No hace mucho tiempo, un voluminoso cajón de madera fue depositado en la puerta de mi casa por el servicio ferroviario de reparto a domicilio. Se trataba de un objeto insólitamente resistente y bien construido, hecho de algún tipo de madera dura, de color rojo oscuro, bastante parecida a la caoba. Lo levanté con mucha dificultad y, tras depositarlo sobre una mesa del jardín, lo examiné ciudadosamente. En uno de sus lados decía que había llegado de Haifa a bordo del Waverley Star, pero no pude encontrar el nombre ni la dirección del remitente. Traté de pensar en alguien que viviese en Haifa o por allí y que deseara enviarme un regalo magnífico. No se me ocurrió nadie. Me dirigí lentamente hacia el cobertizo donde guardaba los aperos de jardinería, sumido aún en profundas reflexiones sobre el asunto, y volví con un martillo y un destornillador. Luego empecé a levantar con mucho cuidado la tapa del cajón.
¡Estaba lleno de libros! ¡Unos libros extraordinarios! Uno por uno los fui sacando del cajón (sin hojearlos aún) y los dejé sobre la mesa, formando tres montones elevados. Había veintiocho volúmenes en total y he de confesar que eran bellísimos. Cada uno de ellos estaba encuadernado idéntica y soberbiamente en lujoso tafilete color verde, con las iniciales O. H. C. y un número romano (del I al XXVIII) estampado en oro sobre el lomo.
Cogí el volumen que tenía más a mano, el número XVI, y lo abrí. Las páginas, blancas y sin rayar, aparecían rellenas de una letra pequeña y pulcra, escrita con tinta negra. En la portada constaba una fecha: «1934». Nada más. Cogí otro volumen, el número XXI. Contenía más páginas escritas con la misma letra, pero en la portada decía «1939». Lo dejé sobre la mesa y cogí el volumen I con la esperanza de encontrar en él un prefacio o algo parecido, o tal vez el nombre del autor. En lugar de ello, dentro de la cubierta del libro encontré un sobre. Iba dirigido a mí. Extraje la carta que había dentro y eché un rápido vistazo a la firma. Oswald Hendryks Cornelius, decía.
¡Era el tío Oswald!
Ningún miembro de la familia había tenido noticias del tío Oswald desde hacía más de treinta años. La carta estaba fechada el 10 de marzo de 1964 y hasta su llegada sólo podíamos suponer que el tío Oswald existía aún. En realidad, nada se sabía de él salvo que vivía en Francia, que viajaba mucho, que era un solterón acaudalado, de gustos repugnantes y a la vez atractivos, que se negaba empecinadamente a tener trato con sus parientes. Todo lo demás eran rumores y habladurías, pero los rumores eran tan espléndidos y las habladurías resultaban tan exóticas que hacía ya tiempo que Oswald se había convertido en un héroe resplandeciente y una leyenda para todos nosotros.
«Mi querido muchacho –empezaba la carta:
»Creo que tú y tus tres hermanas sois los únicos parientes cercanos y consanguíneos que me quedan. Por consiguiente, sois mis legítimos herederos y, como no he hecho testamento, todo lo que deje al morir será vuestro. Por desgracia, no tengo nada que dejar. Antes tenía mucho y el hecho de que recientemente me haya librado de todo ello como mejor me ha parecido no es asunto vuestro. A guisa de consuelo, sin embargo, os envío mis diarios personales. Creo que éstos deberían permanecer en la familia. Abarcan los mejores años de mi vida y no os hará ningún daño leerlos. Pero si los mostráis a otros o permitís que los lea algún extraño, correréis un gran peligro. Si los publicas, me imagino que ello sería el fin simultáneo tanto de ti como del editor. Porque debes entender que miles de las heroínas a las que menciono en los diarios siguen estando medio muertas solamente y si fueras lo bastante estúpido como para manchar con letras escarlatas su reputación, que es blanca como la azucena, tendrían tu cabeza en una bandeja en dos segundos escasos y probablemente, por si fuera poco, la asarían en el horno. De modo que será mejor que te andes con cuidado. Sólo te vi una vez. De eso hace años, en 1921, cuando tu familia vivía en aquel feo caserón del sur de Gales. Yo era un tío y tú no eras sino un niño muy pequeño, de unos cinco años. No creo que te acuerdes de la joven niñera noruega que tenías por aquel entonces. Era una joven notablemente limpia y fornida y tenía una figura exquisita, incluso cuando llevaba aquel uniforme de peto ridículamente almidonado que le ocultaba su pecho encantador. La tarde en que estuve allí, la niñera iba a dar un paseo contigo por el bosque, para recoger campanillas azules, y yo le pregunté si podía ir con vosotros. Y cuando nos hubimos internado mucho en el bosque, te dije que te daría una tableta de chocolate si eras capaz de regresar a casa solito. Y lo fuiste (véase el volumen III). Eras un niño con sentido común. Adiós – Oswald Hendryks Cornelius».
La súbita llegada de los diarios causó gran excitación en la familia y nos apresuramos a leerlos. No nos decepcionaron. Su contenido era asombroso: hilarante, ingenioso, excitante y, a menudo, también conmovedor, mucho. La vitalidad del tío Oswald era increíble. Siempre estaba en movimiento, de una ciudad a otra, de país en país, de mujer en mujer y, entre una mujer y la siguiente, se dedicaba a buscar arañas en Cachemira o a seguirle la pista a algún jarrón de porcelana azul en Nanquín. Pero las mujeres siempre eran lo primero. Adondequiera que fuese, siempre dejaba tras él una estela interminable de mujeres, hembras ofendidas y mancilladas de manera indecible, pero ronroneando como gatitas.
Veintiocho volúmenes de exactamente trescientas páginas cada uno tardan mucho en leerse y hay pocos escritores, poquísimos, capaces de retener el interés de sus lectores a lo largo de semejante extensión de papel. Pero Oswald lo consiguió. La narración nunca parecía perder su sabor, el ritmo jamás decaía y casi sin excepción cada apunte, fuese largo o corto, tratase de lo que tratara, se convertía en una maravillosa historieta individual, completa en sí misma. Y al final de todo, una vez leída la última página del último volumen, uno se quedaba sin respiración, pensando que tal vez acababa de leer una de las mejores obras autobiográficas de nuestro tiempo.
Si se la considerase exclusivamente como la crónica de las aventuras amorosas de un hombre, entonces es indudable que no hay nada que se le pueda comparar. A su lado, las memorias de Casanova son como una hoja parroquial y el mismísimo y famosísimo amante, comparado con Oswald, se nos aparece como un hombre con unos apetitos sexuales decididamente adormecidos.
Cada página contenía dinamita social; en eso Oswald tenía razón. Pero se equivocaba al pensar que las explosiones vendrían únicamente de las mujeres. ¿Qué decir de sus maridos, de aquellos infelices humillados y cornudos? El cornudo, cuando se le provoca, es un pájaro muy feroz y habría miles y miles de ellos que remontarían el vuelo en el caso de que los Diarios de Cornelius, sin cortes de ninguna clase, viesen la luz del día estando ellos vivos todavía. La publicación, por consiguiente, quedaba descartada.
Lástima. Hasta tal punto me parecía lamentable, que pensé que había que hacer algo al respecto. Así que me senté y releí los diarios de cabo a rabo con la esperanza de descubrir cuando menos un pasaje completo que pudiera publicarse sin que el editor y yo mismo nos viéramos envueltos en litigios serios. Con gran alegría encontré nada menos que seis. Se los mostré a un abogado. Me dijo que, a su juicio, tal vez estuvieran «exentos de peligro», aunque no podía garantizármelo. Uno de dichos pasajes, «El episodio del desierto del Sinaí», parecía «menos peligroso» que los otros cinco, añadió el abogado.
De modo que he decidido empezar por ése y ofrecerlo a algún editor enseguida, al terminar este breve prefacio. Si me lo aceptan y todo sale bien, puede que entonces publique uno o dos más.
El apunte correspondiente a lo del Sinaí procede del último de los volúmenes, el número XXVIII, y lleva la fecha del 24 de agosto de 1946. A decir verdad, es el último apunte del último de todos los volúmenes, la última cosa que escribiera Oswald, y no sabemos adónde fue ni qué hizo después de la fecha citada. Sólo podemos hacer conjeturas. El apunte se lo ofreceré palabra por palabra dentro de un momento, pero ante todo, y para que les resulte más fácjl entender algunas de las cosas que Oswald dice y hace en su historia, permítanme que trate de hablarles un poco acerca del propio Oswald. De la masa ingente de confesiones y opiniones que contienen los veintiocho volúmenes, surge una impresión bastante clara de su carácter.
En la época del episodio del Sinaí, Oswald Hendryks Cornelius contaba cincuenta y un años de edad y, desde luego, nunca se había casado. «Me temo», solía decir, «que he sido bendecido –¿o debería decir “maldecido”?– con una naturaleza desusadamente quisquillosa».
En ciertos sentidos esto era cierto, mas en otros, y especialmente en lo que se refería al matrimonio, su afirmación era exactamente lo contrario de la verdad.
La verdadera razón por la cual Oswald se había negado a contraer matrimonio era sencillamente que nunca en la vida había sido capaz de confinar sus atenciones a una mujer determinada durante más tiempo del que se necesitaba para conquistarla. Una vez la conquistaba, perdía todo interés por ella y emprendía la búsqueda de una nueva víctima.
Es difícil que un hombre normal considerase que ésta era una razón válida para permanecer soltero, pero Oswald no era un hombre normal. Ni siquiera era un polígamo normal. Era, por decirlo claramente, un tenorio tan desenfrenado e incorregible que ninguna esposa del mundo le habría soportado durante más de unos días, por no hablar de la duración de una luna de miel, aunque sabe el cielo que bastantes mujeres se hubiesen mostrado deseosas de probar suerte.
Oswald era una persona alta y delgada, de aire frágil y lánguidamente estético. Su voz era dulce, sus modales eran corteses y, a primera vista, más parecía un gentilhombre de cámara que un célebre bribón. Jamás hablaba de sus aventuras amorosas con otros hombres, y un extraño, aunque pasara toda una velada hablando con él, no habría observado el menor asomo de engaño en los ojos claros y azules de Oswald. De hecho, era exactamente la clase de hombre que un padre ansioso probablemente elegiría para que acompañase a su hija y la dejara sana y salva en casa.
Pero si sentabais a Oswald al lado de una mujer, de una mujer que le interesase, sus ojos cambiaban instantáneamente y, al mirarla, una chispita peligrosa empezaba a danzar poco a poco en el mismo centro de cada pupila; y luego iniciaba la conquista hablándole de manera rápida e inteligente y es casi seguro que más ingeniosamente de lo que nadie le hubiese hablado antes. Era un don que tenía el tío Oswald, un talento de lo más singular, y, cuando se empeñaba en ello, era capaz de hacer que sus palabras se enroscasen alrededor de la oyente hasta aprisionarla en una especie de dulce trance hipnótico.
Pero no eran únicamente su charla ingeniosa y la expresión de sus ojos lo que fascinaba a las mujeres. Estaba también su nariz. (En el volumen XIV Oswald incluye, con obvia satisfacción, una nota que le escribió cierta dama describiendo con gran detalle cosas como ésta). Parece ser que cuando Oswald se excitaba, algo extraño empezaba a ocurrir alrededor de las ventanas de su nariz, un endurecimiento de los bordes, un ensanchamiento visible que dilataba los orificios y revelaba grandes extensiones de la piel lustrosa y rojiza del interior. Esto creaba una impresión rara, desenfrenada, animal y, aunque puede que el fenómeno no parezca especialmente atractivo al describirlo sobre el papel, su efecto sobre las damas era eléctrico.
Casi sin excepción las mujeres se sentían atraídas hacia Oswald. En primer lugar, era un hombre que se negaba obstinadamente a ser dominado, lo cual lo hacía automáticamente deseable. Añádase a esto la combinación nada frecuente de un intelecto de primera, encanto en abundancia y una reputación de excesiva promiscuidad y se obtendrá una receta potente.
Además, y olvidando por unos momentos el aspecto licencioso y censurable, conviene tener en cuenta que el carácter de Oswald presentaba otras facetas sorprendentes que bastaban por sí solas para hacer de él una persona intrigante. Eran muy pocas, por ejemplo, las cosas que no supiera acerca de la ópera italiana del siglo XIX y había escrito un curioso librito, un manual, sobre los tres compositores Donizetti, Verdi y Ponchielli. En él nombraba a la totalidad de las queridas importantes que tuvieran los citados hombres durante su vida y examinaba, de forma harto seria, la relación entre la pasión creadora y la pasión carnal, así como la influencia de la una sobre la otra, especialmente en lo que concernía a las obras de estos compositores.
La porcelana china era otra de las cosas que interesaban a Oswald y se le tenía por una especie de autoridad internacional en la materia. Los jarrones azules del período Chin Hoa le inspiraban un amor especial y tenía una colección reducida pero exquisita de piezas de dicho período.
También coleccionaba arañas y bastones.
Su colección de arañas, o, para ser más exactos, su colección de arácnidos, dado que incluía escorpiones y pedipalpos, posiblemente era tan extensa como cualquier otra colección, exceptuando las de los museos, y poseía un conocimiento impresionante de los centenares de géneros y especies. Por cierto que mantenía la tesis (probablemente correcta) de que la seda de la araña era de calidad superior a la seda corriente que tejen los gusanos y nunca llevaba corbata alguna que no fuese de seda de araña. Poseía unas cuarenta corbatas de ésas en total y con el fin de adquirirlas, y también de poder añadir un par de corbatas nuevas cada año, tenía que mantener miles y miles de Arana y Epeira diademata (las arañas comunes de los jardines ingleses) en un viejo invernadero que había en el jardín de su casa de campo de las afueras de París, donde los animalitos crecían y se multiplicaban aproximadamente al mismo ritmo con que se devoraban unos a otros. De ellos, Oswald en persona recogía el hilo bruto –nadie más estaba dispuesto a entrar en aquel horrible invernadero– y lo enviaba a Aviñón, donde era devanado, torcido, lavado, teñido y transformado en tejido. De Aviñón, el tejido era entregado directamente a la casa Sulka, a quienes encantaba todo el asunto y gustosamente confeccionaban corbatas con un tejido tan raro y maravilloso.
–Pero las arañas no pueden gustarte realmente –le decían a Oswald las mujeres que lo visitaban, cuando les mostraba su colección.
–Pues las adoro –les contestaba él–. Especialmente las hembras. Me recuerdan tanto a ciertas hembras de la especie humana que conozco. Me recuerdan a mis hembras humanas favoritas.
–¡Qué tontería, cariño!
–¿Tontería? No lo creo así.
–Es bastante insultante.
–Al contrario, querida mía, es el mayor cumplido que podría hacer. ¿No sabías, por ejemplo, que la araña hembra es tan salvaje al hacer el amor que el macho está de suerte si sale con vida del trance? Sólo si es extremadamente ágil y posee un ingenio maravilloso logra salir entero.
–¡Oswald!
–¿Y la araña de mar, querida mía? La chiquitina araña de mar es tan peligrosamente apasionada que su amante, antes de atreverse a abrazarla, tiene que atarla con complicados nudos y bucles hechos con su propio hilo...
–¡Basta, Oswald, basta ya! –exclamaban las mujeres, con los ojos relucientes.
La colección de bastones de Oswald también era algo sin igual. Cada uno de ellos había pertenecido a una persona distinguida o a una persona repugnante y Oswald los guardaba todos en su piso de París, donde estaban expuestos en dos largas bastoneras apoyadas contra las paredes del pasillo (¿o deberíamos llamarlo «camino real»?) que conducía de la sala de estar al dormitorio. Cada bastón tenía su propio rotulito de marfil: Sibelius, Milton, el rey Faruk, Dickens, Robespierre, Puccini, Oscar Wilde, Franklin Roosevelt, Goebbels, la reina Victoria, Toulouse-Lautrec, Hindenburg, Tolstoi, Laval, Sarah Bernhardt, Goethe, Voroshiloff, Cézanne, Tojo... Debía de haber más de cien en total, algunos muy hermosos, otros muy sencillos, algunos con puntera de oro o plata y otros con empuñadura curvada.
–Coge el Tolstoi –decía Oswald a una bonita visitante–. Vamos, cógelo... así... y ahora... frota suavemente con la palma el nudo desgastado y lustroso por el roce de la mano del gran hombre. ¿No te parece maravilloso el simple contacto de tu piel con ese punto?
–Sí lo es, sí, sí lo es.
–Y ahora coge el Goebbels y haz lo mismo. Pero hazlo como es debido. Deja que la palma se cierre fuertemente sobre el mango... así... y ahora... apoya el peso de tu cuerpo en el bastón, apóyate con fuerza, exactamente como solía hacerlo el pequeño y deforme doctor... eso... así... ahora quédate así durante uno o dos minutos y dime si no sientes como si un delgado dedo de hielo te subiera por el brazo y se desviase hacia tu pecho.
–¡Es aterrador!
–Claro que lo es. Hay personas que pierden el conocimiento. Sencillamente se desploman.
Nadie se aburría jamás en compañía de Oswald y quizás ésa, más que cualquier otra cosa, fuera la razón de su éxito.
Llegamos ahora al episodio del Sinaí. Durante aquel mes, Oswald se había divertido recorriendo en automóvil, sin ninguna prisa, la distancia que hay entre Jartum y El Cairo. Su coche era un espléndido Lagonda de antes de la guerra que había permanecido cuidadosamente guardado en Suiza durante los años que durara la contienda y, como pueden imaginar ustedes, estaba dotado de todos los artilugios existentes bajo el sol. El día antes del Sinaí (23 de agosto de 1946) Oswald se encontraba en El Cairo, hospedado en el Shepheard’s Hotel, y aquella tarde, tras una serie de maniobras descaradas, había logrado atrapar a una dama marroquí, de origen supuestamente aristocrático, llamada Isabella. Sucede que la tal Isabella era la amante, estrechamente vigilada, nada menos que de cierto personaje real (por aquel entonces en Egipto había aún monarquía) dispéptico y de mala reputación. Fue una jugada típicamente oswaldiana.
Pero aún había más. A medianoche condujo a la dama en coche hasta Giza y la convenció para que, bajo la luz de la luna, se encaramase con él hasta la misma cima de la gran pirámide de Keops.
–...No puede haber lugar más seguro –escribió en el diarioni más romántico que el ápice de una pirámide en una noche cálida de luna llena. Las pasiones se agitan no sólo a causa de la magnífica vista sino también por efecto de esta curiosa sensación de poder que invade el cuerpo cuando uno contempla el mundo desde una gran altura. En cuanto a la seguridad, esta pirámide mide exactamente ciento cuarenta y cuatro metros de altura, lo cual representa treinta y cuatro metros más que la cúpula de la catedral de San Pablo, y desde la cima uno puede observar con la mayor facilidad todos los accesos a ella. Ningún otro boudoir de la tierra puede ofrecer esta facilidad. Ninguno tiene tantas salidas de emergencia tampoco, de manera que, si alguna figura siniestra se encaramase por un lado de la pirámide, persiguiéndonos, uno sólo tenía que deslizarse tranquilamente, sin hacer ruido, por el otro...
Dio la casualidad de que Oswald escapó por un pelo aquella noche. De alguna manera, en palacio debieron de enterarse de su aventurilla, ya que Oswald, desde su elevado pináculo bañado por la luna, de repente observó que tres figuras siniestras, en lugar de una sola, se acercaban por tres lados distintos y empezaban a escalar la pirámide. Mas, por suerte para él, la gran pirámide de Keops tiene un cuarto lado, y, cuando aquellos criminales árabes llegaron a la cúspide, los dos amantes ya estaban en la base y se metían en el coche.
El apunte correspondiente al 24 de agosto reanuda la historia exactamente aquí. Lo reproducimos palabra por palabra, con puntos y comas, tal como lo escribió Oswald. No se ha alterado, añadido ni suprimido nada:
24 de agosto de 1946
–Cortar la cabeza a Isabella si la pilla ahora –dijo Isabella.
–Tonterías –repuse, aunque pensé que probablemente tenía razón.
–También cortar la cabeza a Oswald –dijo ella.
–Ni pensarlo, querida mía. Estaré muy lejos de aquí cuando se haga de día. Ahora mismo parto Nilo arriba, camino de Luxor.
Nos alejábamos rápidamente de la pirámide en el coche. Eran alrededor de las dos y media de la madrugada.
–¿A Luxor? –dijo ella.
–Sí.
–¿E Isabella ir contigo?
–No.
–Sí –dijo ella.
–Va en contra de mis principios viajar con una dama –dije.
Podía ver algunas luces delante de nosotros. Eran del Mena House Hotel, lugar que permite a los turistas hospedarse en el desierto, no muy lejos de las pirámides. Me acerqué bastante al hotel y detuve el coche.
–Voy a dejarte aquí –dije–. Nos lo hemos pasado muy bien.
–¿De modo que no llevar a Isabella a Luxor?
–Me temo que no –dije–. Vamos, bájate del coche.
Isabella empezó a apearse del automóvil, luego se detuvo con un pie en la calzada y, de pronto, se volvió en redondo y vertió sobre mí tal torrente de palabras obscenas como nunca había oído yo en labios de una dama desde... bueno, desde 1931, en Marrakech, cuando la vieja y golosa duquesa de Glasgow metió la mano en una caja de bombones y fue mordida por un escorpión que casualmente yo había depositado en ella a guisa de custodio (Volumen XIII, 5 de junio de 1931).
–Eres asquerosa –dije.
Isabella se apeó rápidamente y cerró la portezuela con tanta fuerza que el coche entero saltó sobre sus ruedas. Me alejé de allí velozmente. Gracias al cielo me había librado de ella. No soporto los malos modales en una chica bonita.
Mientras conducía tenía un ojo puesto en el espejo retrovisor, pero de momento no parecía que me siguiese ningún coche. Cuando llegué a la periferia de El Cairo empecé a abrirme paso a través de calles laterales, evitando el centro de la ciudad. No me sentía especialmente preocupado. No era probable que los sicarios del rey llevasen el asunto mucho más lejos. A pesar de ello, hubiera sido una temeridad volver al Shepheard en aquel momento. De todos modos, no era necesario, ya que todo mi equipaje, exceptuando una maleta pequeña, lo tenía conmigo en el coche. Cuando estoy en una ciudad extranjera y salgo por la noche, nunca dejo las maletas en la habitación del hotel. Me gusta la movilidad.
No tenía la menor intención de ir a Luxor, por supuesto. Lo que ahora deseaba era largarme de Egipto. El país no me gustaba ni pizca. Ahora que lo pienso, nunca me había gustado. Aquel lugar me hacía sentir incómodo dentro de mi pellejo. Creo que se debía a la suciedad que imperaba por doquier, así como a los olores pútridos. Aunque la verdad, reconozcámoslo, es que se trata realmente de un país miserable; y albergo la fuerte sospecha, aunque detesto tener que decirlo, de que los egipcios se lavan menos a conciencia que los demás pueblos del mundo, con la posible excepción de los mongoles. Desde luego no lavan la vajilla a mi gusto. Créase o no, había una señal de labios larga, costrosa, de color café, en el borde de la taza que colocaron ante mí ayer a la hora del desayuno. ¡Uf! ¡Era repulsiva! No podía apartar los ojos de ella mientras me preguntaba de quién serían los labios babosos que allí la dejaran.
Me encontraba conduciendo ahora por las calles angostas y sucias de los suburbios orientales de El Cairo. Sabía exactamente adónde iba. Había tomado una decisión en ese sentido antes incluso de haber bajado hasta la mitad de la pirámide con Isabella. Me dirigía a Jerusalén. La distancia era insignificante y la ciudad siempre me había gustado. Además, era la manera más rápida de salir de Egipto. Procedería del modo siguiente:
1. De El Cairo a Ismailia. Unas tres horas en coche. Cantaría una ópera durante el trayecto, como de costumbre. Llegada a Ismailia entre 6 y 7 de la mañana. Tomaría una habitación y dormiría un par de horas. Luego ducha, afeitado y desayuno.
2. A las 10 de la mañana, cruzaría el Canal de Suez por el puente de Ismailia y cogería la carretera del desierto que cruza el Sinaí hasta la frontera palestina. Durante la travesía del desierto del Sinaí buscaría escorpiones. Tiempo: unas cuatro horas; llegada a la frontera palestina : a las 2 del mediodía.
3. Desde allí seguiría directamente hasta Jerusalén pasando por Beer Sheva y llegando al King David Hotel a tiempo para tomarme unos cócteles y cenar.
Hacía varios años desde la última vez que había viajado por aquella carretera, pero recordaba que el desierto del Sinaí era un lugar notable por sus escorpiones. Necesitaba desesperadamente otro opistoftalmo hembra, uno grande. Al espécimen que poseía le faltaba el quinto segmento de la cola y me avergonzaba de él.
No tardé mucho en encontrar la carretera principal de Ismailia y, en cuanto la cogí, puse el Lagonda a sus buenos cien kilómetros por hora. La carretera era angosta, pero el firme era liso y no había tráfico. El país del Delta se extendía a mi alrededor, lúgubre y desolado bajo la luz de la luna, los campos llanos y sin árboles, canales de regadío entre ellos y el suelo negro, negrísimo, por doquier. Resultaba indeciblemente sombrío.
Pero a mí no me preocupaba. Yo no formaba parte de ello. Me encontraba completamente aislado en mi propia y lujosa cascarita, tan abrigado como un cangrejo ermitaño y viajando mucho más deprisa que él. ¡Oh, cómo me gusta moverme, volar hacia gentes y lugares nuevos, dejar atrás, muy atrás los viejos! Nada en el mundo me estimula tanto como eso. ¡Y cómo desprecio al ciudadano medio que se establece en un diminuto pedazo de tierra con una mujer asnal para reproducirse, cocerse en su propio jugo y pudrirse hasta el fin de sus días! ¡Y siempre con la misma mujer! No puedo creer que un hombre en su sano juicio sea capaz de soportar a una sola mujer día tras día y año tras año. Algunos de ellos no lo hacen, desde luego. Pero hay millones que fingen hacerlo.
Lo que es yo, nunca, absolutamente nunca he permitido que una relación íntima durase más de doce horas. Ése es el límite máximo. Incluso ocho horas son estirar demasiado las cosas, a mi modo de ver. Ahí tienen, por ejemplo, lo que pasó con Isabella. Mientras estuvimos en la cúspide de la pirámide se comportó como una dama de brillantes cualidades, complaciente y juguetona como un perrito y, de haberla dejado allí, a merced de aquellos tres árabes asesinos, mientras yo huía pirámide abajo, todo hubiese ido bien. Pero cometí la tontería de no separarme de ella y de ayudarla a bajar y, a resultas de ello, la encantadora dama se había convertido en una ramera vulgar y gritona que daba asco de ver.
¡En qué mundo vivimos! En estos tiempos nadie te agradece la caballerosidad.
El Lagonda siguió avanzando limpiamente a través de la noche. Había llegado el momento de la ópera. ¿Cuál sería esta vez? Estaba de humor para algo de Verdi. ¿Qué tal si cantaba Aida? ¡Pues claro! Tenía que ser Aida... ¡la ópera egipcia! De lo más apropiado.
Empecé a cantar. Aquella noche estaba excepcionalmente bien de voz. Puse todo mi entusiasmo en el canto. Fue delicioso; y al cruzar la pequeña ciudad de Bilbeis, yo era la mismísima Aida, cantando «Numei pietà», el bello pasaje con que concluye la primera escena.
Media hora más tarde, en Zagazig, me había convertido en Amonasro y suplicaba al rey de Egipto que salvase a los cautivos etíopes con «Ma tu, re, tu signore possente».
Al cruzar El Abbasa era Radamés, interpretando «Fuggiam gli adori nospiti», y abrí todas las ventanillas del coche para que esa incomparable canción de amor llegase a los oídos de los felás que roncaban en sus chozas a la vera de la carretera y tal vez se mezclase con sus sueños.
Al entrar en Ismailia eran las seis de la mañana y el sol ya subía hacia lo alto de un cielo azul lechoso, pero yo me encontraba en un horrible calabozo, sellado a cal y canto, con Aida, cantando «O, terra, addio; addio valle di pianti!»
¡Qué rápido había resultado el viaje! Llevé el coche hasta un hotel. El personal empezaba justo a desperezarse. Los desperecé un poco más y conseguí la mejor habitación disponible. Las sábanas y la manta de la cama parecían como si hubiesen dormido en ellas veinticinco egipcios de los que no se lavaban durante veinticinco noches consecutivas, así que las quité con mis propias manos (que inmediatamente me lavé con jabón antiséptico) y las reemplacé con mi propia ropa de cama. Luego puse el despertador y dormí como un tronco durante dos horas.
Para desayunar encargué un huevo escalfado sobre una tostada. Cuando llegó el plato –les aseguro que se me revuelve el estómago sólo de escribirlo– había un lustroso, ensortijado y negrísimo cabello humano, de siete centímetros de longitud, cruzando en diagonal la yema de mi huevo escalfado. Era demasiado. Me levanté de un salto y salí precipitadamente del comedor. «¡Addio! –exclamé, arrojando unas cuantas monedas hacia el cajero al pasar por delante de él–. «¡Addio, valle di pianti!» Y, así diciendo, sacudí de mis pies el sucio polvo del hotel.
Me dirigí hacia el desierto del Sinaí. ¡Qué agradable cambio sería el desierto! Un desierto de verdad es uno de los lugares menos contaminados de la tierra y el del Sinaí no era una excepción. La carretera que lo cruzaba era una franja estrecha de asfalto negro de unos doscientos veinticinco kilómetros de longitud, con una sola gasolinera y un grupo de chozas en su mitad, en un lugar llamado B’ir Rawd Salim. Aparte de esto, no había nada más que desierto puro y deshabitado durante el resto del camino. Haría mucho calor en esa época del año, por lo que era esencial llevar agua potable en caso de que el coche sufriera una avería. Así, pues, me detuve ante una especie de almacenes que había en la calle principal de Ismailia con el objeto de que me llenasen la lata para casos de emergencia.
Entré en los almacenes y hablé con el propietario. El hombre padecía un tracoma galopante. La granulación de las superficies inferiores de sus párpados era tan aguda que tenía los propios párpados levantados hasta más arriba de los globos de los ojos: un espectáculo bestial. Le pregunté si quería venderme unos cuatro litros de agua hervida. Pensó que yo estaba loco y aún más loco cuando insistí en seguirle hasta su mugrienta cocina para asegurarme de que hacía las cosas como Dios manda. Llenó una marmita con agua del grifo y la colocó sobre un hornillo de petróleo. El hornillo tenía una llamita amarilla y humeante. El propietario parecía sentirse muy orgulloso del hornillo y de su funcionamiento. Se quedó de pie ante él, admirándolo con la cabeza ladeada. Luego sugirió que, tal vez, yo desearía salir de la cocina y esperar en la tienda. Dijo que me traería el agua cuando estuviese hervida. Me negué a salir de allí. Me quedé vigilando la marmita como un león, esperando que el agua hirviese. Y, mientras esperaba, la escena del desayuno volvió a mí súbitamente, con todo su horror: el huevo, la yema y el cabello. ¿De quién sería el cabello incrustado en la viscosa yema del huevo que me habían servido para desayunar? Sin duda sería del cocinero. ¿Y cuándo, pregunto yo, se habría lavado la cabeza por última vez el cocinero? Probablemente nunca se la había lavado. Muy bien. Era casi seguro que tendría piojos. Pero los piojos no bastaban para hacer caer un cabello. Así, pues, ¿cuál fue la causa de que un pelo del cocinero cayera sobre mi huevo escalfado aquella mañana en el momento en que el hombre pasaba el huevo de la sartén al plato? Hay una explicación para todas las cosas y en este caso la explicación era obvia. El cuero cabelludo del cocinero estaba infectado de impétigo seborreico y purulento. Y, por consiguiente, el mismo pelo, aquel pelo largo y negro que tan fácilmente hubiese podido tragarme de haber estado menos alerta, rebosaba de millones y millones de amorosas bacterias patógenas, cuyo nombre científico exacto felizmente he olvidado.
Se preguntarán ustedes si puedo tener la certeza absoluta de que el cocinero padecía impétigo seborreico y purulento. Pues, no, no puedo estar absolutamente seguro. Pero, si no padecía esa enfermedad, seguro que padecía tina. ¿Y qué significaba eso? De sobras sabía yo lo que significaba. Significaba que diez millones de microsporidios se aferraban y arracimaban alrededor de aquel pelo horrible, esperando el momento de meterse dentro de mi boca.
Empecé a sentir náuseas.
–El agua ya hierve –dijo el tendero con aire triunfante.
–Pues que siga hirviendo –le dije–. Dele ocho minutos más. ¿Qué es lo que pretende que pille... el tifus?
Personalmente, nunca bebo agua sola si puedo evitarlo, por muy pura que sea. El agua sola no tiene absolutamente ningún sabor. La bebo, por supuesto, en forma de té o café, pero incluso en tales casos procuro que el té o el café se preparen con agua de Vichy o Malvern embotellada. Evito el agua del grifo. El agua del grifo es una cosa diabólica. A menudo no es ni más ni menos que aguas de albañal regeneradas.
–Pronto esta agua se evaporará –dijo el propietario, sonriéndome con sus dientes verdes.
Levanté la marmita yo mismo y vertí su contenido dentro de mi lata.
De vuelta en la tienda, compré seis naranjas, una sandía pequeña y una tableta de chocolate inglés bien envuelto. Luego regresé al Lagonda. Por fin emprendí el viaje.
Al cabo de unos minutos ya había cruzado el puente corredizo tendido sobre el Canal de Suez a poca distancia del lago Timsah, y ante mí se extendían el desierto llano y abrasador y la pequeña carretera asfaltada que parecía una cinta negra tendida hasta el horizonte. Puse el Lagonda a sus acostumbrados cien kilómetros por hora y abrí las ventanillas. El aire que entró por ellas era como el aliento de un horno. Era casi mediodía y el sol lanzaba su calor directamente sobre el tejadillo del coche. El termómetro que llevaba dentro registraba cuarenta grados. Pero, como ustedes saben, un poquito de calor nunca me molesta, siempre y cuando me encuentre sentado, sin hacer nada, y lleve ropas adecuadas, que, en este caso, consistían en unos pantalones de lino color crema, una camisa blanca y una corbata de seda de araña de un precioso color verde musgo. Me sentía perfectamente cómodo y en paz con el mundo.
Durante uno o dos minutos acaricié la idea de interpretar otra ópera durante el viaje –tenía ganas de oír La Gioconda–, pero, tras cantar unos cuantos compases del primer coro, empecé a transpirar ligeramente, de modo que bajé el telón y, en vez de seguir cantando, encendí un cigarrillo.
En aquel momento pasaba por una de las regiones del mundo más ricas en escorpiones y ansiaba detenerme para buscar unos cuantos ejemplares antes de llegar a la gasolinera de B’ir Rawd Salim. Hasta el momento no me había cruzado con ningún vehículo ni visto ningún ser viviente desde que saliera de Ismailia una hora antes. Esto me había puesto de buen humor. El Sinaí era un desierto auténtico. Desvié el automóvil hacia un lado de la carretera y paré el motor. Luego me puse el salacot blanco sobre la cabeza y lentamente salí del coche, de mi cómoda cascara de cangrejo ermitaño, y me coloqué bajo la luz del sol. Durante todo un minuto permanecí inmóvil en mitad de la carretera, parpadeando a causa del brillo de cuanto me rodeaba.
Había un sol llameante, un cielo vasto y caluroso y, debajo de todo ello, por todos lados, un gran mar pálido de arena amarilla que no acababa de pertenecer a este mundo. A lo lejos, hacia el sur de la carretera, se divisaban montañas peladas, marrón pálido, color tanagra, levemente teñidas de azul y púrpura, surgiendo súbitamente del desierto y difuminándose en la neblina caliginosa. La quietud era abrumadora. No se oía ningún sonido, ninguna voz de pájaro o insecto, y experimenté una extraña sensación, como si fuera un dios, al encontrarme allí solo, en mitad de un paisaje tan espléndido, caluroso e inhumano, como si estuviese en otro planeta, en Júpiter o Marte, o en algún lugar todavía más lejano y desolado, donde la hierba nunca creciera ni las nubes se tiñesen de rojo.
Abrí el portaequipajes del coche y saqué mi caja de matar, mi red y mi palustre. Luego, salí de la carretera y eché a andar por la arena fina y ardiente. Anduve despacio hasta internarme unos cien metros en el desierto, escudriñando el suelo con los ojos. No buscaba escorpiones sino guaridas de escorpión. El escorpión es una criatura criptozoica y nocturna, que se pasa todo el día escondido debajo de una piedra o en una madriguera, según cuál sea su tipo. Solamente después de ponerse el sol sale en busca de comida.
El que yo buscaba, el opistoftalmo, era de los de madriguera, de modo que no perdí el tiempo mirando debajo de las piedras y me dediqué exclusivamente a buscar madrigueras. Al cabo de diez o quince minutos aún no había encontrado ninguna, pero el calor ya empezaba a resultarme excesivo y de mala gana decidí volver al coche. Regresé muy despacio, sin dejar de escudriñar el suelo, y al llegar a la carretera, cuando me hallaba a punto de pisarla, a no más de treinta centímetros del borde del asfalto, mis ojos se posaron en una madriguera de escorpión.
Dejé la caja de matar y la red en el suelo. Luego, utilizando el palustre, me puse a escarbar cautelosamente la arena que rodeaba el agujero. Esta operación nunca dejaba de excitarme. Era como buscar tesoros; una búsqueda de tesoros que comportaba un grado de peligro suficiente para alterar la sangre. Sentí que el corazón me palpitaba con fuerza mientras iba escarbando en la arena, cada vez más hondo.
Y de pronto... ¡allí estaba!
¡Cielos, qué cosa más enorme! Un gigantesco escorpión hembra, no un opistoftalmo, como pude ver inmediatamente, sino un pandinus, el otro tipo de gran escorpión africano que vive en madrigueras. Y, aferrados a su lomo –¡demasiado bonito para ser verdad!–, cubriéndole todo el cuerpo, había uno, dos, tres, cuatro, cinco... ¡un total de catorce pequeñuelos! ¡La madre medía cuando menos quince centímetros de longitud! Los pequeños tenían más o menos el tamaño de las balas de un revólver de calibre pequeño. La madre ya me había visto, el primer ser humano que veía en su vida, y tenía las pinzas muy abiertas, la cola curvada muy por encima del lomo, como un signo de interrogación, dispuesta a atacar. Cogí la red, la metí rápidamente debajo del animal y la alcé en el aire. El escorpión empezó a moverse frenéticamente, golpeando furiosamente en todas direcciones con el extremo de la cola. Vi que una sola gota grande de veneno atravesaba la red y caía sobre la arena. Rápidamente trasladé el animal, junto con sus retoños, a la caja de matar y cerré ésta. Luego fui a buscar el éter que llevaba en el coche y vertí un poco a través del pequeño agujero cubierto de gasa que había en la tapa de la caja, hasta dejar bien empapada la almohadilla del interior.
¡Qué espléndido ejemplar para mi colección! Los pequeños, huelga decirlo, se desprenderían al morir, pero yo los volvería a pegar con cola más o menos en las mismas posiciones que ocuparan antes; y entonces sería el orgulloso propietario de un enorme pandinus hembra con sus catorce retoños sobre el lomo. Me sentía satisfechísimo. Levanté la caja de matar (pude sentir los golpes furiosos que el bicho descargaba en su interior) y la coloqué en el portaequipajes, junto con la red y el palustre.
Luego volví a ocupar mi asiento en el automóvil, encendí un cigarrillo y proseguí el viaje.
Cuanto más contento estoy, más despacio conduzco. Conduje lentamente y debí de tardar más de una hora en llegar a B’ir Rawd Salim, la gasolinera situada a medio camino. El lugar resultaba muy poco seductor. A la izquierda había un único surtidor de gasolina y una barraca de madera. A la derecha había tres barracas más, cada una de las cuales tendría aproximadamente el tamaño de un cobertizo de jardinero. Todo lo demás era desierto. No se veía ni un alma. Faltaban veinte minutos para las dos de la tarde y dentro del coche la temperatura era de cuarenta grados.
A causa de la tontería de haber ordenado que me hirviesen el agua antes de salir de Ismailia, se me había olvidado por completo llenar el depósito de gasolina y el indicador señalaba ahora que quedaban sólo ocho litros. Mis cálculos habían resultado bastante buenos, aunque eso no viene ahora al caso. Detuve el automóvil junto al surtidor y esperé. No apareció nadie. Apreté el botón correspondiente y las cuatro bocinas armonizadas del Lagonda gritaron su maravilloso «Son gia mille e tre!» por todo el desierto. Nadie hizo acto de presencia. Volví a pulsar el botón.
cantaron las bocinas. La frase de Mozart sonó magníficamente en aquellos alrededores. Pero siguió sin aparecer nadie. A los habitantes de B’ir Rawd Salim les importaban un comino mi amigo don Giovanni y las mil tres mujeres que desflorara en España.
Finalmente, cuando ya había hecho sonar las bocinas seis veces como mínimo, se abrió la puerta de la barraca situada detrás del surtidor de gasolina y un hombre bastante alto asomó por ella y se quedó de pie en el umbral, abrochándose los botones con ambas manos. Se tomó su tiempo para ello y no dirigió la vista hacia el Lagonda hasta que se los hubo abrochado todos. Le devolví la mirada a través de la ventanilla abierta. Vi que daba el primer paso en mi dirección... lo dio muy, muy despacio... Luego dio un segundo paso.
«¡Dios mío! –pensé enseguida–. ¡Las espiroquetas han podido con él!»
Tenía los andares lentos, tambaleantes, el porte desmañado y nervioso del hombre que padece ataxia locomotriz. A cada paso que daba, el pie delantero se alzaba en el aire, muy arriba, y caía violentamente sobre el suelo, como si estuviese pisoteando algún insecto peligroso.
Pensé: «Será mejor que me largue de aquí. Será mejor que ponga el motor en marcha y salga pitando antes de que me dé alcance.»
Pero sabía que no podía hacerlo. Necesitaba gasolina. Permanecí sentado en el coche, contemplando aquella criatura espantosa que se acercaba aplastando laboriosamente la arena como un martillo pilón. Debía de padecer la repugnante enfermedad desde hacía años y años, puesto que, de no ser así, no se le habría desarrollado hasta convertirse en ataxis. Tabes dorsalis, la llaman en los círculos profesionales y, desde el punto de vista patológico, significa que la víctima padece una degeneración de las columnas posteriores de la médula espinal. Mas, ah mis enemigos y oh mis amigos, en realidad es mucho peor que eso; es una consunción lenta y despiadada de las fibras nerviosas del cuerpo por parte de las toxinas sifilíticas.
El hombre –el «árabe», le llamaré– llegó hasta la portezuela junto a la que me encontraba y miró hacia adentro a través de la ventanilla. Me aparté de él, rogando que no se me acercase ni un centímetro más. Sin duda era uno de los seres humanos más infortunados que había visto en mi vida. Su rostro tenía el aspecto erosionado, comido, de una vieja talla de madera cuando ha sido pasto de la carcoma y, al verlo, me pregunté cuántas enfermedades padecería aparte de la sífilis.
–Salaam –musitó.
–Llene el depósito –le dije.
No se movió. Siguió inspeccionando el interior del Lagonda con gran interés. De su cuerpo se desprendía un terrible hedor feculento.
–¡Vamos! –dije secamente–. ¡Quiero gasolina!
Me miró y sonrió. Fue más una mueca malévola que una sonrisa, una mueca insolente, burlona, que parecía decir «¡Soy el rey del surtidor de gasolina de B’ir Rawd Salim! ¡Tóqueme, si se atreve!» Una mosca acababa de posarse en el rabillo de uno de sus ojos. No hizo nada por ahuyentarla de allí.
–¿Querer gasolina? –dijo, provocándome.
Sentí ganas de llenarlo de improperios, pero me contuve a tiempo y contesté cortésmente:
–Sí, por favor, le estaría muy agradecido.
Me miró astutamente unos segundos, para asegurarse de que no me burlaba de él, y luego asintió con la cabeza como si mi comportamiento le pareciera satisfactorio. Dio media vuelta y empezó a andar despacio hacia la parte posterior del coche. Saqué mi botella de Glenmorangie de la bolsa de la portezuela, me serví un vaso bien colmado y me puse a beberlo a sorbitos. La cara de aquel hombre había estado a menos de un metro de la mía y su aliento fétido llenaba el interior del Lagonda. ¿Quién sabía cuántos billones de virus poblarían ahora el aire del interior? En ocasiones semejantes, es buena cosa esterilizar la boca y la garganta con una gota de whisky escocés. El whisky también es un solaz. Apuré el vaso y volví a llenarlo. Pronto comencé a sentirme menos alarmado. Me fijé en la sandía depositada en el asiento, a mi lado, y decidí que una buena tajada me refrescaría. Desenfundé el cuchillo y corté un pedazo grueso. Luego, utilizando la punta del cuchillo, extraje cuidadosamente todas las pepitas negras y las deposité en el resto de la sandía.
Permanecí sentado bebiéndome el whisky y comiendo sandía. Ambos estaban deliciosos.
–Gasolina acabada –dijo el horrible árabe, apareciendo nuevamente junto a la ventanilla–. Ahora comprobar agua y aceite.
Hubiese preferido que no tocase el Lagonda con las manos, pero, antes que enzarzarme en una posible discusión, opté por no decir nada. El hombre echó a andar torpemente hacia la parte delantera del coche y su modo de caminar me recordó el de un nazi borracho marcando el paso de la oca a cámara lenta, muy lenta.
«Tabes dorsalis», como que vivo y respiro.
La única otra enfermedad que hace andar de aquella manera es el beriberi crónico. Bueno, probablemente también la padecía. Corté otra tajada de sandía y durante uno o dos minutos me concentré en extraer las pepitas con el cuchillo. Cuando volví a levantar los ojos, vi que el árabe había alzado el capó por la derecha y se hallaba inclinado sobre el motor. Desde mi posición no podía verle la cabeza, los hombros y los brazos. ¿Qué diablos estaría haciendo? La varilla para comprobar el nivel del aceite estaba en el otro lado. Golpeé el parabrisas con los nudillos. El árabe no pareció oírme. Asomé la cabeza por la ventanilla y grité:
–¡Eh! ¡Salga de ahí!
Poco a poco fue irguiéndose y, al sacar el brazo derecho de las entrañas del motor, vi que entre sus dedos sostenía algo largo, negro, enroscado y muy delgado.
«¡Santo Dios! –pensé–. ¡Ha encontrado una serpiente ahí dentro!»
El árabe volvió a acercarse a la ventanilla, sonriéndome y alargando la mano para que pudiera ver el objeto: y sólo entonces, al verlo más cerca, me di cuenta de que no era una serpiente, ni mucho menos... ¡Era la correa del ventilador de mi Lagonda!
De pronto, todas las horrorosas consecuencias de verme inmovilizado en aquel lugar horrible en compañía de aquel hombre repugnante cruzaron por mi mente, mientras miraba fijamente los pedazos de la correa del ventilador.
–¿Lo ve? –dijo el árabe–. Colgaba sólo de un hilo. Suerte que me he dado cuenta.
Le cogí la correa de las manos y la examiné atentamente.
–¡Usted la ha cortado! –exclamé.
–¿Cortarla? –dijo en voz baja–. ¿Por qué iba a cortarla?
Para ser del todo sincero, me era imposible juzgar si la había cortado o no. En caso afirmativo, también se había tomado la molestia de deshilachar los bordes del corte para que pareciese una rotura normal. Aun así, me dije que sí la había cortado él y, si mi suposición era cierta, las consecuencias resultaban más siniestras que nunca.
–Supongo que sabrá que no puedo seguir sin correa del ventilador, ¿verdad? –dije.
Volvió a sonreír con aquella boca mutilada, espantosa, mostrándome las encías llagadas.
–Si se marcha ahora –dijo–, el motor le hervirá dentro de tres minutos.
–Si es así, ¿qué me sugiere que haga?
–Le conseguiré otra correa de ventilador.
–¿De veras?
–Desde luego. Aquí hay teléfono y, si usted paga la llamada, llamaré a Ismailia. Y si en Ismailia no tienen ninguna, llamaré a El Cairo. No hay problema.
–¡Que no hay problema! –grité, apeándome del coche–. ¿Y cuándo, si puede saberse, cree que llegará la correa a este horrible agujero?
–Cada mañana llega una camioneta correo, alrededor de las diez. La recibiría mañana.
«Este cerdo –pensé– ya ha cortado correas antes de hoy.»
Me había puesto alerta y le vigilaba atentamente.
–En Ismailia no tendrán una correa para un coche de esta marca –dije–. Tendría que llegar de los agentes de El Cairo. Yo mismo les telefonearé. –El hecho de que hubiera teléfono era un consuelo. Los postes del teléfono bordeaban la carretera a través de todo el desierto y pude ver dos alambres que conectaban el interior de la barraca con el poste más cercano–. Les pediré a los agentes de El Cairo que vengan inmediatamente aquí en un vehículo especial –dije.
El árabe dirigió la mirada hacia la carretera de El Cairo, que distaba unos trescientos veinte kilómetros.
–¿Quién va a conducir durante seis horas para venir aquí y otras seis para volver a El Cairo y todo por una correa de ventilador? –dijo el árabe–. El correo será igual de rápido.
–Enséñeme el teléfono –dije, echando a andar hacia la barraca. Entonces tuve un pensamiento desagradable y me detuve.
¿Cómo podía utilizar el instrumento contaminado de aquel hombre? El auricular tendría que apretarlo contra mi oreja y era casi seguro que el micrófono rozaría mi boca. Y me importaba un bledo que los médicos dijesen que es imposible contraer la sífilis mediante un contacto remoto. Un micrófono sifilítico era un micrófono sifilítico y nadie iba a pescarme a mí acercándolo a mis labios, no, muchas gracias. No tenía la menor intención siquiera de entrar en la barraca.
Me quedé de pie bajo el calor sofocante de la tarde y miré al árabe con su horrible cara enferma y el árabe me devolvió la mirada, tan fresco e imperturbable como pudiera desearse.
–¿Quiere el teléfono? –preguntó.
–No –dije–. ¿Sabe leer inglés?
–Oh, sí.
–Muy bien. Le escribiré el nombre de los agentes y el nombre de este coche y también el mío propio. Allí me conocen. Usted les dirá lo que se necesita. Y escúcheme... dígales que envíen un coche especial inmediatamente a costa mía. Les pagaré bien. Y, si no quieren hacer eso, dígales que tienen que enviar la correa de ventilador a Ismailia a tiempo para coger la camioneta del correo. ¿Entendido?
–No hay problema –dijo el árabe.
Así, pues, escribí todo lo necesario en un papel y se lo di al árabe. Se alejó con su peculiar manera de andar y entró en la barraca. Cerré el capó del coche y luego volví a sentarme tras el volante con el propósito de poner en orden mis ideas.
Me serví otro whisky y encendí un cigarrillo. Tenía que haber algo de tráfico en aquella carretera. Seguramente pasaría alguien por allí antes de que cayera la noche. Pero ¿me serviría de ayuda? No... a menos que yo estuviera dispuesto a pedir que me llevasen y a dejar el Lagonda y todo el equipaje detrás de mí, bajo los tiernos cuidados del árabe. ¿Estaba dispuesto a hacer eso? No lo sabía. Probablemente sí. Pero si me veía obligado a pasar la noche en la gasolinera, me encerraría en el coche y trataría de permanecer despierto todo el rato posible. Bajo ningún concepto entraría en la barraca donde vivía aquella criatura. Ni tocaría su comida. Tenía whisky y agua, así como la mitad de la sandía y una tableta de chocolate. Provisiones suficientes.
El calor era insoportable. El termómetro del coche seguía registrando unos cuarenta grados. Hacía más calor fuera, bajo el sol. Transpiraba abundantemente. ¡Dios mío, en qué lugar me veía encallado! ¡Y con qué compañero!
Transcurridos alrededor de quince minutos, el árabe salió de la barraca. Le estuve contemplando hasta que llegó junto al Lagonda.
–He hablado con el garaje de El Cairo –dijo, metiendo la cabeza por la ventanilla–. La correa del ventilador llegará mañana en la camioneta del correo. Todo está resuelto.
–¿Les ha pedido que la envíen inmediatamente?
–Dicen que es imposible –contestó.
–¿Está seguro de que se lo ha pedido?
El árabe ladeó la cabeza y me dedicó una de sus sonrisas astutas e insolentes. Volví la cara y esperé a que se marchase. Se quedó donde estaba.
–Tenemos una casa para las visitas –dijo–. Puede dormir muy bien en ella. Mi esposa preparará comida, pero usted tendrá que pagar.
–¿Quién más hay aquí aparte de usted y su esposa?
–Otro hombre –dijo.
Movió un brazo indicando las tres barracas que había al otro lado de la carretera y, al volverme hacia allí, vi que había un hombre en el umbral de la barraca de en medio, un hombre bajo y rechoncho que vestía unos sucios pantalones y camisa de color caqui. El hombre se hallaba completamente inmóvil a la sombra del umbral, con los brazos colgándole a los costados. Me estaba mirando.
–¿Quién es? –dije.
–Saleh.
–¿Qué hace?
–Ayuda.
–Dormiré en el coche –dije–. Y no hará falta que su esposa prepare algo de comer. Tengo mis propias provisiones.
El árabe se encogió de hombros, giró sobre sus talones y echó a andar hacia la barraca donde estaba el teléfono. Me quedé en el automóvil. ¿Qué otra cosa podía hacer? Eran solamente las dos y media. Dentro de tres o cuatro horas empezaría a refrescar un poco. Entonces podría dar un paseo y tal vez cazar unos cuantos escorpiones. Mientras tanto, tenía que aceptar las cosas tal como eran. Alargué la mano hacia la parte posterior del coche, donde llevaba mi caja de libros y, sin mirar, cogí el primero que encontré. La caja contenía treinta o cuarenta de los mejores libros del mundo y todos ellos podían releerse un centenar de veces y a cada lectura resultaban mejores. Daba lo mismo sacar uno que otro. El que acababa de coger resultó ser La historia natural de Selborne. Lo abrí al azar...
«...Teníamos en este pueblo, hace más de veinte años, un tonto, al que recuerdo muy bien, que, desde niño, mostró una fuerte propensión hacia las abejas; eran su alimento, su diversión, su único objeto. Y, como la gente de esta naturaleza raras veces tiene más de un punto de vista, también el muchacho ejercía sus escasas facultades en esta ocupación única. En invierno pasaba el tiempo dormitando, en casa de su padre, al lado de la chimenea, sumido en una especie de letargo, apartándose raramente del rincón de la chimenea; pero en verano estaba siempre alerta y practicando su juego en los campos y en las orillas soleadas. Abejas melíferas, moscardones, avispas se convertían en su presa dondequiera que las encontrase; no le daban miedo sus aguijones, sino que las apresaba nudis manibus y al instante las privaba de sus armas y chupaba sus cuerpos para comerse su saco melífero. A veces se llenaba el pecho, entre la camisa y la piel, con cierto número de tales cautivos y, a veces, los encerraba en botellas. Era como un merops apiaster, o pájaro de las abejas, los enemigos acérrimos de los apicultores, dado que se colaba entre sus panales y, sentándose ante ellos, golpeaba las colmenas con los nudillos y capturaba a las abejas a medida que iban saliendo. Se sabe que, a veces, ha derribado colmenas para apoderarse de la miel, por la que siente verdadera pasión. Allí donde fabricasen aguamiel fermentada merodeaba alrededor de las tinas y recipientes y suplicaba que le permitiesen beber un trago de lo que él llamaba vino de abejas. Cuando corría de un lado para otro solía emitir una especie de zumbido con los labios que se parecía al zumbido de las abejas...»
Aparté los ojos del libro y miré a mi alrededor. El hombre inmóvil del otro lado de la carretera había desaparecido. No había nadie a la vista. El silencio era sobrenatural y la quietud, la tremenda quietud y la desolación de aquel lugar, resultaba opresiva. Sabía que me estaban vigilando. Sabía que cada uno de mis movimientos, aun los más insignificantes, cada sorbo de whisky, cada chupada que daba al cigarrillo, eran observados cuidadosamente. Detesto la violencia y nunca llevo armas. Pero en aquel momento me habría gustado tener una a mano. Durante un rato acaricié la idea de poner el motor en marcha y alejarme por la carretera hasta que el motor hirviera a rebosar. ¿Pero hasta dónde llegaría? No muy lejos con aquel calor y sin ventilador. Tal vez un kilómetro, dos a lo sumo...
No... al diablo con ello. Me quedaría donde estaba y leería mi libro.
Debía de haber transcurrido una hora cuando observé una motita negra que se acercaba por la carretera, muy lejos todavía de donde yo estaba, viniendo de la dirección de Jerusalén. Dejé el libro sobre el asiento sin quitar los ojos de la motita. Vi cómo iba haciéndose más y más grande. Viajaba a gran velocidad, a una velocidad verdaderamente asombrosa. Me apeé del Lagonda, corrí hasta la vera de la carretera y me quedé allí, dispuesto a hacer una señal al conductor para que se detuviese.
Iba acercándose más y más y cuando estuvo a cosa de un cuarto de kilómetro empezó a aminorar la marcha. De pronto me fijé en la forma del radiador. ¡Era un Rolls-Royce! Levanté un brazo y lo mantuve en alto y el cochazo verde, a cuyo volante iba un hombre, se detuvo al lado de mi Lagonda.
Me sentía absurdamente eufórico. De haberse tratado de un Ford o un Morris, me habría alegrado bastante, pero sin llegar a la euforia. El hecho de que se tratara de un Rolls –un Bentley habría surtido el mismo efecto, o un Isotta, u otro Lagonda– era una garantía virtual de que iba a recibir toda la ayuda que necesitase; porque, sépanlo o no ustedes, existe un poderoso sentimiento de hermandad entre las personas poseedoras de automóviles muy costosos. Se respetan unas a otras automáticamente y la razón de tal respeto consiste sencillamente en que la riqueza respeta a la riqueza. A decir verdad, no hay nadie en el mundo a quien una persona muy rica respete más que a otra persona muy rica y, debido a ello, estas personas, como es natural, se buscan mutuamente adondequiera que vayan. Entre ellas se utilizan muchas clases de señales de reconocimiento. Entre las hembras la ostentación de grandes joyas es, tal vez, la más común; pero el automóvil costoso también es una señal favorita y la utilizan ambos sexos. Es una pancarta itinerante, una declaración pública de opulencia y, como tal, es también el carnet de socio de esa excelente sociedad oficiosa llamada la Unión de Personas Muy Ricas. Yo mismo soy socio de solera de dicha sociedad y me encanta serlo. Cuando me encuentro con otro socio, como iba a suceder dentro de unos instantes, siento una compenetración inmediata. Le respeto. Hablamos la misma lengua. Él es uno de los nuestros. Por consiguiente, tenía buenos motivos para sentirme eufórico.
El conductor del Rolls echó pie a tierra y se me acercó. Era un hombre bajito y moreno, de piel aceitunada, y llevaba un inmaculado traje de lino blanco. Me dije que probablemente era sirio. O tal vez fuese griego. Pese al calor de aquel día, parecía tan fresco como era posible parecer.
–Buenas tardes –dijo–. ¿Tiene algún problema?
Le devolví el saludo y luego, palabra por palabra, fui contándole todo cuanto me había sucedido.
–Mi querido amigo –dijo en perfecto inglés–, pero mi querido amigo, ¡qué contratiempo! ¡Qué suerte más abominable! Éste no es lugar donde quedarse encallado.
–¿Verdad que no?
–¿Y dice que le han pedido una nueva correa para el ventilador?
–Así es –contesté–, si es que puedo fiarme del propietario de este establecimiento.
El árabe, que había salido de su barraca casi antes de que el Rolls se detuviese, se nos había unido y el recién llegado procedió a interrogarle rápidamente en árabe acerca de los pasos que había dado por mi cuenta. Me pareció que los dos se conocían bastante bien y saltaba a la vista que el hombre del Rolls inspiraba un gran respeto al otro árabe, que prácticamente se arrastraba ante él.
–Bien... parece que todo se ha hecho bien –dijo por fin el desconocido–. Pero es obvio que no podrá marcharse de aquí hasta mañana por la mañana. ¿Hacia dónde se dirigía?
–A Jerusalén –dije–. Y no me hace gracia la idea de pasar la noche en este lugar infernal.
–Lo comprendo, mi querido amigo. Sería de lo más incómodo.
Me sonrió y, al hacerlo, puso al descubierto unos dientes excepcionalmente blancos. Luego sacó una pitillera y me ofreció un cigarrillo. La pitillera era de oro y por su parte exterior tenía una línea delgada de jade verde que iba en diagonal de una esquina a otra. Era un objeto bellísimo. Acepté el cigarrillo. El hombre me lo encendió y después encendió el suyo.
El desconocido dio una larga chupada al cigarrillo e inhaló el humo profundamente. Después ladeó la cabeza y expulsó el humo hacia el sol.
–Ambos pillaremos una insolación si nos quedamos mucho rato aquí –dijo–. ¿Me permite que le haga una sugerencia?
–Desde luego.
–Espero que, viniendo de un desconocido total, no le parezca presuntuoso...
–Por favor...
–No puede usted quedarse aquí, de modo que le sugiero que vuelva y pase esta noche en mi casa.
¡Lo que dije antes! El Rolls-Royce le estaba sonriendo al Lagonda, sonriéndole como jamás le hubiera sonreído a un Ford o a un Morris.
–¿Quiere decir en Ismailia? –dije.
–No, no –contestó, echándose a reír–. Vivo a la vuelta de la esquina, allí mismo.
Agitó una mano hacia el lugar por donde había venido.
–Pero, usted iba camino de Ismailia, ¿no es así? No quisiera que por mi culpa tuviera que cambiar sus planes.
–No iba a Ismailia, se lo aseguro –dijo–. Venía a recoger el correo. Mi casa... y puede que esto le sorprenda... está bastante cerca de donde nos encontramos ahora. ¿Ve aquel monte? Es el Maghara. Estoy inmediatamente detrás.
Miré hacia el monte. Se encontraba a unos dieciséis kilómetros hacia el norte, un bulto amarillo y rocoso, quizá de unos seiscientos metros de altura.
–¿De veras quiere decir que tiene una casa en medio de todo esto... de este yermo? –pregunté.
–¿No me cree? –dijo, sonriendo.
–Claro que le creo –repuse–. Ya nada me sorprende. Excepto, tal vez –y al decir esto le devolví la sonrisa–, excepto cuando me encuentro con un desconocido en mitad del desierto y él me trata como a un hermano. Me siento abrumado por su ofrecimiento.
–Tonterías, mi querido amigo. Mis motivos son totalmente egoístas. La compañía civilizada no es fácil de encontrar por estos pagos. Me emociona la idea de tener un huésped a cenar. Permítame que me presente... Abdul Aziz.
Hizo una leve reverencia.
–Oswald Cornelius –dije–. Mucho gusto.
Nos estrechamos la mano.
–Vivo parte del año en Beirut –dijo.
–Yo vivo en París.
–Encantador. Y ahora... ¿nos vamos? ¿Está preparado?
–Pero mi coche –dije–. ¿Estará seguro si lo dejo aquí?
–No tema por eso. Ornar es amigo mío. No tiene muy buen aspecto, pobre diablo, pero no le gastará ninguna jugarreta si usted está conmigo. Y el otro hombre, Saleh, es un buen mecánico. Le instalará la correa nueva cuando llegue mañana. Así se lo diré ahora mismo.
Saleh, el hombre que vivía al otro lado de la carretera, se nos había acercado mientras hablábamos. Míster Aziz le dio instrucciones. Luego habló con ambos hombres acerca de vigilar el Lagonda. Se mostró breve e incisivo. Ornar y Saleh no paraban de hacer reverencias. Me acerqué al Lagonda para coger una maleta. Necesitaba cambiarme de ropa cuanto antes.
–Oh, a propósito –dijo míster Aziz desde lejos–. Suelo ponerme corbata negra para cenar.
–Desde luego –musité, apresurándome a guardar la maleta que había elegido y a coger otra en su lugar.
–Más que nada lo hago por las damas. Al parecer, les gusta vestirse para la cena.
Me volví rápidamente y le miré, pero ya estaba subiendo a su coche.
–¿Listo? –dijo.
Cogí la maleta y la coloqué en la parte posterior del Rolls. Luego me senté a su lado y nos pusimos en marcha.
Durante el viaje hablamos despreocupadamente de cosas sin importancia. Me dijo que se dedicaba al negocio de alfombras. Tenía oficinas en Beirut y Damasco. Sus antepasados, según me dijo, llevaban muchos siglos en el negocio.
Le dije que tenía una alfombra de Damasco del siglo XVII en el suelo de mi alcoba de París.
–¡No puede ser! –exclamó, y estuvo a punto de salirse de la carretera a causa de la excitación–. ¿Es de seda y lana, con la urdimbre totalmente de seda? ¿Y tiene un fondo de hilos de oro y plata?
–Sí –dije–. Exactamente.
–¡Pero mi querido amigo! ¡Una cosa como ésa no debe ponerla en el suelo!
–Sólo la tocan pies desnudos –dije.
Eso le complació. Al parecer, amaba las alfombras tanto como yo amaba los jarrones azules del período Chin Hua.
Al poco dejamos la superficie alquitranada de la carretera y cogimos una calzada empedrada que cruzaba el desierto directamente hacia la montaña.
–Ésta es mi calzada particular –dijo míster Aziz–. Tiene ocho kilómetros de longitud.
–Incluso tiene teléfono –dije, observando los postes que bordeaban la calzada particular.
Y, de pronto, un pensamiento extraño acudió a mi mente.
El árabe de la gasolinera... también él tenía teléfono.
¿No sería ésta, pues, la explicación de la llegada fortuita de míster Aziz?
¿Era posible que mi solitario anfitrión hubiese inventado un modo de desviar viajeros con el fin de proporcionarse lo que él denominaba «compañía civilizada» para la cena? ¿Habría dado instrucciones permanentes a los árabes en el sentido de que inmovilizaran los coches de todas las personas idóneas que pasasen por allí? «Bastará con que cortes la correa del ventilador, Ornar. Luego me telefoneas enseguida. Pero asegúrate de que se trate de un individuo de aspecto decente y que viaje en un buen coche. Luego me dejaré caer por aquí y veré si vale la pena invitarle a casa...»
Era ridículo, por supuesto.
–Me parece –decía mi compañero– que se está preguntando por qué diablos elegiría este sitio para tener una casa.
–Pues, sí. Me intriga un poco.
–Como a todo el mundo –dijo.
–A todo el mundo –dije.
–Sí –dijo.
«Vaya, vaya –pensé–. A todo el mundo».
–Vivo aquí –dijo– porque tengo una afinidad peculiar con el desierto. Me siento atraído hacia él del mismo modo que el marino se siente atraído hacia el mar. ¿Tan extraño le parece eso?
–No –contesté–, no me parece ni pizca de extraño.
Hizo una pausa y dio una chupada a su cigarrillo. Luego dijo:
–Ésa es una razón. Pero hay otra. ¿Es usted hombre casero, míster Cornelius?
–Por desgracia, no –contesté cautelosamente.
–Yo sí –dijo–. Tengo esposa y una hija. Ambas son muy hermosas, al menos a mis ojos. Mi hija acaba de cumplir dieciocho años. Ha estado en un pensionado excelente de Inglaterra y ahora... –se encogió de hombros– y ahora no hace nada más que esperar a tener la edad suficiente para casarse. Pero este período de espera... ¿qué hace uno con una joven hermosa durante este período? No puedo dejarla suelta. Es demasiado deseable para soltarla. Cuando la llevo a Beirut veo cómo los hombres merodean a su alrededor como lobos esperando el momento de saltar sobre su presa. Casi me vuelvo loco al verlo. Yo lo sé todo acerca de los hombres, míster Cornelius. Sé cómo se portan. Es cierto, desde luego, que no soy el único padre que ha tenido este problema. Pero los otros, al parecer, son capaces de hacer frente al mismo y aceptarlo. No sé cómo, pero es así. Dejan ir a sus hijas. Sencillamente las dejan salir de casa y miran hacia otro lado. Yo no puedo hacer lo mismo. ¡Sencillamente no puedo! Me niego a que la maltrate cualquier Ahmed, Alí o Hamil que se presente. Y ésa, ¿sabe?, es la otra razón por la que vivo en el desierto: para proteger a mi encantadora pequeña durante unos años más de los ataques de las bestias feroces. ¿Y dice que no tiene ningún familiar, míster Cornelius?
–Me temo que así es.
–Oh –pareció decepcionado–. ¿Quiere decir que nunca se ha casado?
–Pues... no –dije–. Nunca me he casado.
Me quedé esperando la próxima e inevitable pregunta. Me la hizo al cabo de uno o dos minutos.
–¿Nunca ha querido casarse y tener hijos?
Esa pregunta la hacían todos. Era, sencillamente, otra forma de preguntar: «En tal caso, ¿es usted homosexual?»
–Una vez –dije–. Sólo una vez.
–¿Qué sucedió?
–Sólo ha habido una persona en mi vida, míster Aziz... y después de perderla... –suspiré.
–¿Quiere decir que murió?
Asentí con la cabeza, demasiado turbado para contestar.
–Mi querido amigo –dijo–. Oh, lo siento tanto. Perdóneme por entrometerme.
Durante un rato seguimos avanzando en silencio.
–Es asombroso –musité– cómo uno pierde todo interés por las cosas de la carne después de una cosa así. Supongo que se debe a la conmoción.
Movió la cabeza comprensivamente, tragándoselo todo.
–Así que ahora me paso la vida viajando de un lado a otro, tratando de olvidar. Llevo años así...
Acabábamos de llegar a los pies del monte Maghara y seguíamos la calzada que daba la vuelta a la montaña hacia el lado que no se veía desde la carretera... el lado norte.
–En cuanto doblemos la próxima curva, verá usted la casa –dijo míster Aziz.
Doblamos la curva... ¡y allí estaba! Parpadeé y me quedé mirando fijamente y les aseguro que durante los primeros segundos literalmente no podía dar crédito a mis ojos. ¡Vi ante mí un castillo blanco, en serio, un castillo alto y blanco con torreones y torres pequeñas, agujas por doquier, alzándose como un cuento de hadas en mitad de un retazo de vegetación verde en la ladera inferior de la montaña pelada, ardiente y amarilla! ¡Era fantástico! Parecía sacado directamente de un cuento de Hans Christian Andersen o de Grimm. En mis buenos tiempos había visto muchos castillos románticos de los valles del Rin y del Loira, ¡pero nunca había visto nada tan bello, tan de cuento de hadas como aquello! Al acercarnos más, observé que el retazo de verdor consistía en un hermoso jardín de césped y palmeras datileras, rodeado en toda su extensión por un muro alto y blanco que dejaba fuera el desierto.
–¿Le parece bien? –preguntó mi anfitrión, sonriendo.
–¡Es fabuloso! –dije–. Parece como si todos los castillos de cuentos de hadas del mundo hubiesen sido unidos en uno solo.
–¡Eso es exactamente! –exclamó–. ¡Un castillo de cuento de hadas! Lo construí especialmente para mi hija, mi bella princesa.
Y la hermosa princesa se encuentra encarcelada entre sus muros por su estricto y celoso padre, el rey Abdul Aziz, que se niega a permitirle los placeres de la compañía masculina. ¡Mas, cuidado, que aquí llega el principe Oswald Cornelius para rescatarla! Sin saberlo el rey, Cornelius va a seducir a la princesa y a hacerla muy feliz.
–Tiene que reconocer que es diferente –dijo míster Aziz.
–Lo es, en efecto.
–También es bonito y privado. Aquí duermo muy apaciblemente. Y lo mismo la princesa. No es probable que algún joven desagradable escale el muro y penetre por esas ventanas durante la noche.
–Desde luego –dije.
–Antes era un oasis pequeño –prosiguió–. Se lo compré al gobierno. Tenemos agua abundante para la casa, la piscina y más de una hectárea de jardín.
Cruzamos la entrada principal y debo decir que fue maravilloso entrar súbitamente en un paraíso en miniatura hecho de césped verde, macizos de flores y palmeras datileras. Todo se encontraba en perfecto orden y los aspersores jugueteaban en el césped. Cuando nos detuvimos ante la puerta principal de la casa inmediatamente salieron a recibirnos dos criados vestidos con gallabiyahs inmaculadas y tocados con un fez escarlata que fueron a colocarse a ambos lados del coche para abrir las portezuelas.
¿Dos criados? Pero, ¿habrían salido ambos a no ser que estuvieran esperando a dos personas? Me pareció dudoso. Cada vez me parecía más acertada mi teoría de que me habían engañado para que tuviera que aceptar la invitación a cenar. Resultaba todo muy divertido.
Mi anfitrión me hizo pasar al vestíbulo y al instante experimenté esos deliciosos escalofríos que se sienten al pasar de un calor intenso a una habitación con aire acondicionado. El suelo del vestíbulo era de mármol verde. A mi derecha había un amplio pasaje abovedado que conducía a una habitación espaciosa y tuve una visión fugaz de paredes blancas y frescas, cuadros hermosos y muebles soberbios de estilo Luis XV. ¡Qué extraño encontrarse en semejante lugar en medio del desierto del Sinaí!
Y, en aquel momento, una mujer bajaba lentamente las escaleras. Mi anfitrión se había vuelto de espaldas para hablar con los criados y no la vio enseguida, de modo que, al llegar al último peldaño, la mujer se detuvo y apoyó su brazo desnudo, que parecía una anaconda blanca, sobre la barandilla y allí se quedó de pie, mirándome como si fuese la reina Semíramis en los escalones de Babilonia y yo fuese un candidato que podía, o no, ser de su gusto. Su pelo era negro azabache y tenía una figura que me impulsó a humedecerme los labios.
Al volverse y verla, míster Aziz dijo:
–Ah, estás ahí, querida. Te he traído un invitado. Ha tenido la mala suerte de que se le averiase el coche en la gasolinera, así que le he invitado a pasar la noche aquí. Míster Cornelius... mi esposa.
–¡Qué agradable sorpresa! –dijo ella, adelantándose.
Le cogí la mano y la acerqué a mis labios.
–Me siento abrumado por su amabilidad, madame –musité. En su mano había un perfume diabólico. Era un perfume casi exclusivamente animal. Las secreciones sutiles, sexuales, del cachalote, del almizclero y del castor se mezclaban en él, penetrantes y obscenas hasta lo indecible; dominaban la mezcla por completo y sólo permitían que la atravesaran fugazmente leves vaharadas de aceites vegetales limpios, limón, cayeputi y neroli. ¡Era soberbio! Y otra cosa que llamó mi atención en aquel primer momento fugaz fue ésta: cuando le cogí la mano, ella no se limitó a depositarla flácidamente sobre mi palma, como hacían las demás mujeres, sino que colocó el pulgar debajo de mi mano, con los demás dedos encima. Y de esta manera pudo ejercer –y juro que así lo hizo– una leve pero sugestiva presión sobre mi mano mientras yo administraba a la misma el beso de rigor.
–¿Dónde está Diana? –preguntó míster Aziz.
–Está fuera, en la piscina –dijo la mujer. Y, volviéndose hacia mí, añadió–: ¿Le apetece nadar un poco, míster Cornelius? Debe de estar asado después de pasarse tanto rato en esa horrible gasolinera.
Tenía unos ojos grandes, aterciopelados, tan oscuros que casi eran negros y, al sonreírme, la punta de su nariz se movió hacia arriba, distendiendo los orificios.
En aquel preciso instante el príncipe Oswald Cornelius decidió que le importaba un comino la hermosa princesa a quien el rey celoso tenía cautiva en el castillo. En su lugar, embelesaría a la reina.
–Pues... –dije.
–Yo voy a nadar un poco –dijo míster Aziz.
–Vayamos todos a la piscina –dijo su esposa–. Le dejaremos un bañador.
Pregunté si antes podía subir a mi habitación y sacar de la maleta una camisa y unos pantalones limpios para ponérmelos después del baño y mi anfitriona dijo «Sí, desde luego» y ordenó a uno de los criados que me acompañase. Subimos dos tramos de escalones y entramos en una alcoba espaciosa de paredes blancas en la que había una cama de matrimonio excepcionalmente grande. A un lado había un cuarto de baño muy bien equipado, con una bañera color azul pálido y un bidet que hacía juego con ella. En todas partes, las cosas estaban escrupulosamente limpias y eran muy de mi gusto. Mientras el criado deshacía la maleta me asomé a la ventana y vi el desierto inmenso y abrasador que se extendía como un mar amarillo desde el horizonte hasta que chocaba con el muro blanco del jardín justo a mis pies y allí, dentro del muro, pude ver la piscina y, junto a ella, había una muchacha tumbada boca arriba a la sombra de un gran parasol color rosa. La muchacha llevaba un traje de baño blanco y estaba leyendo un libro. Tenía unas piernas largas y esbeltas y su pelo era negro. Era la princesa.
«¡Menudo tinglado! –pensé–. El castillo blanco, la comodidad, la limpieza, el aire acondicionado, las dos mujeres de belleza deslumbradora, el marido cancerbero ¡y toda una velada para desplegar mis artes!»
La situación estaba pensada de modo tan perfecto para mi entretenimiento que hubiese resultado imposible mejorarla. Los problemas que me esperaban resultaban atractivos. Las seducciones sencillas y directas ya no me divertían. No había nada artístico en ellas. Y les aseguro que, de haber podido agitar una varita mágica para que míster Abdul Aziz, el celoso cancerbero, desapareciese en la noche, no lo habría hecho. No me interesaban las victorias pírricas.
Cuando salí de mi alcoba, el criado me acompañó. Descendimos el primer tramo de escalones y luego, al llegar al descansillo del piso de abajo, me detuve y, como no dándole importancia, dije:
–¿Toda la familia duerme en este piso?
–Oh, sí –dijo el criado–. Ésa es la habitación del amo –señaló una puerta– y la de al lado es la de mistress Aziz. Miss Diana ocupa la de enfrente.
Tres habitaciones separadas. Todas muy juntas. Virtualmente inexpugnables. Archivé la información en mi mente y me dirigí a la piscina. Mis anfitriones ya estaban allí cuando llegué.
–Ésta es mi hija Diana –dijo mi anfitrión.
La muchacha del bañador blanco se puso en pie y le besé la mano.
–¿Qué tal, míster Cornelius? –dijo.
Usaba el mismo perfume fuerte y animal que su madre: ¡Ámbar gris, almizcle y castor! ¡Qué aroma despedía!... ¡malicioso, descarado y maravilloso! Lo husmeé como un perro. Me pareció aún más hermosa que su madre, si ello era posible. Tenía los mismos ojos grandes y aterciopelados, el mismo pelo negro y el rostro de la misma forma; pero sus piernas eran indiscutiblemente más largas y en su cuerpo había algo que le daba cierta superioridad sobre el de la mujer mayor: era más sinuoso, más serpentino y casi seguro que también más flexible. Pero la mujer mayor, que probablemente tendría treinta y siete años y no aparentaba más de veinticinco, tenía un brillo en los ojos con el que la hija no podía competir.
Hacía apenas un ratito que el príncipe Oswald había jurado que seduciría solamente a la reina y al infierno con la princesa. Pero ahora que había visto a la princesa en carne y hueso, no sabía a cuál de las dos preferir. Ambas, cada una a su manera propia, le ofrecía una promesa de delicias innumerables, la una inocente y ansiosa, la otra experta y voraz. La verdad de la cuestión era que le gustaría poseerlas a las dos: a la princesa como entremés y a la reina como plato principal.
–Elija usted mismo uno de los bañadores que encontrará en el vestuario, míster Cornelius –dijo mistress Aziz, de manera que entré en el vestuario y me cambié y, cuando salí de nuevo, los tres ya estaban chapoteando en la piscina. Me zambullí de cabeza y me reuní con ellos. El agua estaba tan fría que se me cortó la respiración.
–Ya me figuraba que se llevaría una sorpresa –dijo míster Aziz, echándose a reír–. Está refrigerada. La tenemos siempre a unos quince grados. Resulta más refrescante en este clima.
Más tarde, cuando el sol comenzó a descender en el cielo, nos sentamos con los bañadores mojados y un criado nos sirvió unos martinis helados y fue en aquel momento cuando, muy lentamente, con mucha cautela, empecé a seducir a las dos damas siguiendo mi propio sistema particular. Normalmente, cuando se me da libertad de acción, seducir a una mujer no me resulta especialmente difícil. Ese curioso pequeño talento que casualmente poseo –la habilidad de hipnotizar a una mujer con palabras– raramente me defrauda. No se hace sólo con palabras, por supuesto. Las palabras mismas, esas palabras inocuas y superficiales, las pronuncia únicamente la boca, mientras que el verdadero mensaje, la promesa indecente y excitante, sale de todas las extremidades y órganos del cuerpo y se transmite por medio de los ojos. Eso es todo lo que honradamente puedo decirles sobre cómo se hace. Lo importante es que funciona. Funciona como el polvo de cantárida. Creo que podría sentarme ante la esposa del Papa, suponiendo que la tuviera, y que al cabo de quince minutos, si yo me empeñase en ello, se inclinaría hacia mí sobre la mesa con los labios entreabiertos y los ojos vidriosos a causa del deseo. Es un talento de poca importancia, no un talento espectacular, pero, a pesar de ello, me siento agradecido por haberlo recibido y siempre he hecho todo lo posible para que no se desperdiciase.
De modo que los cuatro, las dos mujeres maravillosas, el hombrecillo y yo, nos encontrábamos sentados en semicírculo junto a la piscina, holgazaneando en las tumbonas, bebiendo nuestros martinis y sintiendo sobre la piel el cálido sol de las seis de la tarde. Me encontraba en buena forma. Les hice reír mucho. La historia de la golosa duquesa de Glasgow metiendo la mano en la caja de bombones y recibiendo un mordisco de uno de mis escorpiones hizo que la hija, de tanto reírse, se cayera de la tumbona; y, cuando describí con todo detalle el interior del invernadero donde criaba escorpiones en los alrededores de París, ambas damas se estremecieron de repulsión y placer.
Fue en esta fase cuando observé que los ojos de míster Abdul Aziz se hallaban posados sobre mí, con expresión de buen humor. «Vaya, vaya», parecían decir sus ojos, «nos alegra ver que no siente tanta indiferencia por las mujeres como nos hizo creer en el coche... ¿O será tal vez que este ambiente agradable le ayuda a olvidarse de esa gran pena suya...?» Míster Aziz me sonrió, mostrando sus dientes blanquísimos. Fue una sonrisa amistosa. Se la devolví. ¡Qué hombrecillo más amistoso era míster Aziz! Se mostraba sinceramente encantado de que yo prestase tanta atención a las damas. Así, pues, hasta ahora todo iba bien.
Saltaré por encima de lo que ocurrió en las horas siguientes, ya que hasta la medianoche no me sucedió nada tremendo. Unas cuantas notas breves bastarán para cubrir el período intermedio:
A las siete abandonamos la piscina y volvimos a la casa con el fin de vestirnos para la cena.
A las ocho nos reunimos en la gran sala de estar para tomarnos otro cóctel. Las dos damas iban soberbiamente ataviadas y relucientes de tantas joyas como llevaban encima. Ambas llevaban vestidos de noche escotados y sin mangas que, sin ningún género de duda, eran obra de alguno de los grandes modistos de París. Mi anfitriona iba de negro; su hija, de azul pálido. Y el aroma de aquel perfume embriagador las seguía por doquier. ¡Qué pareja! La mujer mayor tenía los hombros levemente inclinados hacia delante, como sólo los tienen las mujeres más apasionadas y expertas; porque del mismo modo que una mujer aficionada a los caballos acabará por tener las piernas estevadas de tanto montar, a una mujer muy apasionada los hombros se le redondean curiosamente de tanto abrazar a los hombres. Se trata de una deformación profesional, la más noble de todas ellas.
La hija aún no tenía edad suficiente para haber adquirido tal distintivo de honor, pero, en su caso, me bastaba con retroceder unos pasos y observar la forma de su cuerpo y fijarme en el espléndido movimiento sinuoso de sus muslos bajo el ceñido vestido de seda mientras se movía por la habitación. Tenía una línea de vello suave y dorado sobre la parte de la espina dorsal que quedaba al descubierto y, cuando me encontraba detrás de ella, me resultaba difícil resistir la tentación de acariciar sus encantadoras vértebras con los nudillos, arriba y abajo.
A las ocho y media pasamos al comedor. La cena que nos sirvieron fue algo verdaderamente magnífico, pero no malgastaré tiempo describiendo las viandas o los vinos. Durante toda la cena seguí jugueteando delicada e insidiosamente con la sensibilidad de las dos mujeres, empleando toda mi pericia y habilidad en la tarea, y, cuando llegaron los postres, ya se derretían ante mis ojos como mantequilla bajo el sol.
Después de cenar volvimos a la sala a tomar café y coñac, y luego, siguiendo la sugerencia de mi anfitrión, echamos un par de partidas de bridge.
Al finalizar la velada, estaba seguro de haber hecho bien mi labor. La vieja magia no me había abandonado. Si las circunstancias lo permitían, una de las dos damas sería mía. No me engañaba al respecto. Era algo obvio, que se veía de lejos. La cara de mi anfitriona brillaba de excitación y siempre que me miraba por encima de la mesita de jugar a cartas sus ojazos negros y aterciopelados se hacían más y más grandes, las ventanas de la nariz se le dilataban y entreabría levemente la boca, revelando la puntita húmeda y rosácea de la lengua asomando entre los dientes. Era un gesto maravillosamente lascivo y más de una vez me hizo fallar la jugada. La hija era menos atrevida, pero igualmente directa. Cada vez que sus ojos se cruzaban con los míos alzaba las cejas unos milímetros, como si me hiciera una pregunta; luego sonreía fugazmente, dándose ella misma la respuesta.
–Me parece que ya es hora de que nos acostemos todos –dijo míster Aziz, consultando su reloj–. Son más de las once. Vamos, queridas.
Entonces sucedió algo extraño. Al instante, sin un segundo de vacilación y sin volver a dirigirme una sola mirada, ¡ambas damas se levantaron y se dirigieron hacia la puerta! Fue algo sorprendente. Me quedé atónito. No sabía cómo interpretarlo. Fue la cosa más rápida que había visto en mi vida. Y, pese a ello, míster Aziz no había hablado con voz de enojo. Su voz, al menos para mí, había sonado tan agradable como siempre. Pero ya estaba apagando las luces, indicando claramente que deseaba que también yo me retirase. ¡Qué golpe! Yo esperaba recibir al menos un susurro de la esposa o de la hija antes de despedirnos hasta la mañana siguiente, sólo tres o cuatro palabras diciéndome adonde tenía que ir y a qué hora; pero, en vez de ello, me quedé de pie como un tonto junto a la mesita de juego mientras las dos damas salían deslizándose de la sala.
Mi anfitrión y yo las seguimos escaleras arriba. Al llegar al descansillo del primer piso, la madre y la hija se quedaron de pie la una al lado de la otra, esperándome.
–Buenas noches, míster Cornelius –dijo mi anfitriona.
–Buenas noches, míster Cornelius –dijo la hija.
–Buenas noches, mi querido amigo –dijo míster Aziz–. Espero que tenga todo lo que desee.
Se fueron a sus respectivas habitaciones y no me quedó otra cosa que hacer salvo subir lentamente, a regañadientes, el segundo tramo de escalones hasta mi propia alcoba. Entré en ella y cerré la puerta. Uno de los criados ya había echado las pesadas cortinas de brocado, pero las separé un poco y me asomé a la ventana para contemplar la noche. El aire era quieto y cálido y una luna brillante iluminaba el desierto. A mis pies, la piscina a la luz de la luna parecía un espejo enorme echado sobre el césped, y, a su lado, pude ver las cuatro tumbonas donde nos habíamos sentado horas antes.
«Bien, bien –pensé–. ¿Qué pasará ahora?»
Una cosa que me constaba que no debía hacer en aquella casa era aventurarme a salir de mi cuarto y merodear por los pasillos. Eso habría sido un suicidio. Desde hacía años sabía que existen ciertas clases de maridos con los que no deben correrse riesgos innecesarios: los búlgaros, los griegos y los sirios. Por alguna razón que desconozco, a ninguno de ellos le molestaba que flirtees descaradamente con su esposa, pero te matará al instante si te pesca metiéndote en la cama con ella. Míster Aziz era sirio. Por lo tanto, era esencial obrar con cierta prudencia. Y, si alguien iba a dar un primer paso aquella noche, ese alguien no sería yo, sino una de las dos mujeres, pues sólo ella (o ellas) sabría exactamente lo que era peligroso y lo que no lo era. Sin embargo, tuve que reconocer que, después de presenciar la forma en que mi anfitrión las había llamado al orden minutos antes, poca esperanza quedaba de que fuera a pasar algo en un futuro inmediato. Lo malo, sin embargo, era que yo me había excitado infernalmente.
Me desnudé y me di una ducha larga y fría. Eso fue una ayuda. Luego, como nunca he podido dormir a la luz de la luna, me aseguré de que las cortinas estuvieran bien echadas. Me metí en la cama y durante una hora o más estuve leyendo la Historia natural de Setborne, de Gilbert White. También eso fue una ayuda y, finalmente, entre la medianoche y la una de la madrugada, llegó un momento en que pude apagar la luz y prepararme para dormir sin demasiados pesares.
Empezaba a dormirme cuando oí unos nudillos. Los reconocí en el acto. Eran unos ruidos que ya había oído muchas veces en mi vida y, pese a ello, seguían siendo para mí los más emocionantes y evocativos de todo el mundo. Consistían en una serie de ruidos apagados y metálicos, como los que produce el metal al frotar con otro metal, suavemente, y siempre los hacía alguien que muy despacio, con mucha cautela, hacía girar el tirador de tu puerta desde fuera. Al instante desperté por completo. Pero no me moví. Me limité a abrir los ojos y mirar fijamente la puerta; y recuerdo que en aquel momento deseé que en la cortina hubiera un resquicio que permitiera el paso de un poco de luz de la luna, para que, al menos, pudiera vislumbrar la sombra de la hermosa forma que iba a entrar en mi cuarto de un momento a otro. Pero la alcoba estaba oscura como una mazmorra.
No oí cómo se abría la puerta. Ninguno de sus goznes chirrió. Pero, de pronto, un leve soplo de aire recorrió la habitación y movió las cortinas y al cabo de un momento oí el golpe apagado de la madera contra la madera cuando la puerta volvió a cerrarse cuidadosamente. Luego se oyó el clic del pestillo cuando el tirador quedó libre de nuevo.
Seguidamente oí unos pies que se me acercaban de puntillas por la alfombra.
Durante un horrible segundo pensé que era míster Abdul Aziz acercándose sigilosamente a la cama cuchillo en mano, pero luego, de repente, un cuerpo cálido y extensible se inclinó sobre el mío al mismo tiempo que una voz de mujer me susurraba al oído:
–¡No haga el menor ruido!
–Querida mía –dije, preguntándome cuál de las dos sería–. Sabía que ven...
Su mano se posó inmediatamente sobre mi boca.
–¡Por favor! –susurró–. ¡Ni una palabra más!
No discutí. Mis labios tenían muchas cosas mejores que hacer. Los suyos también.
Aquí debo hacer una pausa. Ya sé que esto no es propio de mí. Pero sólo por una vez deseo que se me excuse por no hacer una descripción detallada de la gran escena que se desarrolló a continuación. Tengo mis propias razones para ello y les ruego que las respeten. En todo caso, no les hará ningún daño ejercitar su imaginación para variar y, si lo desean, se la estimularé un poco diciendo sencilla y sinceramente que, de los muchos miles y miles de mujeres que he conocido en mis tiempos, ninguna me ha llevado a mayores extremos de éxtasis que aquella dama del desierto del Sinaí. Su destreza era asombrosa. Su pasión era intensa. Su gama era increíble. A cada momento salía con alguna maniobra nueva e intrincada. Y para colmo de dichas, poseía el estilo más sutil y recóndito que jamás haya encontrado. Era una gran artista. Era un genio.
Todo esto, dirán ustedes probablemente, era un claro indicio de que mi visitante no era otra que la mayor de las dos mujeres. Pues se equivocarían. No era indicio de nada. El verdadero genio es un don innato. Tiene muy poco que ver con la edad y puedo asegurarles que no había forma alguna, en las tinieblas de la alcoba, de saber con certeza cuál de las dos era. No hubiera apostado un penique por una ni por la otra. En un momento dado, tras una cadencia especialmente tumultuosa, quedaba convencido de que era la esposa. ¡Tenía que ser la esposa! Luego, repentinamente, el tiempo entero cambiaba y la melodía se hacía tan infantil e inocente que empezaba a jurar que se trataba de la hija. ¡Tenía que ser la hija!
Era enloquecedor no conocer la respuesta verdadera. Me atormentaba. También me humillaba, puesto que, después de todo, un conocedor, un conocedor supremo, siempre debería ser capaz de distinguir la cosecha sin ver la etiqueta de la botella. Pero en aquel caso mi derrota fue total. En un momento dado alargué la mano para coger los cigarrillos con la intención de desvelar el misterio a la luz de una cerilla, pero su mano se posó inmediatamente sobre la mía, me arrebató los cigarrillos y los fósforos y los arrojó al otro lado de la alcoba. Más de una vez empecé a susurrarle la pregunta al oído, pero en ningún caso conseguí articular tres palabras antes de que la mano me abofetease la boca. Con bastante violencia, además.
«Muy bien –pensé–. Dejémoslo correr por ahora. Mañana por la mañana, al bajar a desayunar, la luz del día me permitirá saber a punto fijo cuál de las dos eres. Lo adivinaré al ver la cara arrebolada, al ver cómo los ojos se clavan en los míos y al ver otros cien detalles reveladores. También lo sabré al ver las señales que mis dientes han hecho en el lado izquierdo del cuello, más arriba de donde llega el vestido. Ha sido una jugada astuta, la del mordisco, y sincronizada de modo tan perfecto –el sañudo mordisco se lo administré en el momento en que su pasión alcanzaba la máxima intensidad– que ni por un momento adivinó cuál era mi propósito.
En conjunto resultó una noche de lo más memorable y por lo menos transcurrieron cuatro horas antes de que me diera un último y fiero abrazo y saliera de la habitación tan rápidamente como entrara.
Al día siguiente no desperté hasta después de las diez. Me levanté de la cama y corrí las cortinas. Era otro día brillante y caluroso. Me bañé sin prisas y después me vestí tan cuidadosamente como siempre. Me sentía relajado y alegre. Me sentía también muy feliz al pensar que todavía era capaz de atraer una mujer a mi alcoba sólo con mis ojos, incluso habiendo alcanzado ya la mediana edad. ¡Y qué mujer! Iba a resultar fascinante averiguar cuál de las dos me había visitado. No tardaría en saberlo.
Bajé lentamente los dos tramos de escalones.
–¡Buenos días, mi querido amigo, buenos días! –dijo míster Aziz, levantándose del pequeño escritorio que había en la sala de estar–. ¿Ha pasado buena noche?
–Excelente, gracias –contesté, procurando no parecer pagado de mí mismo.
Se acercó a mí y se quedó de pie a mi lado, sonriéndome con sus dientes blanquísimos. Sus ojillos astutos se posaron en mi rostro y lo recorrieron poco a poco, como si buscaran algo.
–Tengo buenas noticias para usted –dijo–. Hace cinco minutos llamaron de B’ir Rawd Salim y dijeron que la correa del ventilador había llegado en la camioneta del correo. Saleh se la está colocando en este momento. Quedará lista en una hora. Así que, cuando haya desayunado, le llevaré a la gasolinera y podrá proseguir su viaje.
Le dije lo muy agradecido que le estaba.
–Lamentaremos verle partir –dijo–. Ha sido un placer inmenso para todos nosotros que nos visitase así, un placer inmenso.
Desayuné a solas en el comedor. Después volví a la sala de estar para fumarme un cigarrillo mientras mi anfitrión seguía escribiendo.
–Le ruego que me perdone –dijo–. Tengo que acabar un par de cosillas. No tardaré mucho. He ordenado que le hicieran la maleta y la metiesen en el coche, así que no tiene nada de que preocuparse. Siéntese y disfrute de su cigarrillo. Las señoras bajarán de un momento a otro.
La esposa fue la primera en llegar. Entró majestuosamente en la sala, pareciéndose más que nunca a la deslumbradora reina Semíramis del Nilo y lo primero que llamó mi atención en ella ¡fue el pañuelo de gasa verde pálido que llevaba alrededor del cuello! Lo llevaba anudado de forma a la vez descuidada y cuidadosa. Tan cuidadosamente que la piel del cuello quedaba completamente oculta. La mujer se dirigió directamente hacia su marido y le besó la mejilla.
–Buenos días, querido mío –dijo.
«Ah, perra hermosa y astuta», pensé.
–Buenos días, míster Cornelius –dijo alegremente, sentándose en la butaca que había delante de la mía–. ¿Ha pasado buena noche? Espero que haya encontrado todo lo que deseaba.
Nunca en la vida he visto en los ojos de una mujer un brillo parecido al que vi en los suyos aquella mañana; tampoco una expresión de placer como la suya.
–He pasado una noche excelente. Se lo agradezco –contesté, indicándole que estaba al cabo de la calle.
Sonrió y encendió un cigarrillo. Miré de reojo a míster Aziz, que seguía escribiendo afanosamente, de espaldas a nosotros, sin prestar la menor atención a su mujer ni a mí. Pensé que era exactamente igual a todos los demás cornudos que yo había creado. Ninguno de ellos estaba dispuesto a creer que pudiera pasarle a él, ante sus mismas narices.
–¡Buenos días a todos! –exclamó la hija, entrando en la sala–. ¡Buenos días, papá! ¡Buenos días, mamá! –Besó a los dos–. ¡Buenos días, míster Cornelius!
Llevaba unos pantalones color rosa, una blusa rojiza y ¡que me cuelguen si no llevaba también un pañuelo anudado de forma a la vez negligente y cuidadosa alrededor del cuello! ¡Un pañuelo de gasa!
–¿Ha pasado una noche decente? –preguntó, sentándose como una joven desposada sobre el brazo de mi sillón y colocándose de tal modo que uno de sus muslos me rozaba el antebrazo.
Eché la cabeza hacia atrás y la observé atentamente. Me devolvió la mirada y me guiñó un ojo. ¡Me guiñó un ojo! Su rostro mostraba la misma expresión de placer que el de su madre y, si cabe, parecía aún más satisfecha de sí misma que la mujer de mayor edad.
Me sentí bastante confundido. Sólo una de las dos tenía la señal de un mordisco que ocultar y, pese a ello, ambas se habían cubierto el cuello con un pañuelo. Reconocí que podía tratarse de una coincidencia, pero, a primera vista, me pareció mucho más una conspiración. Daba la impresión de que ambas se habían confabulado para impedirme descubrir la verdad. Pero ¡qué descabellado y extraordinario resultaba aquel asunto! ¿Y cuál era la finalidad del mismo? Me pregunté de qué extraña manera trazarían sus planes y complots. ¿Habrían echado la cosa a suertes la noche anterior? ¿O simplemente se turnaban para atender a los visitantes? Me dije que sencillamente tenía que volver allí, hacerles otra visita cuanto antes, sólo para ver qué ocurría la próxima vez. A decir verdad, podía ser que, al cabo de uno o dos días, cogiera el coche y volviera desde Jerusalén. Me dije que iba a resultarme fácil hacerme invitar otra vez.
–¿Está usted preparado, míster Cornelius? –preguntó míster Aziz, levantándose del escritorio.
–Por completo –respondí.
Las damas, elegantes y sonrientes, marcharon delante hasta el lugar donde esperaba el enorme Rolls-Royce verde. Les besé la mano y musité un millón de gracias a cada una de las dos. Luego me senté al lado de mi anfitrión y nos pusimos en marcha. La madre y la hija nos despidieron agitando la mano. Bajé la ventanilla y les devolví el saludo. Luego salimos del jardín y nos internamos en el desierto, siguiendo el camino amarillo y pedregoso que rodeaba la falda del monte Maghara, con los postes del telégrafo marchando a nuestro lado.
Durante el viaje, mi anfitrión y yo conversamos agradablemente de esto y aquello. Me esforcé por mostrarme lo más simpático posible, porque en aquel momento mi único objetivo consistía en hacerme invitar a la casa una vez más. Si no conseguía que él me invitase, entonces tendría que pedírselo. Lo haría en el último momento. «Adiós, mi querido amigo», le diría, agarrándole efusivamente por el cuello. «¿Puedo tener el gusto de visitarle otra vez si casualmente paso por aquí?» Y, desde luego, él diría que sí.
–¿Cree que exageré cuando le dije que mi hija era hermosa? –me preguntó.
–Se quedó corto –dije–. Es una belleza arrebatadora. Debo felicitarle. Pero su esposa no es menos bella. De hecho, entre las dos casi me tumbaron de espaldas –añadí, riéndome.
–Ya me fijé –dijo él, riendo conmigo–. Son un par de chicas muy picaronas. Les gusta tanto flirtear con otros hombres. Pero ¿por qué iba a enfadarme? No hay nada malo en flirtear.
–Nada en absoluto –dije.
–Pienso que es alegre y divertido.
–Es encantador.
En menos de media hora llegamos a la carretera principal de Ismailia a Jerusalén. Míster Aziz desvió el Rolls hacia la franja de asfalto negro y se dirigió hacia la gasolinera a más de cien kilómetros por hora. Llegaríamos allí en cosa de unos minutos. Así que procuré llevar la conversación hacia el asunto de otra visita, trabajándome discretamente una invitación.
–Su casa me ha dejado boquiabierto –dije–. Me parece sencillamente maravillosa.
–Es bonita, ¿verdad?
–Supongo que de vez en cuando se sentirá solo en ella, al ser solamente ustedes tres.
–No es peor que cualquier otro lugar –dijo–. La gente se siente sola en todas partes. En un desierto o en una ciudad... en realidad no hay mucha diferencia. Pero recibimos visitas, ¿sabe? Se asombraría si le dijera cuánta gente nos visita de vez en cuando. Como usted, por ejemplo. Ha sido un gran placer tenerle con nosotros, mi querido amigo.
–Nunca lo olvidaré –dije–. Hoy día no es frecuente encontrar tanta hospitalidad.
Me quedé esperando que me dijera que tenía que volver a verles, pero no lo dijo. Se hizo un breve silencio entre los dos, un breve silencio que resultaba ligeramente embarazoso. Con el fin de romperlo, dije:
–Me parece que el suyo es el gesto paternal más previsor del que jamás haya tenido noticia.
–¿El mío?
–Sí. Me refiero a construir una casa en el quinto cuerno y vivir en ella simplemente por el bien de su hija, para protegerla. Creo que es algo notable.
Vi que sonreía pero no apartó los ojos de la carretera y tampoco dijo nada. La gasolinera y el racimo de barracas eran ya visibles a poco más de un kilómetro delante de nosotros. El sol ya estaba muy alto y empezaba a hacer calor dentro del automóvil.
–No son muchos los padres capaces de sacrificarse hasta tal extremo –proseguí.
De nuevo sonrió, pero esta vez me pareció ver cierta timidez en su sonrisa. Y luego dijo:
–No me merezco tantos elogios como usted tiene a bien dedicarme. De veras que no. Si quiere que le sea absolutamente sincero, esa hermosa hija mía no es la única razón por la cual vivo en tan espléndido aislamiento.
–Ya lo sé.
–¿Lo sabe?
–Usted me lo dijo. Dijo que la otra razón era el desierto. Que lo amaba tanto como un marino ama el mar.
–Sí, se lo dije. Y es muy cierto. Pero aún queda una tercera razón.
–¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
No me contestó. Siguió sentado completamente inmóvil, con las manos en el volante y los ojos clavados en la carretera.
–Perdone –dije–. No debería habérselo preguntado. No es asunto mío.
–No, no, eso no tiene importancia –dijo–. No se disculpe.
Me puse a contemplar el desierto a través de la ventanilla.
–Me parece que hoy hace más calor que ayer –dije–. Ya debemos de estar por encima de los cuarenta grados.
–Sí.
Vi que se movía un poco en el asiento, como si tratase de encontrar una postura más cómoda, y entonces dijo:
–En realidad, no veo razón para ocultarle la verdad sobre esa casa. No da usted la impresión de ser un chismoso.
–Puede estar usted seguro –dije.
Nos acercábamos a la gasolinera y aminoró la marcha para tener tiempo de decir todo lo que quería decirme. Vi que los dos árabes se encontraban de pie junto a mi Lagonda, observándonos.
–Esa hija –dijo al cabo de un rato–, la que conoció ayer... no es la única hija que tengo.
–¿De veras?
–Tengo otra que es cinco años mayor que ella.
–Y sin duda es igual de hermosa –dije–. ¿Dónde vive? ¿En Beirut?
–No, está en casa.
–¿En qué casa? No será en la que acabamos de dejar, ¿eh?
–Sí.
–¡Pero si no la vi en ningún momento!
–Bueno –dijo él, volviéndose de pronto para escudriñarme la cara–, puede que no.
–Pero, ¿por qué?
–Tiene lepra.
Di un salto.
–Sí, ya lo sé –dijo–. Es algo terrible. Y, además, tiene la peor variedad de lepra. Pobre chiquilla. La llaman «lepra anestésica». Es muy resistente y casi imposible de curar. Si al menos fuera la variedad nodular, resultaría mucho más fácil. Pero no lo es y no hay nada que hacer. Así que, cuando tenemos visitas en casa, no sale de su propio aposento, en el tercer piso...
El coche debió de detenerse en la gasolinera en aquel momento porque de la siguiente cosa que me acuerdo es de ver a míster Abdul Aziz allí sentado mirándome con aquellos ojillos negros e inteligentes y diciendo:
–Pero, mi querido amigo. No tiene que alarmarse de esta manera. ¡Serénese, míster Cornelius, serénese! No tiene que preocuparse absolutamente por nada del mundo. No es una enfermedad muy contagiosa. Para contraerla hay que tener el contacto más íntimo con la persona que la padezca...
Me apeé del coche muy lentamente y me quedé de pie bajo la luz del sol. El árabe de la cara marcada por la enfermedad me estaba sonriendo y me decía:
–La correa del ventilador ya arreglada. Todo en orden.
Busqué los cigarrillos en el bolsillo pero las manos me temblaban con tanta violencia que se me cayó el paquete al suelo. Me incliné y lo recogí. Luego saqué un cigarrillo y conseguí encenderlo. Cuando volví a alzar los ojos vi que el Rolls-Royce verde ya estaba a medio kilómetro de la gasolinera, alejándose velozmente.