P odríamos clasificar a los individuos tan deprimidos como para contemplar la idea del suicidio en dos grandes tipos. Los primeros piensan: He tenido una vida hermosa y, si logro superar esta terrible crisis —la muerte de un ser querido, un desempleo de larga duración— sin duda llegará algo mejor. Pero ¿y si no lo consigo? Los segundos se dicen: Mi vida no tiene sentido y ya no albergo ninguna esperanza.
Rita pertenecía a la segunda categoría.
Por lo general, cabe esperar que la historia que un paciente trae a terapia no sea la misma con la que se marcha. Lo mismo que incluyó en el primer relato puede haber quedado fuera y algo que no aparecía al principio tal vez haya devenido la trama principal. Personajes importantes podrían transformarse en secundarios y algunos de los menores quizás adquieran una importancia estelar. Incluso el papel del paciente puede cambiar: de personaje intrascendente a protagonista, de víctima a héroe.
Pocos días después de cumplir setenta años, Rita acude a la sesión a la hora habitual. En lugar de celebrar la fecha con su suicidio, me ha traído un obsequio.
—Es mi regalo de cumpleaños para usted —anuncia.
El presente viene envuelto en un precioso papel y me pide que lo abra delante de ella. La caja pesa lo suyo e intento adivinar su contenido. ¿Unos frascos de mi té favorito, que vio en mi consulta hace un tiempo y despertaron su interés? ¿Un libro de tamaño considerable? ¿Un juego de esas tazas con mensajes retorcidos que ha empezado a vender en su web? (Espero que sí.)
Escarbo entre el papel de seda y noto el tacto de la cerámica (¡las tazas!) pero, cuando extraigo el objeto, miro a Rita y sonrío. Es un dispensador para pañuelos con las palabras rita dice: no lo estropees pintadas con elegancia. El diseño es descarado y modesto a un tiempo, como la propia Rita. Le doy la vuelta al objeto y descubro el logo de su empresa: Nada termina hasta que se acaba, S. A.
Empiezo a darle las gracias, pero me interrumpe.
—Está inspirado en nuestras conversaciones sobre mi manía de no usar pañuelos limpios —confiesa, por si no lo he captado—. Siempre pensaba: ¿Por qué a esta mujer le preocupa tanto si uso pañuelos o no? No lo entendía, hasta que una de las niñas —se refiere a las hijas de «hola, familia»— me vio sacar un pañuelo del bolso y exclamó: ¡Puaaaaj! ¡Mamá dice que no hay que usar pañuelos sucios! Y yo pensé: Igual que mi psicóloga. Todo el mundo necesita una caja de pañuelos sin usar. ¿Por qué no añadirle un embellecedor con estilo?
Pronuncia la palabra «estilo» con un guiño en la voz.
La presencia de Rita en un día como hoy no marca el final de la terapia ni tampoco voy a medir el éxito de la misma por el hecho de que siga viva. Al fin y al cabo, ¿y si Rita ha decidido no suicidarse el día de su cumpleaños pero sigue gravemente deprimida? Lo que estamos celebrando no es tanto su continuidad física como su resurgimiento emocional, todavía en evolución: los riesgos que ha asumido para empezar a desplazarse de un proceso de anquilosamiento a otro de apertura, de la autoflagelación a algo parecido a la aceptación de sí misma.
Si bien tenemos muchos motivos para estar contentas, la terapia de Rita proseguirá, porque los antiguos hábitos no desaparecen fácilmente. Porque el dolor se atenúa pero no se esfuma. Porque las relaciones rotas (consigo misma, con sus hijos) requieren reconciliaciones delicadas y deliberadas, y las nuevas necesitan cuidados y consciencia para prosperar. Si Rita quiere estar con Myron, tendrá que conocerse a sí misma en profundidad, con sus proyecciones, miedos, envidia, dolor y antiguos errores, para que el próximo matrimonio, el cuarto, no solo sea el último sino también su primera gran historia de amor.
Myron tardó una semana en contestar. Rita pasó la carta a limpio, a mano, y la introdujo en el buzón metálico de Myron, en el patio del edificio. Al principio se angustió preguntándose si el mensaje habría llegado a su destino. Su vista ya no era tan buena como antes y a sus dedos artríticos les había costado empujar el sobre por la oxidada ranura. ¿Y si, sin darse cuenta, había dejado la carta en el buzón contiguo, perteneciente a «hola, familia»? ¡Se moriría de vergüenza! Le estuvo dando vueltas a esa posibilidad en una espiral que yo denomino catastrofizar hasta que le llegó una nota de Myron.
Me leyó el texto en la siguiente sesión,: «Rita, gracias por compartir conmigo tu verdad. Me gustaría hablar contigo, pero hay mucho que asimilar y necesito algo más de tiempo. Seguimos en contacto, M.»
—¡Mucho que asimilar! —exclamó Rita—. Ya sé lo que está asimilando: hasta qué punto soy un monstruo y la suerte que ha tenido de poder librarse de mí. Ahora que conoce la verdad, está asimilando cómo retirar todo lo que dijo el día que me asaltó en el aparcamiento.
Rita se sentía agredida por lo que percibía como un abandono por parte de Myron. De la noche a la mañana, el romántico beso se había convertido en un asalto en toda regla.
—Podría ser —admití—. Pero también es posible que usted le haya ocultado quién es tan deliberadamente y durante tanto tiempo que ahora necesite unos días para procesar la imagen completa. La besó en el aparcamiento, le abrió su corazón y usted le ha evitado todos estos meses. Y ahora recibe esa carta. Me parece que tiene mucho que asimilar.
Rita niega con la cabeza.
—¿Lo ve? —prosigue, como si no hubiera oído ni una palabra de lo que acabo de decir—. Es mejor guardar las distancias. Aquí tiene la prueba.
Le respondí a Rita lo mismo que les suelo responder a las personas que tienen miedo de sufrir en una relación, es decir, todo aquel que tenga corazón. Le expliqué que, por ideal que sea un vínculo, te van a hacer daño de vez en cuando y tú le harás daño al otro, por mucho que lo ames, no porque sea tu intención sino porque eres humano. Es inevitable herir a la pareja, a los padres, a los hijos, a los amigos íntimos —y que te hieran— porque, si firmas un acuerdo de intimidad, el dolor forma parte del trato.
Sin embargo, proseguí, lo maravilloso de la intimidad amorosa es que siempre queda espacio para la reconstrucción. Los terapeutas llamamos a este proceso ruptura y reparación, y si tuviste unos padres que reconocían sus errores, se responsabilizaban de ellos y te enseñaron cuando eras un niño a asumir igualmente tus equivocaciones y a hacerte cargo de ellas, entonces no contemplarás la posibilidad de una ruptura como un cataclismo cuando intimes con alguien como adulto. Ahora bien, si tus desavenencias, en la niñez, no vinieron acompañadas de reparaciones amorosas, te costará cierto trabajo tolerar las separaciones y dejar de pensar que cada discordia implica un final e incluso confiar en que serás capaz de sobrevivir cuando una relación no funcione. Pero es el único camino: creer que sanarás, te recuperarás y avanzarás hacia otra relación con sus propias rupturas y reparaciones. Tal vez no te encante la idea de exponerte hasta tal punto, renunciar a tu escudo, pero si quieres disfrutar de las recompensas de una relación íntima, no hay modo de evitarlo.
Sea como fuere, Rita me llamaba a diario para comunicarme que Myron no había respondido.
—Silencio total —dejaba grabado en el contestador, y luego añadía con sarcasmo—: Todavía lo debe de estar asimilando .
La animé a seguir conectada a todo lo bueno que había en su vida a pesar de la ansiedad que le inspiraba el asunto de Myron. Le pedí que no se hundiera en la desesperanza solamente porque un aspecto de su vida le provocaba dolor, que no fuera la típica persona que está a dieta y, solamente porque falla una vez, sentencia: «¡A la porra! Nunca seré capaz de adelgazar», y luego se pasa el resto de la semana comiendo compulsivamente y sintiéndose diez veces peor. Le dije que me enviase un mensaje a diario para informarme de cómo le iban las cosas y Rita, obediente, me contaba si había cenado con «hola, familia», confeccionado el programa para sus clases universitarias, llevado a «las niñas» —sus nietas honorarias— al museo para unas lecciones de arte o atendido pedidos de la web. Pero en todas las ocasiones acababa con su broma amarga sobre Myron.
En secreto, como es natural, yo también tenía esperanzas de que Myron estuviera a la altura y respondiera más pronto que tarde. Rita se había colocado en una posición delicada al abrirle su corazón y yo no deseaba que la experiencia confirmase su idea, tan arraigada, de que no era digna de amor. Según avanzaban los días, la ansiedad de Rita ante la falta de noticias de Myron aumentaba… y también la mía.
En la siguiente sesión, me alivió saber que mi paciente y Myron habían hablado. Y, efectivamente, el hombre se había quedado de piedra ante las revelaciones de Rita… y también al descubrir todo lo que ella le había ocultado. ¿Quién era esa mujer por la que se sentía tan atraído? ¿De verdad esa persona cariñosa y amable era la misma que había huido aterrada mientras su marido golpeaba a sus hijos? ¿Realmente esa dama que tanto mimaba a las niñas de «hola, familia» había tratado a sus propios retoños con tanta negligencia? ¿Cómo podía esa mujer divertida, creativa y aguda como un lince haber pasado tanto tiempo hundida en un estupor depresivo? Y si Rita era esa persona, ¿qué implicaba el descubrimiento? ¿Qué efecto podía causar algo así no solo en Myron sino también en sus hijos y nietos? Al fin y al cabo, razonó, su pareja sentimental se entretejería en la estrecha urdimbre de su familia.
Durante la semana que dedicó a «asimilar» la nueva información, le confesó Myron a Rita, habló con Myrna, su difunta esposa, en cuyo consejo siempre había confiado. Seguía hablando con ella y Myrna, ahora, le decía que no juzgara a Rita con excesiva severidad, que fuera precavido pero no estrecho de miras. Al fin y al cabo, si no hubiera tenido la suerte de criarse en un hogar amoroso y de contar con un marido maravilloso, a saber lo que ella, Myrna, habría hecho en tales circunstancias. Myron también llamó a su hermano, allá en el este, que le preguntó: «¿Le has hablado de papá?». Con eso se refería a: ¿Le has hablado de las profundas depresiones que sufrió nuestro padre tras la muerte de mamá? ¿Le has contado que tenías miedo de que te sucediera lo propio cuando Myrna falleció?
Por fin, contactó con su mejor amigo de infancia, que respondió, tras escuchar con atención la historia de Myron: «Amigo mío, no haces nada más que hablar de esa mujer. A nuestra edad, ¿quién no lleva encima una mochila tan pesada como para precipitar la caída de un avión? ¿Acaso tú viajas ligero como una pluma? Cargas con una difunta esposa con la que hablas a diario y una tía en el manicomio a la que nadie menciona. Eres un buen partido, pero venga ya. ¿Quién te has creído, el príncipe azul?».
Y, todavía más importante, Myron habló consigo mismo. Su voz interior le dijo: Arriésgate. Puede que el pasado no nos defina, pero nos proporciona información. Es posible que, si es tan interesante, tan cariñosa ahora, sea precisamente por todo lo que ha vivido.
—Nadie se había referido a mí jamás como una persona cariñosa —me confesó Rita en sesión, deshecha en lágrimas mientras me relataba la conversación con Myron—. Siempre me han acusado de ser egoísta y exigente.
—Pero no es así con Myron —observé yo.
Rita lo meditó.
—No —dijo, despacio—. No lo soy.
Sentada con Rita, no pude sino recordar que el corazón es tan frágil a los setenta como a los diecisiete. La vulnerabilidad, el anhelo, la pasión, todo está ahí con la misma intensidad. El amor no envejece. No importa hasta qué punto estés cansada ni lo mucho que hayas sufrido por asuntos del corazón, porque una nueva pasión en el horizonte te aportará la misma esperanza y vitalidad que la primera vez. Es posible que ahora tengas los pies plantados en el suelo con más firmeza —posees más experiencia, eres más sabia, sabes que el tiempo apremia— pero todavía te da un vuelco el corazón cuando oyes su voz o su número aparece en la pantalla. Los amores tardíos ofrecen la ventaja de ser especialmente indulgentes, generosos, sensibles… y urgentes.
Rita me dijo que, después de su charla con Myron, se acostaron juntos y disfrutó lo que definió como «ocho horas de orgasmo», justo lo que su hambre de piel necesitaba.
—Nos quedamos dormidos, abrazados —prosiguió Rita— y eso me sentó tan bien como antes los orgasmos.
Desde hace dos meses, Rita y Myron se han convertido en compañeros de vida y de bridge: ganaron el primer torneo en el que participaron. Ella todavía se hace la pedicura, no solo por los masajes de pies sino porque ahora hay alguien más allí para admirar sus uñas pintadas.
Eso no significa que Rita haya superado sus problemas; sigue experimentando dificultades, en ocasiones importantes. Si bien los cambios de su vida le han aportado ese color que sus días pedían a gritos, todavía sufre lo que llama «apuros»: ataques de tristeza al pensar en sus hijos cuando ve a Myron con los suyos o la ansiedad que inevitablemente acarrea mantener una relación segura tras una historia inestable.
Más de una vez Rita ha estado a punto de dar una lectura negativa a un comentario de Myron y de sabotear su relación para poder castigarse a sí misma por su felicidad o retirarse a la seguridad de la soledad, que tan bien conoce. No obstante, cada una de las veces se ha parado a reflexionar antes de actuar; integra nuestras conversaciones y se dice, como en el dispensador de pañuelos: «no lo estropees, chica». Le he hablado de las muchas relaciones que he visto saltar por los aires solo porque una persona sentía terror a ser abandonada y hacía cuanto podía por alejar al otro. Empieza a entender que lo peliagudo del autosabotaje es que uno intenta resolver un problema (atenuar la ansiedad por abandono) creando otro (provocar en la pareja ganas de marcharse).
Ver a Rita en esta fase de su vida me recuerda algo que oí en cierta ocasión, aunque no recuerdo dónde: «Cada risa y cada momento de felicidad que me salen al paso me sientan diez veces mejor que cuando no había conocido una tristeza tan grande». Por primera vez en cuarenta años, me dice Rita después de que abra su regalo, ha celebrado una fiesta de cumpleaños. Y no porque la hubiera preparado. Pensaba que lo celebraría tranquilamente con Myron, pero en cuanto han entrado en el restaurante ha descubierto que había un grupo de gente esperándola: ¡sorpresa!
—Eso no se le hace a una mujer de setenta años —dice Rita hoy, encantada de recordarlo—. Por poco me da un infarto.
Entre toda esa gente que aplaudía y reía estaba «hola, familia» —Anna, Kyle, Sophia y Alice (las niñas le habían traído dibujos como regalo); el hijo de Myron y su hija, así como todos sus nietos (que poco a poco se estaban convirtiendo también en un nuevo equipo de nietos honorarios de Rita) y unos cuantos alumnos de la universidad (una alumna le dijo: «Para mantener una conversación interesante hay que hablar con una persona mayor»). También había miembros de la junta del edificio (cuando por fin accedió a formar parte, Rita promovió el cambio de los oxidados buzones) y algunos compañeros de bridge con los que ella y Myron han trabado amistad recientemente. Casi veinte personas acudieron a felicitar a una mujer que apenas un año atrás no tenía ni un solo amigo en el mundo.
Sin embargo, la gran sorpresa ha llegado esta mañana, cuando Rita ha recibido un email de su hija. Después de escribirle a Myron, envió una carta cuidadosamente meditada a cada uno de sus hijos, cuya respuesta fue el silencio acostumbrado. Sin embargo, hoy mismo, tenía un email de Robin, que Rita me lee en la sesión.
Mamá: Tenías razón, no te perdono y me alegro de que no me lo pidas. Si te digo la verdad, estuve a punto de borrar tu email sin leerlo siquiera porque pensaba que serían las mentiras de costumbre. Y entonces, no sé por qué —quizás porque llevamos mucho tiempo sin mantener contacto— he pensado en abrirlo, aunque solo fuera para asegurarme de que no estabas al borde de la muerte. Pero no me esperaba en absoluto lo que encontré. ¿Esta es mi madre?
En fin, le llevé tu carta a mi psicóloga —sí, estoy haciendo terapia y no, no he dejado a Roger todavía— y le dije: «No quiero acabar así». No quiero quedarme atrapada en una relación abusiva y poner excusas para no marcharme, pensando que es demasiado tarde o que no puedo volver a empezar o lo que sea que me digo cuando Roger intenta retenerme. Comprendí que si tú has sido capaz por fin de entablar una relación sana, yo también puedo hacerlo y no quiero esperar a tener setenta años. ¿Has visto la dirección desde la que te envío esto? Es el email secreto que uso para buscar empleo.
Rita llora un momento, luego sigue leyendo:
¿Y sabes qué es lo más curioso, mamá? Después de leerle tu carta, la psicóloga me preguntó si guardaba algún recuerdo positivo de mi infancia, y no se me ocurrió nada. Pero luego empecé a soñar. Soñé que era una bailarina y tú me estabas enseñando pasos y, cuando desperté, me acordé de aquella vez que me llevaste a una clase de ballet, cuando tenía ocho o nueve años, y yo me moría por apuntarme pero dijeron que no tenía suficiente experiencia y me eché a llorar. Entonces tú me abrazaste y me dijiste: «Ven, yo te enseñaré». Buscamos un estudio vacío y fingimos bailar ballet durante horas. Recuerdo que reímos y bailamos. Yo quería que cada momento durase para siempre. Y hubo más sueños después de ese, que me ayudaron a recuperar las memorias felices de la infancia, recuerdos que ni siquiera sabía que estaban ahí.
Supongo que intento decirte que no estoy lista para hablar o para recuperar el contacto contigo ahora mismo, o puede que nunca, pero quería que supieras que me acuerdo de los buenos momentos. Aunque fueran escasos, significaron algo. Quizás te guste saber que tu carta nos dejó estupefactos a todos. Hablamos de ella y convinimos en que, aunque nunca lleguemos a mantener una relación contigo, tenemos que enderezar nuestras vidas porque, como ya he dicho, si tú puedes, nosotros también. Mi psicóloga dice que tal vez no quiero arreglar mi vida porque, en ese caso, tú ganas. Al principio no entendía a qué se refería pero creo que ahora sí. O empiezo a entender.
En fin, feliz cumpleaños.
Robin
P.D. Bonita web.
Rita levanta la vista para mirarme. No sabe muy bien qué pensar. Le gustaría que los chicos hubiera contestado asimismo, porque se preocupa mucho por todos sus hijos. Por Robin, que todavía no ha dejado a Roger. Por los chicos, uno con problemas de drogadicción, otro divorciado por segunda vez de una «mujer desagradable y criticona que lo arrastró al altar con un falso embarazo» y el pequeño, que dejó la universidad por dificultades de aprendizaje y ha ido saltando de un empleo a otro desde entonces. Rita afirma que ha intentado ayudarlos, pero no quieren hablar con ella y, además, ¿qué podría hacer ahora, de todos modos? Les proporciona ayuda financiera cuando se la piden, pero ese es todo el contacto que le ofrecen.
—Me preocupo por ellos —dice Rita—. Me preocupo todo el tiempo.
—Tal vez —propongo—, en lugar de preocuparse tanto, podría amarlos. Lo único que puede hacer es encontrar una manera de quererlos pensando en lo que ellos necesitan de usted y no en lo que usted necesita de ellos ahora mismo.
¿Cómo se habrán sentido sus hijos al recibir la carta? Rita quería hablarles de su relación con las niñas de «hola, familia», demostrarles que había cambiado, enseñarles su lado más amoroso y maternal, que le gustaría ofrecerles también a ellos. Pero le sugiero que lo deje tal como está, de momento. Imagino que estarán resentidos, como el paciente que me contó que su padre, tras dejar a su familia, se casó con una mujer más joven y tuvo hijos con ella. El hombre siempre fue un tipo malhumorado y emocionalmente ausente, pero los niños de la familia número dos disfrutaron del Papá del Año: entrenaba a sus equipos de fútbol, los llevaba de vacaciones, conocía el nombre de sus amigos. Mi paciente se sentía un marginado, un visitante no deseado en la familia número dos, y experimentaba, como muchas personas con historias parecidas, un gran rencor al ver su progenitor convertido en el padre que siempre quiso tener… de sus nuevos hijos.
—Es una primera toma de contacto —le sugiero a Rita, en relación a la carta.
Al final dos de los chicos llamaron a Rita y conocieron a Myron. Por primera vez en su vida estaban forjando un vínculo estable con una figura paterna fiable y amorosa. El más joven, sin embargo, sigue enredado en la furia. Todos los retoños de Rita se muestran todavía distantes y enfadados, pero eso está bien; por lo menos ahora ella es capaz de escucharlos sin ponerse a la defensiva o escudarse en las lágrimas. Robin se mudó a un pequeño estudio y encontró trabajo de administrativa en un centro de salud mental. Rita la animó a trasladarse al oeste para que estuviera más cerca de ella y de Myron y proporcionarle una red de apoyo mientras ella reconstruye su vida después de Roger, pero la chica no quiere dejar a su psicóloga (ni, sospecha Rita, a Roger); todavía no.
No es una familia ideal, ni siquiera funcional, pero es una familia. Rita disfruta de ella, aunque también lidia con el dolor de las cosas que no puede reparar.
Y si bien está ocupada de la noche a la mañana, tiene tiempo para ir añadiendo productos a su página web. Una de las novedades es un cartel de bienvenida para colgar en la entrada de casa. Consiste en dos grandes palabras rodeadas de figuras imantadas que parecen desarticuladas, cada cual a su manera. El cartel reza: ¡hola, familia!
La segunda creación reciente es una placa que ha creado para la hija de Myron, que es profesora. Al parecer, la mujer vio el mensaje en el escritorio de Rita y le preguntó si querría convertirlo en una pieza artística para colgar en su clase y enseñar a sus alumnos el sentido de la resiliencia. Dice: los errores forman parte de la condición humana .
«Debo de haberlo leído en alguna parte —me comentó—. Pero no recuerdo dónde.» De hecho, se lo dije yo en la primera sesión, pero no me importa que no lo recuerde. Irvin Yalom, el psiquiatra, escribió que es «mucho mejor [hacer progresos y] olvidar lo hablado en sesión que la posibilidad opuesta (una elección más popular entre los pacientes): recordar lo hablado a la perfección pero no cambiar lo más mínimo».
La tercera nueva incorporación de Rita es un pequeño cartel impreso. Muestra dos figuras abstractas de cabello gris, con los cuerpos entrelazados y en movimiento, rodeados de exclamaciones en burbujas de cómic: Ay… ¡mi espalda! Más despacio… mi corazón. Sobre los cuerpos, en elegante caligrafía, escribió: los ancianos también echan polvos .
Es su pieza más vendida hasta la fecha.