TE QUEDAS CERCA DE LA PUERTA HASTA QUE LLEGUE TU VECINO
Te sientes muy ridícula asomada a la barandilla de la escalera a la espera de tu vecino. La verdad es que es verdaderamente lamentable. Tú tienes más orgullo que eso, Irene, pero no ves otra manera de abordarlo, por lo menos no ahora mismo.
De pronto oyes unos pasos subiendo los peldaños. Te asomas y divisas un destello de cabellos rojizos. Sin esperar un minuto más, desciendes rápidamente con dos palabras muy claras en tu cabeza: «Finge sorpresa». Está claro que no habrías llegado a ningún lado en el mundo de la interpretación, ya que cuando te lo encuentras de frente, tu voz sube una octava para decir:
−Oh, menuda sorpresa verte por aquí.
Un segundo después, te estás mortificando por ello. «Vive aquí, imbécil» te dices. Su mirada transmite algo similar, aunque es demasiado educado para decírtelo. En lugar de eso, te pregunta si vas a algún sitio.
−Salía a comprar, necesito, uhm… −piensa rápido, rápido−. Sal.
Sal. Un clásico ir a pedirle sal a un vecino buenorro.
−¿Solo sal?
−Sí. Es que soy muy salada −te ríes tú sola, porque en realidad lo que has dicho no tiene ningún sentido en francés.
−Yo tengo. Si quieres, te la puedes llevar en una bolsita o algo.
−Ah, pues gracias.
Ni siquiera llevas bolso, ni monedero, así que no habrías tenido modo de conseguir sal en un supermercado, salvo por hurto.
Entras en el apartamento, que es exactamente igual que el tuyo salvo por estar en el lado opuesto, de modo que todas las estancias están invertidas. La decoración no parece de soltero, sino de abuela: mantel de ganchillo, figuritas de porcelana, mantillas en los reposabrazos del sofá, un olor a naftalina claramente viejuno… Llegáis a la cocina y el pelirrojo abre uno de los armarios para hacerse con el salero. Sin embargo, cuando se da la vuelta para decirte que no tiene bolsitas, tu expresión le deja bien claro que lo de la sal es lo de menos.
−No nos hemos presentado, ¿no? −dice acercándose.
Acto seguido, tienes su lengua en la garganta, su mano aferrando uno de tus pechos y la otra en tu culo. Esta ha sido la ocasión que menos tiempo te ha llevado conseguir morrearte con un tío. La conversación más corta de la historia. Pero no te hace falta más que este chico con cara de niño y ojos azules. Tienes debilidad por los ojos azules. A veces tanta, que desechas prácticamente todo lo demás, como el hecho de que pueda ser un perfecto gilipollas. Ni siquiera le das importancia al modo patoso en que te palpa. No quieres averiguar esas cosas ahora, solo quieres pasar la noche observando esos ojazos, buscándole todas las manchitas que puedan adivinarse en las aguas paradisíacas mientras te penetra.
Pero un momento, tiene cara de niño. Has dado por hecho que no es mucho menor que tú… ¿Y si lo es? Ahora mismo te está besando. Te toca, pero no sabe muy bien qué hacer contigo. Pareces demasiada mujer para él.
−Oye, una pregunta −te apartas para mirarlo a los ojos. ¡Qué ojos! Te hipnotizan y se te cae la baba entre las piernas−. ¿Qué edad tienes?
−Veintisiete −contesta.
Un poco paradito para tener veintisiete. Hace como más de cinco minutos que la polla se le sale de los calzoncillos de lo erguida y dura que está, y solo sabe arrimar cebolleta, dejando que tomes la iniciativa. Pero eres tú la que está en su piso, debería guiarte.
−¿Seguro que tienes veintisiete? −insistes.
−Sí.
«Qué coño, tienes los ojos azules», te dices encogiéndote de hombros.
−¿Vamos a mi habitación?
¿Su habitación? ¿Qué quiere decir con su habitación? ¿De quién es el resto del piso?
No te importa. Vas más caliente que el aceite de una freidora.
Entráis en la habitación, cuya decoración se te pasa por alto porque ya le has metido la mano por dentro del pantalón y tus ojos se han agrandado por el regodeo que ello ha producido en tus partes rosadas. Estás húmeda cuando lo desnudas, descubriendo que te gusta controlar la situación y ver su rostro lleno de placer y de un pequeño rastro de inocencia que te resulta encantador. Estás dispuesta a chupar esa piel suave que estás acariciando.
Os metéis debajo de las sábanas (las típicas que suelen verse en una cama de adolescente, junto a una pila de revistas de coches, carteles de grupos de música, apuntes de universidad… Pero no has tenido tiempo para ver nada de eso, ¿verdad?). Te quedas sin ropa en un instante, y le susurras:
−Tócame −llevando su mano donde se supone que ya debería tenerla.
De pronto, sucede algo tan inesperado como bochornoso.
−Damien −una voz de anciana se escucha tras la puerta.
¡Dios mío! Es la voz de la señora Richaud. Miras a tu vecino perdiendo paulatinamente el color. Él protesta chasqueando la lengua.
−¿Qué quieres, abuela?
Vale, tienen que estar tomándote el pelo. Se te ha cortado el calentón de golpe, ahora que estabas a punto de asaltar una cuna.
−¿Quieres unas galletas?
−¿Cuántos tienes? −dices entre dientes.
−No, abuela. Ahora no −le grita−. Veinte −añade, como si tal cosa.
−¿¡Veinte?! Joder, joder.
−A punto de cumplir veintiuno –agrega, como si eso cambiara mucho las cosas.
Buscas tus bragas por debajo de las sábanas. Esto ha sido un error. Es increíble lo que pueden cegar unos bonitos ojos azules.
−¡Claro que ahora no! −continúa la señora Richaud, ajena a todo−. Todavía tienen que hacerse, a ver si te vas a pensar que las galletas aparecen como por arte de magia.
−¡No es el momento! −grita, en una rabieta muy poco adulta.
−Bueno, yo me voy a marchar.
−¿Eh? ¿Por qué?
Vale, Irene, explícale a este niño que vas a dejarle con la bragueta más caliente que el caldero de su puñetera abuela.
−Creo que es evidente, ¿no? –dices, señalando la puerta.
−Pasa de ella −dice mientras acerca sus labios.
Ahora te da cosa, ¿no? ¡Es que es un niñato!
−Que no es el momento... −continúa la vieja, chillando tras la puerta−. Ya querrás dentro de unos minutos. Acabo de comprobar en el horno. ¿Te aviso cuando estén hechas?
Damien pone los ojos en blanco y suspira de frustración. Tú no sabes dónde cojones meterte, solo sabes que esta no ha sido la mejor decisión.
−¡Vete! ¡Estoy ocupado! −dice, tocándote con su miembro, aún erecto a pesar de las circunstancias.
−Ya está bien con eso, niño −grita su abuela−, que no ganamos para pañuelos. Ya eres mayorcito para estar todo el día tocándote.
Has rechazado el miembro juvenil y estás de pie, medio vestida.
−Ahora se marchará −te dice la insistente voz de un crío.
Tú niegas con la cabeza. Por lo menos ahora la señora Richaud no podrá decir que eres lesbiana. Te pones el resto de ropa, abres la puerta y te la encuentras de camino. Su sonrisa desdentada iba dirigida a su nieto, pero al verte, se ha quedado seria.
−¿Qué haces tú aquí?
Bajas la cabeza y caminas hacia la salida, dispuesta a actuar como si nada hubiera pasado. Mejor así. Ya está, ya pasó.
Vuelves a tu piso pensando en hacer algo que te haga olvidar lo que acaba de suceder. De modo que coges el móvil, revisas los mensajes y le escribes a Emile. Te contesta que sí, que todavía estás a tiempo.