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Mortzilla

T engo diez minutos de margen antes de la sesión con Julie y me estoy inyectando en vena unos pretzels en la cocina del centro. Cualquiera de nuestras sesiones podría ser la última. Si llega tarde, temo lo peor. ¿Debería llamarla entre una sesión y la siguiente para saber cómo está o dejar que contacte ella conmigo si me necesita (sabiendo que le cuesta pedir ayuda)? ¿Deberían ser distintos los límites de los psicoterapeutas (más laxos) con los pacientes terminales?

La primera vez que vi a Julie en el Trader Joe’s no quería ponerme en su cola pero, desde entonces, si ella estaba trabajando cuando iba a comprar, Julie me saludaba contenta y yo acudía encantada a su caja. Si me acompañaba mi hijo, salía de allí con una hoja extra de pegatinas y un buen choque de manos. Y cuando Julie dejó de ocupar su caja, Zach lo notó.

—¿Dónde está Julie? —preguntó, buscándola con la mirada por las distintas cajas registradoras según nos acercábamos a pagar la compra. El problema no era que no quisiera hablarle de la muerte; una amiga de infancia había muerto de cáncer unos años atrás y yo le había contado a Zach la verdad de la situación. Sin embargo, a causa de la confidencialidad, no podía revelar nada más acerca de Julie. Una pregunta llevaría a otra y había líneas que no podía cruzar.

—Puede que haya cambiado de turno —sugerí, como si solamente la conociera como cajera del Trader Joe’s—. O quizás haya buscado otro empleo.

—Julie no cambiaría de empleo —arguyó Zach—. ¡Le encanta su trabajo!

Me impresionó su respuesta. Incluso un niño pequeño como él se daba cuenta. Como mi paciente no estaba, nos pusimos en la cola de Emma, la mujer que se había ofrecido a gestar el hijo de Julie. También le regala pegatinas extra a Zach.

Aquí en mi oficina, esperando su llegada, me hago la misma pregunta que mi hijo: ¿dónde está Julie?

Los terapeutas usamos una palabra para referirnos al final de la terapia: terminación . Siempre me ha parecido un vocablo muy duro para lo que idealmente debería ser una experiencia cálida, agridulce y conmovedora, muy parecida a una graduación. Por lo general, cuando la terapia está llegando a su fin, el trabajo se desplaza hacia la última etapa, que consiste en despedirse. En esas sesiones, el paciente y yo consolidamos los cambios alcanzados hablando de «procesos y progresos». ¿Qué le ha resultado útil para llegar al punto en el que está? ¿Qué no? ¿Qué ha aprendido sobre sí mismo —sus fortalezas, sus zonas delicadas, sus guiones y narrativas internos? ¿Qué estrategias para salir adelante y maneras de estar en el mundo más sanas se llevará consigo cuando se marche? En el fondo de todo ello se encuentra el asunto de cómo nos decimos adiós.

En la vida cotidiana, muchos de nosotros carecemos de experiencia en despedidas significativas y en ocasiones ni siquiera decimos adiós. El proceso de terminación sirve para que alguien que ha dedicado mucho tiempo a resolver cierto problema existencial haga algo más que despedirse con una u otra versión de: «¡Bueno, muchas gracias, hasta la vista!». La investigación demuestra que las personas tendemos a recordar las experiencias en función de su final y una terminación se considera una fase importante de la terapia porque permite al paciente experimentar una conclusión positiva, tal vez después de toda una vida de finales negativos, no resueltos o vacíos.

Julie y yo, en cambio, nos estamos preparando para otro tipo de terminación. Ambas sabemos que su terapia no acabará hasta que muera; se lo prometí. Y, últimamente, nuestro proceso consiste en silencios cada vez más largos, no porque estemos evitando decir algo sino porque es así como nos expresamos mutuamente con la mayor honestidad. Nuestros mutismos son ricos; las emociones se palpan en el aire. Pero también hablan de su decadencia. Ahora tiene menos energía y hablar le pasa factura. Resulta estremecedor que, pese a estar delgada, muestre una apariencia tan sana. Por eso a tanta gente le cuesta creer que esté al borde de la muerte. A veces yo tampoco lo puedo creer. Y, en cierto sentido, nuestra quietud sirve para otra cosa más. Nos permiten albergar la ilusión de que el tiempo se detiene. Durante cincuenta benditos minutos, nos concedemos un respiro del mundo exterior. Aquí ella se siente a salvo; no tiene que preocuparse por la gente que sufre por ella ni ayudarlos a lidiar con sus propios sentimientos.

—Pero yo también estoy lidiando con mis sentimientos —respondí el día que Julie mencionó el tema.

Ella lo meditó un momento y se limitó a decir:

—Ya lo sé.

—¿Quiere que le diga qué sentimientos son esos?

Julie sonrió.

—También lo sé.

Y guardó silencio de nuevo.

Como es natural, entre un silencio y otro Julie y yo hemos mantenido algunas conversaciones. Hace poco me contó que había estado pensando en los viajes en el tiempo. Habían hablado del tema en un programa de radio y compartió conmigo una cita que le encantaba, una descripción del pasado como «una vasta enciclopedia de calamidades que todavía se pueden reparar». La había memorizado, dijo, porque la hizo reír. Y luego llorar. Porque ella no vivirá tanto tiempo como para coleccionar esa lista de calamidades que otras personas han reunido cuando llegan a la vejez: relaciones que les gustaría recomponer, profesiones que quisieran haber emprendido, errores que no volverían a cometer si pudieran volver atrás.

En cambio, Julie ha viajado al pasado para revivir las partes de su vida que más ha disfrutado: fiestas de cumpleaños cuando era una niña; vacaciones con sus abuelos; su primer amor; la primera vez que le publicaron un artículo; su primera conversación con Matt, una que duró hasta el alba y todavía no ha concluido. Sin embargo, aun si gozara de buena salud, no querría viajar al futuro. No le gustaría conocer el argumento de la película y que le reventaran las sorpresas.

—El futuro es esperanza —dijo Julie—. ¿Dónde queda la esperanza si ya sabes lo que va a pasar? ¿Para qué vivir, en ese caso? ¿Qué te impulsaría a luchar?

Yo pensé al instante en las diferencias entre Julie y Rita, entre la juventud y la vejez pero con las tornas cambiadas. Julie, que era joven, no tenía futuro pero se sentía feliz con su pasado. Rita, una persona mayor, tenía un futuro por delante pero vivía atormentada por el ayer.

Ese día Julie se durmió durante la sesión por primera vez. Dormitó unos pocos minutos y, cuando despertó y comprendió lo que había pasado, bromeó avergonzada diciendo que yo debía de haber viajado en el tiempo mientras ella dormía, deseando estar en alguna otra parte.

Le aseguré que no era así. Estaba pensando que seguramente había oído el mismo programa de radio que ella y me estaba acordando del comentario que hicieron al final de la sección: que todos viajamos en el tiempo hacia el futuro a la misma velocidad exacta, sesenta minutos por hora.

—Entonces supongo que somos compañeras de viaje, mientras estamos aquí —observó Julie.

—Lo somos —asentí—. Incluso cuando descansa.

En otra ocasión Julie rompió nuestro silencio para contarme que Matt la había acusado de sufrir el síndrome de «Mortzilla»; se le estaba yendo la mano en la planificación del funeral igual que algunas «Noviazillas» enloquecen con sus bodas. Incluso había contratado a un planificador de fiestas para que la ayudara a hacer realidad su visión («es mi día, al fin y al cabo»). A pesar de la reticencia inicial, Matt estaba ahora completamente implicado.

—Planeamos la boda juntos y ahora estamos planeando un funeral —me relató Julie. Estaba siendo una de las experiencias más íntimas de sus vidas, rebosante de amor intenso, dolor profundo y humor negro. Cuando le pregunté cómo le gustaría que fuera ese día, respondió: «Bueno, preferiría no estar muerta», pero al margen de eso no quería que fuera «almibarado» y «alegre». Le gustaba la idea de «celebrar la vida» que, según le dijo el planificador de fiestas, es lo que más se lleva hoy día, pero a Julie no le agradaba el mensaje implícito.

—Es un funeral, por el amor de Dios —dijo—. La gente de mi grupo de cáncer no para de decir: «¡Quiero que la gente se divierta! No quiero que estén tristes en mi funeral». Y yo me quedo en plan: «¿Y por qué no? ¡Te has muerto, joder!».

—Le gustaría haber tocado el alma de los demás y que su muerte les afecte —apunté yo—. Y que esas personas la recuerden, que la tengan presente.

Julie deseaba estar presente en sus seres queridos igual que ella me llevaba a mí consigo entre sesiones, me reveló.

—Por ejemplo, estoy conduciendo y me entra el pánico por algo, pero entonces oigo su voz —me explicó—. Recuerdo algo que me ha dicho.

A mí me sucede lo mismo con Wendell. He interiorizado su manera de formular preguntas, de reenfocar las emociones, su timbre. Se trata de una experiencia tan universal que se considera una prueba de fuego para dejar la terapia. Un paciente está listo cuando lleva consigo la voz del terapeuta y la aplica a las distintas situaciones, de tal modo que ya no existe la necesidad de seguir con la terapia. «Empecé a deprimirme —me dijo una paciente hacia el final del tratamiento—, pero entonces recordé algo que usted me dijo el mes pasado.» Yo mantengo largas conversaciones mentales con Wendell y Julie hace lo propio conmigo.

—Puede parecer de locos —dijo Julie—, pero sé que seguiré oyendo su voz después de la partida… que la escucharé allá donde esté.

Julie me había confesado que estaba empezando a pensar en la vida más allá de la muerte, un concepto que, insistía, no se acababa de creer pero que contemplaba de todos modos «por si acaso». ¿Estaría sola? ¿Tendría miedo? Todas las personas que amaba seguirían vivas: su marido, sus padres, sus abuelos, su hermana, sus sobrinos. ¿Quién la acompañaría? Y entonces comprendió dos cosas: la primera, que los dos niños de sus embarazos malogrados estarían allí, dondequiera que sea, y la segunda, que estaba empezando a creer en la posibilidad de seguir oyendo, por algún inefable mecanismo espiritual, las voces de sus seres queridos.

—Jamás diría esto si no fuera porque estoy a punto de morir —confesó con timidez—, pero la incluyo a usted entre mis personas más queridas. Sé que es mi terapeuta y espero que no le parezca inquietante, pero cuando le digo a la gente que quiero a mi psicóloga, me refiero a que la amo de verdad.

Si bien he querido a muchos pacientes a lo largo de los años, nunca he empleado esas palabras con ninguno. En la formación nos enseñan a ser muy cuidadosos con los términos para evitar malinterpretaciones. Hay muchos modos de transmitir a los pacientes cuánto nos importan sin pisar terreno resbaladizo. Decir «te quiero» no es una de ellas. Pero Julie acababa de decir que me quería y yo no pensaba aferrarme al protocolo profesional y ofrecerle una respuesta descafeinada.

—Yo también te quiero, Julie —le dije ese día. Ella sonrió antes de cerrar los ojos y quedarse dormida otra vez.

Ahora, mientras espero a mi paciente en la cocina, recuerdo aquella conversación. Como ella, yo seguiré oyendo su voz mucho después de su partida, sobre todo en ciertos momentos, como al comprar en el Trader Joe’s o al doblar la ropa limpia y ver en el montón la camiseta con la inscripción yo prefiero meditar en la cama . Ya no guardo ese pijama para recordar a Novio, sino a Julie.

Todavía estoy devorando pretzels cuando la luz verde se enciende. Me llevo uno más a la boca, me lavo las manos y suspiro aliviada.

Julie ha llegado temprano. Está viva.