La señora Foster había sufrido toda su vida un miedo casi patológico a perder trenes, aviones, barcos, y hasta telones, en los teatros. Aunque en otros aspectos no era una mujer particularmente nerviosa, la sola idea de llegar con retraso en ocasiones como las enumeradas la ponía en un estado de excitación tal que le daban espasmos. No era cosa de mucha importancia: un pequeño músculo que se le agarrotaba en la esquina del ojo izquierdo, como un guiño secreto. Lo enojoso, sin embargo, era que la contracción se negaba a desaparecer hasta cosa de una hora después de alcanzado sin novedad el tren, o el avión, o lo que hubiera de tomar.
Es realmente extraordinario el que un temor suscitado por algo tan simple como perder un tren pueda, en ciertas personas, convertirse en una seria obsesión. Media hora antes, como mínimo, de que se hiciese necesario partir hacia la estación, la señora Foster salía del ascensor lista para marchar, con el sombrero y el abrigo puestos, y a continuación, de todo punto incapaz de sentarse, comenzaba a trajinar y agitarse de habitación en habitación, hasta que su marido, que no podía ignorar el estado en que se encontraba, emergía por fin de sus aposentos y en tono seco, desapasionado, señalaba que tal vez fuera hora de ponerse en marcha, ¿no?
Es posible que el señor Foster estuviese en su derecho de irritarse ante esa simpleza de su esposa; lo que resultaba inexcusable era que acrecentase su desazón haciéndola esperar sin necesidad. Cosa que, ¡cuidado!, ni siquiera se hubiera podido demostrar, aunque medía tan bien su tiempo cuando quiera que habían de ir a alguna parte –ya me entienden: sólo uno o dos minutos de retraso–, y su actitud era tan suave, que se hacía difícil creer que no buscara infligir una pequeña pero abominable tortura personal a la pobre señora. Y si algo le constaba es que ella no se habría atrevido por nada del mundo a levantar la voz y pedirle que se apresurase: la tenía demasiado bien disciplinada para eso. Otra cosa que sin duda había de saber era que, llevando la demora incluso más allá del límite de lo prudencial, podía ponerla al borde de la histeria. Una o dos veces, en los últimos años de su vida de casados, casi había parecido que deseara perder el tren, con el único fin de intensificar el sufrimiento de la infeliz.
Supuesta la culpabilidad del marido (que tampoco puede darse por cierta), lo que hacía doblemente irrazonable su actitud era el hecho de que, exceptuada esa pequeña flaqueza incorregible, la señora Foster era y había sido en todo momento una esposa bondadosa y amante que por espacio de más de treinta años le había servido con competencia y lealtad. A ese respecto no había duda alguna: incluso ella, con ser una mujer muy modesta, así lo veía. Y, por mucho que llevase años rechazando la idea de que el señor Foster quisiera atormentarla deliberadamente, a veces, en los últimos tiempos, se había sorprendido a sí misma en el umbral de la sospecha.
El señor Eugene Foster, que frisaba los setenta años, vivía con su esposa en Nueva York, en la calle Sesenta y Dos Este, en una casona de seis plantas atendida por cuatro sirvientes. El lugar era sombrío y recibían pocas visitas. Ello no obstante, la casa había cobrado vida aquella particular mañana de enero y el trajín era mucho. Mientras una de las doncellas repartía por las habitaciones montones de sábanas con que proteger los muebles contra el polvo, otra las colocaba. El mayordomo transportaba a la planta baja maletas que dejaba en el zaguán. El cocinero subía una y otra vez de sus dependencias, para consultar con el mayordomo. Y la señora Foster, por su parte, vestida con un anticuado abrigo de pieles y tocada con un sombrero negro, volaba de una a otra habitación fingiendo vigilar todas aquellas operaciones, cuando lo único que en realidad ocupaba su pensamiento era la idea de que, como su esposo no saliese pronto de su estudio y se aprestara, iba a perder el avión.
–¿Qué hora es, Walker? –preguntó al mayordomo al cruzarse con él.
–Las nueve y diez, señora.
–¿Ha llegado ya el coche?
–Sí, señora, está esperando. Ahora mismo me disponía a cargar el equipaje.
–Se tarda una hora en llegar a Idlewild –dijo ella–. Mi avión despega a las once. Y debo estar allí con media hora de antelación, para los trámites. Llegaré tarde. Sé que llegaré tarde.
–Creo que tiene tiempo de sobra, señora –dijo con amabilidad el mayordomo–. Ya he señalado al señor Foster que habían de marchar a las nueve y cuarto. Aún quedan cinco minutos.
–Sí, Walker, ya lo sé, ya lo sé. Pero cargue rápido el equipaje, ¿quiere?
Se puso a dar vueltas por el zaguán, y, cuantas veces se cruzaba con el mayordomo, le preguntaba la hora. Aquél, se decía una y otra vez, era el único avión que no podía perder. Le había costado meses persuadir a su marido de que la dejase marchar. Y, si ahora perdía el avión, no era difícil que él resolviese que debía dejarlo todo en suspenso. Y lo peor era su insistencia en ir a despedirla al aeropuerto.
–Dios mío –exclamó en voz alta–, voy a perderlo. Lo sé, lo sé; sé que voy a perderlo.
El pequeño músculo situado junto al ojo izquierdo le daba ya unos tirones locos, y los ojos en sí los tenía al borde de las lágrimas.
–¿Qué hora es, Walker?
–Las nueve y dieciocho, señora.
–¡Ya es seguro que lo pierdo! –se lamentó–. Oh, ¿por qué no aparecerá de una vez?
Era aquél un viaje importante para la señora Foster. Iba a París, sola, a visitar a su hija, su única hija, casada con un francés. A la señora Foster no le importaba gran cosa el francés, pero a su hija le tenía mucho cariño, y, sobre todo, la consumía el anhelo de ver a sus tres nietos, a quienes sólo conocía por las muchas fotos que de ellos había recibido y que no dejaba de exponer por toda la casa. Eran preciosas aquellas criaturas. Loca por ellas, en cuanto llegaba una nueva fotografía se la llevaba donde pudiera examinarla largo rato buscando con cariño en sus caritas indicios satisfactorios de aquel aire de familia que tanto significaba para ella. Por último, en fechas recientes, cada vez la asaltaba con mayor frecuencia el sentimiento de que no deseaba terminar sus días donde no pudiese estar cerca de sus niños, recibir sus visitas, llevarlos de paseo, comprarles regalos y verlos crecer. Sabía, a buen seguro, que en cierto modo no estaba bien, e incluso que era una deslealtad alentar pensamientos semejantes estando todavía vivo su esposo. Tampoco ignoraba que, por más que ya no desarrollase actividades en ninguna de sus múltiples empresas, él jamás consentiría en dejar Nueva York para instalarse en París. Ya era un milagro que se hubiese avenido a permitirle hacer sola el vuelo y pasar allí seis semanas de visita. Pero, aun así, ¡ah, cómo le hubiera gustado poder vivir siempre cerca de sus nietos!
–Walker, ¿qué hora es?
–Y veintidós, señora.
Mientras eso decía, se abrió una puerta y en el zaguán apareció el señor Foster, que se detuvo a mirar con intensidad a su esposa. También ella fijó los ojos en aquel anciano diminuto, pero todavía apuesto y gallardo, que con su inmensa cara barbuda tan asombroso parecido guardaba con las viejas fotografías de Andrew Carnegie.
–Bueno –dijo–, creo que no estará de más, si quieres alcanzar ese avión, que nos vayamos poniendo en marcha.
–Sí, cariño, sí. Todo está a punto. Y el coche, esperando.
–Perfecto –dijo él ladeando la cabeza y observándola con atención.
Tenía una curiosa manera de ladear la cabeza, la cual se veía además sometida a una serie de sacudidas, breves y rápidas. A causa de ello, y también porque se estrujaba las manos sostenidas en alto, casi a nivel del pecho, plantado allí tenía cierto aspecto de ardilla..., una viva, ágil y vieja ardilla escapada del Central Park.
–Ahí tienes a Walker con tu abrigo, cariño. Póntelo.
–Enseguida estaré contigo –replicó él–. Es sólo lavarme las manos.
Ella se quedó aguardando flanqueada por el alto mayordomo, portador del sombrero y abrigo.
–¿Lo perderé, Walker?
–No, señora –respondió el mayordomo–. Creo que llegará perfectamente.
Luego reapareció el señor Foster y el mayordomo le ayudó a ponerse el abrigo. La señora Foster salió presurosa de la casa y montó en el Cadillac alquilado. Su esposo la siguió, pero bajando con lentitud la escalinata que llevaba a la calle y deteniéndose, todavía en los peldaños, para estudiar el cielo y olisquear el frío aire de la mañana.
–Parece un poco brumoso –observó conforme se acomodaba en el coche junto a ella–. Y allí, por el lado del aeropuerto, siempre empeora. No me sorprendería que ya hubiesen suspendido el vuelo.
–No digas eso, cariño, por favor.
No volvieron a hablar hasta que el coche hubo cruzado el río, camino de Long Island.
–Ya me he puesto de acuerdo con el servicio –dijo el señor Foster–. Se marcharán todos hoy. Les he liquidado seis semanas a razón de media paga, y a Walker le he dicho que cuando volvamos a necesitarlos le enviaré un telegrama.
–Sí –replicó ella–. Ya me lo ha contado.
–Yo me trasladaré al club esta noche. Alojarse allí será una novedad agradable.
–Sí, cariño. Y yo te escribiré.
–Pasaré por casa de vez en cuando, para recoger el correo y cerciorarme de que todo está en orden.
–¿De veras no crees preferible que Walker se quede allí, al cuidado de todo, mientras estemos fuera? –preguntó ella sumisa.
–Qué tontería. Es del todo innecesario. Y, además, le tendría que pagar el sueldo completo.
–Oh, sí –dijo ella–. Claro está.
–Y, por otra parte, nunca se sabe lo que se le puede ocurrir a la gente cuando se la deja sola en una casa –proclamó el señor Foster, que sacó ahí un cigarro cuya punta hendió con un cortapuros de plata antes de encenderlo con un mechero de oro.
Ella guardó silencio, las manos unidas y crispadas bajo la manta de viaje.
–¿Me escribirás? –indagó.
–Ya veremos. Aunque lo dudo. Ya sabes que no soy de escribir cartas, como no tenga algo concreto que decir.
–Sí, ya lo sé, cariño. Entonces, no te molestes en hacerlo.
Seguían avanzando, ahora por el Queen’s Boulevard, hasta que, al alcanzar las llanas marismas en que se asienta el aeropuerto de Idlewild, la niebla empezó a espesarse y el coche hubo de reducir la marcha.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó la señora Foster–. Ahora sí que lo pierdo. ¡Estoy segura! ¿Qué hora es?
–Basta ya de alboroto –protestó el anciano–. Además, es en vano: ya tienen que haberlo suspendido. Jamás vuelan con un tiempo semejante. No sé ni por qué te has tomado la molestia de ponerte en camino.
Aunque no estaba segura de ello, le pareció que su voz cobraba repentinamente un tono nuevo, y volvió la cabeza, para mirarlo. Era difícil, con aquel pelambre, apreciar en su rostro cambios de expresión. La boca era la clave de todo, y, como tantas otras veces, habría dado cualquier cosa por distinguirla claramente, pues a no ser que estuviera enfurecido, los ojos rara vez traslucían nada.
–De todas formas –prosiguió el señor Foster–, te doy la razón: si por casualidad se efectuase el vuelo, ya lo tienes perdido. ¿Por qué no te rindes a la evidencia?
Apartó de él la mirada y la volvió hacia la ventanilla. La niebla parecía espesarse conforme adelantaban, y ahora sólo el borde de la carretera y la orilla de la pradera que empezaba más allá le resultaban visibles. Sabía que su esposo continuaba mirándola. A una nueva ojeada advirtió, con una especie de horror, que ahora tenía fija la vista en el rabillo de su ojo izquierdo, en aquella pequeña zona donde sentía los tirones del músculo.
–¿O no es así? –insistió él.
–¿Qué?
–Que ya tienes perdido el vuelo, si es que lo hay. Con esta basura en el aire, no podemos correr.
Dicho eso, no volvió a dirigirle la palabra. El coche continuó su dificultoso avance, auxiliado el conductor por el foco amarillo que tenía orientado hacia el arcén. Otros focos, algunos blancos, algunos amarillos, surgían continuamente de la niebla, en dirección opuesta, y uno, sobremanera brillante, no dejaba de seguirlos a corta distancia.
De repente, el chófer paró el coche.
–¡Ya está! –exclamó el señor Foster–. Atascados. Ya lo sabía.
–No, señor –dijo el chófer al tiempo que volvía la cabeza–. Lo hemos conseguido. Estamos en el aeropuerto.
La señora Foster se apeó sin decir palabra y entró presurosa en el edificio por su puerta principal. El interior estaba repleto de gente, en su mayoría pasajeros que asediaban, desolados, los despachos de billetes. La señora Foster se abrió paso como pudo y se dirigió al empleado.
–Sí, señora –dijo éste–. Su vuelo está aplazado, por el momento. Pero no se marche, por favor. Contamos con que el tiempo aclare en cualquier instante.
La señora Foster salió al encuentro de su marido, que continuaba en el coche, y le transmitió la información.
–Pero no te quedes, cariño –añadió–. No tiene sentido.
–No pienso hacerlo –replicó él–, siempre y cuando el chófer pueda devolverme a la ciudad. ¿Podrá usted, chófer?
–Eso creo –dijo el hombre.
–¿Ya ha bajado el equipaje?
–Sí, señor.
–Adiós, cariño –se despidió la señora Foster, e inclinó el cuerpo hacia el interior del coche y besó brevemente a su esposo en el áspero pelambre gris de la mejilla.
–Adiós –contestó él–. Que tengas buen viaje.
El coche arrancó y la señora Foster se quedó sola.
El resto del día fue una especie de pesadilla para ella. Sentada hora tras hora en el banco que más cerca quedaba del mostrador de la línea aérea, a cada treinta minutos, o cosa así, se levantaba para preguntar al empleado si había cambiado la situación. La respuesta era siempre la misma: debía continuar la espera, pues la niebla podía disiparse en cualquier momento. Hasta que, por fin, a las seis de la tarde, los altavoces anunciaron que el vuelo quedaba aplazado hasta las once de la mañana siguiente.
La señora Foster no supo qué hacer al recibir la noticia. Continuó en su asiento, por lo menos durante otra media hora, preguntándose, cansada y como confusa, dónde podría pasar la noche. Dejar el aeropuerto le disgustaba en grado sumo. No quería ver a su esposo. Le aterraba que consiguiese, con algún subterfugio, impedirle el viaje a Francia. Ella se hubiera quedado allí, en aquel mismo banco, toda la noche. Le parecía lo más seguro. Pero estaba agotada, y tampoco le costó comprender que, en una señora de su edad, aquel proceder sería ridículo. En vista de ello, terminó por buscar un teléfono y llamar a su casa.
Respondió su esposo en persona, a punto ya de salir hacia el club. Después de comunicarle las noticias, le preguntó si continuaba allí la servidumbre.
–Se han marchado todos –contestó él.
–Siendo así, buscaré en cualquier sitio una habitación donde pasar la noche. Pero no te inquietes por eso, cariño.
–Sería una bobada –replicó él–. Tienes toda una casa a tu disposición. Úsala.
–Pero es que está vacía, mi vida.
–Entonces, me quedaré a acompañarte.
–Pero no hay comida ahí. No hay nada.
–Pues cena antes de volver. No seas tan necia, mujer. De todo tienes que hacer un alboroto.
–Sí –respondió ella–. Lo siento. Tomaré un emparedado aquí y me pondré en camino.
Fuera, la niebla había aclarado un poco; pero, aun así, el regreso en el taxi fue largo y lento, y ya era bastante tarde cuando llegó a la casa de la calle Sesenta y Dos.
Su marido emergió de su estudio al oírla entrar.
–Y bien –dijo plantado junto a la puerta–, ¿qué tal ha resultado París?
–Salimos a las once de la mañana. Está confirmado.
–Será si se disipa la niebla, ¿no?
–Ya empieza. Se ha levantado viento.
–Se te ve cansada. Tienes que haber tenido un día tenso.
–No fue demasiado agradable. Creo que me voy directamente a la cama.
–He encargado un coche. Para las nueve de la mañana.
–Oh, muchas gracias, cariño. Y espero que no volverás a tomarte la molestia de hacer todo ese viaje, para despedirme.
–No, no creo que lo haga –dijo él despacio–. Pero nada te impide dejarme, de paso, en el club.
Le miró y en aquel momento se le antojó muy lejano, como al otro lado de una frontera, súbitamente tan pequeño y distante, que no podía determinar qué estaba haciendo, ni qué pensaba, ni tan siquiera quién era.
–El club está en el centro –observó ella–: no queda camino del aeropuerto.
–Pero tienes tiempo de sobra esposa mía. ¿O es que no quieres dejarme en el club?
–Oh, sí, claro que sí.
–Magnífico. Entonces, hasta mañana, a las nueve.
La señora Foster se encaminó a su alcoba, situada en el segundo piso, y tan exhausta estaba tras aquella jornada, que se durmió apenas acostarse.
A la mañana siguiente, habiendo madrugado, antes de las ocho y media estaba ya en el zaguán, lista para marchar. Su marido apareció minutos después de las nueve.
–¿Has hecho café? –preguntó a su esposa.
–No, cariño. Pensé que tomarías un buen desayuno en el club. El coche ya ha llegado y lleva un rato esperando. Yo estoy lista para salir.
La conversación la celebraban en el zaguán –últimamente parecía como si todos sus encuentros ocurriesen allí–, ella con el abrigo y el sombrero puestos, y el bolso en el brazo, y él con una levita de curioso corte y altas solapas.
–¿Y el equipaje?
–Lo tengo en el aeropuerto.
–Ah, sí. Claro está. Bien, si piensas dejarme primero en el club, mejor será que nos pongamos cuanto antes en camino, ¿no?
–¡Sí! –exclamó ella–. ¡Oh, sí, por favor!
–Sólo el tiempo de coger unos cigarros. Enseguida estoy contigo. Monta en el coche.
Ella dio media vuelta y salió al encuentro del chófer, que le abrió la puerta del coche al verla acercarse.
–¿Qué hora es? –le preguntó la señora Foster.
–Alrededor de las nueve y cuarto.
El señor Foster salió de la casa cinco minutos más tarde. Viéndole descender despacio la escalinata, advirtió ella que, enfundadas en aquellos estrechos pantalones, sus piernas parecían patas de chivo. Como hiciera la víspera, se detuvo a medio camino, para olisquear el aire y estudiar el cielo. Aunque no había despejado por completo, un amago de sol perforaba la bruma.
–A lo mejor tienes suerte esta vez –comentó él conforme se instalaba a su lado en el coche.
–Dese prisa, por favor –dijo ella al chófer–. Y no se preocupe por la manta de viaje. Yo la extenderé. Arranque, se lo ruego. Voy con retraso.
El conductor se acomodó frente al volante y puso en marcha el motor.
–¡Un momento! –exclamó de pronto el señor Foster–. Aguarde un instante, chófer, tenga la bondad.
–¿Qué ocurre, cariño? –indagó ella según le observaba registrarse los bolsillos del abrigo.
–Tenía un pequeño regalo que darte, para Ellen. Vaya, ¿dónde diablos estará? Estoy seguro de que lo llevaba en la mano al bajar.
–No he visto que llevases nada. ¿Qué regalo era?
–Una cajita, envuelta en papel blanco. Ayer olvidé dártela y no quiero que hoy ocurra lo mismo.
–¡Una cajita! –exclamó la señora Foster–. ¡Yo no he visto ninguna cajita!
Y se puso a rebuscar con desespero en la parte trasera del coche.
Su marido, que estaba examinándose los bolsillos del abrigo, desabrochó éste y comenzó a palparse la levita.
–Maldita sea –dijo–, debo de haberla olvidado en el dormitorio. No tardo ni un minuto.
–¡Oh, déjalo, por favor! –clamó ella–. ¡No tenemos tiempo! Puedes enviárselo por correo. Después de todo, no será más que una de esas dichosas peinetas, que es lo que siempre le regalas.
–¿Y qué tienen de malo las peinetas, si puede saberse? –inquirió él, furioso de que, por una vez, su esposa hubiera perdido los estribos.
–Nada, cariño. ¿Qué van a tener de malo? Sólo que...
–¡Quédate aquí! –le ordenó–. Voy a buscarla.
–Deprisa, te lo ruego. ¡Oh, date prisa, por favor!
Se quedó quieta en el asiento, espera que esperarás.
–¿Qué hora es, dígame? –preguntó al conductor.
El hombre consultó su reloj de pulsera.
–Casi las nueve y media, diría yo.
–¿Podremos llegar al aeropuerto en una hora?
–Más o menos.
Ahí, de pronto, la señora Foster descubrió, trabado entre asiento y respaldo, en el lugar que había ocupado su esposo, el borde de un objeto blanco. Alargó la mano y tiró de él. Era una cajita envuelta en papel e insertada allí, observó a su pesar, honda y firmemente, como por intervención de una mano.
–¡Aquí está! –exclamó–. ¡La he encontrado! ¡Oh, Dios mío, y ahora se eternizará allí arriba buscándola! Chófer, por favor, corra usted a avisarle, ¿quiere?
Aunque todo aquello le tenía bastante sin cuidado, el hombre, dueño de una boca irlandesa, pequeña y rebelde, saltó del coche y subió los peldaños que daban acceso a la puerta principal. Pero enseguida se volvió y deshizo el camino.
–Está cerrada –declaró–. ¿Tiene llave?
–Sí... aguarde un instante.
La señora Foster se puso a registrar el bolso como loca. Un visaje de angustia contraía su pequeña cara, donde los labios, prietos, sobresalían como un pico de cafetera.
–¡Ya la tengo! Tome. No, déjelo: iré yo misma. Será más rápido. Yo sé dónde encontrarle.
Salió presurosa del coche y presurosa subió la escalinata, la llave en una mano. Introdujo aquélla en la cerradura y, a punto de darle vuelta, se detuvo. Irguió la cabeza y así se quedó, totalmente inmóvil, toda ella suspendida justo en mitad de aquel precipitado acto de abrir y entrar, y esperó. Esperó cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez segundos. Viéndola plantada allí, la cabeza muy derecha, el cuerpo tan tenso, se hubiera dicho que acechaba la repetición de algún ruido percibido antes y procedente de un lejano lugar de la casa.
Sí: era indudable que estaba a la escucha. Toda su actitud era de escuchar. Parecía, incluso, que acercase más y más a la puerta la oreja. Pegada ésta ya a la madera, durante unos segundos siguió en aquella postura: la cabeza alta, el oído atento, la mano en la llave, a punto de abrir, pero sin hacerlo, intentado en cambio, o eso parecía, captar y analizar los sonidos que le llegaban, vagos, de aquel lejano lugar de la casa.
Luego, de golpe, como movida por un resorte, volvió a cobrar vida. Retirada la llave de la cerradura, descendió los peldaños a la carrera.
–¡Es demasiado tarde! –gritó al chófer–. No puedo esperarlo. Imposible. Perdería el avión. ¡Deprisa, deprisa, chófer! ¡Al aeropuerto!
Es posible que, de haberla observado con atención, el chófer hubiese advertido que, la cara totalmente blanca, toda su expresión había cambiado de repente. Exentos ahora de aquel aire un tanto blando y bobo, sus rasgos habían cobrado una singular dureza. Su pequeña boca, de ordinario tan floja, se veía prieta y afilada; los ojos le fulgían; y la voz cuando habló, tenía un nuevo tono, de autoridad.
–¡Dese prisa, dese usted prisa!
–¿No viene su marido con usted? –preguntó el hombre, atónito.
–¡Desde luego que no! Sólo iba a dejarlo en el club. Pero no importa. Él lo comprenderá. Tomará un taxi. Pero no se me quede ahí, hablando, hombre de Dios. ¡En marcha! ¡Tengo que alcanzar el avión a París!
Acuciado por la señora Foster desde el asiento trasero, el hombre condujo deprisa todo el camino y ella consiguió tomar el avión con algunos minutos de margen. Al poco, sobrevolaba muy alto el Atlántico, cómodamente retrepada en su asiento, atenta al zumbido de los motores, y camino, por fin, de París. Imbuida aún de su nuevo talante, se sentía curiosamente fuerte y, en cierta extraña manera, maravillosamente. Todo aquello la tenía un poco jadeante; pero eso era debido, más que nada, al pasmo que le inspiraba lo que había hecho; y, conforme el avión fue alejándose más y más de Nueva York y su calle Sesenta y Dos Este, una gran serenidad comenzó a invadirla. Para su llegada a París, se sentía tan sosegada y entera como pudiese desear.
Conoció a sus nietos, que en persona eran aún más adorables que en las fotografías. De puro hermosos, se dijo, parecían ángeles. Diariamente los llevó a pasear, les ofreció pasteles, les compró regalos y relató cuentos maravillosos.
Una vez por semana, los jueves, escribía a su marido una carta simpática, parlanchina, repleta de noticias y chismes, que invariablemente terminaba con el recordatorio de: «Y no olvides comer a tus horas, cariño, aunque me temo que, no estando yo presente, es fácil que dejes de hacerlo.»
Expiradas las seis semanas, todos veían con tristeza que hubiese de volver a América, y a su esposo. Todos, es decir, excepto ella misma, que no parecía, por sorprendente que ello fuera, tan contrariada como hubiera cabido esperar. Y, según se despedía de unos y otros con besos, tanto en su actitud como en sus palabras, parecía apuntar la posibilidad de un regreso no distante.
Con todo, y haciendo honor a su condición de esposa fiel, no se excedió en su ausencia. A las seis semanas justas de su llegada, y tras haber cablegrafiado a su esposo, tomó el avión a Nueva York.
A su llegada a Idlewild, la señora Foster advirtió con interés que no había ningún coche esperándola. Es posible que eso incluso la divirtiera un poco. Pero, sosegada en extremo, no se excedió en la propina al mozo que le había conseguido un taxi tras llevarle el equipaje.
En Nueva York hacía más frío que en París y las bocas de las alcantarillas mostraban pegotes de nieve sucia. Cuando el taxi se detuvo ante la casa de la calle Sesenta y Dos, la señora Foster consiguió del chófer que le subiese los dos maletones a lo alto de la escalinata. Después de pagarle, llamó al timbre. Esperó, pero no hubo respuesta. Sólo por cerciorarse, volvió a llamar. Oyó el agudo tintineo que sonaba en la despensa, en la trasera de la casa. Nadie, sin embargo, acudió a la puerta.
En vista de ello, la señora Foster sacó su llave y abrió.
Lo primero que vio al entrar fue el correo amontonado en el suelo, donde había caído al ser echado al buzón. La casa estaba fría y oscura. El reloj de pared aparecía envuelto aún en la funda que lo protegía del polvo. El ambiente, pese al frío, tenía una peculiar pesadez, y en el aire flotaba un extraño olor dulzón como nunca antes lo había percibido.
Cruzó a paso vivo el zaguán y desapareció nuevamente por la esquina del fondo, a la izquierda. Había en esa acción algo a un tiempo deliberado y resuelto; tenía la señora Foster el aire de quien se dispone a investigar un rumor o confirmar una sospecha. Y cuando regresó, pasados unos segundos, su rostro lucía un pequeño viso de satisfacción.
Se detuvo en mitad del zaguán, como reflexionando qué hacer a continuación, y luego, súbitamente, dio media vuelta y se dirigió al estudio de su marido. Encima del escritorio encontró su libro de direcciones, y, tras un rato de rebuscar en él, levantó el auricular y marcó un número.
–¿Oiga? –dijo–. Les llamo desde el número nueve de la calle Sesenta y Dos Este... Sí, eso es. ¿Podrían enviarme un operario cuanto antes? Sí, parece haberse parado entre el segundo y el tercer piso. Al menos, eso señala el indicador... ¿Enseguida? Oh, es usted muy amable. Es que, verá, no tengo las piernas como para subir tantas escaleras. Muchísimas gracias. Que usted lo pase bien.
Y, después de colgar, se sentó ante el escritorio de su marido, a esperar paciente la llegada del hombre que en breve acudiría a reparar el ascensor.