Es casi medianoche y veo que si no empiezo a escribir esta historia ahora, nunca lo haré. Toda la tarde he estado aquí sentado, forzándome a mí mismo a empezar, pero cuanto más pensaba en ello, más avergonzado y disgustado me sentía por todo el asunto.
Mi idea –y creo que era buena– era intentar descubrir, por un proceso de confesión y análisis, una razón, o por lo menos una justificación, a mi deshonroso comportamiento hacia Janet de Pelagia. En esencia, lo que yo quería era dirigirme a un oyente imaginario y comprensivo, alguien afable y justo a quien pudiera contar sin avergonzarme todos los detalles de este desafortunado episodio. Espero que no me resulte demasiado difícil.
Si he de ser franco conmigo mismo, supongo que deberé admitir que lo más molesto no es el sentido de mi propia vergüenza, ni siquiera haber herido los sentimientos de la pobre Janet, sino la seguridad de que soy un loco y de que todos mis amigos, si todavía puedo llamar así a aquella gente tan agradable y cariñosa que venía tan a menudo a casa, me consideran un hombre vicioso y vengativo. Sí, eso hiere. Si les digo que mis amigos eran toda mi vida, entonces quizás empiecen a comprenderme.
¿Sí? Lo dudo, a menos que pierda unos instantes contándoles someramente la clase de persona que soy.
Bueno, veamos. Ahora que lo pienso, supongo que yo pertenezco a un tipo raro pero muy definido, el clásico hombre de mediana edad, rico, con cultura, adorado (he escogido la palabra cuidadosamente) por sus numerosos amigos debido a su encanto, su dinero, su aire de universidad, su generosidad, y espero sinceramente que por él mismo también. Este tipo sólo lo encontrarán en las grandes capitales: Londres, París, Nueva York... de eso estoy seguro. El dinero que tiene fue ganado por su difunto padre, cuyo recuerdo no estima demasiado. No es culpa suya, porque hay algo en su naturaleza que le induce secretamente a despreciar a la gente que nunca ha tenido el ingenio de aprender la diferencia que existe entre Rockingham y Spode, Waterford y Venetian, Sheraton y Chippendale, Monet y Manet y hasta Pommard y Montrachet.
Es, por lo tanto, un connaisseur que posee, sobre todas las cosas, un gusto exquisito. Sus cuadros de Constable, Bonington, Lautrec, Veuillard, Matthewe y Smith son tan maravillosos como puedan ser los de un museo. Precisamente por ser tan bellos y fabulosos crean una atmósfera misteriosa alrededor de él en la casa, algo que atormenta, que quita la respiración y aterroriza, sobre todo al pensar que tiene el poder y el derecho, si le apetece, de dar un puñetazo y hacer trizas un soberbio Denham, un Mont Saint-Victoire, un Arles Cornfield o un retrato de Cézanne. De las paredes que cuelgan estos cuadros se desprende un brillo de esplendor, una sutil emanación de grandeza, en la cual él vive, se mueve y se manifiesta, con una despreocupación equilibrada y realmente encantadora.
Invariablemente soltero, nunca parece verse complicado con las mujeres que le rodean y le aman tiernamente. Es posible, y esto seguramente no lo habrán notado ustedes, que exista una frustración, un descontento, un arrepentimiento en su interior; hasta un poco de aberración.
No creo necesario decir nada más. He sido muy franco. Ustedes deben conocerme ya lo suficiente como para juzgarme.
¿Puedo esperarlo...? Creo que sí, lo comprenderán cuado oigan mi relato. Quizá decidan que mucha culpa de lo que sucedió no es mía, sino de una dama llamada Gladys Ponsonby. Después de todo, ella fue la que comenzó. Si yo no hubiera acompañado aquella noche a Gladys Ponsonby, hace unos seis meses, y ella no me hubiera hablado tan libertinamente acerca de algunas personas y algunas cosas, este trágico asunto nunca hubiera tenido lugar.
Si no recuerdo mal, fue en diciembre último; había estado cenando con los Ashenden en su magnífica casa, que da a la parte sur de Regent’s Park. Había bastante gente pero, aparte de mí mismo, Gladys Ponsonby era la única persona que había venido sola. Así que a la hora de marcharse me ofrecí a dejarla sana y salva en su casa. Ella aceptó y nos fuimos juntos en mi coche pero, desgraciadamente, al llegar a su casa insistió en que entrara y que tomara una copa «para el camino», como ella misma dijo. No quise parecer pedante, así que le dije al chófer que esperara y la llevé hasta su casa.
Gladys Ponsonby es una persona extremadamente bajita, no más de un metro cincuenta de estatura o quizás un poco menos: una de esas personas que, si se ponen a mi lado, me transmiten la algo cómica y vertiginosa sensación de verlas desde lo alto de una silla. Es viuda, un poco más joven que yo, debe de tener unos cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años; es posible que hace treinta años fuera guapa, pero ahora su rostro está lleno de arrugas y no hay ningún rasgo que llame la atención. Los ojos, la nariz, la barbilla, la boca, están sepultados entre las arrugas de su pequeño rostro y no se distinguen fácilmente. Excepto, quizá, la boca, que me recuerda a un salmón.
En la salita, al darme el coñac, me di cuenta de que su mano temblaba un poco. Está cansada, me dije a mí mismo, así que no debo quedarme mucho tiempo. Nos sentamos juntos en el sofá y durante algún tiempo estuvimos hablando sobre la fiesta de los Ashenden y la gente que allí había. Finalmente, me levanté para marcharme.
–Siéntate, Lionel –dijo ella–, toma otro coñac.
–No, gracias, ya me marcho.
–Siéntate y no seas pesado. Yo voy a tomar otro y lo menos que puedes hacer es hacerme compañía mientras bebo.
Observé a esta pequeña mujer mientras iba hacia el bar, ligeramente vacilante y sosteniendo el vaso con ambas manos al frente, como si estuviera ofreciéndoselo a alguien. Al verla andar de esa forma, tan increíblemente pequeña y gruesa, me dio la ridícula sensación de que no tenía piernas por debajo de las rodillas.
–Lionel, ¿de qué te ríes?
Se había vuelto a mirarme y al escanciar la bebida cayeron algunas gotas al suelo.
–De nada, querida. Nada en absoluto.
–Bueno, pues deja de hacerlo y dime qué te parece mi nuevo retrato.
Me señaló un gran lienzo que estaba colgado encima de la chimenea y que yo había querido evitar mirar desde que entramos en la habitación. Era una cosa horrible. Pintado, según mis conocimientos, por un hombre que estaba de moda en Londres; un pintor muy mediocre llamado John Royden. Era un cuadro de cuerpo entero de Gladys, lady Ponsonby, pintado con una pericia especial que la hacía parecer alta y esbelta.
–Encantador –dije.
–¿Verdad que sí? Me alegro mucho de que te guste.
–Es precioso.
–Yo considero a John Royden un genio. ¿Tú no opinas así, Lionel?
–Bueno, eso es ir demasiado lejos.
–¿Quieres decir que es un poco pronto para asegurarlo?
–Exactamente.
–Escúchame, Lionel, supongo que esto no te sorprenderá. John Royden está tan solicitado que no hace un solo retrato por menos de mil guineas.
–¿De verás?
– ¡Oh, sí! Y todo el mundo hace cola, así como suena, hay que hacer cola para conseguir que te pinte.
–¡Muy interesante!
–Bien, ahora toma, por ejemplo, a ese Cézanne o como se llame. Estoy segura de que no ganó ese dinero en toda su vida.
–Nunca.
–¿Y dices que era un genio?
–Pues..., sí.
–Entonces Royden también lo es –dijo, sentándose otra vez en el sofá–, el dinero lo prueba.
Nos quedamos silenciosos mientras ella saboreaba su coñac. La mano le temblaba extraordinariamente y el vaso se movía cada vez que lo acercaba a los labios. Sabía que yo la observaba y sin volver la cabeza me miró de reojo.
–Te doy un penique por tus pensamientos.
Si hay una frase en el mundo que no pueda soportar es ésta. Me da hasta dolor físico en el pecho y empiezo a toser.
–Vamos, Lionel, un penique por ellos.
Moví la cabeza incapaz de contestar. De repente se volvió y puso el vaso en una mesita situada a su izquierda. La forma en que lo hizo pareció sugerir, no sé por qué, que se sentía desairada y que estaba limpiando la cubierta para lanzarse al abordaje. Aguardé desasosegado el movimiento siguiente. No había nada que decir. Me centré en mi puro con fruición, mirando intensamente las cenizas y lanzando el humo con lentitud hacia el techo. Ella no se movió. Estaba empezando a ver en aquella mujer algo que no me gustaba mucho, algo que me impulsaba a levantarme rápidamente y marcharme. Al mirarme de nuevo, me sonrió tímidamente con sus ojos hundidos, pero la boca, ¡oh, como la de un salmón!, estaba completamente rígida.
–Lionel, creo que te voy a confesar un secreto.
–¡Oh, Gladys!, lo siento pero tengo que irme.
–No te asustes, Lionel. No voy a decirte nada que te afecte a ti. Pareces asustado.
–Yo no guardo muy bien los secretos.
–He estado pensando en que eres un gran experto en pintura y esto te interesará.
Se sentó, quedándose completamente quieta, excepto los dedos que se movían todo el rato. Se retorcían perfectamente sobre sí mismos, como un grupo de blancas y pequeñas serpientes que jugueteaban en su regazo.
–¿No quieres oír mi secreto, Lionel?
–No es eso, es que es un poco tarde...
–Es probablemente el secreto mejor guardado de Londres. Un secreto de mujer. Supongo que lo conocen aproximadamente, veamos, unas treinta o cuarenta mujeres solamente. Ni un hombre, excepto él, claro está, John Royden.
No quería darle ánimos, así que no dije nada.
–En primer lugar me tienes que prometer que no lo dirás a nadie.
–¡Dios mío!
–¿Me lo prometes, Lionel?
–De acuerdo. Te lo prometo.
–Perfecto. Bueno, escucha.
Se inclinó para alcanzar el vaso de coñac y se sentó en el otro extremo del sofá.
–Supongo que ya sabrás que John Royden sólo pinta mujeres.
–No lo sabía.
–Y siempre son retratos completos, bien sea de pie o sentadas, como el mío. Míralo bien, Lionel. ¿Ves qué maravillosamente bien está pintado el vestido?
–Pues...
–Ve allí y míralo bien, por favor.
Me levanté sin muchas ganas y me dirigí hacia allí para examinar el retrato. Para mi sorpresa me di cuenta de que había aplicado tanta pintura al vestido que éste, en realidad, sobresalía del cuadro. Era un truco, bastante efectivo, pero ni difícil de hacer ni demasiado original.
–¿Ves? –dijo–. La pintura del vestido es más gruesa, ¿verdad?
–Sí, tienes razón.
–Pero hay algo más que eso, Lionel. Creo que lo mejor será que te describa lo que pasó la primera vez que fui a posar.
«¡Oh, qué pesada es esta mujer! ¿Cómo me escaparé?»
–Fue hace un año. Recuerdo lo ilusionada que yo estaba por ir al estudio de un gran pintor. Me puse un vestido que había comprado recientemente a Norman Hartnell y un sombrerito encarnado y me marché. El señor Royden me abrió la puerta y naturalmente enseguida quedé fascinada por él. Lucía una barba puntiaguda y sus ojos eran azules. Llevaba puesta una chaqueta negra de terciopelo. El estudio era enorme, con sofás y sillas de terciopelo rojo, le encanta el terciopelo, cortinas de terciopelo y hasta una alfombra de la misma tela en el suelo. Me senté, me dio una bebida y fue directo al grano. Me dijo que él pintaba de un modo diferente a los demás pintores. En su opinión, sólo había una manera de alcanzar la perfección para pintar un cuerpo de mujer y no debía asombrarme de oír cuál era.
»–No creo que me asombre, señor Royden –le dije.
»–Estoy seguro de que no –contestó él.
»Tenía los dientes blancos y perfectos y brillaban cuando sonreía.
»–Verá: es como sigue. Examine cualquier cuadro de mujer, no importa de quién; verá que aunque el traje esté bien pintado, produce un efecto de artificialidad, de vulgaridad, como si el traje envolviera un pedazo de madera. ¿Sabe por qué?
»–No, señor Royden, no lo sé.
»–Porque los mismos pintores no sabían en realidad lo que había debajo.
Gladys Ponsonby hizo una pausa para beber un sorbo de su vaso.
–Pareces muy asustado, Lionel. No hay nada de malo en esto. Cállate y déjame terminar. Entonces el señor Royden dijo:
»–Esta es la razón por la cual insisto en pintar primero el desnudo.
»–¡Cielo santo! –exclamé yo.
»–Si tiene algo que oponer, no me importa hacerle alguna concesión, lady Ponsonby –dijo–, pero prefiero de la otra forma.
»–No sé qué debo hacer, señor Royden.
»–Cuando la haya pintado así –continuó él–, tendremos que esperar algunas semanas a que se seque la pintura, después la pintaré con la ropa interior puesta y cuando esté seca de nuevo, la pintaré con el vestido. ¿Ve?, es muy fácil.
–¡Ese hombre es un farsante! –grité yo.
–¡No, Lionel, no, estás equivocado! ¡Si lo hubieras oído hablar! ¡Tan encantador, tan auténtico y sincero! Cualquiera podría ver que sentía lo que decía.
–Te digo, Gladys, que ese hombre es un farsante.
–No seas tonto, Lionel. Bueno, de todas formas, déjame acabar. Lo primero que le dije fue que mi marido, que entonces todavía vivía, nunca me lo consentiría.
»–Su marido nunca lo sabrá –contestó él–. ¿Por qué importunarle? Nadie sabe mi secreto, excepto las mujeres a quienes he pintado.
»Y como yo siguiera protestando, recuerdo que él dijo:
»–Mi querida lady Ponsonby, no hay nada inmoral en esto. El arte es sólo inmoral cuando lo practican los aficionados. Es lo mismo que la medicina. Usted no se negaría a desvestirse delante de su doctor, ¿verdad?
»Yo le dije que sí, si hubiera ido a visitarlo por un dolor de oídos. Esto le hizo reír, pero continuó dándome buenas razones y debo confesar que fue tan convincente que al cabo de un rato cedí y así acabó la cosa. Bueno, ahora, mi querido Lionel, ya sabes el secreto.
Se levantó y fue a llenarse una nueva copa de coñac.
–Gladys, ¿todo eso es verdad?
–¡Claro que es verdad!
–¿Quieres decir que ésa es la forma en que pinta a todas sus modelos?
–Sí, y lo que tiene gracia es que los maridos nunca saben nada. Todo lo que ven es un retrato de sus esposas completamente vestidas. Naturalmente no hay nada malo en que las pinten desnudas, los artistas lo hacen habitualmente, pero nuestros tontos maridos, si se enteran, siempre tienen algo que objetar a esas cosas.
–¡Caramba!, ese tipo ha tenido vista.
–Yo creo que es un genio.
–Estoy seguro de que cogió la idea de Goya.
–¡Tonterías, Lionel!
–¡Claro que sí! Pero, escúchame, Gladys, quiero que me digas algo: ¿tú sabías por casualidad esta peculiar técnica de las pinturas de Royden antes de visitarle?
Cuando le hice la pregunta estaba vertiendo el coñac en el vaso. Dudó unos momentos y volvió la cabeza para mirarme, con una sonrisa a flor de labio.
–¡Maldito seas, Lionel! –dijo, mirándome–. ¡Eres demasiado inteligente! ¡Siempre me lo descubres todo!
–Lo sabías, ¿verdad?
–¡Claro! Hermione Girdlestone me lo dijo.
–¡Lo que me imaginaba!
–No hay nada malo en ello.
–Nada –dije yo–, absolutamente nada.
Ahora lo veía todo claro. Este Royden era, en verdad, un aprovechado, que practicaba de maravilla un truco psicológico. El hombre sabía muy bien que había un gran número de mujeres ricas e indolentes que se levantaban al mediodía y se pasaban el resto de la jornada tratando de calmar su aburrimiento con el bridge, la canasta y las compras, hasta que llegaba la hora del cóctel. Lo único que ansiaban era algo nuevo, fuera de lo normal y, cuanto más caro, mejor. Naturalmente, la noticia de una nueva diversión como ésta se extendió en sus círculos como la viruela. Veía en mi imaginación a la regordeta Hermione Girdlestone inclinándose en la mesa de la canasta y hablándoles de ello:
«Mis queridas amigas, es realmente fascinador... No os puedo decir lo intrigante que resulta, mucho más divertido que ir al médico...»
–No se lo dirás a nadie, Lionel, ¿verdad? Me lo has prometido.
–No, claro que no, pero ahora debo marcharme, Gladys, en serio.
–¡No seas tonto! Estoy empezando a divertirme. Quédate por lo menos hasta que termine esta bebida.
Me senté pacientemente en el sofá mientras ella continuaba bebiendo su interminable vaso de coñac. Ella me miraba por el rabillo del ojo, de esa forma tan especial suya. Estaba seguro de que me iba a contar otro cotilleo o escándalo. Sus ojos tenían la curiosa mirada de las serpientes y un extraño pliegue en la boca; en el aire flotaba –o quizá fuera yo quien lo imaginaba– una sensación de peligro.
Luego, de repente, tan de repente que yo di un brinco, dijo:
–Lionel, ¿qué hay entre tú y Janet de Pelagia?
–Oye, Gladys, por favor...
–¡Lionel, te has puesto colorado!
–¡Tonterías!
–¡No me digas que el solterón ha caído al fin!
–¡Gladys, esto es absurdo!
Hice ademán de marcharme, pero me puso la mano en la rodilla y me detuvo.
–¿No sabes, Lionel, que ya no hay secretos?
–Janet es una chica estupenda.
–Ya no se la puede llamar chica.
Gladys Ponsonby hizo una pausa, mirando su vaso de coñac, que sostenía con ambas manos.
–Claro, estoy de acuerdo contigo, Lionel; es una persona maravillosa en todos los sentidos. Excepto –habló muy despacio–, excepto que dice algunas cosas un poco raras de vez en cuando.
–¿Qué cosas?
–Cosas. Cosas de la gente..., de ti.
–¿Qué ha dicho de mí?
–Nada, Lionel, no tiene importancia.
–¿Qué dijo de mí?
–No vale la pena repetirlo, de veras. Es sólo que me extrañó, porque no era el momento de decirlo.
–Gladys, ¿qué dijo?
Mientras esperaba su contestación, sentía el sudor extenderse por todo mi cuerpo.
–Bueno, veamos. Claro que, seguramente, estaría bromeando, si no, no te lo hubiera dicho nunca: dijo que eras muy pesado.
–¿Que era pesado?
–Sí.
Gladys Ponsonby se acabó el coñac de un trago y se sentó muy erguida.
–Si quieres saber la verdad, dijo que eras insoportable. Y luego...
–¿Qué más dijo?
–Mira, Lionel, no te excites, sólo te lo digo por tu propio bien.
–Entonces, dímelo enseguida.
–Esta tarde he estado jugando a la canasta con Janet y le he preguntado que si estaba libre para cenar conmigo mañana. Ella me ha contestado que no podía.
–Continúa.
–Bueno, lo que ha dicho exactamente es: «Ceno con el pesado de Lionel Lampson.»
–¿Janet ha dicho eso?
–Sí, querido Lionel.
–¿Qué más?
–Bueno, ya está bien, no creo que deba decirte el resto.
–¡Acaba, por favor!
–Pero Lionel, ¡no me grites de esa manera! Claro que te lo diré si insistes. Además, no me consideraría una verdadera amiga si no lo hiciera. ¿No crees que el verdadero signo de la amistad se demuestra cuando dos personas, como nosotros, por ejemplo...?
–¡Gladys, por favor, date prisa!
–¡Santo cielo! Dame tiempo para pensar. Veamos... Según yo recuerdo, lo que ha dicho exactamente es esto...
Gladys Ponsonby, sentada en el sofá sin que los pies le llegaran al suelo y mirando a la pared, empezó a imitar la voz que yo conocía tan bien:
–«Es una lata, querida, porque con Lionel siempre se puede decir lo que va a pasar exactamente desde el principio hasta el final. Iremos a cenar a la parrilla del Savoy, ¡siempre al Savoy!, y durante dos horas tendré que escuchar a ese viejo... divagar sobre porcelanas y cuadros, siempre los mismos temas. Luego, en el taxi que nos devuelva a casa, me cogerá la mano y se acercará más a mí y yo sentiré su aliento de cigarro puro y coñac. Él me susurrará que le gustaría ser veinte años más joven. Yo le diré: ¿puedes abrir la ventana, por favor? Al llegar a casa le diré que haga esperar al taxi, pero él fingirá no haber oído y le despedirá después de haberle pagado rápidamente. Luego, en la puerta, mientras busco mi llave, me mirará con ojos de perrito triste. Yo meteré la llave lentamente en la puerta, luego le daré la vuelta, y entonces, muy deprisa, antes de que tenga tiempo de moverse, le diré buenas noches, me meteré dentro y cerraré la puerta tras de mí...»
»¡Pero, Lionel! ¿Qué te pasa? Pareces enfermo...
Después de esto, gracias a Dios, debí de sufrir una suerte de desmayo. Prácticamente, ya no recuerdo nada de aquella terrible noche excepto una vaga y perturbadora sospecha de que al recobrar la consciencia me hundí del todo y permití a Gladys que me reconfortara de diferentes formas. Más tarde, creo que salí de su casa y me fui a la mía; pero no recuerdo casi nada hasta que desperté en mi cama, a la mañana siguiente.
Me desperté débil y maltrecho. Me quedé con los ojos cerrados tratando de poner en orden los acontecimientos de la noche anterior; la sala de estar de Gladys Ponsonby: Gladys en el sofá, bebiendo coñac, su cara arrugada, la boca como la de un salmón y las cosas que había dicho... ¿Qué era lo que había dicho? ¡Ah, sí, de mí! ¡Dios mío, es verdad!, ¡de Janet y de mí! Aquellos comentarios ultrajantes e increíbles. ¿Los habría dicho Janet de verdad?
Recuerdo con qué espantosa rapidez creció mi odio hacia Janet de Pelagia. Sucedió en pocos minutos. Fue un odio repentino y violento que se despertó en mí, llenándome de tal forma que creí ir a estallar; traté de quitármelo de la imaginación, pero perduraba en mí como la fiebre, y al momento ya estaba buscando un buen método de desquite como cualquier gángster.
Una extraña manera de comportarse para un hombre como yo, dirán ustedes, a lo que yo contestaría que no, si se consideran las circunstancias. A mi juicio, esto era lo que podía llevar a un hombre al asesinato.
Desde luego, si no hubiera sido por el pensamiento sádico que me incitó a buscar una forma más sutil de castigar a mi víctima, podría haber sido un asesino. Pero decidí que simplemente matarla era demasiado bueno para esa mujer y demasiado crudo para mi gusto, así que empecé a buscar una alternativa superior.
Normalmente no soy persona que planee las cosas de antemano. Lo considero odioso y no lo he hecho nunca, pero la furia y el odio pueden concentrarse en la mente de un hombre hasta un grado extraordinario. En un momento preparé un plan tan maquiavélico que la idea me sedujo por completo. Cuando tuve los detalles aclarados y las dificultades resueltas, mi humor vengativo se trocó en otro de extremo júbilo. Recuerdo que empecé a balancearme en la cama, con las manos en las rodillas. El paso siguiente fue buscar en el listín un número de teléfono. Cuando lo encontré, cogí el teléfono y marqué el número.
–¿Óigame? ¿Es el señor Royden? ¿John Royden?
–Al habla.
Bueno, no fue fácil persuadir al hombre de que viniera a verme un momento. Yo no le conocía pero, naturalmente, él conocía mi nombre, como importante coleccionista de cuadros y una persona influyente en la sociedad. Era un buen anzuelo para pescarlo.
–Creo, señor Lampson, que estaré libre dentro de un par de horas. ¿Le parece bien?
Le dije que estaba de acuerdo, le di mi dirección y colgué.
Salté de la cama. Era asombroso lo ligero que me sentía para ser un hombre que un momento antes sufría la agonía de la desesperación y miraba al crimen y al suicidio como una posible solución. Ahora estaba silbando un aria de Puccini en el baño. A cada momento me frotaba las manos con intenciones diabólicas y una vez que, al estar haciendo gimnasia, me caí al suelo, reí muy a gusto, como un estudiante.
A la hora convenida, se presentó el señor Royden.
Me levanté para saludarle. Era un hombre pequeño, con una barbita de chivo. Llevaba una chaqueta negra de terciopelo, corbata marrón, suéter rojo y zapatos negros de ante.
Le tendí la mano.
–Me alegro de que haya venido tan pronto, señor Royden.
–Ha sido un placer, señor.
Los labios del hombre, como casi todos los labios de los barbudos, parecían húmedos y desnudos, indecentes, brillando entre la barba. Después de decirle cuánto admiraba su arte, fui al grano.
–Señor Royden, quiero hacerle una proposición, algo muy personal.
–¿Qué es ello, señor Lampson?
Estaba sentado frente a mí e inclinó la cabeza a un lado rápidamente, como un pájaro.
–Naturalmente, sé que puedo confiar en su discreción en todo cuanto le diga.
–Completamente, señor Lampson.
–Muy bien. Mi proposición es ésta: hay cierta señora en la ciudad cuyo retrato me gustaría que usted pintara. Tengo mucho interés en poseer una buena pintura de ella, pero hay algunas complicaciones. Por ejemplo, tengo mis razones para no desear que ella sepa que soy yo quien le paga el retrato.
–Quiere decir...
–Exactamente, señor Royden, eso es lo que quiero decir. Como hombre de mundo, supongo que lo comprenderá.
Sonrió de una forma poco agradable y movió la cabeza afirmativamente.
–¿No es posible –dije yo– que un hombre sea..., cómo diría yo..., esté interesado por una señora y tenga sus razones para que ella no lo sepa todavía?
–Más que posible, señor Lampson.
–A veces el hombre debe tener mucha precaución, esperando pacientemente el momento oportuno para revelarse.
–Exactamente, señor Lampson.
–Hay más formas de atrapar a un pájaro, aparte de cazarlo en el bosque.
–Así es, señor Lampson.
–Poniéndole sal en la cola, por ejemplo.
–¡Ja, ja, ja...!
–Bien, señor Royden, veo que comprende. ¿Conoce, por casualidad, a una señora llamada Janet de Pelagia?
–¿Janet de Pelagia? A ver... sí. Por lo menos he oído hablar de ella. No puedo decir que la conozca.
–Es una pena, esto lo hace un poco más difícil. ¿Cree usted que podría intentar conocerla, quizás en una fiesta o algo así?
–No es difícil, señor Lampson.
–Estupendo, porque lo que yo sugiero es que llegue hasta ella y le diga que es el modelo que ha estado buscando durante años. La cara, la figura, los ojos, todo. Usted sabe cómo se hacen esas cosas. Luego pregúntele si le gustaría posar para usted sin pagar nada. Dígale que le gustaría hacer un cuadro suyo para la Exposición de la Academia del próximo año. Estoy seguro de que estará encantada de poderle ayudar y también muy halagada. Usted la pintará. Después exhibirá el cuadro en la exposición. Nadie, excepto usted, tiene necesidad de saber que yo he comprado el cuadro.
Los pequeños y redondos ojos del señor John Royden me miraban cautelosamente y su cabeza se inclinaba otra vez hacia un lado. Estaba sentado en el borde de la silla, y en esa posición, con su suéter encarnado, me recordaba a un petirrojo en una ramita, oyendo un ruido sospechoso.
–No hay nada malo en ello –expliqué–, llamémosle, si quiere, una pequeña e inofensiva estratagema, perpetrada por un..., bueno, un viejo romántico.
–Lo sé, señor Lampson, lo sé.
Parecía dudar un poco todavía, así que yo añadí:
–Estoy dispuesto a pagarle el doble de lo normal.
Esto le convenció.
–Bien, señor Lampson, debo decirle que estas cosas no entran en mi trabajo, pero de todas formas, sería un hombre despiadado si rehusara un..., ¿cómo lo llamaríamos?, un trabajo tan romántico.
–Quiero un retrato de cuerpo entero, por favor, señor Royden. Un gran lienzo, veamos, dos veces el tamaño de aquel Manet que está colgado en la pared.
–¿Uno cincuenta por uno setenta y cinco?
–Sí, y quiero que esté de pie, en su actitud más esbelta.
–Comprendo, señor Lampson. Será para mí un placer pintar a una señora tan encantadora.
«Espero que sí», me dije a mí mismo. Luego añadí en voz alta:
–Lo dejo todo en sus manos, y, por favor, no olvide que es un secreto entre nosotros dos.
Cuando se marchó, intenté sentarme y respirar profundamente veinte veces. Tenía ganas de saltar y gritar de alegría como un idiota. Nunca me había sentido tan excitado. ¡Mi plan marchaba! Lo más difícil ya había pasado. Ahora tenía que esperar mucho tiempo. Por su modo de pintar, me imaginaba que tardaría varios meses en acabar el cuadro. Tendría que ser paciente.
Entonces decidí que lo mejor sería marcharme al extranjero mientras tanto. A la mañana siguiente, después de mandar una nota a Janet, con quien tenía una cita aquella noche, me fui a Italia.
Allí lo pasé muy bien, como siempre, aunque mi excitación iba en aumento, esperando el gran momento.
Volví cuatro meses más tarde, en julio, el día siguiente de la apertura de la Real Academia y vi que mi plan se había realizado en mi ausencia. El cuadro de Janet de Pelagia figuraba en la exposición y obtuvo los comentarios más favorables de crítica y público. Yo me abstuve de ir a verlo, pero Royden me dijo por teléfono que ya había habido varias personas que habían querido comprarlo aunque se les dijo que no estaba a la venta. Cuando acabó la exposición, Royden me mandó el cuadro a casa y recibió el dinero.
Lo llevé inmediatamente a mi cuarto de trabajo y lo examiné concienzudamente. El hombre la había pintado de pie con un traje de noche negro y al fondo había un sofá encarnado. Su mano izquierda descansaba en el respaldo de una pesada silla, también roja, y una gran lámpara de cristal colgaba del techo.
«¡Dios mío! –pensé–. ¡Qué cosa tan horrible!»
El retrato no estaba mal del todo. Había captado la expresión de la mujer, la cabeza un poco inclinada, los grandes ojos azules, la boca con una ligera sonrisa en la comisura de los labios. Naturalmente, la había mejorado. No había una sola arruga en su rostro, ni un gramo de grasa bajo su barbilla. Me incliné más para examinar su vestido. Sí, ahí la pintura era más gruesa, mucho más. Después de eso, incapaz de esperar un minuto más, me quité la chaqueta, preparado para empezar a trabajar.
Quiero mencionar aquí que soy un experto en restaurar pinturas. La restauración es, en sí misma, un proceso simple, siempre que se tenga cuidado y paciencia. Los profesionales que hacen un secreto de su negocio y obligan a pagar precios desorbitantes no tienen nada que ganar conmigo. En lo que a mis pinturas se refiere, siempre hago el trabajo yo mismo.
Saqué la trementina, y añadí unas gotas de alcohol. Luego puse un poco de algodón en rama, lo estrujé, y muy suavemente, con movimientos circulares, empecé a pasarlo por la negra pintura del vestido. Deseé ardientemente que Royden hubiera esperado a que se secara cada una de las pinturas antes de poner las otras encima; si no, las dos pinturas se mezclarían y lo que tenía en mi mente sería imposible. Pronto lo sabría. Estaba trabajando en una parte del vestido negro correspondiente al estómago de la señora y tomé mucho tiempo para igualar mi mezcla, añadiendo una o dos gotas de alcohol y volviendo a probar, hasta que finalmente fue lo suficientemente fuerte para hacer saltar el pigmento.
Durante casi una hora trabajé en ese pequeño recuadro negro, yendo cada vez más despacio, según iba saltando la pintura. Luego apareció un trocito de rosa que se fue extendiendo hasta que todo el recuadro fue de color rosa. Rápidamente lo neutralicé con trementina pura.
Hasta ahora todo iba bien. Estaba seguro de que se podía quitar la pintura negra sin estropear la que había debajo. Si tenía paciencia y pericia, lo llegaría a quitar todo. También había descubierto la mezcla que se tenía que usar y hasta qué extremo podía frotar la pintura; ahora todo iría mucho más rápido.
Debo decir que resultaba una cosa muy divertida. Primero trabajé a partir de la pintura hacia abajo y cuando borré el vuelo inferior del vestido, poco a poco, con el algodón, una extraña prenda rosa salió a relucir. No tenía ni idea de cómo se llamaba, pero era un aparato enorme, hecho de algo que parecía material elástico y su fin era, aparentemente, contener y comprimir las grasas de la mujer para corregirle la figura, para dar una falsa impresión de delgadez. Al proseguir hacia abajo, llegué a un raro grupo de sujetadores, también de color rosa, que estaban unidos al armazón elástico y que caían unos diez o doce centímetros, para engancharse a las medias.
Todo este conjunto me pareció una cosa fantástica. Di un paso atrás para verlo mejor; me dio la impresión de haber sido burlado, porque ¿no había estado yo admirando durante los últimos meses la figura de sílfide de esta señora? Me había engañado, de eso no había duda. Pero ¿habrá más mujeres que causen la misma decepción?, pensé yo. Sabía, desde luego, que, en los tiempos de las fajas y corsés, era corriente que las mujeres se apretaran tanto. Sin embargo, por alguna razón, tenía la impresión de que hoy en día lo único que tenían que hacer era dieta.
Cuando terminé la parte inferior del vestido, inmediatamente me dediqué a la parte superior, empezando desde la cintura de la señora hacia arriba. En la cintura, había una porción de carne desnuda; luego, bajo el pecho y rodeándolo, llegué a una prenda hecha de una gruesa tela negra, bordeada de encaje. Esto era el sostén, lo sabía bien, otro formidable arreglo de tirantes negros hábil y científicamente colocados, como los cables que sostienen un puente colgante.
«¡Dios mío! Nunca se sabe todo», pensé.
Por fin el trabajo quedó terminado. Di un paso atrás para echar una mirada al cuadro.
Realmente era una vista hermosa. Esa mujer, Janet de Pelagia, casi de tamaño natural, en ropa interior, parecía estar en un salón, con una lámpara encima de su cabeza y una silla a su lado. Ella misma, y esto para mí era lo más horrible, parecía despreocupada, con sus grandes y plácidos ojos azules y sonriendo ligeramente con su preciosa boca. También noté con disgusto que tenía las piernas muy torcidas, como un caballo. Se lo digo francamente, todo esto empezó a intranquilizarme. Sentí como si no tuviera derecho a estar en la habitación y desde luego mucho menos a mirar el cuadro. Salí y cerré la puerta tras de mí, pues me pareció que era lo más decente que podía hacer.
Ahora, ¡el paso decisivo!
No piensen que porque no lo haya mencionado desde hace tiempo, se había apagado mi sed de venganza durante los últimos meses: por el contrario, había crecido. Estaba impaciente por saber lo que iba a pasar después de haber organizado toda mi trama. Aquella noche, por ejemplo, ni siquiera me fui a la cama, tan nervioso me encontraba.
No podía esperar a mandar las invitaciones: estuve toda la noche preparándolas y poniendo las direcciones en los sobres. Había veintidós en total y yo quería que cada una de ellas fuera una nota personal:
«Doy una pequeña cena el viernes por la noche, día veintidós, a las ocho. Espero que venga. Tengo muchas ganas de verle de nuevo...»
La primera, y en la que más cuidé mis frases, fue para Janet de Pelagia. En ella le decía que había sentido no verla en tanto tiempo...; había estado en el extranjero..., ya era hora de que nos reuniéramos otra vez, etc., etc. La siguiente fue para Gladys Ponsonby, luego a Hermione Girdlestone, otra a la princesa Bicheno, la señora Cudbird, sir Hubert Kaul, la señora Galbally, Peter Euan-Thomas, James Pisker, sir Eustace Piegrome, Peter van Santen, Elizabeth Moynihan, lord Mulherrin, Bertran Sturt, Philip Cornelius, Jack Hill, lady Akeman, la señora Icely, Humphrey King-Howard, Johnny O’Coffey, la señora Uvary y la condesa de Waxworth.
Era una lista cuidadosamente seleccionada que contenía los hombres más distinguidos y las mujeres de más influencia y brillantez de la mejor sociedad.
Me daba cuenta de que una cena en mi casa era considerada como una ocasión excepcional; a todo el mundo le gustaba venir.
Ahora, mientras iba escribiendo las invitaciones, me imaginaba el placer de las señoras, teléfono en mano, la mañana que recibieran la invitación, voces chillonas hablando con voces más chillonas todavía... «Lionel da una fiesta... ¿A ti también te ha invitado? ¡Querida, qué ilusión! La comida es siempre estupenda... y él es un hombre tan encantador, ¿verdad? Aunque... si...»
¿Sería esto lo que dirían? De repente se me ocurrió que no sería de esta forma. Quizá de esta otra: «... Estoy de acuerdo, querida, pero ¿no crees que es un poco pesado...? ¿Qué decías? ¿Aburrido? Terriblemente, querida, has dado en el clavo... ¿Oíste lo que dijo Janet de Pelagia de él...? Sí, creo que lo oíste. Gracioso, ¿verdad? ¡Pobre Janet! No comprendo cómo lo ha aguantado tanto tiempo...»
Mandé las invitaciones y al cabo de dos días, con excepción de la señora Cudbird y sir Hubert Kaul que estaban fuera, todos habían aceptado venir.
A las ocho y media de la noche del veintidós, el salón estaba lleno de gente. Estaban repartidos por la sala, admirando los cuadros, bebiendo martinis, hablando en voz alta. Las damas olían a perfume, los hombres cuidadosamente vestidos de etiqueta. Janet de Pelagia llevaba el mismo vestido negro del retrato y cada vez que la miraba, una visión me venía a la mente y la veía en ropa interior con el sostén negro, la faja elástica rosa, las ligas y las piernas torcidas.
Me moví de un grupo a otro, hablando amigablemente con todos. Detrás de mí oía a la señora Galbally contando a sir Eustace Piegrome y a James Pisker que el hombre que estaba sentado en la mesa de al lado, en el Claridge, la noche anterior, tenía pintura de labios en su bigote blanco. «Lo tenía completamente pegado –decía– y tendría unos noventa años...» En la otra parte, lady Girdlestone estaba diciéndole a alguien dónde se podían conseguir trufas cocinadas «al coñac»; también vi a la señora Icely susurrando algo a lord Mulherrin, mientras su esposo movía la cabeza dubitativamente de un lado a otro.
Se anunció la cena y todos salimos
–¡Cielos! –exclamaron todos al entrar en el comedor–. ¡Qué oscuro y siniestro!
–¡No veo nada!
–¡Qué candelabros tan bonitos!
–¡Qué romántico, Lionel!
Había seis candelabros muy finos a dos pies uno del otro, a lo largo de la mesa. Las lucecillas daban una luz interesante en la mesa, pero el resto del comedor permanecía a oscuras. Era divertido y aparte del hecho de que favorecía mis propósitos fue un cambio agradable. Los invitados se sentaron en sus puestos y la comida empezó.
Todos parecían disfrutar de aquella nueva luz y fue una noche perfecta, aunque la oscuridad les hizo hablar mucho más alto que de ordinario. La voz de Janet de Pelagia me pareció particularmente estridente. Estaba sentada junto a lord Mulherrin y le oía contar lo mucho que se había aburrido en Cap Ferrat la semana anterior.
«Nada más que franceses en todas partes –insistía–, sólo franceses en todas partes...»
Yo iba observando las velas. Eran tan finas que no suponía que pasara mucho tiempo antes de que se quemaran por completo. Estaba terriblemente nervioso, lo confieso, pero al mismo tiempo muy excitado, casi borracho. Cada vez que oía la voz de Janet o la veía a través de las luces de los candelabros, sentía en mí el fuego de la excitación.
Estaban comiéndose las fresas cuando al fin decidí que había llegado la hora. Respiré profundamente y dije en voz alta:
–Tendremos que encender las luces, la luz de las velas se está terminando.
–María –llamé–, ¿quiere encender las luces, por favor?
Tras mis palabras se hizo un momento de silencio. Oí a la doncella ir hacia la puerta, el sonido del interruptor al dar la luz y la habitación dejó de estar en tinieblas. Todos cerraron los ojos y al volverlos a abrir se miraron unos a otros.
En este punto, me levanté de mi silla y salí de la habitación sin hacer ruido, pero al hacerlo vi algo que nunca olvidaré mientras viva. Fue Janet, con ambas manos en el aire, de repente estática, rígida, sin poder continuar la conversación con alguien al otro lado de la mesa. Sorprendida, abrió un poco la boca, con la expresión de la persona a quien acaban de dispararle un tiro en el corazón.
Fuera, en el hall, me detuve y oí el principio de la confusión, los gritos de las damas y las exclamaciones sorprendidas y enfadadas de los hombres. Pronto hubo un gran jaleo; todo el mundo hablaba y gritaba al mismo tiempo. Luego, y éste fue el mejor momento para mí, oí la voz de lord Mulherrin gritando por encima de todos:
–¡Vengan aquí enseguida con un vaso de agua, por favor!
Ya en la calle, el chófer me ayudó a subir al coche y pronto estuvimos fuera de Londres, por Great North Road hacia mi otra casa, que estaba a ciento cincuenta kilómetros de la ciudad.
Durante los días siguientes me estuve regocijando de mi hazaña; estaba como en un sueño de éxtasis, medio ahogado en mi propia complacencia y con un placer tan grande, que continuamente notaba pinchazos en la parte baja de mis piernas.
Al cabo de tres o cuatro días, Gladys Ponsonby me telefoneó. Fue entonces cuando desperté de mi sueño y me di cuenta de que no era un héroe, sino un fracasado. Me informó con voz helada por el disimulo que todos estaban contra mí, mis viejos amigos decían cosas horribles y juraban que nunca volverían a hablarme.
Excepto ella, me dijo, todos menos ella. ¿No sería estupendo, me preguntó, que viniera a mi casa y estuviera unos días conmigo para animarme?
Me temo que en aquellos momentos estaba demasiado trastornado para contestar educadamente. Colgué el teléfono y me puse a llorar.
Hoy al mediodía ha llegado la bomba final. Ha venido por correo, y casi no puedo decirlo de pura vergüenza, en forma de la carta más dulce y más tierna que nadie pueda escribir, salvo la pobre Janet de Pelagia. Me perdonaba por completo, escribía, por todo lo que había hecho. Sabía que era una broma y no debía hacer caso de las cosas tan horrendas que decían de mí. Me amaba igual que antes y siempre me amaría hasta la muerte.
¡Qué estúpido me he sentido al leer esto! Se ha acrecentado mi vergüenza y todavía más al comprobar que junto a la carta me había mandado un pequeño regalo en prueba de su afecto, una lata de mi bocado favorito: caviar fresco.
En ninguna circunstancia puedo rehusar comer caviar bueno. Es, realmente, mi mayor debilidad. Así, aunque no tenía ningún apetito esta noche, debo confesar que a la hora de la cena he tomado varias cucharadas de esta pasta, en un esfuerzo por consolarme a mí mismo en mi desgracia. Es muy posible que haya comido demasiado porque no me he sentido muy bien en las últimas horas. Quizá debería tomarme un poco de bicarbonato y soda. Luego, cuando me encuentre mejor, terminaré de escribir...
¿Saben una cosa? Cada vez que pienso en ello, me pongo enfermo.