LA PRINCESA MAMMALIA

Cuando la Princesa Mammalia se levantó de la cama el día en que cumplió los diecisiete años y examinó su cara en el espejo, no pudo dar crédito a sus ojos. Hasta ese día había sido una chica más bien sencilla y regordeta, con el cuello ancho, y ahora estaba contemplando a una joven dama a la que jamás había visto anteriormente. Una mágica transformación se había producido de la noche a la mañana, y la Princesita regordita se había convertido en una belleza deslumbrante. Empleo la palabra deslumbrante en su sentido más puro y literal, pues en su semblante relucía un resplandor tan celestial, un centelleo tan estelar, una belleza tan cegadora, que cuando una hora después descendió por las escaleras para ir a abrir sus regalos, quienes la miraron de cerca tuvieron que cerrar los ojos por miedo a que el brillo dañase sus retinas. El astrónomo real llegó incluso a decir que habría menos riesgo mirando a la dama a través de un cristal ahumado, como si se tratase de un eclipse de sol.

Desde el mismo día en que aprendió a caminar, todos los habitantes de Palacio le habían profesado un gran amor a la Princesa Mammalia por su carácter modesto y afable. Sin embargo, ella descubrió muy pronto que ser modesto y gentil es más fácil para una chica fea que para la que sabe que es muy seductora. Enseguida comprendió que su extraordinaria belleza la dotaba de un inmenso poder. Los hombres se sentían tan abrumados de deseo ante la reluciente presencia de su nueva imagen, que bastaba con que diese una orden para que todos ellos fueran suyos. Califas y rajás, grandes visires y generales, ministros y cancilleres, camelleros y recaudadores de impuestos, todos se derretían por igual tan pronto como ella se presentaba; y trataban de llamar su atención con halagos y sonrisas afectadas; se les caía la baba, se arrojaban a sus pies y la lisonjeaban sin parar. Bastaba con que levantara un dedo para que todos empezaran a corretear por la habitación, esforzándose por complacerla. Le ofrecían ricas joyas y brazaletes de oro; la invitaban a lujosas fiestas en lugares exóticos; y tan pronto como alguno de ellos lograba quedarse un momento a solas con ella, comenzaba a susurrar obscenidades en su oído. También el servicio le traía complicaciones. Un criado es tan hombre como un cortesano, y tras varios incidentes desagradables ocurridos en los pasillos, el Rey se vio obligado, muy en contra de sus deseos –era un Rey cordial–, a ordenar que todos los sirvientes masculinos de Palacio fuesen castrados de inmediato. Sólo pudo librarse el chef real, pues alegó que hacerle eso malograría sus artes culinarias.

Al principio, la Princesa simplemente disfrutaba con encantadora inocencia de su nuevo poder. Pero la situación no podía continuar así. Nadie, y mucho menos una doncella de diecisiete años, podía permanecer indiferente por mucho tiempo. Se trataba de auténtico poder. Un poder desconocido para alguien tan joven. Pronto descubrió la Princesa que el poder es un amo muy exigente. Es imposible tenerlo y no usarlo; el poder insiste en ser ejercido. De este modo, la Princesa comenzó a emplear conscientemente el poder que poseía sobre los hombres, primero en pequeñas dosis, luego en dosis mayores. Resultaba ridículamente fácil, como hacer que se movieran unas marionetas.

Llegados a este punto, la Princesa hizo su segundo descubrimiento, que es el siguiente: cuando el poder de una mujer es tan grande que los hombres la obedecen sin dudar, esa mujer acaba menospreciando a los hombres. Así, en el plazo de un mes la Princesa se encontró con que los únicos sentimientos que le inspiraba la especie masculina eran los del desdén, y empezó a practicar todo tipo de extrañas estratagemas para humillar a sus adoradores. Por ejemplo, se aficionó a dar paseos por la ciudad y exhibirse ante hombres corrientes de la calle.

Rodeada por su fiel guardia de eunucos, observaba divertida cómo los ciudadanos masculinos, al ver su belleza resplandeciente, enloquecían de deseo, se abalanzaban contra las lanzas de la guardia, y caían atravesados a centenares.

De madrugada, antes de retirarse a sus aposentos, la Princesa se divertía paseándose por su balcón y exhibiéndose ante los lujuriosos admiradores que se reunían a miles en los aledaños, con la esperanza de poder verla. ¿Por qué no mostrarse a sus ojos? A la luz de la luna la Princesa estaba aún más deslumbrante y deseable que nunca. De hecho, su brillo eclipsaba el de la luna, y tan pronto como ella aparecía los ciudadanos enloquecían y comenzaban a aullar, a mesarse los cabellos, y quebrarse los huesos precipitándose contra las murallas del Palacio. Para calmarlos, de vez en cuando la Princesa vertía sobre sus cabezas un par de pucheros de plomo hirviendo.

Las cosas ya andaban mal, pero lo peor no había llegado. Tal como todos sabemos, el poder es un voraz compañero de cama. Cuanto más tienes, más quieres. No es posible hartarse de él, y con el transcurrir de los meses siguientes el ansia de poder de la Princesa creció y creció hasta que al final se encontró jugueteando con la idea de conseguir el máximo signo de poder en la tierra: el trono.

Ella era la mayor de siete hijos, todas ellas chicas, y su madre había muerto. Por consiguiente, ya era la heredera legítima al trono de su padre. Pero, ¿de qué le servía serlo? Su padre, el Rey, quien hasta no hacía mucho tiempo era objeto de su adoración, la irritaba ahora hasta la locura.

Su padre era un monarca benigno y misericordioso, muy querido por su pueblo, y, como tal, el único hombre del reino que no se volvía loco de pasión al verla. Y, lo que es peor, gozaba de una excelente salud.

El poder corrompe de modo tan terrible que la joven Princesa empezó enseguida a planear seriamente la destrucción de su propio padre. Pero es más fácil trazar un plan que llevarlo a la práctica. Acabar con un gobernante resulta extremadamente difícil para alguien que está solo y no quiere ser descubierto. El veneno era una posibilidad, pero los envenenadores casi siempre son atrapados. Pasó muchas noches dándole vueltas al asunto, pero no acudía a su mente ninguna respuesta. Hasta que una noche, después de cenar, salió a su balcón como de costumbre, dispuesta a pasarse un buen rato enloqueciendo al diario tropel de ciudadanos lujuriosos. Pero esa noche no había tal multitud. En su lugar apareció un viejo mendigo solitario que la miraba fijamente. Su ropa mugrienta estaba hecha jirones, y llevaba los pies descalzos. Tenía una larga barba blanca y una melena de pelo blanco como la nieve que le llegaba hasta los hombros. Apoyaba casi todo su peso en un bastón.

–Márchate, viejo asqueroso –bramó ella.

–¡Sshh! –murmuró el viejo mendigo, acercándose cautelosamente–. He venido a ayudaros. He tenido una visión en la que se me ha revelado que estáis muy preocupada.

–No estoy preocupada en lo más mínimo –respondió la Princesa–. Lárgate, a menos que prefieras que te eche un puchero de plomo hirviendo sobre tu cabezota.

El viejo la ignoró.

–Sólo existe un modo –dijo en voz baja– de eliminar a un enemigo sin ser descubierto. ¿Deseáis conocerlo?

–Por supuesto que no –dijo bruscamente la Princesa–. ¿Por qué iba a desearlo? A ver, ¿cuál es?

–Coged una ostra –dijo el viejo– y hundidla en la tierra de una maceta. Desenterradla al cabo de veinticuatro horas, extraed una gotita de su jugo, cuidando sobre todo de que sólo sea una gotita, y ponedla en cada una de las ostras que le sirváis a la víctima al día siguiente.

–¿Y eso acabará con él? –preguntó la Princesa, sin poder disimular su interés.

–Es mortal –dijo el viejo–. La persona que coma esas ostras sucumbirá rápidamente, víctima de un terrible ataque que hará que su cuerpo se retuerza de dolor Y, cuando todo haya terminado, la gente se limitará a murmurar, apesadumbrada: «Pobre, la ostra que comió estaba verdaderamente mala.»

–¿Quién eres, viejo, y de dónde vienes? –preguntó la Princesa, inclinándose sobre la balaustrada.

–Estoy del lado de los justos –dijo en susurros el viejo, tras lo cual desapareció en la oscuridad.

La Princesa guardó pacientemente esa información en su cabeza y esperó el momento oportuno. Varios días antes de su decimoctavo cumpleaños, el Rey le dijo:

–Hija mía, ¿qué deseas comer en tu banquete de cumpleaños? ¿Querrás como de costumbre tu plato favorito, cochinillo asado?

–Sí, papá –contestó ella–, pero de primero me gustarían unas ostras.

–¡Qué idea tan estupenda! –respondió el Rey–. Haré que vayan inmediatamente a cogerlas a la costa.

El día del cumpleaños de la Princesa, la mesa del gran comedor ofrecía un aspecto suntuoso, todo estaba preparado para la fiesta. Había una docena de magníficas ostras para cada comensal. Pero, antes de que los invitados pasaran a sentarse, el Rey entró solo en el comedor, como tenía por costumbre hacer en las ocasiones especiales, a fin de asegurarse de que todo estaba a su gusto. Llamó al mayordomo y ambos caminaron lentamente alrededor de la mesa.

–¿Por qué –preguntó el Rey, señalando su plato– me has asignado las ostras más grandes y de mayor calidad?

–Siempre reservo lo mejor de todo para su Majestad –contestó el mayordomo–. ¿He obrado mal?

–Hoy ha de ser la Princesa Mammalia quien tenga lo mejor –dijo el Rey–. Es su fiesta de cumpleaños. Dale a ella mi plato, y ponme el suyo a mí.

–Enseguida, Majestad –respondió el mayordomo, apresurándose a cambiar los platos de sitio.

La fiesta de cumpleaños fue un éxito y las ostras fueron degustadas casi en su totalidad.

–¿Te gustan, padre? –preguntaba una y otra vez la Princesa Mammalia–. ¿No te parecen exquisitas?

–Las mías son deliciosas –dijo el Rey–. ¿Cómo están las tuyas?

–Excelentes –contestó ella–, sencillamente excelentes.

Aquella noche la Princesa Mammalia se puso enferma de pronto, y a pesar de los cuidados del médico real, sucumbió a un terrible ataque que hizo retorcer de dolor su hermoso cuerpo.

A la mañana siguiente, el Rey sacó de su armario su larga barba blanca postiza, la larga peluca blanca, la ropa mugrienta hecha jirones y el viejo bastón.

–Ya puedes quemar todo esto –le dijo a su ayuda de cámara–. No podemos celebrar fiestas de disfraces mientras la corte esté de luto.