H ace un día radiante en Los Ángeles y estoy de un humor excelente cuando aparco el coche enfrente de la consulta de Wendell. Casi me da rabia estar de tan buen humor los días de terapia; ¿de qué voy a hablar?
En realidad, sé muy bien que el asunto no funciona así. Resulta que cuando el paciente acude a sesión sin estar en crisis y sin nada preparado de antemano suelen producirse las grandes revelaciones. Si le concedemos espacio para divagar, la mente nos lleva a los lugares más interesantes e insospechados. Según cruzo la calle hacia el edificio de Wendell, oigo la canción que atruena en el interior de un coche: On top of the world , de Imagine Dragons. En la cima del mundo. Y mientras recorro el pasillo hacia el gabinete, empiezo a tararearla… pero tan pronto como abro la puerta de la sala de espera, enmudezco, desconcertada.
Ups… Esta no es la antesala de Wendell. Despistada con la canción, he abierto la puerta equivocada. Me río de mi error.
Salgo y cierro a mi espalda. A continuación miro a mi alrededor para orientarme. Leo el nombre de la placa y descubro que no me he confundido, al cabo. Una vez más, me asomo a la sala de espera, pero las vistas no se parecen en nada a lo que estoy acostumbrada a ver. Por un instante, entro en pánico, como si estuviera soñando. ¿Dónde estoy?
La habitación ha sufrido una transformación completa. Pintura nueva, suelo flamante, muebles impecables, nueva decoración; maravillosas fotos en blanco y negro. El mobiliario que parecía heredado de sus padres ha desaparecido. Al igual que el jarrón con esas flores falsas tan cursis, ahora sustituido por una jarra de cerámica y vasos de agua. Únicamente la ruidosa máquina que oculta lo que se habla al otro lado de la pared sigue en su sitio. Tengo la sensación de estar presenciando una de esas reformas de la tele, que tornan irreconocible el desastroso espacio original. Me entran ganas de estallar en ohhhh y ahhhh , igual que hacen los propietarios de la casa en esos programas. La sala está preciosa; sencilla, ordenada, una pizca estrafalaria, igual que Wendell.
La silla que suelo ocupar se ha esfumado, así que me siento en una de las nuevas, con modernas patas de acero y asiento de cuero. Wendell ha cerrado la consulta dos semanas; había dado por supuesto que estaba de vacaciones, quizás en la cabaña de su infancia con su gran familia extensa. Lo había imaginado con todos esos hermanos y sobrinos que descubrí en la Red e intentaba visualizarlo entre ellos, haciendo el bobo con sus hijos o relajándose junto al lago con una cerveza en la mano.
Ahora, sin embargo, me percato de que también se estaba produciendo esta renovación. Mi buen humor se está disipando y empiezo a preguntarme si tanta satisfacción era real o solamente estaba experimentando una «falsa remisión» en ausencia de Wendell. La falsa remisión es un fenómeno por el cual los pacientes, de manera inconsciente, se convencen a sí mismos de que sus problemas han desaparecido por las buenas porque no pueden tolerar la ansiedad que les produce trabajar sus dificultades. ¡Me siento de maravilla! ¡Esta sesión ha sido catártica! La falsa remisión sucede a menudo cuando el psicólogo o el paciente llevan un tiempo fuera y, en el intervalo, las defensas inconscientes de la persona arraigan. Qué bien me he encontrado estas últimas semanas. ¡Ya no necesito más terapia! En ocasiones el cambio es genuino. Otras veces los pacientes se marchan de súbito… y no vuelven.
Falsa remisión o no, estoy desorientada. Aunque la sala ha mejorado muchísimo, echo de menos los muebles feos. Es la misma sensación que me inspiran los cambios internos que he venido protagonizando. Wendell era el decorador que entraba y dirigía mi renovación interna y si bien ahora, en el «durante» (porque, a diferencia de las reformas, en la vida no hay un «después» hasta que estamos muertos), me siento mucho mejor, recuerdo el «antes» con una especie de nostalgia.
No quiero que vuelvan los muebles feos, pero me alegro de recordarlos.
Oigo abrirse la puerta del despacho de Wendell y luego sus pasos sobre el nuevo suelo de arce mientras se acerca a saludarme. Alzo la vista y tengo que mirar dos veces. Antes no he reconocido su sala de espera y ahora me cuesta identificar a Wendell. Me siento como si me estuvieran gastando una broma. ¡Sorpresa! ¡Te lo has creído!
A lo largo de las dos semanas que ha pasado fuera, se ha dejado crecer la barba. Asimismo ha cambiado la chaqueta de punto por una camisa de vestir, los gastados mocasines por unas zapatillas de lona tan estilosas como las que lleva John, y parece una persona completamente distinta.
—Hola —me saluda, como de costumbre.
—Hala —respondo, en un tono demasiado alto—. Cuántos cambios. —Señalo la sala de espera pero estoy mirando su barba—. Ahora sí que parece un psicólogo —añado mientras me incorporo, una broma para disimular hasta qué punto estoy impresionada. De hecho, la barba no se parece en nada a esas pelambreras espesas que caracterizaban a nuestros famosos predecesores. La barba de Wendell irradia encanto. Es despreocupada. Desaliñada. Descarada.
Está… ¿guapo?
Recuerdo haber negado hace un tiempo la transferencia romántica. Y fui sincera… cuando menos, conscientemente. Pero ¿por qué me siento tan incómoda ahora mismo? ¿Acaso mi inconsciente ha estado manteniendo una apasionado romance con Wendell a mis espaldas?
Me encamino a su despacho, pero me detengo en seco al llegar a la puerta. La consulta también está transformada. La distribución es la misma —los sofás dispuestos en L, el escritorio, el armario, la estantería, la mesita con los pañuelos— pero la pintura, el suelo, la alfombra, los cuadros, los sofás y los almohadones han cambiado. ¡Tiene un aspecto increíble! Impresionante. Fantástico. La consulta, quiero decir. La consulta está fantástica.
—¿Ha contratado a un decorador? —le pregunto, y responde que sí. Lo suponía. Si el mobiliario anterior lo había escogido él, sin duda necesitó ayuda profesional para esto. Pese a todo, es Wendell al cien por cien. El nuevo Wendell. Renovado, pero nada pretencioso.
Me siento en la posición B, examino los flamantes almohadones y me los ajusto a la espalda en el nuevo sofá. Recuerdo la intranquilidad que me invadió la primera vez que me senté tan cerca de mi terapeuta, la sensación de estar demasiado pegada a él, excesivamente expuesta. Ahora me siento así nuevamente. ¿Será que ahora me gusta Wendell?
No sería un caso tan raro. Al fin y al cabo, si nos sentimos atraídos por los colegas de trabajo, los amigos de nuestra pareja y por la gran cantidad de hombres y mujeres con los que nos cruzamos a diario, ¿por qué no podría gustarnos el psicólogo? Especialmente el psicólogo. Los sentimientos sexuales abundan en terapia, ¿cómo podría ser de otro modo? Es fácil confundir la experiencia íntima del sexo o el amor romántico con la experiencia íntima de que alguien preste atención plena a los más mínimos detalles de tu vida, te acepte tal como eres, te apoye sin condiciones y te conozca mejor que tú misma. Algunos pacientes llegan a coquetear descaradamente, a menudo sin ser conscientes de sus verdaderos motivos (descolocar al psicólogo; huir de temas difíciles; recuperar el poder cuando experimentan impotencia; recompensar al terapeuta del único modo que saben, a causa de su historia personal). Otros, en lugar de flirtear, niegan con vehemencia cualquier atracción, igual que hizo John cuando me dijo que yo no era la clase de persona que escogería como amante («no se ofenda»).
Sin embargo, John se fija en mi apariencia con frecuencia: «ahora sí que parece una verdadera amante» (cuando me puse reflejos en el pelo); «será mejor que tenga cuidado, alguien podría ver más de la cuenta» (el día que llevé un escote de pico); «¿esos son los zapatos que se pone para salir a ligar?» (cuando aparecí con zapatos de tacón). En cada una de las ocasiones, intenté hacerle hablar de sus «bromas» y de los sentimientos que escondían.
Y ahora aquí estoy yo, soltándole una estúpida broma a Wendell y sonriendo como una boba. Me pregunta si estoy experimentando algún tipo de reacción a su barba.
—Es que no estoy acostumbrada —reconozco—. Pero le queda muy bien. Debería dejársela.
O no, será mejor que se la quite , pienso. Puede que, si se la deja, me atraig… o sea, me distraiga demasiado.
Enarca la ceja derecha y advierto que hoy sus ojos parecen distintos. ¿Más brillantes? ¿Y siempre ha tenido ese hoyuelo? ¿Qué está pasando aquí?
—Se lo pregunto porque las reacciones que experimenta conmigo son un reflejo de las que tiene con el resto de los hombres…
—Usted no es un hombre —lo interrumpo entre risas.
—¿Ah, no?
—¡No! —exclamo.
Wendell finge sorpresa.
—Ah, pues la última vez que lo comprobé…
—Claro, pero ya sabe lo que quiero decir. Usted no es un hombre en ese sentido. No es un tío. Es mi psicólogo.
Advierto horrorizada que estoy hablando como John otra vez.
Hace unos meses, tuve problemas para bailar en una boda por culpa de cierta debilidad muscular en el pie izquierdo causada por mi misteriosa afección médica. En la sesión siguiente, le conté a Wendell hasta qué punto me entristeció ver a todo el mundo bailando mientras yo no podía hacerlo. Wendell respondió que podía moverme con el pie bueno, solamente necesitaba una pareja.
«Bueno —repliqué—, fue la falta de pareja lo que me trajo aquí para empezar.»
Wendell, sin embargo, no se refería a una pareja romántica. Me dijo que podía pedir ayuda a cualquiera, que podía recurrir a los demás si necesitaba apoyo para bailar o cualquier otra cosa.
«No se lo puedo pedir a cualquiera», insistí yo.
«¿Por qué no?».
Puse los ojos en blanco.
«Me lo puede pedir a mí —dijo, encogiéndose de hombros—. Soy un buen bailarín, ¿sabe?».
Añadió que había estudiado danza cuando era niño.
«¿De verdad? ¿Qué tipo de danza?».
No sabía si hablaba en serio. Intenté imaginar al desgarbado Wendell bailando. Lo imaginé tropezando consigo mismo y cayendo.
«Ballet», respondió, sin el menor asomo de rubor.
¿Ballet?
«Pero puedo bailar cualquier cosa —prosiguió, al advertir mi incredulidad—. También sé bailar swing, baile moderno… ¿Qué le gustaría bailar?».
«Ni hablar —protesté—. No voy a bailar con mi psicólogo.»
No me preocupaba que se estuviera mostrando insinuante o siniestro; sabía que sus intenciones no tenían nada que ver con eso. Pero yo no quería perder el rato de terapia bailando. Tenía cosas de las que hablar , como mi manera de sobrellevar los problemas de salud. Sin embargo, una parte de mí sabía que estaba poniendo excusas, que la intervención podía resultar útil, que el baile permite a los cuerpos expresar las emociones de un modo que las palabras no pueden. Cuando danzamos, exteriorizamos nuestros sentimientos reprimidos, hablamos a través del cuerpo en lugar de hacerlo a través de la mente… y el gesto nos puede ayudar a salir del universo mental para alcanzar un nuevo nivel de conciencia. La terapia del baile consiste en eso, en parte. No es más que otra técnica usada por los terapeutas.
Sin embargo… no, gracias.
—Soy su psicólogo y un hombre —dice Wendell hoy, y añade que todos interactuamos con los demás de maneras distintas sobre la base de los rasgos que nos llaman la atención de cada persona. Dejando al margen la corrección política, no somos emocionalmente inmunes a cualidades como apariencia, manera de vestir, género, raza, etnia o edad. Por eso funciona la transferencia. Si mi terapeuta fuera una mujer, dice, reaccionaría a ella tal como respondo ante las mujeres. Si Wendell fuera menudo, reaccionaría a él como lo haría ante alguien menudo y no alto. Si…
Mientras habla, no puedo dejar de observar a ese nuevo Wendell, al mismo tiempo que trato de conciliar la imagen anterior y la actual. Y me percato de que la diferencia no radica en que antes no me sintiera atraída por Wendell. En realidad, no me sentía atraída por nadie . Estaba en proceso de duelo y solo después de mi gradual resurgimiento soy capaz de apreciar el atractivo del mundo.
En ocasiones, cuando un paciente entra en mi consulta por primera vez, no me limito a preguntarle: «¿Qué le ha impulsado a venir?», sino: «¿Qué le ha impulsado a venir en este momento?». La clave está en el «ahora». ¿Por qué este año, este mes, este día concretamente te has decidido a hablar conmigo? Pudiera parecer que mi ruptura era la respuesta al «¿por qué ahora?» pero debajo acechaban mi estancamiento y mi dolor.
«Ojalá pudiera dejar de llorar», le dije a Wendell en aquella época, cuando me sentía como una boca de incendios humana.
Sin embargo, Wendell consideraba la cuestión de manera distinta. Me había concedido permiso a mí misma para sentir y también había recordado que sentir menos no equivale a sentirse mejor , una confusión que mucha gente comete. Los sentimientos siguen ahí en cualquier caso. Se manifiestan en las conductas inconscientes, en la incapacidad para permanecer sentada en un sitio, en una mente que ansía la siguiente distracción, en la falta de apetito o en la incapacidad de controlar el apetito, en el mal humor o —en el caso de Novio— en un pie que se agita debajo del edredón mientras estamos envueltos en un oneroso silencio bajo el cual yace el sentimiento que lleva meses callando: sea lo que sea lo que quiere, no soy yo.
Y a pesar de todo intentamos reprimir los sentimientos. Apenas una semana antes una paciente me había contado que cada noche, una tras otra, encendía la tele, se quedaba dormida y despertaba varias horas más tarde. «¿Qué ha sido de mis noches?», se preguntó tumbada en el sofá de mi consulta. Sin embargo, la verdadera pregunta era qué había sido de sus sentimientos.
Otro paciente lamentó hace poco: «Sería agradable ser una de esas personas que no les dan vueltas a las cosas, que se dejan llevar… que viven la vida sin más, ¿verdad?». Yo recuerdo haberle dicho que hay una diferencia entre indagar y obsesionarse, y que si nos desconectamos de nuestros sentimientos y nos limitamos a patinar por la superficie, no encontramos paz ni alegría, solo desidia.
Así pues, no es que esté enamorada de Wendell. El hecho de que por fin me fije en él, no solamente como psicólogo sino también como hombre, demuestra que nuestro trabajo conjunto me ha ayudado a reunirme con la raza humana. De nuevo soy capaz de sentirme atraída por otras personas. Incluso estoy empezando a salir en plan de cita otra vez, aunque me haya limitado a hundir el dedo gordo del pie en el agua.
Antes de marcharme, quiero saber «¿por qué ahora?» en relación a la reforma, a la barba.
—¿Qué le empujó a hacer todo esto? —pregunto.
La barba, explica, apareció sin más cuando pasó unos días fuera de la consulta y sin tener que afeitarse. Luego, cuando llegó el momento de regresar, decidió que le gustaba. En cuanto a la reforma del gabinete, se limita a decir:
—Le hacía falta.
—Pero ¿por qué ahora? —insisto, e intento formular la siguiente parte de mi argumento con elegancia—. Parecía que tuviera esos muebles desde hacía, ejem, bastante tiempo.
Wendell ríe con ganas. Parece ser que no he sido muy sutil.
—A veces —dice— el cambio es así.
De nuevo en la zona de entrada, camino junto al nuevo biombo, de diseño, que separa la salida de los asientos. En el exterior el aire se desdibuja sobre la acera por efecto del calor y, mientras espero para cruzar, la canción de los Imagine Dragons se apodera de mi mente de nuevo. I’ve been waiting to smile, ‘ey, been holding it in for a while (ya tenía ganas de sonreír, llevaba un tiempo reprimiéndome). Cuando el semáforo cambia a verde, cruzo la calle y me encamino al aparcamiento, pero hoy no subo al coche. Sigo andando hasta llegar a un escaparate: un salón de belleza.
Veo mi reflejo en el cristal y me detengo un momento para ajustarme el top —el de Antropologie, que he escogido especialmente para la cita de esta noche— antes de entrar a toda prisa.
Llego justo a tiempo a mi cita para hacerme la cera.