Si una taza es útil, es porque está vacía, y lo mismo puede decirse de un artista marcial que no tiene forma y que, por tanto, está desprovisto de «estilo», pues carece de prejuicios preconcebidos respecto del combate, de gustos y aversiones. Esto hace que sea fluido, adaptable y capaz de trascender la dualidad en una totalidad última.
Espero que los que me escuchan sean como la taza de té y que, al acompañarme en esta breve charla, vengan ligeros de equipaje, habiendo dejado atrás toda la carga de las ideas y conclusiones preconcebidas. Se les invita a aplicarse lo que iré diciendo, pues está relacionado con el florecimiento de un artista marcial como artista marcial, no como artista marcial «chino», «japonés», «coreano», «americano», etc. A fin de cuentas, un artista marcial es, por encima de todo, un ser humano, como lo somos todos nosotros.
Las nacionalidades, de suyo, no tienen nada que ver con la competencia para el arte marcial.
Supongamos que varias personas formadas en diversas modalidades de las artes del combate acaban de presenciar una contienda. Seguramente cada una de ellas dará después una versión diferente del combate que ha visto. Esto es muy comprensible. No podemos ver un combate «tal como es», sino que lo veremos a través de nuestros filtros respectivos de boxeador, de practicante de lucha libre, de karateca, de yudoca o de practicante formado en cualquier otro método. Cada persona verá el combate dentro de los límites de su condicionamiento particular. Todo intento de describir el combate será, en realidad, una reacción intelectual, una idea parcial del combate total, que dependerá, en estos casos, de los gustos y aversiones de cada uno. Sin embargo, el combate en sí no vino dictado por nuestro condicionamiento como artista marcial coreano, chino o del estilo que sea. La verdadera observación comienza cuando estamos libres de pautas preestablecidas. La libertad de expresión se produce cuando estamos más allá de los sistemas.
Una persona no puede expresarse de manera plena y total cuando se le impone una estructura parcial preestablecida y fija o un estilo. El combate «como es» es total, con todo «lo que es» y con todo «lo que no es», sin líneas ni ángulos favoritos, sin límites, siempre vivo y fresco; nunca establecido y en cambio constante. El combate no debe limitarse de ninguna manera a nuestras inclinaciones personales, a nuestra estructura física ni a nuestros condicionamientos medioambientales, si bien todas estas son partes constituyentes de la totalidad del combate. Si existe algún tipo de restricción, es decir, si se encaja el combate en un molde preseleccionado, se producirá una resistencia entre la pauta que hemos establecido de «lo que debe ser» y «lo que es», que cambia constantemente.
Quiero dejar bien sentado que yo NO he inventado un estilo nuevo, un estilo compuesto, modificado o no, esto es, un estilo establecido con sus formas determinadas que lo distingan de tal o cual otro estilo. Al contrario, aspiro a liberar a mis seguidores de aferrarse a los estilos, las pautas o los moldes. El término jeet kune do no es más que un nombre que usamos, un espejo en que nos vemos reflejados. La marca no tiene nada de especial.
¿Qué es, exactamente, un estilo clásico de artes marciales? Para empezar, debemos hacernos cargo de que los estilos fueron creados por los hombres. No hay que hacer caso de los muchos relatos fantasiosos que circulan sobre los orígenes históricos de los fundadores de los estilos («un monje sabio de la antigüedad», o «un mensajero especial que se apareció en sueños», o «una revelación sagrada», etc.). Un estilo no debe ser nunca una verdad sacrosanta cuyas leyes no se puedan transgredir nunca. El hombre, el ser humano, siempre es más importante que cualquier estilo.
El fundador de un estilo pudo llegar a conocer una verdad parcial. Pero, con el paso del tiempo, sobre todo después de su muerte, esta verdad parcial se convirtió en ley, o, lo que es peor, en una fe llena de prejuicios contra los estilos «diferentes». Para transmitir este conocimiento de generación en generación hubo que organizar y clasificar las diversas respuestas, presentándolas en un orden lógico. Así, lo que en su inicio pudo tener una cierta fluidez personal debido a su fundador, se ha convertido ahora en un conocimiento solidificado, en un «curalotodo» en conserva, todo ello para el condicionamiento de las masas.
Los seguidores no solo han puesto estos conocimientos en un altar, sino que los han metido en una tumba en la que está enterrada la sabiduría del fundador. Por las necesidades de organización y de conservación, los medios se vuelven tan complicados que es preciso dedicarles una atención enorme, y se va olvidando gradualmente la finalidad de todo esto. Los seguidores acabarán por aceptar este «algo organizado» como si fuera la realidad total del combate. Naturalmente, aparecerán muchos planteamientos «diferentes», probablemente como reacción directa a «la verdad del otro». Al cabo de poco tiempo, también estos planteamientos se convertirán en grandes organizaciones y cada una asegurará que posee la «verdad», excluyendo a todos el resto. El estilo se va volviendo, poco a poco, más importante que el practicante.
Un estilo clásico, que pretende ser un remedio, es en realidad una enfermedad. El estilo tiende a encasillar y encorsetar la realidad en un molde preseleccionado. Quizá por miedo a la incertidumbre o a la inseguridad, se «organiza» una pauta elegida de combate. Sea cual sea la causa, los seguidores quedan atrapados dentro de las limitaciones del estilo y controlados por ellas, que desde luego cercenan sus potencialidades propias.
Como en cualquier otra cosa, el entrenamiento prolongado fomentará la precisión mecánica, pero el margen de libertad de expresión se estrechará cada vez más. El practicante podrá seguir las fórmulas, «metiendo los codos», «hundiendo el espíritu», «siendo esto» o «siendo aquello»; pero, a la larga, acabará moldeado al capricho de otro. Es oportuno recordar que el todo se descubre en todas sus partes, pero que una parte aislada, eficaz o no, no constituye el todo. A la luz de esto, el dicho «un poco de erudición es peligrosa» resulta adecuado para los que están condicionados por un planteamiento predeterminado del combate.
Si bastara con la simple eficacia mecánica y rutinaria para que todo el mundo se convirtiera en artista marcial, todo iría bien. Por desgracia, el combate, como la libertad, es una cosa que no se puede predefinir. A las formas preestablecidas les falta la flexibilidad y el carácter total necesarios para adaptarse al cambio constante. Llegados a este punto, muchos se preguntarán: «¿Cómo ganaremos esta libertad sin límites?». No puedo decir el cómo. Si lo dijera, se convertiría en un planteamiento. Puedo decir lo que no es, no lo que es. Eso, amigos míos, cada uno tiene que descubrirlo por su cuenta. Si no te ayudas tú mismo, nadie te va a ayudar. Además, ¿quién ha dicho que tengamos que «ganarnos» la libertad?
En el arte marcial tradicional la sabiduría es un proceso constante de acumulación de conocimientos fijos. Así, un practicante cinturón negro de primer grado conoce x esquemas o técnicas, y uno de segundo grado conoce algunos más; o un artista marcial de la marca X, que practica la lucha con los pies, debe acumular la técnica de manos de la marca Y, o viceversa. El proceso del JKD no consiste en una acumulación de conocimientos fijos. Es, más bien, un proceso de descubrimiento de la causa de nuestra ignorancia. Por eso, en muchos casos, se recurre a un proceso de despojarse de cosas. En última instancia, el conocimiento del arte marcial significa sencillamente conocerse a sí mismo, y el JKD solo puede hacerse comprensible por un proceso de autodescubrimiento.
La libertad siempre ha estado con nosotros. No es una realidad que tengamos que alcanzar a fuerza de ceñirnos a unas fórmulas determinadas. No «nos hacemos», sencillamente, «somos». Por eso, la formación en el JKD se dirige a esto: a «ser» mente, más que a «tener» mente. Las pautas estériles son incapaces de tener vida y frescura, y las formas preestablecidas no hacen más que ahogar la creatividad e imponer la mediocridad. Además, el entrenamiento mental místico no fomenta el poder interior prometido sino un estreñimiento psicológico. Las técnicas que se utilizan en el JKD, ya sea en el entrenamiento interior o exterior, suelen ser simples recursos temporales con los que se pretende liberar el espíritu, más que atar el cuerpo.
A diferencia del planteamiento tradicional, no existe ningún conjunto de reglas, ninguna clasificación de técnicas, etc., que constituya un supuesto método de combate JKD. Ni siquiera existen los métodos de combate como tales. Crear un método así sería muy parecido a intentar empaquetar un litro de agua con papel de envolver y darle forma (y, acto seguido, debatir sobre cuál es el «mejor» color o textura para el papel de envolver).
En resumen, el JKD no es un tipo de condicionamiento especial con su conjunto de creencias y su planteamiento particular. No es un arte «de masas». No concibe el combate desde un ángulo determinado, pues no está vinculado a ningún sistema. Y si bien aplica todos los caminos y todos los medios para alcanzar sus fines (lo eficaz es cualquier cosa que sirve), no está limitado por ninguno de ellos, y por eso está libre de todo camino y de todo medio. Dicho de otro modo, el JKD posee todos los ángulos, pero él no está poseído a su vez. Cualquier estructura, por eficaz que sea su diseño, se convierte en una jaula si su practicante se obsesiona con ella.
Definir el JKD como un estilo (como kung-fu, karate, kickboxing, etc.) equivale a no entender en absoluto su intención. Si el JKD no es un estilo ni un método, no se puede decir que es neutro o indiferente, pues el JKD es al mismo tiempo «esto» y «no esto», de manera que ni se opone a los estilos ni no se opone a ellos. Para comprenderlo plenamente, debemos trascender la dualidad del «a favor» y «en contra» y contemplarlos como un todo orgánico. En lo Absoluto, sencillamente no hay distinciones: todo es. El buen practicante de JKD se apoya en la intuición directa.
Cuando llegué por primera vez a Estados Unidos, enseñaba mi propia versión del wing chun: entonces, yo tenía mi sistema «chino». Pero ahora ya no me interesan los sistemas ni las organizaciones. Los institutos son organizaciones que tienden a producir presos que están encasillados en un concepto sistemático. Y los instructores también suelen estar fijados en una rutina. Lo peor, naturalmente, es que, al obligar a los miembros a encajar en una forma establecida de antemano y sin vida, se les bloquea el desarrollo natural. Un maestro, un buen maestro, es un guía que indica el camino de la verdad. No se dedica nunca a entregar la verdad él mismo. Aplica un mínimo de formas para conducir a su discípulo hacia lo informe. Además, señala la importancia de ser capaces de entrar en un molde pero sin quedarse encerrados en él, o de seguir los principios sin estar limitados por ellos.
La observación flexible, libre de elecciones y de exclusiones, es esencial en el JKD y en el arte marcial. Se trata de una «conciencia atenta general», sin centro ni circunferencia, un estar en ello pero sin formar parte de ello. Creo, por encima de todo, que el maestro no debe depender de un método ni enseñar unas rutinas sistemáticas. En vez de esto, tiene que estudiar a cada discípulo por separado y ayudarle a despertar a una exploración de sí mismo, tanto interna como externa. Debe, en última instancia, ayudarlo a integrarse con su propio ser. Esta enseñanza, que en realidad es una no-enseñanza, requiere una mente sensible, dotada de gran flexibilidad, cualidades que no son fáciles de encontrar hoy día.
Tampoco es fácil encontrar alumnos sinceros y serios. A muchos estudiantes les dura cinco minutos el entusiasmo; otros se presentan con malas intenciones; pero, por desgracia, la mayoría son artistas de segunda mano, eminentemente conformistas. El artista de segunda mano no suele aprender a expresarse a sí mismo. En vez de ello, sigue fielmente una pauta impuesta. Y lo que se fomenta así es la mente dependiente, en vez de la investigación autónoma. Con el paso del tiempo, puede llegar a entender algunas rutinas, e incluso puede adquirir habilidad según una pauta determinada. Pero si bien ha adquirido el control de una habilidad de manipulación, no ha adquirido el entendimiento de lo que es él por sí mismo.
El arte marcial es algo más que el mero acto físico de llenar el tiempo y el espacio con movimientos de precisión. Eso también lo pueden hacer las máquinas. A medida que el artista marcial va madurando, descubre que su patada o su puñetazo no son tanto un medio para someter a su adversario como un medio para superar de manera explosiva su propia consciencia, su ego y todos sus bloqueos mentales. La verdad es que estos medios son, en último término, recursos que le permiten profundizar en lo hondo de su ser para poder recuperar el equilibrio de su centro interior de gravedad. Con esta soltura vital interior, fluirá la expresión externa de sus medios. Detrás de todo movimiento de un artista marcial consumado está la totalidad de su ser, esta actitud que todo lo abarca.
¿Cuántas veces nos dirán diversos «maestros» y «profesores» (y parece ser que hay filósofos y hasta catedráticos eruditos de sobra) que el arte marcial es la vida misma? Me pregunto cuántos de ellos aprecian de verdad esta afirmación y la comprenden con hondura. Es muy cierto que la vida no es un marco, algo estático. No es nunca estancamiento. Vida es movimiento constante, movimiento no rítmico, además en cambio constante. Muchos «maestros» antiguos y modernos de artes marciales, en vez de fluir con este proceso de cambio sin hacer elecciones, han construido una ilusión de formas prefijadas, solidificando lo que fluye constantemente, disecando lo total, organizando las pautas elegidas, planificando lo espontáneo, separando la unidad armoniosa en dualidad de lo blando contra lo duro, de la lucha cuerpo a cuerpo contra la lucha a distancia, etc.
Las consecuencias son muy evidentes en nuestros tiempos. En las artes marciales tenemos hoy una profusión de robots insensibles y moldeados que escuchan sus propios gritos y chillidos espirituales. Se limitan a representar sus rutinas metódicas a modo de respuesta, en vez de responder a «lo que es». Ya no «escuchan» las circunstancias, las «recitan». Estos pobrecillos se han convertido en esas mismas formas organizadas; son ellos mismos esos bloqueos clásicos. En resumidas cuentas, son «producto» de un condicionamiento que se les ha transmitido desde hace siglos o milenios.
Suelen preguntar si el JKD se opone a las formas. Es cierto que en el JKD no existen esquemas o kata preconcebidos. Pero en cualquier movimiento físico existe siempre para cada individuo una manera que es la más eficaz y la más viva para cumplir el propósito de la actuación (en cuanto al buen apalancamiento, al equilibrio en el movimiento, al empleo económico y eficaz del movimiento y la energía, etc.). Una cosa son los movimientos vivos y eficaces que liberan, y otra cosa son los esquemas estériles, clásicos, que atan y condicionan. Además, existe una diferencia sutil entre «no tener forma» y tener «no-forma». Lo primero es ignorancia; lo segundo, trascendencia.
En el combate total no existen patrones, y la expresión debe ser libre. Esta verdad liberadora solo se hace realidad en la medida en que el individuo mismo la conoce y la vive tal como es. Y esta verdad está más allá de cualquier estilo o de cualquier disciplina. El JKD no es más que un término que usamos, un vehículo que nos permite superar unos obstáculos, una barca que nos sirve para cruzar y que debemos dejar una vez que hemos traspuesto el agua en vez de echárnosla a la espalda. Estos pocos párrafos son, en el mejor de los casos, un simple «dedo que señala la luna». No hay que clavar la mirada en el dedo. No se vería así la luna ni todo el esplendor del cielo. La utilidad del dedo es «apuntar a otra cosa, a la luz que ilumina el dedo y todo lo demás».
Fuente: Artículo mecanografiado de Bruce Lee titulado «Jeet kune do: hacia la liberación personal», y nota manuscrita de Bruce Lee titulada «Relato zen sobre servir el té», ambos hacia 1971. Papeles de Bruce Lee.