U n minuto antes de la hora de Charlotte, recibo un mensaje de texto de mi madre. Por favor, llámame. Normalmente no me envía esa clase de mensajes, así que la llamo al móvil. Responde a la primera señal.
—No te asustes —dice, introducción que siempre anuncia algo alarmante—, pero papá está en el hospital.
Mi mano se crispa en torno al teléfono.
—Está bien —se apresura a añadir. No te ingresan en el hospital por estar bien , pienso.
—¿Qué ha pasado?
Bueno, empieza, todavía no lo saben. Me explica que mi padre estaba almorzando cuando ha dicho que se encontraba mal. Luego ha empezado a temblar y tenía problemas para respirar, y ahora están los dos en el hospital. Creen que sufre una infección pero no saben si está relacionada con su corazón o con alguna otra cosa. Está bien, repite una y otra vez. Se pondrá bien. Lo dice tanto para sí misma como para mí. Las dos queremos —necesitamos— que mi padre se recupere.
—De verdad —insiste—. No le pasa nada. Mira, compruébalo tú misma.
La oigo murmurar algo cuando le tiende el teléfono a mi padre.
—Estoy bien —me dice a guisa de saludo, pero noto que le cuesta respirar. Me cuenta la misma historia que mi madre: estaba almorzando y se ha encontrado mal de sopetón, pero no menciona los temblores ni los problemas de respiración. Seguramente le darán el alta al día siguiente, dice, una vez que los antibióticos hagan efecto, aunque cuando mi madre regresa al teléfono, nos preguntamos si no será algo más grave. (Esa noche, cuando vaya al hospital, descubriré que mi padre parece embarazado —tiene el abdomen lleno de fluido— y que le están administrando un cóctel de antibióticos por vía intravenosa porque una grave infección bacteriana se ha extendido por su cuerpo. Pasará una semana en el hospital, le aspirarán el líquido de los pulmones, le estabilizarán el ritmo cardiaco.)
Ahora mismo, sin embargo, cuando me despido de mis padres, me doy cuenta de que llego doce minutos tarde a la cita con Charlotte. Intento centrar la atención mientras me encamino a la sala de espera.
Charlotte se levanta de un salto cuando me ve entrar.
—¡Buf! —dice—. Pensaba que quizás me había confundido de hora, pero siempre quedamos a la misma así que he pensado que me habría equivocado de día, pero no, hoy es lunes —me muestra la pantalla de su teléfono—, así que he pensado… no sé, pero bueno, aquí está.
Lo ha soltado todo de un tirón.
—En fin, hola —me saluda mientras pasa por mi lado de camino a mi despacho.
Puede parecer sorprendente, pero cuando el psicólogo se retrasa, los pacientes suelen agitarse. Aunque tratamos de evitarlo siempre que sea posible, todos los psicólogos que conozco han dejado a alguien esperando, igual que yo en este momento. Y cuando sucede, la circunstancia puede sacar a la luz antiguas experiencias de traición de confianza o abandono que provocan en las personas que acuden a terapia toda clase de sentimientos, desde el aturdimiento hasta la rabia.
Una vez en la consulta, le explico a Charlotte que he tenido una llamada urgente y me disculpo por el retraso.
—No pasa nada —responde ella con desenfado, pero parece distraída. O quizás sea yo, tras la llamada relativa a mi padre. No pasa nada , han dicho. Igual que Charlotte. ¿De verdad están bien los dos? Charlotte juguetea en la silla, se retuerce el cabello, mira a su alrededor. Intento ayudarla a ubicarse buscando su mirada, pero sus ojos saltan de la ventana a un cuadro de la pared o al almohadón que siempre se coloca sobre el regazo. Ha cruzado una pierna sobre la otra y la agita con gesto nervioso.
—¿Y cómo se ha sentido, cuando no sabía por qué me retrasaba? —le pregunto. Hace pocos meses yo estaba en su misma situación, sentada en el sala de espera y preguntándome dónde se había metido Wendell. Mirando el teléfono para matar el tiempo, descubrí que se retrasaba cuatro minutos, luego ocho. A los diez minutos se me pasó por la cabeza que quizás había sufrido un accidente o había caído enfermo y se encontraba en ese mismo instante en urgencias.
Estuve pensando si llamarle y dejar un mensaje. (¿Para decir qué? De eso no estaba segura. Hola, soy Lori, estoy sentada en su sala de espera. ¿Está usted ahí, al otro lado de la puerta, redactando notas en los historiales? ¿Tomando un tentempié? ¿Se ha olvidado de mí? ¿O se está muriendo?) Y en el preciso instante en que empecé a pensar que tendría que buscar un nuevo psicólogo, en buena parte para asimilar la muerte del antiguo, se abrió la puerta del despacho de Wendell. Una pareja de mediana edad salió de la consulta, el hombre dándole las gracias a Wendell, la mujer con una sonrisa tensa. Una primera sesión, adiviné. O quizás la revelación de una aventura. Esas sesiones tienden a prolongarse.
Pasé junto a mi terapeuta como si nada y me senté en perpendicular a él.
«No se preocupe —lo tranquilicé cuando se disculpó por el retraso—. De verdad —insistí—. Mis sesiones también se alargan a veces. No pasa nada.»
Wendell me miró con la ceja derecha enarcada. Yo levanté las cejas a mi vez, tratando de preservar mi dignidad. ¿Yo, alterada porque mi psicólogo llega tarde? Por favor. Solté una carcajada y al hacerlo se me saltaron las lágrimas. Ambos sabíamos el alivio que había sentido al verlo y hasta qué punto él era importante para mí. Esos diez minutos de espera y conjeturas fueron mucho más que «nada».
Y ahora —con una sonrisa forzada en el rostro, agitando la pierna como si sufriera convulsiones— Charlotte me repite que no le ha importado lo más mínimo esperarme.
Le pregunto a qué ha atribuido mi ausencia, al ver que yo no llegaba.
—No estaba preocupada —me asegura, aunque yo no he hablado de preocupación. En ese momento, algo capta mi atención en el ventanal de pared a pared.
Volando en círculos vertiginosos, a pocos metros de la cabeza de Charlotte, hay un par de abejas muy dinámicas. Nunca he visto abejas al otro lado de la ventana de mi despacho, a varios pisos de altura, y estas dos parecen dopadas con anfetaminas. Puede que sea una danza de apareamiento, pienso. Y entonces llegan unas cuantas más y pasados unos segundos veo todo un enjambre de abejas volando en círculos, separado de nosotras tan solo por un grueso panel de cristal. Algunas empiezan a posarse en la ventana y a arrastrarse por la superficie.
—Bueno, me va a matar —empieza Charlotte, que por lo visto no ha reparado en las abejas—. Pero… voy a tener que tomarme un descanso de la terapia.
Despego la vista de las abejas para devolvérsela a Charlotte. Hoy no me esperaba esto y tardo un momento en entender lo que acaba de decir, porque hay tanto movimiento en mi visión periférica que me distraigo sin poder evitarlo. Ahora las abejas se cuentan por cientos, tantas que la consulta se oscurece, apiñadas contra la hoja del cristal e impidiendo el paso de la luz solar. ¿De dónde han salido?
La oscuridad se torna tan palpable que Charlotte repara en ella. Gira la cabeza hacia la ventana y nos quedamos allí sentadas, sin hablar, observando los insectos. Me pregunto si su presencia la inquietará, pero más bien parece hipnotizada.
Hace un tiempo, mi colega Mike recibía a una familia con una hija adolescente al mismo tiempo que yo trataba a una pareja. Cada semana, cuando llevábamos alrededor de veinte minutos de sesión, estallaba un griterío en la consulta de Mike. La adolescente chillaba a sus padres, abandonaba el despacho como un vendaval, cerraba de un portazo; la pareja le pedía a voz en cuello que regresara; la adolescente replicaba: ¡No! , y por fin Mike la convencía para que volviera a entrar y tranquilizaba a todo el mundo. Las primeras veces que sucedió, temí que la escena resultara perturbadora para la pareja de mi despacho, pero resultó que les hacía sentir mejor. Esos están peor que nosotros, pensaban.
Sin embargo, yo detestaba la perturbación; siempre me desconcentraba. Y ahora odio estas abejas de manera parecida. Pienso en mi padre, que está en el hospital, a diez manzanas de distancia. ¿Será el enjambre una señal, un augurio?
—Una vez quise ser apicultora —me confiesa Charlotte, rompiendo el silencio, y la revelación me sorprende menos que el súbito deseo de marcharse. Le atraen las situaciones peligrosas: el puenting , el paracaidismo, nadar con tiburones. Mientras me habla de su fantasía como apicultora, pienso que la metáfora resulta casi demasiado perfecta: el oficio requiere llevar un traje de la cabeza a los pies que la protegería de las picaduras y le permitiría controlar a los mismos seres capaces de lastimarla para poder, al final, cosechar la dulzura de su miel. Entiendo el atractivo de ejercer esa clase de control sobre el peligro, sobre todo si te has criado sintiéndote impotente.
También comprendo el incentivo de anunciar que abandonas la terapia si te han dejado tirada en la sala de espera sin darte ninguna explicación. ¿Tenía pensado marcharse Charlotte o su impulso nace del puro terror que ha experimentado hace unos minutos? Me pregunto si estará bebiendo de nuevo. En ocasiones los pacientes desertan porque la terapia los obliga a hacerse responsables cuando no quieren serlo. Si han empezado a beber o a engañar otra vez —si han hecho o han dejado de hacer algo que les avergüenza— tal vez prefieran esconderse del psicólogo (y de sí mismos). Olvidan que la sala de terapia es uno de los lugares más seguros a los que puedes llevar tu vergüenza. Sin embargo, obligados a afrontar la mentira por omisión o confrontados con el bochorno, tal vez tomen la decisión de escapar. Algo que, como cabe suponer, no resuelve nada.
—Lo he decidido antes de venir —explica Charlotte—. Me encuentro cada vez mejor. Todavía estoy sobria, el trabajo me va bien, ya no me peleo tanto con mi madre y no veo al Tío… incluso lo he bloqueado en el teléfono. —Se interrumpe—. ¿Está enfadada?
¿Estoy enfadada? Sin duda estoy sorprendida —pensaba que ya había superado el miedo a ser adicta a mi persona— y frustrada, que es un eufemismo de «enfadada», admito para mis adentros. Sin embargo, por debajo del enfado subyace mi preocupación por ella, quizás excesiva. Me preocupa que, mientras no esté habituada a mantener relaciones sanas, hasta que no haya alcanzado cierto equilibrio en la relación con su padre en lugar de oscilar entre fingir que no existe y quedarse destrozada cuando aparece e, inexorablemente, vuelve a desaparecer, seguirá luchando por sacar su vida adelante, incapaz de conseguir buena parte de lo que desea. Deseo que resuelva sus conflictos a los veinte mejor que a los treinta; no me gustaría que desperdiciase su tiempo. No quiero que un día entre en pánico: la mitad de mi vida ha terminado. Por otro lado, no puedo coartar su independencia. Igual que los padres educan a sus hijos para que los dejen un día, los psicólogos trabajan para perder a los pacientes, no para retenerlos.
A pesar de todo, advierto cierta precipitación en su decisión y quizás cierta dosis de su afición al peligro, como saltar de un avión sin paracaídas.
Los pacientes imaginan que acuden a terapia para descubrir algo de su pasado y hablar de ello, pero buena parte del trabajo consiste en indagar en el presente , en ayudarles a vislumbrar lo que sucede en sus mentes y en sus corazones día a día. ¿Tienden a lesionarse con facilidad? ¿Se sienten culpables con frecuencia? ¿Evitan el contacto visual? ¿Suelen enredarse con problemas en apariencia intrascendentes? Nosotros perfilamos esas intuiciones y animamos a las personas a recurrir a ellas en el mundo real. Wendell lo expresó del modo siguiente: lo que hacen los pacientes en terapia se parece a practicar el tiro a canasta. Es necesario. Pero luego tienen que salir a jugar un partido.
La única vez que Charlotte estuvo cerca de mantener una auténtica relación, cuando llevaba alrededor de un año de terapia, dejó de ver al chico de la noche a la mañana pero se negó a compartir conmigo las razones. Y tampoco me dijo por qué no quería hablar de ello. No me interesaba tanto lo que había pasado como los motivos de que ese incidente —de todas las cosas que me había contado de sí misma— fuera lo Único Que No Se Puede Revelar. Y hoy me pregunto si se marcha a causa de esa circunstancia secreta.
Recuerdo la excusa que me dio para callarse el incidente ; para no acceder a mi petición. «Me cuesta mucho decir “no” —explicó— así que estoy practicando.» Le señalé que, al margen de si decidía hablarme o no sobre la ruptura, tenía la impresión de que también le costaba decir «sí». La incapacidad de responder con una negativa guarda una estrecha relación con la búsqueda de aprobación; imaginamos que, si nos negamos a algo, los demás dejarán de querernos. En cambio, la incapacidad de decir «sí» —a la intimidad, a las oportunidades de trabajo, a los programas para dejar el alcohol— tiene que ver con la falta de confianza en uno mismo. ¿Meteré la pata? ¿Me saldrá mal? ¿No será más seguro seguir como estoy?
Sin embargo, hay otra vuelta de tuerca. En ocasiones, lo que podría parecer un límite —decir «no»— es en realidad un pretexto, un modo invertido de evitar el «sí». En el caso de Charlotte, el desafío radica en cruzar sus miedos y atreverse a responder afirmativamente, no solo a la terapia sino a sí misma.
Miro de reojo las abejas pegadas al cristal y vuelvo a pensar en mi padre. En una ocasión, me estaba quejando de la facilidad que tenía un pariente para hacerme sentir culpable y mi padre me espetó: «El hecho de que te envíe la culpa no significa que debas aceptar el paquete». Recuerdo su frase mientras hablo con Charlotte. No quiero que se sienta culpable por dejar la terapia, que tenga la sensación de que me ha fallado. Tendré que limitarme a decirle que estoy a su disposición en cualquier caso, compartir mi punto de vista, escuchar el suyo y darle la libertad de hacer lo que desee.
—¿Sabe? —le digo a Charlotte, mientras las abejas empiezan a dispersarse—. Estoy de acuerdo en que algunas cosas han mejorado en su vida y ha trabajado con ahínco para conseguirlo. También tengo la sensación de que todavía está lidiando con sus dificultades para intimar con los demás y que las facetas de su vida que guardan relación con eso, su padre, aquel chico del que no quiere hablar, le causan demasiado dolor como para analizarlas. Al silenciarlas, una parte de usted tal vez se aferra a la esperanza de que las cosas todavía podrían ser de otro modo; y no sería la única en pensar así. Algunas personas esperan que la terapia las ayude a encontrar la manera de hacerse oír por quienquiera que les ha hecho daño, momento en el cual ese chico o ese pariente verá la luz y se convertirá en la persona que les gustaría que fuera. Sin embargo, casi nunca sucede. En algún momento, ser plenamente adulto implica aceptar la responsabilidad del curso de la propia vida y aceptar el hecho de que estás a cargo de tus decisiones. Hay que ocupar el asiento delantero y ser la mamá perro que conduce el coche.
Charlotte posa la vista en el regazo mientras yo hablo, pero me mira a hurtadillas durante la última parte. Entra más luz ahora y advierto que casi todas las abejas se han marchado. Solo quedan unas cuantas rezagadas, algunas todavía en el cristal, otras revoloteando en círculo antes de salir volando.
—Si continúa con la terapia —le digo con suavidad—, tendrá que renunciar a la esperanza de haber tenido una buena infancia, pero lo hará con el fin de crear una vida mejor como adulta.
Charlotte permanece con la cabeza gacha un largo rato. Por fin, responde:
—Ya lo sé.
Guardamos silencio.
Por fin, revela:
—Me he acostado con mi vecino.
Habla de un chico de su edificio de apartamentos que lleva un tiempo coqueteando con ella, aunque también le ha dicho que no busca nada serio. Charlotte había decidido que saldría únicamente con hombres capaces de comprometerse. Quería dejar de enredarse con versiones emocionales de su padre. Quería dejar de ser como su madre. Deseaba empezar a responder «no» a todas esas cosas y «sí» a convertirse en una persona todavía por descubrir.
—Supuse que, si dejaba la terapia, podría seguir acostándome con él —reconoce.
—Puede hacer lo que quiera —sugiero—, tanto si sigue en terapia como si no.
La veo escuchar lo que ya sabe. Sí, ha dejado de beber, ha renunciado al Tío y ya no se pelea tanto con su madre, pero cuando estás en un proceso de cambio no sueltas todas tus defensas de golpe. En vez de eso, las pierdes por capas, cada vez más cerca del núcleo doloroso: la tristeza, la vergüenza.
Niega con la cabeza.
—No quiero despertarme dentro de cinco años y no haber tenido ninguna clase de relación —dice—. Dentro de cinco años, muchas chicas de mi edad estarán casadas y yo seré la típica tía que se enrolla con un chico en la sala de espera o con su vecino y luego cuenta la historia en una fiesta como si fuera una divertida aventura. Como si no me importara.
—La chica guay —digo—. La que no tiene necesidades ni sentimientos y sencillamente fluye con la vida. Pero usted tiene sentimientos.
—Sí —admite—. Ser la chica guay es una mierda. —Nunca antes lo había reconocido. Se está despojando del traje de apicultora—. ¿«Una mierda» es un sentimiento?
—Ya lo creo que sí —asiento.
Y la última parte del proceso comienza, por fin. Charlotte no se marcha esta vez. En vez de eso se queda en terapia hasta que aprende a conducir su propio coche, a desenvolverse en el mundo con más seguridad, mirando a ambos lados y tomando muchos desvíos equivocados, pero retomando el rumbo en todas las ocasiones hacia donde desea llegar en realidad.