y dijo: «Porque, a la hora de la verdad, el amor compensa. Recordadlo siempre, chicas».

Julie asiente. El amor compensa.

—Si escribo ese libro —declara—, recalcaré que las mejores reacciones procedían de personas que son auténticas y no miden sus palabras. —Me mira—. Como usted.

Intento evocar qué le dije a Julie cuando me reveló que se estaba muriendo. Sé que me sentí incómoda la primera vez, devastada la segunda. Le pregunto a ella qué recuerda de aquellos momentos.

Sonríe.

—Las dos veces me dijo lo mismo y nunca lo olvidaré, porque no esperaba esa reacción de una psicóloga.

Niego con la cabeza. ¿Esperaba qué?

—Exclamó con un tono quedo y triste. «Oh, Julie…» y me pareció la respuesta perfecta, pero fue lo que no dijo lo que me llegó al alma. Se le saltaron las lágrimas y supuse que preferiría ocultarlas, así que me callé.

El recuerdo cobra forma en mi mente.

—Me alegro de que viera mis lágrimas y podría haber dicho algo. Espero que, de ahora en adelante, lo haga.

—Bueno, a partir de ahora lo haré. Quiero decir, a partir de ahora que hemos redactado juntas mi epitafio.

Unas semanas atrás, Julie terminó de escribir su epitafio. Estábamos en mitad de una conversación importante acerca de cómo quería morir. ¿Quién le gustaría que estuviera a su lado? ¿Dónde preferiría estar? ¿Qué podría reconfortarla? ¿Qué la asustaba? ¿Qué tipo de funeral deseaba? ¿Cuánto quería que supiera la gente y cuándo?

Por más que hubiera descubierto partes ocultas de sí misma desde el diagnóstico de cáncer —más espontaneidad, más flexibilidad— Julie seguía siendo, de corazón, una planificadora nata y si iba a tener que bregar con su propia sentencia de muerte, procuraría que las cosas se hicieran a su modo en la medida de lo posible.

Al pensar en su epitafio, hablamos de los aspectos de su vida que ella consideraba más importantes. Su éxito profesional, así como su pasión por la investigación y sus alumnos. Su «hogar» del sábado por la mañana en el Trader Joe’s y la sensación de libertad que allí había encontrado. Emma, a la que Julie había ayudado en el proceso de solitud de becas; gracias a ella, ahora podría hacer menos horas en el Trader Joe’s para asistir a la universidad. Los amigos de las maratones y los del club de lectura. Y en los primeros puestos de la lista estaban su marido («la mejor persona del mundo con la que compartir la vida —dijo— y con la que compartir la muerte»), su hermana, sus sobrinos y su sobrina recién nacida (Julie era la madrina). Y también sus padres y sus cuatro abuelos, ninguno de los cuales podía entender cómo Julie iba a morir tan joven perteneciendo a una familia tan longeva.

«Esto ha sido terapia con dopaje —bromeó Julie al pensar en todo lo que habíamos avanzado desde que comenzamos—. Eso decimos Matt y yo, que el nuestro es un matrimonio con dopaje. Tenemos que hacer todo lo que podamos en el menor tiempo posible.»

Julie comprendió, mientras hablaba de atiborrar experiencias en un espacio breve, que si estaba enfada por tener una vida tan corta era ante todo porque había sido una existencia afortunada.

Y por eso al final, tras varios borradores y revisiones, Julie optó por un epitafio sencillo: «Durante todos y cada uno de los días de sus treinta y cinco años —diría— Julia Callahan Blue fue amada».

El amor compensa.