Muchos filósofos se cuentan entre esas personas que dicen una cosa y hacen otra. La filosofía que profesa una persona suele ser bastante distinta de aquella por la que rige su vida. La filosofía corre el riesgo de convertirse cada vez más en algo que solo sirve para ser declamado. La filosofía no es «vivir», sino que es una actividad relacionada con el conocimiento teórico, y la mayor parte de los filósofos no están dispuestos a vivir las cosas, sino simplemente a teorizar sobre ellas, a considerarlas. Y considerar una cosa supone mantenerse fuera de ella, resueltos a establecer cierta distancia entre ella y nosotros.
En la vida aceptamos como cosa natural la realidad plena de lo que vemos y sentimos en general, sin sombra de duda. Sin embargo, la filosofía no acepta lo que la vida cree. Aspira a hacer de la realidad un problema, como cuando plantea preguntas del tipo: «¿Está verdaderamente allí esa silla que veo ante mí? ¿Puede existir por sí misma?». Así pues, en vez de facilitar la vida, viviendo según la vida, la filosofía la complica sustituyendo la tranquilidad del mundo por la intranquilidad de los problemas. ¡Es como si se le preguntara a una persona normal cómo respira! La pregunta basta para cortarle el aliento mientras intenta describir conscientemente el proceso. ¿Por qué intentar detener e interrumpir el flujo de la vida? ¿Por qué complicar tanto las cosas? La persona respira, sin más.
El enfoque occidental de la realidad es principalmente teórico, y la teoría empieza por negar la realidad: hablar de la realidad, dar vueltas a la realidad, captar cualquier cosa que atraiga nuestros sentidos y/o intelecto, y abstraerla de la realidad misma. Así pues, la filosofía empieza diciendo que el mundo exterior no es un hecho básico, que se puede dudar de su existencia, y que toda proposición en la que se afirma la realidad del mundo exterior no es una proposición evidente, sino que debe dividirse, diseccionarse y analizarse. Equivale a posicionarse conscientemente a un lado y buscar la cuadratura del círculo.
René Descartes (1596-1650), gran filósofo y matemático francés, planteó el problema anterior. Dado que la existencia de una cosa cualquiera no es segura —incluso la de mi propio ser—, ¿qué es lo que existe en el universo sin menor género de duda? Cuando nos planteamos dudas acerca del mundo, e incluso acerca de la totalidad del universo, ¿qué nos queda? Vamos a «quedarnos a un lado» de este mundo por un momento, siguiendo a Descartes, para ver qué es lo que nos queda.
Según Descartes, lo que nos queda es la propia duda, pues para que yo pueda dudar de algo, debe parecerme que es. Puede parecerme dudosa la totalidad del universo excepto el hecho mismo de que me lo parece. Dudar es pensar, y el pensamiento es lo único en el universo cuya existencia no se puede negar, porque negar es pensar. Cuando decimos que existe el pensamiento, estamos diciendo automáticamente que existe alguien, pues no existe pensamiento alguno que no contenga como uno de sus elementos a un sujeto pensante.
En el taoísmo y el budismo chinos, el mundo se ve como un campo indivisible, interrelacionado, sin partes que se puedan separar unas de otras. Es decir, que no existirían estrellas brillantes sin estrellas tenues, y tampoco existirían estrellas en absoluto sin la oscuridad que las rodea. Las oposiciones han adquirido una dependencia mutua, en vez de ser mutuamente excluyentes, y ya no existe ningún conflicto entre el hombre individual y la naturaleza. Así pues, si existe el pensamiento, también existo yo, el que piensa, así como el mundo en el que pienso; el uno solo existe por el otro, sin que sea posible una separación entre ellos. Por tanto, el mundo y yo mantenemos una correlación activa: yo soy lo que ve el mundo y el mundo existe por mí. Yo existo para el mundo y el mundo existe para mí. Si no existieran cosas que ver, que pensar y que imaginar, yo no vería, no pensaría ni imaginaría. Es decir, yo no existiría. Un dato seguro, primordial y fundamental es la existencia conjunta de un sujeto y de su mundo. El uno no existe sin el otro. Yo no adquiero ningún entendimiento de mí mismo si no es asimilando los objetos, el entorno. Yo no pienso si no pienso en cosas, encontrándome a mí mismo con ello.
Es inútil limitarse a hablar de objetos de la consciencia, ya se trate de sensaciones o de velas de cera. Un objeto debe tener un sujeto, y la pareja sujeto-objeto es una pareja de complementarios (no de opuestos) que, como todas las demás, son dos mitades de un todo, y cada uno en función del otro. Si atendemos al núcleo, los lados opuestos son iguales si los vemos desde el centro del círculo en movimiento. Yo no tengo experiencia, soy la experiencia. Yo no soy el sujeto de una experiencia, soy esa experiencia. Soy la conciencia. Ninguna otra cosa puede ser yo ni puede existir.
Así pues, no sudamos porque hace calor: el sudor es el calor. Sería igualmente cierto decir que el sol tiene brillo a causa del sol. Este punto de vista chino tan especial nos resulta poco familiar porque nosotros seguimos la convención establecida de pensar que el calor es primero, y que después suda el cuerpo, por causa y efecto. Decirlo al revés nos choca, como nos chocaría decir «mantequilla con pan» en vez de «pan con mantequilla». El ejemplo siguiente de «la luna en el agua» quizá nos pueda aclarar esta inversión chocante del sentido común, aparentemente ilógica.
LA LUNA EN EL AGUA
Se compara la experiencia humana con el fenómeno de la luna en el agua. El agua es el sujeto y la luna es el objeto. Cuando no hay agua, no hay luna en el agua; y, del mismo modo, tampoco la hay cuando no hay luna. Pero cuando sale la luna, el agua no está esperando recibir su imagen, y la luna tampoco está esperando proyectar su reflejo cuando se vierte la más mínima gota de agua. Pues la luna no tiene intención de proyectar su reflejo, y el agua no recibe la imagen de la luna intencionalmente. El fenómeno está causado tanto por el agua como por la luna, y así como el agua manifiesta el brillo de la luna, la luna manifiesta la claridad del agua.
En todo existe una relación real, una correspondencia mutua en la que el sujeto crea el objeto del mismo modo que el objeto crea al sujeto. Así, el que conoce ya no se siente separado de lo conocido; el que tiene la experiencia ya no se siente apartado de la experiencia en sí. En consecuencia, resulta absurda toda esa idea de sacar algo en limpio de la vida, de aspirar a aprender de la experiencia. Dicho de otro modo, resulta meridianamente claro que de hecho y en realidad no tengo otro yo que la unicidad de las cosas de las que soy consciente.
El maestro Ling-Chi, de la dinastía T’ang, dijo: «Limítate a ser corriente y nada especial. Come tu comida, haz de vientre, orina, y cuando estés cansado vete a acostar. El ignorante se reirá de mí, pero el sabio me entenderá». La persona no vive una vida definida de manera conceptual ni científica. Para la cualidad esencial de vivir, la vida se encuentra sencillamente en el vivir. Cuando te estés divirtiendo, por ejemplo, no se te ocurra apartarte un momento de ti mismo para examinarte, intentando saber si estás aprovechando al máximo la situación. O bien, insatisfecho con la sensación de felicidad, puedes tener el deseo de sentir que te sientes feliz, para estar seguro de no perderte nada. El vivir existe cuando la vida se vive a través de nosotros, sin obstáculos en su flujo, pues el que vive no es consciente de vivir, y en esto se encuentra la vida que vive. La vida vive, y en el flujo de la vida no se plantean preguntas. ¡Porque la vida es un vivir ahora! La plenitud, el ahora, es una ausencia de la mente consciente que pretende dividir lo indivisible. Pues en cuanto se desmonta la plenitud de las cosas, deja de estar completa. Aunque tengamos delante todas las piezas de un automóvil que se ha desmontado, este ha dejado de ser un automóvil en su naturaleza original, que es su función o su vida. Por tanto, para vivir la vida de todo corazón, la solución es: la vida, simplemente, es.
Fuente: Artículo manuscrito de Bruce Lee titulado «Vivir: la “unicidad” de las cosas», hacia 1963. Papeles de Bruce Lee.