C uando llega el email, mis dedos se paralizan sobre el teclado. El asunto reza: Vamos de fiesta… ¡ponte algo negro! El remitente es Matt, el marido de Julie, y decido no abrir el correo hasta haber despedido al último paciente del día. No quiero leer la invitación al funeral de Julie justo antes de comenzar una sesión.
Vuelvo a pensar en la jerarquía del dolor. Cuando empecé a trabajar con Julie, imaginé que me resultaría complicado pasar de hablar de TAC y tumores a oír: «creo que la niñera me roba» o «¿por qué siempre tengo que tomar yo la iniciativa?».
¿Crees que tienes problemas? , temía espetarles mentalmente.
Resultó que pasar tiempo con Julie me tornó más compasiva. Los problemas de los otros pacientes también importaban: la traición de la persona a la que habían confiado el cuidado de sus hijos; los sentimientos de vergüenza y vacío cuando el cónyuge los rechazaba. Debajo de esos detalles se ocultaban las mismas preguntas existenciales que Julie se veía obligada a afrontar: ¿cómo sentirnos seguros en un mundo incierto por naturaleza? ¿Cómo conectar con los demás? Trabajar con Julie evocó en mí un sentido de la responsabilidad mayor hacia mis otros casos. Cada hora cuenta para todos nosotros y quiero estar plenamente presente en todas las sesiones, de la primera a la última.
Cuando mi último paciente se marcha, redacto las anotaciones clínicas despacio, demorándome un rato antes de abrir el email. La invitación incluye una nota de Julie en la que anima a la gente a acudir a una «fiesta de despedida para llorar a lágrima viva» y espera que sus amigos solteros saquen partido de la reunión «porque si dos personas se conocen en un funeral siempre recordarán hasta qué punto el amor y la vida son importantes y todo lo demás, nimiedades».
Le envío a Matt mis condolencia y, pasado un ratito, recibo otro email que, según me informa, Julie dejó para mí. Como ya no estoy aquí, iré directa al grano, empieza. Me dijiste que vendrías a mi fiesta de despedida. Si no estás ahí, lo sabré. Acuérdate de mediar entre mi hermana y mi tía Aileen, la que siempre… bueno, ya conoces la historia. Conoces todas mis historias.
Hay una posdata de Matt: Por favor, no faltes.
Por supuesto que no faltaré y ya medité las posibles complicaciones antes de prometerle a Julie que asistiría. No todos los psicólogos habrían tomado la misma decisión. A algunos le preocupa que este tipo de gestos implique cruzar una línea; implicarse demasiado, por así decirlo. Y por más que en algunos casos pudiera ser verdad, me parece raro que los psicólogos y los terapeutas, cuyo ámbito profesional es la condición humana, tengan que compartimentar su propia humanidad en lo concerniente a la defunción de sus pacientes. Este principio no se aplica a otros profesionales directamente implicados en la vida de una persona: la abogada de Julie, el quiropráctico, el oncólogo. Nadie parpadea siquiera al verlos en el funeral. En cambio, se espera que la psicóloga guarde las distancias. Pero ¿y si su presencia reconforta a los familiares del difunto? ¿Y si reconforta a la propia terapeuta?
Por lo general, los psicólogos lloran la muerte de sus pacientes en privado. ¿A quién le podría hablar del fallecimiento de Julie, aparte de mi grupo de supervisión o Wendell? Y aun en ese caso ninguno de ellos la conocía como yo o como su familia y amigos (que sí la pueden llorar juntos). El psicólogo tiene que dolerse a solas.
Incluso en el funeral se debe tener en cuenta el asunto de la confidencialidad. El deber del terapeuta de proteger la intimidad del paciente no prescribe con la muerte. La esposa de un hombre que ha cometido suicidio podría llamar al psicólogo de su marido para averiguar las razones de su decisión, pero no podemos romper esa norma. Los archivos, las interacciones, están protegidos. De manera parecida, si yo asisto al funeral de un paciente y alguien me pregunta de qué conocía al difunto, no puedo revelar que fui su psicóloga. Ese tipo de problemas es más habitual en los fallecimientos inesperados —suicidios, sobredosis, infartos, accidentes de coche— que en situaciones como la de Julie. Al fin y al cabo, en cuanto que terapeutas, hablamos distintos temas con los pacientes; y Julie y yo habíamos comentado su deseo de que yo asistiera al funeral.
—Prometió que se quedaría conmigo hasta el final —me dijo sonriendo a medias cosa de un mes antes de morir—. No puede abandonarme en mi propio funeral, ¿verdad?
En sus últimas semanas de vida, Julie y yo hablamos de cómo le gustaría despedirse de su familia y amigos. ¿Qué recuerdo querría dejarles? ¿Qué recuerdo de ellos le gustaría llevarse consigo?
No me refería a conversaciones transformadoras en el lecho de muerte; estas pertenecen al terreno de la fantasía. Es posible que las personas busquen paz y claridad, discernimiento y reparación, pero el lecho de muerte suele ser una maraña de medicamentos, miedo, confusión, debilidad. Por eso es tan importante convertirnos en las personas que deseamos ser ahora y no más tarde, devenir más abiertos y expansivos mientras todavía somos capaces. Si esperamos demasiado, dejaremos muchos cabos sueltos. Recuerdo a un paciente que, tras años de indecisión, decidió contactar por fin con su padre biológico, que le había pedido varias veces entablar una relación, solo para quedarse destrozado al descubrir que yacía inconsciente, en coma, y que moriría al cabo de una semana.
Igualmente colocamos un peso excesivo en esos últimos momentos, permitiendo que desbanquen lo que hubo con anterioridad. Tuve un paciente cuya mujer se desplomó y murió en mitad de una conversación, mientras él le ponía excusas para no hacer la colada. «Murió enfadada conmigo, pensando que era un idiota», se lamentaba. En realidad, era un matrimonio muy unido que se amaba con ternura. Sin embargo, como aquella única discusión adquirió una categoría sacra al ser las últimas palabras que intercambiaban, adquirió un significado que no habría tenido en otras circunstancias.
Cerca del final, Julie se dormía con más frecuencia durante nuestras conversaciones, y si antes el tiempo parecía detenerse cuando acudía a verme, ahora cada sesión se asemejaba a un ensayo general de su partida; estaba «probando» qué sensación producía la quietud absoluta sin el terror de estar sola.
—Lo más duro es ese «casi», ¿verdad? —me dijo una tarde—. Casi conseguir algo. Casi tener un hijo. Que el TAC sea casi perfecto. Casi vencer el cáncer.
Me asaltó la idea de que muchas personas evitan embarcarse en aventuras vitales que son importantes para ellas porque duele más acercarse al objetivo y no alcanzarlo que no arriesgarse de buen comienzo.
Durante la plácida quietud de una de las últimas sesiones, Julie me confesó que deseaba morir en casa y las últimas veces fue allí donde la vi. Su cama estaba rodeada de fotos de sus personas amadas y jugaba al Scrabble o veía reposiciones de The Bachelor , escuchaba su música favorita y recibía visitas.
Al final, sin embargo, incluso esos pequeños placeres se tornaron complicados. Julie le dijo a su familia:
—Quiero vivir, pero no así.
Y ellos entendieron que se refería a que iba a dejar de comer. De todos modos, apenas era capaz de ingerir la mayoría de los alimentos. En cuanto decidió que la vida que le quedaba no era suficiente como para sostenerla, su cuerpo reaccionó de manera natural y se marchó a los pocos días.
No protagonizamos un final apoteósico, que era como Julie llamaba a nuestra última sesión. Las últimas palabras que me dirigió fueron sobre un filete.
—¡Dios mío, daría cualquier cosa por un buen filete! —exclamó con voz apenas audible—. Será mejor que tengan filetes allá donde voy.
Y, tras eso, se durmió. No fue un final tan distinto al resto de nuestras sesiones, en las que la conversación perdura aun después del «se ha terminado el tiempo» de rigor. En las mejores despedidas siempre nos queda la sensación de que hay algo más por decir.
Me quedo estupefacta —aunque no debería— al ver la cantidad de gente que ha asistido al funeral de Julie. Hay cientos de personas de todos los ámbitos de su vida: amigos de infancia, compañeros de los campamentos de verano, amigos de las maratones, gente del club de lectura, colegas, alumnos, sus amigos del trabajo y sus compañeros (tanto de la universidad como de Trader Joe’s), sus padres, las dos parejas de abuelos, los padres de Matt, su hermana y el hermano de su marido. Sé quiénes son porque todos se levantan y cuentan historias de quién era Julie y lo que significaba para ellos.
Cuando le toca el turno a Matt, la concurrencia al completo guarda silencio y yo, sentada en la última fila, miro el vaso de té frío y la servilleta que tengo en la mano. es mi fiesta y puedes llorar si quieres , reza. Antes, cuando he entrado, he leído el mensaje de la gran pancarta: todavía no escojo ninguna .
Matt tarda un tiempo en recomponerse antes de hablar. Cuando lo hace, nos cuenta que Julie escribió un libro para que él lo tuviera cuando ella ya no estuviera y lo tituló: Breve historia de un largo romance: un relato épico de amor y pérdida. Por un momento, no puede seguir. Por fin recupera la compostura y prosigue.
Explica cuánto le sorprendió descubrir que, al final de la historia —su historia— Julie había incluido un capítulo hablando de su deseo de que siempre hubiera amor en la vida de Matt. Lo animaba a ser sincero y amable con las que ella llamaba sus «novias del duelo», los ligues intrascendentes, las chicas con las que saldría mientras se recuperaba. No las confundas, escribió. Es posible que os podáis aportar algo el uno al otro. Proseguía con un delicioso y divertido perfil que Matt podría emplear para buscar novias del duelo y luego se ponía más seria. Al modo de un segundo perfil que lo invitaba a usar para encontrar a la persona con la que pasaría el resto de su vida, había redactado la más preciosa y conmovedora carta de amor que se pueda imaginar. Hablaba de sus peculiaridades, de su capacidad de entrega, de su fogosa vida sexual, de la increíble familia que Julie había heredado (y que, cabía suponer, heredaría su próxima compañera) y de su espíritu paternal. Lo sabía, escribía Julie, porque habían llegado a ser padres, aunque solo fuera por mediación del útero y durante unos meses.
Los presentes están riendo y llorando para cuando Matt concluye la lectura. Todo el mundo debería vivir una historia de amor épica como mínimo una vez en su existencia, concluía Julie. La nuestra lo fue para mí. Con suerte, algunas personas protagonizan dos. Te deseo otra épica historia de amor.
Todos pensamos que su intervención ha terminado, pero Matt dice que lo justo sería que Julie encontrara también amor allá donde esté. Desde ese deseo, dice, le ha escrito un perfil para el cielo.
Se oyen unas cuantas risillas, inseguras al principio. ¿No es demasiado morboso? No, es exactamente lo que Julie habría querido, pienso yo. Constituye un gesto atrevido, incómodo, divertido y triste, y pronto la concurrencia al completo ríe y llora con abandono. Odia los champiñones, le ha escrito Matt al pretendiente celestial de Julie, no le sirvas nada que tenga champiñones. Y si hay un Trader Joe’s y dice que quiere trabajar allí, apóyala. Además, conseguirás grandes descuentos.
Prosigue enumerando los distintos modos en que Julie se rebeló contra la muerte, sobre todo a través de una actitud que Matt describe como «actos de generosidad» hacia los demás y dejar un mundo mejor del que encontró. No los desarrolla, pero yo sé muy bien cuáles son… y los receptores de su bondad han relatado sus gestos en cualquier caso.
Me alegro de haber acudido, de haber cumplido la promesa que le hice a Julie y también de haber conocido un lado de ella que mis pacientes pocas veces tienen ocasión de mostrarme: sus vidas fuera de la consulta. Cara a cara, los terapeutas observan las profundidades pero no la anchura, las palabras sin imágenes. Y pese a contar con información privilegiada en lo concerniente a los pensamientos y sentimientos de Julie, aquí soy una forastera, entre toda esta gente que no conozco pero que conocían a Julie. En la formación se nos enseña que, si alguna vez asistimos al funeral de un paciente, debemos permanecer al margen y abstenernos de interactuar. Yo me atengo a la norma pero, cuando estoy a punto de marcharme, una simpática pareja se dirige a mí. Me cuentan que se casaron gracias a Julie; ella les organizó una cita a ciegas hace años. Sonrío mientras escucho la historia y luego doy una excusa para escabullirme, pero antes de que pueda hacerlo la mujer me pregunta:
—¿Y usted de qué conocía a Julie?
—Era una amiga —contesto automáticamente, leal a la confidencialidad. Sin embargo, en el mismo instante en que pronuncio la frase comprendo que también es verdad.
—¿Pensará en mí? —me preguntaba Julie a menudo antes de someterse a cada una de las cirugías, y yo siempre le respondía que sí. La seguridad la tranquilizaba, la ayudaba a permanecer centrada en medio de la ansiedad que suponía afrontar el bisturí.
Más tarde, cuando quedó claro que Julie iba a morir, la pregunta adquirió otro sentido: ¿permanecerá viva una parte de mí en usted?
Poco antes de marcharse, Julie le confesó a Matt que se sentía fatal por dejarlo y, al día siguiente, Matt le envió una nota con unos versos del musical El jardín secreto . En ellos, el fantasma de la amada esposa le pregunta al doliente marido si podrá perdonarla, si la llevará en el corazón y «encontrarás una manera nueva de amarme, ahora que estamos separados». Matt había escrito: sí . Añadió que no creía que las personas desaparezcan; tenemos una parte eterna, que sobrevive.
El día del funeral, de vuelta al coche, oí la pregunta de Julie: ¿pensará en mí?
Después de tantos años, todavía lo hago.
La recuerdo sobre todo en los silencios.