Cuando Bruce Lee, con dieciocho años, regresó de Hong Kong al país donde había nacido, Estados Unidos, traía consigo la idea de introducir allí el arte cultural chino del kung-fu, poco conocido por entonces.
Había acariciado la idea de abrir por todo el país una cadena de institutos de kung-fu. Sin embargo, a medida que fue madurando y sus vivencias filosóficas y marciales cobraron otra hondura, dejó de sentir la necesidad de ensalzar las virtudes de la tradición, por muy venerable que esta fuera.
Lo que no quiere decir que abandonara su legado y la filosofía china. Lo que sucedió fue que, con el tiempo, buscó la justificación de su sistema de creencias y de sus actos en la raíz común de la humanidad, ajena a los nacionalismos. Resulta interesante recordar, sin embargo, que cuando Lee empezó a hacerse cargo del contenido filosófico de sus películas, a partir de 1972, las lecciones que presentaba estaban tomadas de la tradición oriental.
Los artículos en los que Lee trata a fondo cuestiones de filosofía china y de las artes marciales fueron escritos en los primeros años de la década de los sesenta. Son un reflejo maravilloso de la pasión que movía al joven Bruce Lee a presentar y compartir con los occidentales la belleza de su cultura china.