R ita lleva un portafolio de artista, una gran maleta negra con asas de plástico que debe de medir un metro de largo como poco. Está dando clases de dibujo en la universidad, la misma en la que se habría graduado si no hubiera dejado los estudios para casarse, y hoy ha traído su obra para enseñársela a los alumnos.
La maleta alberga bocetos de las litografías que vende en internet, una serie basada en su propia vida. Las ilustraciones son cómicas en el plano visual, incluso caricaturescas, pero los temas —arrepentimiento, humillación, tiempo, sexo a los ochenta— delatan la oscuridad y la profundidad de la obra. Me ha enseñado los dibujos en otras ocasiones, pero ahora, cuando Rita hunde la mano en el portafolio, extrae otra cosa: el típico bloc de notas amarillo.
No ha vuelto a hablar con Myron desde aquel beso acontecido hace dos meses. De hecho, lo ha evitado: acude a gimnasia a otra hora en la asociación católica, hace caso omiso cuando él llama a la puerta (ahora utiliza la mirilla para filtrar las visitas, no para espiar a «hola, familia») y entra en modalidad furtiva cuando se desplaza por el edificio. Lleva un tiempo redactando una carta para él, y cada una de las frases le supone un dolor de cabeza. Me dice que ya no sabe si las palabras tienen sentido y que después de releerla esta mañana ni siquiera tiene claro que deba enviarla.
—¿Se la puedo leer antes? No quiero ponerme en el más absoluto de los ridículos —me pide.
—Claro —es mi respuesta, y ella se coloca el bloc amarillo sobre las rodillas.
Veo su caligrafía desde mi sitio, no las palabras en sí sino los trazos. Es una letra de artista, pienso. Inclinada con elegancia y unida por lazos perfectos pero con un estilo especial. Tarda un minuto en empezar. Toma aire, suspira, está a punto de empezar, vuelve a tomar aire y suspira de nuevo. Por fin, rompe a hablar:
—«Querido Myron» —lee, pero al momento me mira—. ¿Es demasiado formal… o demasiado íntimo, tal vez? ¿Cree que debería empezar con «hola»? ¿O con «Myron», que es más impersonal?
—Creo que si se preocupa demasiado por los detalles, podría perder de vista el conjunto del cuadro —es mi respuesta, y Rita hace una mueca. Sabe que me refiero a algo más que al saludo.
—De acuerdo, pues —decide, y devuelve la vista al bloc. No obstante, busca un bolígrafo, tacha la palabra querido y vuelve a empezar.
—«Myron —lee ahora—. Lamento mi inexcusable conducta en el aparcamiento. Estuvo fuera de lugar y te debo una disculpa. Sin duda mereces también una explicación. De modo que te la voy a dar y estoy segura de que, cuando termines de leer esto, ya no querrás saber nada de mí.»
Debo de haber emitido un sonido —un titubeo involuntario— porque Rita me mira.
—¿Qué pasa? ¿Es excesivo?
—Estaba pensando en su sentencia de cadena perpetua —digo—. Da por supuesto que Myron se rige por su mismo sistema judicial.
Rita lo considera, tacha algo y sigue leyendo.
—«Si te soy sincera, Myron —recita mirando el papel—, al principio no entendí por qué te había abofeteado. Pensaba que estaba enfadada porque habías estado saliendo con esa mujer que, con franqueza, no te llegaba a la suela del zapato. Pero, lo que es más importante, no entendía por qué llevábamos meses comportándonos como una pareja; por qué habías dejado que me llevara una impresión errónea de la situación solo para librarte de mí al cabo de un tiempo. Ya sé que después me has explicado las razones. Te daba miedo iniciar una historia romántica porque, si salía mal, perderías mi amistad. Y temías que, de ser así, resultaría tremendamente incómodo vivir en el mismo edificio, como si no hubiera sido la mar de violento para mí verte con esa mujer, cuyos graznidos se oían a dos pisos de distancia, incluso con la tele puesta.»
Rita me mira, enarca las cejas a guisa de pregunta y yo niego con la cabeza. Suprime algo más.
—«Pero ahora, Myron —prosigue— dices que no te importa arriesgarte. Afirmas que por mí merece la pena asumir esa posibilidad. Y cuando lo expresaste en el aparcamiento tuve que echar a correr porque, lo creas o no, te compadecí. Te compadecí porque no tienes ni idea de la clase de riesgo que estarías corriendo si te enredases conmigo. No sería justo que te lo permitiera sin revelarte antes quién soy en realidad.»
Un lágrima resbala por la mejilla de Rita, luego otra, y hunde la mano en el bolsillo lateral de su maleta, donde ha dejado un montón de pañuelos. Como siempre, tiene una caja llena a un brazo de distancia y todavía me pone frenética que no sea capaz de coger uno . Llora un ratito, guarda el pañuelo usado en el bolsillo del portafolio y devuelve la vista al cuaderno.
—«Piensas que estás al corriente de mi pasado —sigue leyendo—. Mis matrimonios, los nombres y las edades de mis hijos, las ciudades donde viven y que no los veo demasiado. Bueno, demasiado es un eufemismo. Debería haberte dicho que nunca los veo. ¿Por qué? Porque me odian.
Rita se atraganta, recupera la compostura y continúa.
—«Lo que no sabes, Myron, lo que ni siquiera mi segundo y tercer maridos llegaron a conocer a fondo, es que el padre de mis hijos, Richard, bebía. Y cuando bebía les hacía daño a nuestros niños, a mis pequeños, en ocasiones con palabras, otras con las manos. Los lastimaba de modos que no soy capaz de describir aquí. En esos momentos yo le chillaba que parara, de rodillas, y entonces él me gritaba a mí. Si estaba muy borracho, me pegaba también y como yo no quería que los niños vieran eso, renunciaba. ¿Sabes qué hacía en lugar de protegerlos? Me marchaba de la habitación. ¿Lo has leído, Myron? ¡Mi marido lastimaba a mis hijos y yo me marchaba de la habitación! Y le decía mentalmente a mi marido: les estás haciendo un daño irreparable del que nunca se podrán recuperar, y yo sabía que con mi actitud también les estaba causando la ruina, pero lloraba y no hacía nada.»
Rita gime ahora con tanto sentimiento que no puede seguir leyendo. Solloza contra sus manos y, cuando se tranquiliza, abre el bolsillo del portafolio, extrae el pañuelo sucio, se enjuga las mejillas, se humedece el dedo y pasa la página de la libreta.
—«¿Por qué no lo denuncié a la policía?, te preguntarás tal vez. ¿Por qué no me marché y me llevé a mis pequeños conmigo? En aquella época, me decía a mí misma que no conseguiría salir adelante, cuidar de los críos y conseguir un trabajo decente sin una carrera universitaria. Cada día miraba las ofertas de empleo en el periódico y pensaba: Podría ser camarera, secretaria o librera, pero ¿cómo compaginar el trabajo con el hogar? ¿Quién recogería a los niños del colegio? ¿Quién les prepararía la cena? Nunca me decidí a averiguarlo, porque la verdad es —y tienes que oír esto, Myron— la verdad es que no quería saberlo. Como lo oyes: no quería .»
Rita me mira como diciendo: ¿Lo ve? ¿Ve hasta qué punto soy un monstruo? Esta parte también es nueva para mí. Levanta un dedo —una señal para indicarme que espere a que recupere la compostura— y sigue leyendo.
—«Me sentí tan aislada de niña —y no lo digo como excusa, solo como explicación— que la idea de quedarme a solas con cuatro hijos y trabajar ocho horas al día en un empleo sin futuro, bueno, se me antojaba insoportable. Había visto lo que les pasaba a otras divorciadas, cómo las condenaban al ostracismo, como leprosas, y pensé: No, gracias . Creía que no tendría ninguna persona adulta con la que hablar y, lo que era peor, perdería mi única tabla de salvación. No tendría ni el tiempo ni los recursos para pintar y me preocupaba que la confluencia de todas esas circunstancias me empujara al suicidio. Justificaba mi inacción diciéndome que para los niños era mejor tener una madre deprimida que muerta. Pero hay algo más, Myron: yo no quería perder a Richard.»
Un sonido oscuro emerge de Rita, seguido de nuevas lágrimas. Se enjuga los ojos con su bola de pañuelos sucios.
—«Yo… odiaba a Richard, sí, pero también le amaba o, más bien, amaba a la persona que era cuando no bebía. Richard era brillante e ingenioso y, por extraño que parezca, sabía que si lo dejaba lo añoraría. Además, no podía permitir que los niños pasaran tiempo a solas con él, dada su afición al alcohol y su mal genio, así que tendría que luchar para quedármelos conmigo todo el tiempo, y como él trabajaba todo el día y luego acudía con frecuencia a cenas de negocios, le habría parecido de maravilla. Y la idea de que él se fuera de rositas mientras yo cargaba con todo me enfurecía.»
Rita se humedece el dedo para pasar a la siguiente página, pero el papel se pega y le cuesta varios intentos separarlo del resto de hojas.
—«Una vez, en un arranque de valor, le dije que me marchaba. Pensaba hacerlo realmente y Richard se limitó a mirarme, con estupefacción al principio, si no recuerdo mal, pero luego una sonrisa se formó en su rostro, la más diabólica que he visto en mi vida, y a continuación dijo, despacio, remarcando mucho las palabras, con una voz que solamente puedo describir como un gruñido: “Si te marchas, no tendrás nada . Los niños no tendrán nada . Así que adelante, Rita. ¡Márchate!”. Y luego se rio a carcajadas. Su risa destilaba veneno y yo supe en aquel mismo instante que estaba diciendo tonterías. Supe que me quedaría. Pero para quedarme, para vivir en esa situación, me conté toda clase de mentiras. Me dije que aquello terminaría. Que Richard dejaría de beber. Y de vez en cuando lo hacía, durante un tiempo por lo menos. Pero pronto yo descubría sus escondrijos, botellas que asomaban por detrás de sus libros de leyes en la estantería del despacho o envueltas en mantas en la parte alta de los armarios de los niños, y el infierno volvía a empezar.»
»Ya me imagino lo que estarás pensando ahora mismo; que estoy poniendo excusas. Que me estoy haciendo la víctima. Todo es verdad. Pero también he pensado mucho en cómo una persona puede ser una cosa y otra, ambas al mismo tiempo. He pensado en lo mucho que amaba a mis hijos a pesar de no haber actuado como debía y en que Richard, lo creas o no, también los amaba. Sé que los lastimaba y me lastimaba a mí, y también nos quería y se reía con nosotros y ayudaba a los niños con los deberes. Los entrenaba para la liga escolar y les daba consejos sabios cuando se peleaban con sus amigos. He recordado que Richard me prometía que cambiaría, una y otra vez, y deseaba cambiar con toda su alma, pero nunca lo hacía, al menos no por mucho tiempo, y cómo a pesar de todo eso nada de lo que decía era una mentira exactamente.
»Cuando por fin me marché, mi marido lloró. Nunca antes lo había visto llorar. Me suplicó que me quedara. Pero yo veía a mis hijos, ahora en la adolescencia o a punto de entrar en ella, meterse en drogas y lastimarse, desear la muerte como hacía yo. Mi pequeño estuvo a punto de morir de una sobredosis y yo vi la luz. Me dije: se acabó. Nada —ni la pobreza, ni la posibilidad de dejar de pintar, ni el miedo a estar sola durante el resto de mi vida— me impediría marcharme y llevarme a mis hijos conmigo. Por la mañana, antes de darle la noticia a Richard, saqué dinero del banco, respondí a una oferta de trabajo y alquilé un apartamento de dos dormitorios, uno para compartirlo con mi hija y el otro para los chicos. Y nos marchamos.
»Pero era demasiado tarde. Los muchachos estaban fatal. Me detestaban y, por raro que parezca, querían volver con su padre. Una vez que nos marchamos Richard adoptó una conducta impecable y se ocupaba de que no les faltara de nada. Se presentaba en la facultad de mi hija y los llevaba a ella y a sus amigos a cenar a restaurantes caros. Y los recuerdos de los chicos empezaron a mudar, sobre todo los del más joven, que echaba de menos jugar al fútbol con su padre. El pequeño le suplicaba que se lo llevara a vivir con él. Y yo me sentía culpable por haberme marchado. Dudaba de mí misma. ¿Había tomado la decisión correcta?
Rita se detiene.
—Un momento —me dice—. Me he perdido.
Pasa unas páginas y retoma el hilo.
—«En fin, Myron —lee—, al final mis hijos cortaron la relación conmigo por completo. Cuando me divorcié de mi segundo marido, me dijeron que no sentían ningún respeto por mí. Veían a Richard de vez en cuando y él les enviaba dinero pero, cuando murió, su nueva esposa se las arregló para quedarse todo y los chicos se enfadaron. ¡Montaron en cólera! Y de repente recordaron con más claridad cómo los había tratado su padre en la infancia, pero no solo se enfurecieron con él; también seguían furiosos conmigo por dejar que pasara. No querían saber nada de mí y si alguna vez tuve noticias suyas fue porque estaban en apuros. Mi hija vivía con un maltratador y necesitaba ayuda para marcharse, pero no quiso explicarme nada. Tú mándame el dinero , dijo, y lo hice. Le envié una suma para alquilar un apartamento y subsistir. Y, como imaginaba, no lo dejó. Por lo que yo sé sigue viviendo con ese hombre. Luego mi hijo me pidió dinero para la rehabilitación, pero no me dejó visitarlo.»
Rita echa una ojeada al reloj.
—Ya termino —dice. Asiento.
—«Te mentí acerca de otra cosa, Myron. Dije que no podía ser tu pareja de bridge porque no sé jugar muy bien, pero en realidad soy una jugadora excelente. Decliné tu oferta porque supuse que, si formaba pareja contigo, antes o después tendría que contarte lo que te estoy revelando; participaríamos en un torneo que se celebrase cerca de donde residen mis hijos y tú me preguntarías por qué no íbamos a visitarlos y yo tendría que inventar algo, que estaban fuera o enfermos, pero eso no siempre funcionaría. Tú sospecharías algo y, antes o después, lo sabía, sumarías dos más dos o comprenderías que yo ocultaba algo horrible. Te dirías: ¡Ajá! ¡Esta mujer con la que salgo no es en absoluto lo que parece!
La voz de Rita tiembla y luego se rompe según intenta terminar la última parte.
—«Esta soy yo, Myron —lee con una voz tan queda que apenas la oigo—. Esta es la persona a la que besaste en el aparcamiento de la asociación católica.
Cuando Rita concluye, con los ojos clavados en la carta, me abruma la claridad con que ha sabido detallar todas las contradicciones de su historia. La primera vez que vino, mencionó que yo le recordaba a su hija, a la que añoraba con toda su alma. Comentó que la chica habló en cierto momento de estudiar psicología e incluso estuvo haciendo un voluntariado en un centro psicoterapéutico, pero luego su inestable relación la desvió de sus objetivos.
Lo que no le dije a Rita fue que, en muchos sentidos, ella me recordaba a mi madre. No porque la vida adulta de mi progenitora fuera en absoluto parecida a la de mi paciente; mis padres disfrutan de un matrimonio largo y estable, rebosante de amor. Sin embargo, tanto Rita como ella vivieron una infancia complicada y solitaria. En el caso de mi madre, su padre murió cuando tan solo contaba nueve años de edad y si bien su propia madre hizo cuando pudo por sacarlas adelante a ella y a su hermana, ocho años mayor, la pequeña sufrió mucho. Y su padecimiento influyó en su manera de relacionarse con nosotros, sus hijos.
Así pues, igual que los niños de Rita, yo pasé por una fase en la que no quería saber nada de mi madre. Y aunque todo eso queda muy atrás, mientras escucho la historia de mi paciente, siento fuertes deseos de llorar, no por mi dolor sino por el de mi madre. He pensado mucho en nuestra relación, a lo largo de los años, pero nunca había considerado su experiencia como lo estoy haciendo ahora. Albergo la fantasía de que todos los adultos deberían tener la oportunidad de presenciar cómo los padres —no los propios— se abren sin reservas, se muestran del todo vulnerables y ofrecen sus versiones de los hechos porque, al verlo, no puedes sino contemplar la vida de las personas que te criaron con ojos completamente distintos, sea cual sea la situación.
Mientras Rita leía su carta, yo no me limitaba a oír sus palabras. Observaba al mismo tiempo su cuerpo, cómo se replegaba sobre sí misma por momentos, cómo le templaban las manos o presionaba los labios, la pierna que temblaba, la voz que fluctuaba, cómo desplazaba el peso a este lado o al otro cuando callaba. Estoy mirando su figura ahora mismo y, por triste que sea su expresión, su pose transmite, si no paz, sí más calma que nunca. Se recuesta en el sofá mientras se recupera del esfuerzo de la lectura.
Y entonces sucede algo portentoso.
Alarga la mano hacia la caja de pañuelos de la mesita auxiliar y extrae uno. ¡Un pañuelo de papel limpio y flamante! Lo despliega, se suena, toma otro de la caja y vuelve a sonarse. Estallo en aplausos sin poder evitarlo.
—Y bien —pregunta—, ¿cree que debería enviarla?
Imagino a Myron leyendo la carta de Rita. Me pregunto cómo reaccionará en cuanto que padre y abuelo, en cuanto que marido de Myrna, seguramente un tipo de madre muy distinta para con sus hijos, que crecieron en un hogar sano. ¿Aceptará a la mujer tal como es? ¿O la información le resultará excesiva, algo que no puede dejar atrás?
—Rita —le digo—, esa es una decisión que solamente usted puede tomar. Pero siento curiosidad. ¿Ha escrito la carta para Myron o para su prole?
Lo medita un momento, mira al techo. A continuación me devuelve la mirada y asiente, pero no dice nada, porque las dos conocemos la respuesta: para los dos .