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El email de Novio

E stoy sentada al escritorio, trabajando en el libro de la felicidad y luchando a brazo partido para concluir otro capítulo. Para motivarme, pienso: si acabo este libro, la próxima vez escribiré algo relevante (sea lo que sea). Cuando antes lo termine, antes podré ponerme a explorar nuevos territorios (sean los que sean). He aceptado la incertidumbre. Estoy escribiendo el libro.

Me llama mi amiga Jen, pero no respondo. Últimamente la he puesto al corriente de las partes que desconocía de mi estado de salud y me ha apoyado en el mismo sentido que Wendell: no buscando un diagnóstico sino ayudándome a aceptar la falta de uno. He aprendido a conformarme con no estar del todo bien al mismo tiempo que pido cita con especialistas que podrían tomarse mi problema más en serio. Se acabaron para mí los médicos que diagnostican úteros errantes.

Ahora mismo, sin embargo, tengo que terminar este capítulo; me he reservado dos horas para escribir. Tecleo las palabras, que aparecen en la pantalla y rellenan una página tras otra. Liquido el capítulo igual que mi hijo se quita de encima los deberes del colegio: como un obrero, para terminar cuanto antes. Sigo avanzando hasta redactar la última línea y entonces me concedo una recompensa: mirar el correo electrónico y llamar a Jen. Me tomaré quince minutos de descanso antes de pasar al siguiente. Empiezo a atisbar el final: una última sección y habré terminado.

Estoy charlando con mi amiga y echando un vistazo a mis emails cuando ahogo un grito. El nombre de Novio ha aparecido en mi bandeja de entrada, en negrita. No me lo puedo creer: llevaba ocho meses sin saber nada de él, desde la época en que buscaba la respuesta al misterio de su marcha y llevaba hojas y hojas de notas a las sesiones con Wendell.

—¡Ábrelo! —me dice Jen cuando le cuento la noticia, pero yo me limito a mirar el nombre de Novio. Tengo el estómago en un puño, aunque no del mismo modo que cuando deseaba con toda mi alma que Novio cambiara de idea. Lo tengo en un puño porque, aun si hubiera experimentado alguna clase de epifanía y me dijera que al final sí desea casarse conmigo, le respondería que no sin pestañear. Las entrañas me dicen dos cosas: que ya no quiero estar con él y que, a pesar de todo, el recuerdo de lo sucedido todavía escuece. Lo que sea que contenga el mensaje podría disgustarme y no quiero que nada me distraiga ahora mismo. Tengo que terminar este libro que me trae sin cuidado para poder escribir algo que sí me importe. Tal vez, le digo a Jen, abra el email después de liquidar otro capítulo más.

—Pues envíamelo y yo lo leeré —suplica—. ¡No me puedes dejar en ascuas!

Suelto una carcajada.

—Vale. Pero solo porque tú me lo pides. Lo abriré.

El email es predecible y sorprendente al mismo tiempo.

No te vas a creer a quién vi ayer. ¡A Leigh! Va a ser socia del bufete.

Se lo leo a Jen. Leigh es una persona que Novio y yo conocíamos cada uno por su lado y a la que ambos, en secreto, considerábamos cargante. Si todavía estuviéramos saliendo, sería un cotilleo jugoso, claro que sí. Pero ¿ahora? Está tan fuera de lugar, ignora hasta tal punto lo que pasó entre nosotros y dónde dejamos nuestras conversaciones… Tengo la sensación de que Novio sigue con la cabeza hundida en la arena mientras que la mía empieza a asomar.

—¿Ya está? —pregunta Jen—. ¿Eso es todo lo que el «odianiños» tiene que decir?

Guarda silencio, esperando mi reacción. Yo no puedo evitarlo; estoy encantada. Encuentro el email poético hasta extremos tranquilizadores, un hermoso resumen de todo lo que he descubierto sobre la huida en la consulta de Wendell. Incluso podría convertirlo en un haikú, tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente:

No vas a creer

a quién vi ayer. ¡A Leigh!

Va a ser mi socia.

A Jen no le hace gracia. Está furiosa. Por más que le haya explicado mi papel en la ruptura —si bien Novio pudo ser más sincero consigo mismo y conmigo, yo también podría haberme mostrado más clara respecto a lo que quería, a lo que le ocultaba y a nuestro futuro como pareja— ella todavía lo considera un cerdo. Recuerdo haber tratado de persuadir a Wendell de que Novio era un imbécil; hoy me sorprendo a mí misma intentando convencer a todo el mundo de que no lo es.

—¿Y eso qué significa? —pregunta Jen, en relación al email—. ¿Qué pasa con «cómo te va»? ¿Tan atrofiadas tiene las emociones?

—No significa nada —le digo—. Es una tontería.

No tiene sentido tratar de analizarlo, de otorgarle significado. Jen está indignada, pero a mí me sorprende descubrir que ni siquiera me he disgustado. Más bien me siento aliviada. El nudo de mi estómago desaparece.

—No pensarás contestarle, espero —me advierte Jen, pero yo casi me siento tentada a hacerlo; a darle las gracias por romper conmigo y no hacerme perder más tiempo. Puede que el email, al cabo, sí signifique algo. O, cuando menos, el hecho de haberlo recibido este día tiene un sentido para mí.

Le digo a mi amiga que tengo que volver a mi libro pero, cuando cortamos la llamada, no me pongo a escribir. Ni tampoco respondo a Novio. Igual que no deseo enzarzarme en una relación sin sentido, me niego también a escribir un libro vacío, aunque ya lleve redactadas tres cuartas partes. Si la muerte y el sinsentido son «preocupaciones esenciales», parece lógico que este libro tan intrascendente me haya estado torturando; e igualmente que rechazara el lucrativo manual sobre parentalidad. Aunque entonces todavía no aceptaba que el cuerpo me estaba fallando, en lo más profundo de mis células debía de ser consciente de que tenía un tiempo limitado y debía emplearlo bien. Recuerdo mi conversación con Julie y me asalta un pensamiento: cuando muera, no quiero dejar tras de mí el equivalente al email de Novio.

Durante un tiempo pensé que salir de la celda implicaba terminar el famoso manual para poder conservar el anticipo y tener la oportunidad de hacer algo más. Sin embargo, el email de Novio me hace preguntarme si seguiré sacudiendo esos mismos barrotes. Wendell me ayudó a renunciar a la ilusión de que todo habría ido bien si me hubiera casado con Novio, y es absurdo que ahora siga aferrada a la historia de que el libro de crianza me habría arreglado la vida; ambos relatos son fantasías. Algunas cosas habrían cambiado, es cierto. Pero a la postre, seguiría sintiendo el anhelo de sentido, de algo más profundo, Igual que ahora ante este estúpido manual sobre la felicidad que, según mi agente, tengo que escribir por todo tipo de razones prácticas.

Pero ¿y si esta historia también es falsa? ¿Y si en realidad no debo redactar este libro que mi agente considera un seguro contra el desastre? Sospecho que, a algún nivel, hace algún tiempo que conozco la respuesta y ahora, de súbito, la vislumbro de un modo distinto. Pienso en Charlotte y en las etapas del cambio. Estoy lista para la acción, decido.

Acerco los dedos al teclado, ahora para escribir una carta a la editora: Deseo cancelar el contrato.

Tras una breve vacilación, inspiro hondo y pulso la tecla de envío. Allá va mi verdad, lanzada al ciberespacio.