A Ernie le habían regalado un rifle del calibre 22 con motivo de su cumpleaños. Su padre, que ya estaba repanchigado en el sofá mirando la tele a las nueve y media de la mañana de aquel sábado, dijo:
–Veamos qué eres capaz de cazar, hijo mío. Sé útil y tráenos un conejo para la cena.
–Hay conejos en ese campo grande del otro lado del lago –dijo Ernie–. Los he visto.
–Entonces ve a cazar uno –dijo el padre, limpiándose los restos del desayuno que tenía entre los dientes con una cerilla partida–. Sal a cazar un conejo para nosotros.
–Os traeré dos –dijo Ernie.
–Y cuando vuelvas –dijo el padre–, me traes una botella de cerveza negra.
–Dame el dinero, pues –dijo Ernie.
Sin apartar los ojos de la pantalla del televisor, el padre buscó un billete de una libra en sus bolsillos.
–Y no trates de quedarte con el cambio como hiciste la última vez –dijo–. Si lo intentas, te tiraré de las orejas, sea o no sea tu cumpleaños.
–No te preocupes –dijo Ernie.
–Y si quieres practicar tu puntería con ese rifle –dijo el padre–, los pájaros son lo mejor. A ver cuántos gorriones consigues cazar, ¿de acuerdo?
–De acuerdo –dijo Ernie–. Los setos que hay junto al camino están llenos de gorriones. Cazar gorriones es fácil.
–Si crees que cazar gorriones resulta fácil –dijo el padre–, a ver si cazas una hembra de reyezuelo. Las hembras de reyezuelo son la mitad de grandes que los gorriones y nunca permanecen un segundo en el mismo sitio. Caza una hembra de reyezuelo antes de ponerte a fanfarronear sobre lo listo que eres.
–Vamos, Albert –dijo su esposa, apartando los ojos del fregadero–. No está nada bien cazar pajaritos cuando están en época de anidar. Los conejos son otra cosa, pero cazar pajaritos en época de anidar es algo muy distinto.
–Cierra el pico –dijo el padre–. Nadie te ha pedido tu opinión. Y escúchame, muchacho –añadió, dirigiéndose a Ernie–, no vayas enseñando esto por la calle, porque no tienes permiso de armas. Escóndelo en la pernera del pantalón hasta que estés en el campo, ¿entendido?
–No te preocupes –dijo Ernie.
Cogió el rifle y la caja de balas y salió a ver qué podía matar. Ernie era un gamberro corpulento que cumplía quince años aquel día. Al igual que su padre, que era camionero, tenía unos ojillos que más bien parecían rajas y estaban muy juntos cerca de la parte superior de la nariz. Tenía la boca floja y los labios mojados a menudo. Criado en una casa donde la violencia física era pan de cada día, el mismo Ernie era una persona extremadamente violenta. Casi todos los sábados por la tarde él y una pandilla de amigos cogían el tren o el autobús para presenciar algún partido de fútbol y consideraban que habían desperdiciado el día si antes de regresar a casa no se habían metido en alguna pelea encarnizada. A Ernie le gustaba horrores atrapar algún niño pequeño al salir de la escuela y retorcerle el brazo contra la espalda. Luego le ordenaba decir cosas insultantes y asquerosas sobre sus propios padres.
–¡Ay! ¡No, Ernie! ¡No, por favor!
–¡Dilo o te arranco el brazo!
Siempre lo decían. Entonces él les retorcía el brazo una vez más y la víctima se marchaba llorando desconsoladamente.
El mejor amigo de Ernie se llamaba Raymond. Vivía cuatro puertas más allá y, para la edad que tenía, también él era un chico corpulento. Pero, mientras que Ernie era grueso y grosero, Raymond era alto, esbelto y musculoso.
Al llegar frente a la casa de Raymond, Ernie se metió dos dedos en la boca y emitió un silbido largo y estridente. Raymond salió casi enseguida.
–Mira qué me han regalado para mi cumpleaños –dijo Ernie, mostrándole el rifle.
–¡Atiza! –exclamó Raymond–. ¡Con eso lo pasaremos bomba!
Los dos muchachos se pusieron en camino. Era la mañana de un sábado del mes de mayo y el campo presentaba un aspecto bellísimo alrededor del pueblecito donde vivían Ernie y Raymond. Los castaños habían florecido y los espinos de los setos estaban blancos. Para llegar al campo grande de los conejos, Ernie y Raymond tuvieron que bajar primero por un sendero angosto, bordeado de setos, durante cosa de medio kilómetro. Después tuvieron que cruzar la vía férrea y dar la vuelta al lago grande, cobijo de patos silvestres y pollas de agua y fojas y mirlos. Más allá del lago, al otro lado de la colina, estaba el campo de los conejos. El campo era propiedad de míster Douglas Highton y el mismo lago era refugio de aves acuáticas.
Durante el camino se turnaron con el rifle, disparando contra los pajaritos posados en los setos. Ernie cobró un pinzón real y una curruca. Raymond cazó un segundo pinzón real, una curruca zarcera y un escribano cerillo. Cada pájaro que mataban era atado por las patas a un cordel. Raymond jamás iba a ninguna parte sin llevar un grueso ovillo de cordel en el bolsillo de la chaqueta y un cuchillo. Ahora había ya cinco pajaritos colgando del cordel.
–¿Sabes qué? –dijo Raymond–. Podemos comérnoslos.
–¡No digas estupideces! –dijo Ernie–. Ninguno de ellos tiene carne suficiente siquiera para alimentar a una cochinilla.
–Sí tienen –dijo Raymond–. Los franchutes se los comen y lo mismo hacen los italianos. Míster Sanders nos lo dijo en clase. Dijo que los franchutes y los italianos tienden redes para cazarlos por millones y luego se los comen.
–De acuerdo, pues –dijo Ernie–. Veamos cuántos conseguimos cazar. Luego nos los llevaremos a casa y los meteremos en el estofado de conejo.
Siguieron avanzando por el sendero y disparando contra todos los pajaritos que veían. Cuando llegaron a la línea férrea, del cordel colgaban catorce pajaritos.
–¡Eh! –susurró Ernie, señalando con uno de sus largos brazos–. ¡Mira allí!
Había un grupo de árboles y arbustos al lado de las vías y junto a uno de los arbustos se encontraba un niño pequeño. Tenía unos prismáticos con los que enfocaba las ramas de un árbol añejo.
–¿Sabes quién es? –susurró Raymond–. Es ese pequeño imbécil de Watson.
–¡Tienes razón! –susurró Ernie–. Es Watson, ¡la escoria de la tierra!
Peter Watson era siempre el enemigo. Ernie y Raymond detestaban a Peter porque éste era casi todo lo que ellos no eran. Peter tenía un cuerpo pequeño y frágil. Su cara estaba llena de pecas y llevaba gafas de cristales gruesos. Era un alumno brillante que, pese a tener sólo trece años, ya iba a la clase de los mayores. Amaba la música y tocaba muy bien el piano. Los deportes no se le daban bien. Era callado y cortés. Su ropa, aunque remendada y zurcida, siempre estaba limpia. Y su padre no conducía un camión ni trabajaba en una fábrica. Era empleado de banca.
–Vamos a darle un susto a ese tunante –susurró Ernie.
Los dos muchachotes se acercaron sigilosamente a Peter, que no pudo verlos porque aún tenía los prismáticos en los ojos.
–¡Manos arriba! –gritó Ernie, apuntando con el rifle.
Peter Watson pegó un bote. Bajó los prismáticos y se quedó mirando a los dos intrusos a través de los gruesos cristales de sus gafas.
–¡Vamos! –gritó Ernie–. ¡Las manos arriba!
–Yo en tu lugar no apuntaría con ese rifle –dijo Peter Watson.
–¡Aquí las órdenes las damos nosotros! –exclamó Ernie.
–Así que arriba esas manos –dijo Raymond–, ¡a menos que prefieras que te metamos una bala en las tripas!
Peter Watson permaneció completamente inmóvil, sujetando los prismáticos con ambas manos. Miró a Raymond. Luego miró a Ernie. No tenía miedo, pero sabía que era mejor no hacer el tonto con aquel par. A lo largo de los años había sufrido mucho a causa de sus atenciones.
–¿Qué queréis? –preguntó.
–¡Que subas las manos! –le chilló Ernie–. ¿Es que no entiendes el inglés?
Peter Watson no se movió.
–Contaré hasta cinco –dijo Ernie–. Y si para entonces no las has subido, te pego un tiro en la barriga. Uno..., dos..., tres...
Lentamente Peter Watson levantó las manos por encima de la cabeza. Era la única cosa sensata que podía hacer. Raymond dio un paso al frente y le arrebató los prismáticos de las manos.
–¿Qué es esto? –dijo secamente–. ¿A quién estás espiando?
–A nadie.
–No mientas, Watson. ¡Estas cosas se utilizan para espiar! ¡Apuesto a que nos estabas espiando a nosotros! Es cierto, ¿no? ¡Confiésalo!
–Os aseguro que no os estaba espiando.
–Dale un coscorrón en la oreja –ordenó Ernie–. Enséñale a no mentirnos.
–Ahora mismo lo haré –dijo Raymond–. Déjame que me prepare.
Peter Watson estudió la posibilidad de salir huyendo. Lo único que podía hacer era dar media vuelta y echar a correr, pero eso no hubiese servido de nada. Le habrían atrapado en cuestión de segundos. Y si gritaba pidiendo socorro, nadie le oiría. Así pues, todo lo que podía hacer era conservar la calma y tratar de salir del apuro a fuerza de razonamientos.
–¡No bajes las manos! –ladró Ernie, moviendo el cañón del rifle de un lado a otro, como había visto hacer a los gángsters de la tele–. ¡Vamos, chico, las manos bien altas!
Peter hizo lo que le ordenaban.
–Vamos a ver: ¿a quién estabas espiando? –preguntó Raymond–. ¡Desembucha!
–Estaba observando un pito real –dijo Peter.
–¿Un qué?
–Un pito real macho. Estaba picando el tronco de ese árbol muerto, buscando gusanos.
–¿Dónde está? –preguntó Ernie, alzando el rifle–. ¡Me lo voy a cargar!
–No, no te lo cargarás –dijo Peter, mirando la ristra de pajaritos que colgaba del hombro de Raymond–. Salió volando en cuanto os oyó gritar. Los pitos reales son unos pájaros muy asustadizos.
–¿Por qué lo estabas observando? –preguntó Raymond con suspicacia–. ¿Para qué sirve? ¿Es que no tienes nada mejor que hacer?
–Es divertido observar los pájaros –dijo Peter–. Es mucho más divertido que matarlos a tiros.
–Conque sí, ¿eh, descarado? –exclamó Ernie–. ¿De modo que no te gusta que matemos pájaros? ¿Es eso lo que quieres decir?
–Me parece absolutamente sin sentido.
–No te gusta nada de lo que hacemos, ¿no es así? –dijo Raymond.
Peter no contestó.
–Pues voy a decirte algo –prosiguió Raymond–. Tampoco a nosotros nos gusta nada de lo que haces.
A Peter empezaban a dolerle los brazos. Decidió correr un riesgo. Poco a poco los fue bajando hasta los costados.
–¡Arriba! –chilló Ernie–. ¡Rápido!
–¿Y si me niego?
–¡Maldita sea! Eres muy descarado, ¿no es así? –dijo Ernie–. Te lo digo por última vez: ¡arriba las manos o aprieto el gatillo!
–Eso sería una acción criminal –dijo Peter–. Sería un caso para la policía.
–¡Y tú serías un caso para el hospital! –dijo Ernie.
–Adelante, dispara –dijo Peter–. Si lo haces, te enviarán al reformatorio. Eso es igual que la cárcel.
Peter vio que Ernie titubeaba.
–Lo estás pidiendo de veras, ¿no es así? –dijo Raymond.
–Lo único que pido es que me dejéis en paz –repuso Peter–. No os he hecho nada.
–Eres un farsante engreído –dijo Ernie–. Eso es exactamente lo que eres: un farsante engreído.
Raymond se inclinó y le susurró algo al oído a Ernie, que le escuchó con gran atención. Luego se dio una palmada en el muslo y dijo:
–¡Me gusta! ¡Es una gran idea!
Ernie dejó el rifle en el suelo y avanzó hacia el pequeño. Lo agarró y lo derribó al suelo. Raymond se sacó el ovillo de cordel del bolsillo y cortó un trozo. Los dos juntos obligaron al pequeño a juntar los brazos por delante y le ataron fuertemente las muñecas.
–Ahora las piernas –dijo Raymond.
Peter empezó a forcejear y recibió un puñetazo en el estómago. Eso le dejó sin aliento y se quedó inmóvil. Seguidamente le ataron los tobillos con más cordel. Peter quedó atado como una gallina y completamente indefenso.
Ernie recogió el rifle y luego cogió uno de los brazos de Peter con la otra mano. Raymond le asió el otro brazo y juntos empezaron a arrastrar al pequeño por la hierba hacia la línea férrea.
Peter se mantuvo absolutamente callado. Tramasen lo que tramasen, hablar con ellos no iba a solucionar las cosas.
Arrastraron a su víctima por el terraplén hasta llegar a la vía propiamente dicha. Entonces uno lo cogió por los brazos y el otro por los pies, le alzaron y lo depositaron en sentido longitudinal entre los raíles.
–¡Estáis locos! –exclamó Peter–. ¡No podéis hacer esto!
–¿Quién dice que no podemos? Esto no es más que una leccioncita que te estamos dando para que no seas descarado.
–¡Más cordel! –gritó Ernie.
Raymond sacó el ovillo y los dos muchachotes procedieron a atar a la víctima de tal modo que no pudiera alejarse culebreando de los raíles. Lo hicieron atando el cordel alrededor de cada uno de sus brazos y pasándolo después por debajo de los dos raíles. Luego hicieron lo mismo con la cintura y los tobillos. Una vez hubieron terminado, Peter Watson quedó atado e impotente, virtualmente inmóvil entre los raíles. Las únicas partes de su cuerpo que podía mover un poco eran la cabeza y los pies.
Ernie y Raymond retrocedieron unos pasos para inspeccionar su obra.
–Hemos hecho un buen trabajo –dijo Ernie.
–Por esta línea pasan trenes cada media hora –dijo Raymond–. No tendremos que esperar mucho rato.
–¡Esto es un asesinato! –exclamó el pequeño que yacía entre los raíles.
–No lo es –le dijo Raymond–. No es nada de eso.
–¡Soltadme! ¡Por favor, soltadme! ¡Moriré si pasa un tren!
–Si mueres, pequeño –dijo Ernie–, será por tu culpa y voy a decirte por qué. Porque si levantas la cabeza, justo como haces ahora, ¡estás listo, pequeño! No te muevas de como estás y puede que salgas con vida. Por otro lado, puede que no sea así, porque no estoy muy seguro de si queda mucho espacio libre debajo de los trenes. ¿Por casualidad sabes tú, Raymond, cuánto espacio libre hay debajo de los trenes?
–Muy poco –dijo Raymond–. Cada vez los construyen dejando menos espacio debajo.
–Puede que haya suficiente y puede que no –dijo Ernie.
–Pongámoslo de esta manera –dijo Raymond–. Probablemente habría suficiente para una persona normal como yo o tú, Ernie. Pero míster Watson, aquí presente..., de él ya no estoy tan seguro. Y te diré por qué.
–Dime –dijo Ernie, incitándole a seguir hablando.
–Míster Watson aquí presente tiene la cabeza muy gorda. He aquí el porqué. Tiene tal cabezota que personalmente creo que la parte inferior del tren se la rascará pase lo que pase. Cuidado: no quiero decir que vaya a arrancarle la cabeza. De hecho, estoy seguro de que no lo hará. Pero le va a hacer un buen afeitado. De eso puedes estar completamente seguro.
–Me parece que tienes razón –dijo Ernie.
–No es aconsejable –dijo Raymond– tener un cabezón tan voluminoso y repleto de sesos si uno está tumbado en la vía férrea y se le acerca un tren. ¿No es así, Ernie?
–Así es –dijo Ernie.
Los dos muchachotes volvieron a subir por el terraplén y se sentaron sobre la hierba detrás de unos arbustos. Ernie sacó un paquete de cigarrillos y ambos encendieron uno.
Peter Watson, tendido entre los raíles sin poder hacer nada, comprendió que no iban a soltarle. Eran un par de chicos locos y peligrosos. Vivían para el momento y jamás se paraban a pensar en las consecuencias. Peter se dijo que tenía que procurar mantenerse sereno y pensar. Permaneció tumbado, totalmente inmóvil, sopesando sus posibilidades. Éstas eran buenas. El punto más alto de su cara era la nariz. Calculó que la punta de la nariz sobresaldría unos diez centímetros por encima de los raíles. ¿Sería demasiado? No estaba muy seguro del espacio libre que quedaba entre el suelo y las diésels modernas. Desde luego no era mucho. La parte posterior de su cabeza reposaba sobre la grava suelta que había entre dos traviesas. Debía tratar de hacer un pequeño hoyo en la grava. Así pues, empezó a mover la cabeza de un lado a otro, apartando la grava y formando gradualmente un pequeño hueco en el que meter la cabeza. Al final calculó que había bajado la cabeza cinco centímetros más. Eso bastaría para la cabeza. Pero ¿y los pies? También ellos sobresalían. Solucionó el problema echando los dos pies atados hacia un lado hasta colocarlos de forma casi paralela al suelo.
Se quedó esperando la llegada del tren. ¿Le vería el maquinista? Era muy poco probable, ya que aquélla era la línea principal Londres-Doncaster-York-Newcastle-Escocia y en ella se utilizaban locomotoras grandes y largas en las que el maquinista ocupaba una cabina situada muy hacia atrás y sólo estaba atento a las señales. En aquella parte del trayecto los trenes solían circular a unos ciento veinte kilómetros por hora. Peter lo sabía. Se había sentado en el terraplén muchas veces para verlos pasar. Cuando era más pequeño solía apuntar el número de los trenes en una libretita y a veces en el costado de la locomotora había un nombre escrito con letras doradas.
Se dijo que, de un modo u otro, iba a ser una experiencia aterradora. El ruido sería ensordecedor y el silbido de un tren circulando a ciento veinte kilómetros por hora tampoco iba a resultar muy agradable. Durante unos momentos se preguntó si el tren, al pasar velozmente sobre él, crearía algún tipo de vacío que tiraría de él hacia arriba. Podía ser que sí. De manera que, pasara lo que pasara, tenía que concentrar toda su atención en mantener todo el cuerpo bien apretado contra el suelo. Debía evitar que el cuerpo perdiera su rigidez. Debía permanecer tenso, apretándose contra el suelo.
–¿Qué tal te va, cara de rata? –le preguntó uno de los muchachos desde detrás de los arbustos–. ¿Qué tal resulta esperar la ejecución?
Decidió no contestar. Contempló el cielo azul encima de su cabeza y vio que un solo cúmulo se desplazaba de izquierda a derecha. Y para no pensar en lo que iba a ocurrir al cabo de unos momentos, se puso a jugar a algo que su padre le había enseñado hacía mucho tiempo, en un caluroso día de verano en que los dos se encontraban tumbados boca arriba sobre la hierba que crecía en lo alto de los acantilados de Beachy Head. El juego consistía en buscar caras extrañas entre los pliegues, sombras y ondulaciones de los cúmulos. Su padre le había dicho que si uno forzaba la vista, siempre encontraba algún tipo de cara allí arriba. Peter dejó que sus ojos recorriesen lentamente la nube. En un lugar encontró el rostro de un tuerto que llevaba barba. En otro vio una bruja que tenía el mentón alargado y se reía. Un avión cruzó la nube de este a oeste. Era un monoplano pequeño de alas altas y fuselaje encarnado. Le pareció que se trataba de un viejo Piper Cub. Lo estuvo observando hasta que desapareció.
Y entonces, de repente, oyó un curioso ruidito vibrante que procedía de los raíles situados a ambos lados de su cuerpo. Era un sonido muy quedo, apenas audible, un ligerísimo susurro monótono que parecía acercarse por los raíles desde muy lejos.
El sonido vibrante de los raíles fue haciéndose más y más fuerte. Alzó la cabeza y miró la línea férrea larga y absolutamente recta que se extendía a lo largo de kilómetro y medio o más hacia la lejanía. Fue entonces cuando vio el tren. Al principio era sólo una manchita, un puntito negro y lejano, pero durante los pocos segundos que mantuvo alzada la cabeza, el puntito fue creciendo y empezó a cobrar forma y pronto dejó de ser un puntito para convertirse en el hocico grande, cuadrado y chato de una locomotora diésel. Peter bajó la cabeza y la apretó con fuerza dentro del pequeño hueco que había cavado en la grava. Echó los pies hacia un lado. Cerró fuertemente los ojos y procuró hundir el cuerpo en el suelo.
El tren pasó por encima de él como una explosión. Fue como si un fusil se hubiera disparado dentro de su cabeza. Y junto con la explosión llegó un viento arrasador y estridente y le pareció que un huracán se le metía por los orificios de la nariz y le llegaba hasta los pulmones. El ruido resultó demoledor. El viento le ahogó. Tuvo la sensación de que algún monstruo asesino se lo estaba comiendo vivo y tragándoselo hacia el interior de su panza.
Y entonces todo terminó. El tren ya había pasado. Peter abrió los ojos y vio el cielo azul y la nube grande y blanca flotando sobre su cabeza. Todo había pasado y lo había conseguido. Había sobrevivido.
–¡No le ha tocado! –dijo una voz.
–¡Qué lástima! –dijo otra voz.
Peter miró hacia un lado y vio a los dos gamberros corpulentos de pie junto a él.
–Córtale las ligaduras –dijo Ernie.
Raymond cortó los cordeles que le tenían atado a los raíles por ambos lados.
–Desátale los pies para que pueda andar, pero déjale las manos atadas –dijo Ernie.
Raymond le cortó los cordeles que le sujetaban los tobillos.
–Levántate –dijo Ernie.
Peter se puso en pie.
–Sigues siendo nuestro prisionero, amigo –dijo Ernie.
–¿Qué me dices de los conejos? –preguntó Raymond–. Creí que íbamos a cazar unos cuantos conejos.
–Hay tiempo de sobra para eso –contestó Ernie–. Acaba de ocurrírseme que, de paso, podríamos arrojar a ese imbécil al lago.
–Estupendo –dijo Raymond–. Eso le refrescará.
–Ya os habéis divertido –dijo Peter Watson–. ¿Por qué no me dejáis ir ahora?
–Porque estás prisionero –dijo Ernie–. Y no eres un prisionero corriente. Eres un espía. Y ya sabes qué les pasa a los espías cuando los atrapan, ¿no? Los colocan contra el paredón y los fusilan.
Peter no dijo nada más después de aquello. No servía de nada provocarles. Cuanto menos les dijera y cuanta menos resistencia ofreciera, mayores serían sus probabilidades de salir ileso. No tenía la menor duda de que eran capaces de infligirle graves lesiones corporales. Sabía con certeza que en una ocasión Ernie le había roto el brazo al pequeño Wally Simpson cuando salía de la escuela y que los padres de Wally habían acudido a la policía. También había oído a Ernie jactarse de «darle a las botas» en los partidos de fútbol a los que asistía como espectador. Esto, según tenía entendido Peter, significaba atizar patadas a la cara o el cuerpo de alguien que estuviera caído en el suelo. Aquellos dos eran unos gamberros y, a juzgar por lo que Peter leía diariamente en el periódico de su padre, en modo alguno eran los únicos. Al parecer, el país entero estaba lleno de gamberros. Destrozaban el interior de los trenes, libraban batallas encarnizadas por las calles con cuchillos, cadenas de bicicleta y barras de metal, atacaban a los transeúntes, especialmente a los chicos jóvenes que iban solos por la calle, y arrasaban las cafeterías que encontraban junto a las carreteras. Aunque quizá todavía no eran gamberros totalmente calificados, era indudable que Ernie y Raymond iban camino de serlo.
Por consiguiente, Peter se dijo que debía seguir mostrándose pasivo. No insultarles. No ofenderles de ninguna manera. Y, sobre todo, no tratar de atacarles físicamente. Cabía la esperanza de que en tal caso acabaran por aburrirse con su jueguecito desagradable y se marchasen a cazar conejos.
Cada uno de los dos muchachotes tenía a Peter cogido por un brazo y le obligaron a cruzar el campo contiguo en dirección al lago. El prisionero seguía teniendo las muñecas atadas ante sí. Ernie llevaba el rifle en la mano que le quedaba libre. Raymond llevaba los prismáticos que le había quitado a Peter. Llegaron al lago.
El lago estaba hermoso aquella dorada mañana de mayo. Era un lago largo y bastante estrecho en cuyas márgenes crecía algún que otro sauce. En el centro el agua era pura y cristalina, pero más cerca de la orilla había una verdadera jungla de cañas y juncos.
Ernie y Raymond condujeron a su prisionero hasta la orilla del lago y se detuvieron allí.
–Vamos a ver –dijo Ernie–. Sugiero lo siguiente: tú lo coges por los brazos, yo le cojo los pies, lo balanceamos una, dos, tres veces y lo arrojamos tan lejos como nos sea posible sobre las cañas y el barro. ¿Qué te parece?
–Me gusta –dijo Raymond–. Y sin desatarle las manos, ¿correcto?
–Correcto –dijo Ernie–. ¿Qué opinas tú, mocoso?
–Si eso es lo que vais a hacer, poco puedo hacer yo para impedirlo –dijo Peter, esforzándose por hablar con voz tranquila.
–Tú intenta impedírnoslo –dijo Ernie, sonriendo– y ya verás lo que te pasa.
–Una última pregunta –dijo Peter–. ¿Os habéis metido alguna vez con alguien tan grande como vosotros?
En cuanto lo hubo dicho, comprendió que acababa de cometer una equivocación. Vio que a Ernie se le enrojecían las mejillas y que una chispita peligrosa danzaba en sus ojillos negros.
Por suerte, en aquel preciso momento Raymond le sacó del apuro al exclamar:
–¡Eh! ¡Mira qué pájaro nada entre aquellas cañas! ¡Vamos a por él!
Era un pato real con el pico curvo, en forma de cuchara y amarillo, y la cabeza color verde esmeralda con un anillo blanco alrededor del cuello.
–Ésos sí que se pueden comer –prosiguió Raymond–. Es un pato silvestre.
–¡Voy a cazarlo! –exclamó Ernie, soltando el brazo del prisionero y echándose el rifle al hombro.
–Esto es un refugio de aves –dijo Peter.
–¿Un qué? –preguntó Ernie, bajando el rifle.
–Nadie dispara contra los pájaros aquí. Está terminantemente prohibido.
–¿Quién dice que está prohibido?
–El propietario, míster Douglas Highton.
–Sin duda bromeas –dijo Ernie.
Volvió a echarse el rifle al hombro. Disparó. El pato se desplomó en el agua.
–Ve a recogerlo –dijo Ernie a Peter–. Córtale las ligaduras de las manos, Raymond, así podrá hacernos de perrito y recoger los pájaros que cacemos.
Raymond sacó el cuchillo y cortó el cordel que ataba las manos de Peter.
–¡Anda! –exclamó Ernie–. ¡Ve a buscarlo!
La muerte del hermoso pato había trastornado mucho a Peter.
–Me niego –dijo.
Ernie le asestó una bofetada en pleno rostro. Peter no cayó al suelo, pero un hilillo de sangre empezó a manarle de la nariz.
–¡Mocoso cochino! –exclamó Ernie–. Trata de negarte otra vez y te voy a hacer una promesa. Y la promesa es ésta: niégate a obedecerme una vez más, una sola vez, y te haré saltar todos los dientes, los de arriba y los de abajo. ¿Entendido?
Peter no dijo nada.
–¡Contesta! –ladró Ernie–. ¿Me has entendido?
–Sí –susurró Peter en voz baja–. Te he entendido.
–¡Pues ve a buscar el pato! –gritó Ernie.
Peter bajó por la orilla, se metió en el agua cenagosa que había entre las cañas y recogió el pato. Luego volvió a la orilla con él. Raymond se lo quitó de las manos y ató un trozo de cordel alrededor de las patas del animal.
–Ahora que ya tenemos perro cobrador, veamos si podemos cazar unos cuantos patos más –dijo Ernie. Echó a andar por la orilla, con el rifle en la mano, buscando entre las cañas. De pronto se detuvo. Se agachó. Apoyó un dedo en los labios y dijo–: ¡Chitón!
Raymond fue a colocarse a su lado. Peter se quedó varios metros atrás, con los pantalones enfangados hasta las rodillas.
–¡Mira allí! –susurró Ernie, señalando un espeso grupo de juncos–. ¿Ves lo mismo que yo?
–¡Diablos! –exclamó Raymond–. ¡Qué belleza!
Peter volvió los ojos hacia aquel lugar y enseguida divisó lo que estaban mirando. Era un cisne, un magnífico cisne blanco que reposaba serenamente en su nido. El nido consistía en un enorme montón de cañas y juncos que se alzaba unos sesenta centímetros por encima de la superficie del lago y en lo alto de él se encontraba sentado el cisne como una majestuosa y blanca dama del lago. Tenía la cabeza vuelta hacia los chicos de la orilla, alerta y vigilante.
–¿Qué te parece? –dijo Ernie–. Mejor que los patos, ¿no crees?
–¿Crees que podrás darle? –preguntó Raymond.
–Claro que puedo darle. ¡Voy a hacerle un buen agujero!
Peter sintió que una rabia desenfrenada nacía dentro de él. Se acercó a los dos muchachos.
–Yo, en vuestro lugar, no dispararía contra ese cisne –dijo, procurando hablar con voz serena–. Los cisnes son los pájaros más protegidos de Inglaterra.
–¿Y eso qué tiene que ver? –le preguntó Ernie con tono lleno de desprecio.
–Y os diré algo más –prosiguió Peter, olvidándose de toda cautela–. Nadie dispara contra un pájaro que esté reposando en su nido. ¡Absolutamente nadie! ¡Puede que haya crías debajo! ¡Simplemente no podéis hacerlo!
–¿Quién dice que no podemos? –preguntó Raymond con voz burlona–. Míster Peter Watson el mocoso, ¿es él quien lo dice?
–Lo dice el país entero –contestó Peter–. Lo dice la ley y lo dice la policía, ¡y todo el mundo lo dice!
–¡Yo no lo digo! –exclamó Ernie, levantando el rifle.
–¡No dispares! –gritó Peter–. ¡No dispares, por favor!
¡Pum! El rifle hizo fuego. La bala alcanzó al cisne en medio de su elegante cabeza y su cuello largo y blanco se derrumbó sobre el costado del nido.
–¡Le he dado! –exclamó Ernie.
–¡Buen tiro! –gritó Raymond.
Ernie se volvió hacia Peter, que se encontraba absolutamente rígido y con la cara blanca.
–¡Ve a buscarlo! –ordenó Ernie.
Una vez más Peter no se movió.
Ernie se acercó al pequeño y se inclinó hasta que su rostro quedó a pocos centímetros del de Peter.
–Te lo digo por última vez –dijo en voz baja, amenazadora–. ¡Ve a recogerlo!
Las lágrimas bañaban la cara de Peter cuando lentamente bajó hasta la orilla y se metió en el agua. Vadeó hasta llegar al sitio donde se encontraba el cisne muerto y lo recogió tiernamente con ambas manos. Debajo del cadáver había dos polluelos diminutos, con el cuerpo cubierto de flojel amarillo. Estaban acurrucados el uno contra el otro en el centro del nido.
–¿Hay huevos? –gritó Ernie desde la orilla.
–No –contestó Peter–. No hay nada.
Pensó que había una probabilidad de que, al regresar al nido, el cisne macho siguiera alimentando a los polluelos si éstos seguían allí. Desde luego no quería dejarlos a la tierna merced de Ernie y Raymond.
Peter regresó a la orilla con el cisne muerto y lo depositó en el suelo. Luego se levantó y se enfrentó a los otros dos. Sus ojos, mojados aún por las lágrimas, llameaban de furia.
–¡Eso ha sido una cochinada! –gritó–. ¡Ha sido una gamberrada estúpida y sin sentido! ¡Sois un par de idiotas ignorantes! ¡Vosotros deberíais estar muertos en vez del cisne! ¡No sois dignos de seguir viviendo!
Se quedó allí de pie, irguiendo el cuerpo tanto como podía, espléndido en su furia, plantando cara a los dos chicos mayores que él, sin importarle ya lo que éstos pudieran hacerle.
Ernie no le pegó esta vez. Al principio pareció algo cortado ante aquel estallido de rabia, pero se repuso rápidamente. Y entonces sus labios flojos formaron una mueca astuta y húmeda y sus ojillos empezaron a brillar de una manera sumamente maligna.
–De modo que te gustan los cisnes, ¿no es verdad? –preguntó en voz baja.
–¡Me gustan los cisnes y os odio a vosotros! –exclamó Peter.
–¿Y tengo razón al pensar –prosiguió Ernie con la misma mueca burlona–, tengo absolutamente toda la razón al pensar que desearías que ese cisne viejo estuviera vivo en lugar de muerto?
–¡Ésa es una pregunta estúpida! –gritó Peter.
–Este mocoso necesita un buen pescozón en las orejas –dijo Raymond.
–Espera –dijo Ernie–. Quiero hacer este ejercicio. –Se volvió de nuevo hacia Peter–. De modo que si pudieras devolverle la vida al cisne y hacerle volar de nuevo por el aire, entonces te sentirías feliz, ¿no es así?
–¡Ésa es otra pregunta estúpida! –exclamó Peter–. ¿Quién te has creído que eres?
–Te diré quién soy yo –dijo Ernie–. Soy un mago, eso soy yo. Y para que estés feliz y contento, voy a ejecutar un truco de magia que hará que este cisne muerto resucite y vuelva a volar en el cielo.
–¡Tonterías! –dijo Peter–. Me voy.
Dio media vuelta y empezó a alejarse.
–¡Agárralo! –dijo Ernie.
Raymond lo agarró.
–¡Déjame en paz! –exclamó Peter.
Raymond le abofeteó con fuerza.
–Vamos, vamos –dijo–. No te pelees con tu tiíta a menos que quieras que te hagan daño.
–Dame tu cuchillo –dijo Ernie, alargando una mano.
Raymond se lo dio. Ernie se arrodilló al lado del cisne muerto y extendió una de sus enormes alas.
–Mira esto –dijo.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Raymond.
–Aguarda y lo verás –repuso Ernie.
Y con el cuchillo procedió a separar el ala grande y blanca del resto del cuerpo del cisne. Hay una articulación en el hueso allí donde el ala se junta con el costado del pájaro. Ernie la localizó, clavó el cuchillo en la articulación y cortó el tendón. El cuchillo estaba muy afilado y cortaba bien, por lo que el ala no tardó en desprenderse de una sola pieza.
Ernie dio la vuelta al cisne y cortó la otra ala.
–Cordel –dijo, tendiendo la mano hacia Raymond.
Raymond, que sujetaba el brazo de Peter, contemplaba la escena fascinado.
–¿Dónde has aprendido a descuartizar un pájaro así? –preguntó.
–Con las gallinas –dijo Ernie–. Solíamos birlar gallinas en la granja de Stevens y luego las troceábamos para venderlas a una tienda de Aylesbury. Dame el cordel.
Raymond le dio el ovillo de cordel. Ernie cortó seis trozos, de unos noventa centímetros cada uno.
Hay una serie de huesos resistentes a lo largo del borde superior del ala de un cisne y Ernie cogió una de las alas y empezó a atar un extremo de los trozos de cordel a lo largo del borde superior de la misma. Una vez hubo terminado, levantó el ala con los seis trozos de cordel colgando de ella y se volvió hacia Peter.
–Alarga el brazo –dijo.
–¡Estás loco de remate! –gritó el pequeño–. ¡Has perdido el juicio!
–Hazle extender el brazo, Raymond –dijo Ernie.
Raymond cerró un puño, lo acercó al rostro de Peter y le frotó suavemente la nariz.
–¿Ves esto? –dijo–. Pues te voy a dar en la boca con él si no haces exactamente lo que se te ordene. ¿Entendido? Vamos, extiende el brazo. Así me gusta.
Peter sintió que su resistencia se venía abajo. No podía seguir plantando cara a aquellos dos. Durante unos segundos miró fijamente a Ernie. Con sus ojillos negros y juntos, daba la impresión de ser capaz de hacer cualquier cosa si se enfurecía de verdad. En aquel momento Peter se dijo que Ernie podía matar fácilmente a una persona si perdía los estribos. Ernie, el chico retrasado y peligroso, estaba jugando y sería una tremenda imprudencia estropearle la diversión. Peter extendió un brazo.
Entonces Ernie procedió a atar uno por uno los extremos de los seis trozos de cordel al brazo de Peter, y cuando hubo terminado, el ala blanca del cisne se hallaba sujeta firmemente a lo largo de todo el brazo de Peter.
–¿Qué te parece? –dijo Ernie, retrocediendo para examinar su obra.
–Ahora el otro –dijo Raymond, que ya empezaba a comprender lo que hacía Ernie–. No esperarás que vuele por el cielo con una sola ala, ¿verdad?
–Marchando la segunda ala –dijo Ernie. Volvió a arrodillarse y ató otros seis trozos de cordel a los huesos superiores de la segunda ala. Luego se levantó otra vez–. A ver el otro brazo –dijo.
Peter, sintiéndose enfermo y ridículo, extendió el otro brazo. Ernie le ató fuertemente el ala.
–¡Ahora! –exclamó Ernie, batiendo palmas y dando unos pasos de baile sobre la hierba–. ¡Ahora volvemos a tener un auténtico cisne vivo! ¿Acaso no te he dicho que era un mago? ¿No te he dicho que haría un truco de magia y devolvería este cisne a la vida y le haría volar por todo el cielo? ¿No te lo he dicho?
Peter se quedó de pie bajo el sol, a orillas del lago, en aquella hermosa mañana de mayo, con las alas enormes, fláccidas y levemente ensangrentadas colgándole grotescamente sobre los costados.
–¿Has terminado? –preguntó.
–Los cisnes no hablan –dijo Ernie–. ¡Así que cierra el pico! Y ahorra energía, pequeño, porque vas a necesitar toda la fuerza y la energía que tengas cuando llegue el momento de volar por el cielo. –Ernie recogió el rifle del suelo, luego sujetó a Peter por la nuca con su mano libre y dijo–: ¡Adelante!
Anduvieron por la orilla del lago hasta que llegaron a un sauce alto y elegante. Allí se detuvieron. El árbol era un sauce llorón y sus largas ramas colgaban desde gran altura hasta casi tocar la superficie del lago.
–Y ahora el cisne mágico va a mostrarnos un poquito de vuelo mágico –anunció Ernie–. Así que lo que va a hacer usted ahora, míster Cisne, es encaramarse hasta la copa de este árbol y cuando llegue arriba extenderá las alas como un cisnito inteligente y emprenderá el vuelo.
–¡Fantástico! –exclamó Raymond–. ¡Fabuloso! ¡Me gusta mucho!
–A mí también –dijo Ernie–. Porque ahora vamos a averiguar exactamente cuán inteligente es en realidad este cisnito. Es inteligentísimo en la escuela, eso lo sabemos todos, y es el primero de la clase y un sinfín de cosas buenas, pero ahora veremos exactamente cuán inteligente es cuando se encuentra en la copa de un árbol. ¿Conforme, míster Cisne?
Empujó a Peter hacia el árbol.
Peter se preguntó hasta dónde podía llegar aquella locura. Él mismo empezaba a sentirse un poco loco, como si ya nada fuera real y ninguna de aquellas cosas estuviera sucediendo de verdad. Pero al menos la idea de encontrarse en lo alto de aquel árbol, lejos del alcance de ese par de gamberros, era algo que le atraía enormemente. Podría quedarse allí arriba. Dudaba mucho que se tomaran la molestia de subir tras él. Y aunque subieran, podría alejarse de ellos por encima de una rama delgada que no pudiese aguantar el peso de dos personas.
El árbol parecía bastante fácil de escalar, ya que tenía varias ramas bajas que le ayudarían al principio. Empezó la ascensión. Las alas blancas y enormes que colgaban de sus brazos le estorbaban a cada momento, pero no le importó. Lo que ahora le importaba a Peter era que cada centímetro que subía representaba otro centímetro que le alejaba de sus torturadores. Nunca había sido muy aficionado a encaramarse a los árboles y no lo hacía demasiado bien, pero nada iba a impedir que llegase a la copa de aquél. Y pensó que era probable que, una vez llegase allí arriba, ni siquiera pudieran verle debido a las hojas.
–¡Más arriba! –gritó la voz de Ernie–. ¡No te detengas!
Peter siguió subiendo y finalmente llegó a un punto desde el que era imposible subir más. Tenía los pies apoyados en una rama más o menos del grosor de la muñeca de una persona; la rama se extendía sobre la superficie del lago y luego se curvaba grácilmente hacia abajo. Todas las ramas que quedaban por encima de su cabeza eran delgadas y flexibles, pero aquella a la que se aferraba con las manos parecía tener suficiente resistencia. Se detuvo allí y descansó de la escalada. Miró hacia abajo por primera vez. Estaba muy alto, por lo menos a quince metros. Pero no podía ver a los dos chicos. Ya no estaban de pie en la base del árbol. ¿Era posible que por fin se hubiesen ido?
–¡Muy bien, míster Cisne! –dijo la temida voz de Ernie–. ¡Ahora escucha atentamente!
Los dos se habían alejado un poco del árbol hasta alcanzar un punto desde el que podían ver claramente al pequeño encaramado en la copa. Al mirar de nuevo hacia abajo, Peter se dio cuenta de lo dispersas y delgadas que eran las hojas de un sauce. Apenas le proporcionaban cobijo.
–¡Escucha atentamente, míster Cisne! –gritó la voz–. ¡Empieza a caminar por esa rama en la que estás de pie! ¡No te detengas hasta quedar sobre el agua cenagosa! ¡Entonces emprende el vuelo!
Peter no se movió. Estaba quince metros por encima de ellos y no conseguirían atraparle otra vez. Abajo se hizo un largo silencio. Debió de durar medio minuto. Peter no apartó los ojos de las dos figuras lejanas que se divisaban en el campo. Permanecían muy quietas, mirando hacia arriba.
–¿Está bien, míster Cisne? –dijo la voz de Ernie–. Voy a contar hasta diez, ¿de acuerdo? Y si para entonces no has extendido las alas y emprendido el vuelo, ¡te pegaré un tiro con esta escopetita! ¡Y de esta manera hoy habré cazado dos cisnes en lugar de uno solo! ¡Empiezo a contar, míster Cisne! ¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!... ¡Cuatro!... ¡Cinco!... ¡Seis!...
Peter permaneció inmóvil. Nada haría que se moviese de allí.
–¡Siete!... ¡Ocho!... ¡Nueve!... ¡Diez!
Peter vio que el rifle subía hacia el hombro. Le apuntaba directamente. Luego oyó la detonación y el silbido de la bala al pasar a poca distancia de su cabeza. Resultaba aterrador. Pero él siguió sin moverse. Pudo ver que Ernie cargaba el arma con otra bala.
–¡La última oportunidad! –chilló Ernie–. ¡La próxima bala te dará de lleno!
Peter siguió inmóvil. Esperó. Observó al muchacho que se encontraba de pie entre los ranúnculos del prado con otro muchacho a su lado. El rifle volvió a subir hacia el hombro.
Esta vez oyó la detonación en el mismo momento en que la bala le alcanzaba el muslo. No sintió dolor, pero la fuerza del proyectil resultó devastadora. Fue como si alguien le golpease la pierna con un martillo pilón, haciendo que ambos pies dejasen la rama donde reposaban. Se agarró con las dos manos para no caer. La rama pequeña a la que se asió empezó a doblarse y finalmente se partió.
Algunas personas, cuando ya han soportado demasiado y se han visto empujadas más allá de los límites de su resistencia, simplemente se vienen abajo y se rinden. Hay otras, aunque no son muchas, que por alguna razón serán siempre inconquistables. Las encuentras en tiempo de guerra y también en tiempo de paz. Poseen un espíritu indomable y nada, ni el dolor ni la tortura ni la amenaza de muerte, logrará que se rindan.
El pequeño Peter Watson era una de éstas. Y mientras luchaba y se debatía para no caer desde la copa de aquel árbol, de pronto comprendió que iba a ganar. Alzó los ojos y vio una luz que brillaba sobre las aguas del lago, una luz tan intensa y hermosa que no pudo apartar los ojos de ella. La luz le estaba llamando, atrayéndole, y Peter se lanzó hacia ella al mismo tiempo que extendía las alas.
Tres personas distintas manifestaron haber visto un gran cisne blanco volando en círculo sobre el pueblo aquella mañana: una maestra de escuela llamada Emily Mead, un hombre que estaba cambiando algunas tejas del tejado de la farmacia y cuyo nombre era William Eyles, y un chico llamado John Underwood que se encontraba en un campo cercano haciendo volar su avión en miniatura.
Y aquella mañana mistress Watson, que estaba fregando los platos en la cocina, casualmente levantó los ojos y miró por la ventana en el preciso momento en que algo grande y blanco se dejaba caer sobre el césped del jardín de atrás. Mistress Watson salió corriendo. Se arrodilló al lado de la figura pequeña y encogida de su único hijo.
–¡Hijo mío! –exclamó al borde de la histeria y casi incapaz de creer lo que veían sus ojos–. ¡Hijo del alma! ¿Qué te ha pasado?
–Me duele la pierna –dijo Peter, abriendo los ojos.
Luego se desmayó.
–¡Está sangrando! –exclamó la madre, cogiéndole en brazos y entrando en la casa.
Rápidamente telefoneó al médico y pidió una ambulancia. Y mientras esperaba que llegase la ayuda, cogió unas tijeras y empezó a cortar el cordel que sujetaba las dos grandes alas de cisne a los brazos de su hijo.