Tres espadachines entraron en una posada japonesa llena de público, se sentaron a una mesa y empezaron a hacer comentarios en voz alta acerca de otro que estaba cerca de ellos, intentando provocarle para que los retara a un duelo. El otro, que era un maestro, no dio muestras de hacer caso de ellos; pero cuando los otros se volvieron más groseros y le faltaron al respeto, el maestro levantó los palillos con los que estaba comiendo y, con cuatro rápidos movimientos, atrapó al vuelo con ellos otras tantas moscas. Cuando el maestro dejó tranquilamente los palillos en la mesa, los tres espadachines salieron de la sala apresuradamente.
Este relato ilustra una gran diferencia que existe entre el pensamiento oriental y el occidental. A la mayoría de los occidentales les llamaría la atención que alguien fuera capaz de atrapar moscas con dos palillos, pero lo más probable sería que opinaran que aquello no tenía nada que ver con las dotes de la persona para el combate. Un oriental, en cambio, se daría cuenta de que una persona que ha alcanzado el dominio total de un arte manifiesta su presencia de ánimo en cada acción. El estado de plenitud y de imperturbabilidad de que dio muestra el maestro indicaba su domino del yo.
Lo mismo sucede con las artes marciales. Para el occidental, los golpes con los dedos, las patadas laterales, el puñetazo de revés, etc., son herramientas de destrucción y de violencia, y es verdad que estas son dos de sus funciones. Pero el oriental considera que la función primaria de estas herramientas se manifiesta cuando se dirigen sobre uno mismo para destruir la codicia, el miedo, la ira y los desvaríos.
El oriental no aspira a alcanzar una habilidad de manipulación. Dirige sus patadas y sus golpes sobre sí mismo; y, si tiene éxito, hasta puede conseguir ponerse fuera de combate a sí mismo. Lo que espera conseguir, después de años de entrenamiento, es esa soltura vital y ese equilibrio de todos los poderes, que fue precisamente lo que advirtieron los tres espadachines que poseía el maestro. En la vida cotidiana, la mente es capaz de pasar de un pensamiento a otro, de «ser» mente en vez de «tener» mente. Pero cuando nos encontramos librando un combate a muerte ante un adversario, la mente tiende a adherirse y a perder su movilidad. Esa adhesión o bloqueo es un problema que acosa a todos los artistas marciales.
A Kwan Yin (Avalokitesvara), la diosa de la Misericordia, se la representa a veces con mil brazos: cada uno tiene un instrumento diferente. Si detiene la mente poniéndola en el empleo de uno de ellos, de una lanza, por ejemplo, todos los demás brazos, los novecientos noventa y nueve restantes, no le servirán de nada en absoluto. Si puede manejar con utilidad y máxima eficacia sus brazos, es solo gracias a que su mente no se detiene en el empleo de uno de ellos, sino que va pasando de un instrumento a otro. Esta figura pretende mostrar que cuando se alcanza la verdad última, en un mismo cuerpo se pueden llegar a manejar hasta mil brazos de una manera u otra.
En Oriente se suele hablar de «ausencia de propósito», de «vacuidad mental» o de «no-arte» para denotar el logro más elevado de un artista marcial. Según el zen, el espíritu es informe por naturaleza y no se deben albergar «objetos» en él. Cuando se alberga cualquier cosa en el espíritu, la energía psíquica pierde su equilibrio, su actividad natural se agarrota y ya no fluye con la corriente. Cuando la energía está desnivelada, hay demasiada en un sentido y falta en otro. Cuando hay demasiada energía, rebosa y no se puede controlar; cuando hay carencia de energía, no está lo bastante alimentada y se consume. En cualquiera de los dos casos es incapaz de afrontar las situaciones de cambio constante. Pero cuando prevalece un estado de «ausencia de propósito» (que es también un estado de fluidez, de vacuidad mental, o simplemente la mente cotidiana), el espíritu no alberga nada en sí, ni tampoco está desnivelado en ningún sentido; trasciende tanto el sujeto como el objeto; responde con vacuidad mental a lo que sucede.
La maestría verdadera trasciende cualquier arte determinado. Arranca del dominio de uno mismo, de la capacidad, desarrollada por la autodisciplina, de tener calma, conciencia plena y estar sintonizado por completo consigo mismo y con el entorno. Entonces, y solo entonces, puede conocerse a sí misma la persona.
Fuente: Prefacio manuscrito de Bruce Lee en su ejemplar del guión de La flauta silenciosa (El círculo de hierro), 19 de octubre de 1970. Papeles de Bruce Lee.