EPISODIO 8
Pero no fue Danny quién despertó a Dylan, sino Andy. Deslizó una mano por su torso y tras acariciarle el estómago como hacía siempre, continuó en una larga caricia hasta su muslo.
Dylan abrió los ojos. Pestañeó varias veces intentando centrarse. La parte más física de su ser ya había empezado a despertar bajo la sensualidad de aquella mano. Pero su mente todavía estaba en brumas. ¿Qué hora era? Cubrió la mano femenina con la suya, apretándola y, a la vez, guiándola.
—Buenos días… —dijo en un susurro.
Andy se había pegado a Dylan y ahora ya no se trataba sólo de su mano, sino de su cuerpo al completo insinuándose contra el suyo.
Un cuerpo desnudo.
Dylan volvió la cabeza para mirarla. La habitación estaba en semi penumbra, ya que la persiana estaba a media asta. Pero a medida que la conciencia iba instalándose en su mente, ya no necesitaba luz para saber que ella estaba vestida cuando se había acostado y ahora no lo estaba.
Como una confirmación de cuáles eran las intenciones femeninas, a la mano se sumó una pierna que rodeó la cadera de Dylan, abrazándola.
—Buenos días —susurró ella al tiempo que de un solo movimiento se pegaba a su espalda.
—Parece que el sueño te ha sentado de maravilla…
Dylan se dio la vuelta. Quedó de espaldas en la cama y Andy, ni corta ni perezosa, se colocó encima. Una rodilla a cada lado del cuerpo masculino y exhibiéndose insinuante ante él, tan desnuda como había venido al mundo.
—Eres tú lo que me sienta de maravilla
Aquel susurro libidinoso consiguió que la parte más física de Dylan volviera a reaccionar. Algo que ella notó enseguida.
Esbozó una sonrisa perversa al sentir que el miembro viril cobraba vida junto a su pierna.
—Así me gusta… Que siempre estés a punto para mí —dijo en un tono sensual con un punto de guasa.
Los dos rieron.
Bromas aparte, era cierto; él siempre lo estaba. Siempre había habido una química increíble entre los dos y desde que últimamente ella se había vuelto mucho más física y receptiva al menor contacto, su vida íntima se había convertido en un no parar. Cualquier momento era bueno, básicamente porque a él lo excitaba a tope notarla tan caliente. Pero ya no disponían de la casa para ellos solos, su padre ocupaba una de las habitaciones de invitados, así que tenían que improvisar. Y muchas veces, aguantarse y esperar. Lo cual no hacía sino volverlos locos de deseo. Ella tanto como él. Era un proceso de retroalimentación constante.
—No quiero pincharte el globo, pero ¿tienes idea de qué hora es?
Y a pesar de haber dado a entender que probablemente sería tardísimo, Dylan se sentó en la cama, preparándose para que ella lo cabalgara.
—No tengo ni idea… Ni quiero saberlo… Ahora… —Tomó con su mano el miembro masculino completamente erecto y manteniéndolo en la posición idónea descendió suavemente sobre él—, sólo me interesa esto.
Andy exhaló un largo suspiro. Echó la cabeza hacia atrás y se apretó los pechos, insinuante.
—Adoro despertarme así…
Su mujer era la viva imagen del placer y él se mordió el labio al verla. Siguió con atención sus movimientos, acompañándolos y, a veces, guiándolos.
—Lo que adoras es tenerme dentro. Da igual cómo, cuándo o dónde.
A modo de respuesta, Andy apoyó una mano sobre el hombro de Dylan y la otra sobre su pierna y empezó a cabalgarlo con más ritmo.
—¿Y tú…? —murmuró, encendida—. ¿También lo adoras?
Dylan la empujó con su cuerpo hasta tenerla de espaldas sobre la cama y se situó sobre ella, haciéndole sentir su peso. La penetró profundamente de una vez, arrancándole un gemido de placer.
—Vaya pregunta para hacerle al tipo que te la mete quince veces por día… —Aún con los ojos cerrados y en pleno subidón, los labios femeninos se torcieron en una especie de sonrisa ante su exageración. Satisfecho, Dylan hundió la nariz en el hueco de su cuello y lamió su camino hasta el lóbulo de la oreja. Una vez allí, habló en un murmullo sin separar del todo sus labios de la piel femenina—: De ti lo adoro todo, Andy. Cada centímetro. Cada sonrisa. Cada aliento. Toda tú.
Andy buscó su mirada. Le pasó los brazos alrededor del cuello. Él tomó las piernas femeninas y las puso alrededor de sus caderas. Se miraron intensamente cuando Dylan volvió a entrar en ella, pero muy pronto se rindieron a la explosión de emociones que los embargaban.
Y ya no hubo más palabras.
* * * * *
Después de hacer el amor, Andy y Dylan permanecieron en la cama, uno junto al otro, disfrutando y recuperándose mientras todo volvía a su ser.
En un momento dado, él estiró el brazo y cogió su móvil. Lo activó, sosteniéndolo en el aire, frente a su cara y al ver la hora que era, pasó de estar acostado a estar sentado en una fracción de segundo.
—Joder. Voy a matar a tu hermano, nena. ¿Sabes qué hora es? ¡Son casi las dos de la tarde!
Andy se dio un golpecito en la frente y también se incorporó.
—No puede ser tan idiota. ¿Seguro que no tienes alguna llamada perdida? Igual, con el fragor de la batalla, no lo oímos…
Dylan le obsequió una mirada incrédula. Por supuesto que lo habría oído. Habría pasado de atender, pero oírlo, seguro.
—Es idiota —aseguró cuando ya había seleccionado su memoria y el aparato daba señal de llamada.
Atendieron al tercer ring.
—Ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé… Fueron órdenes de la comandancia y ya sabes que en esta casa donde manda capitán, no manda marinero —se adelantó Danny, hablando entre risas—. Pero no te preocupes, ahora le diré al capitán que ya estáis despiertos y os llevaré a la pequeña de la casa.
Las cejas de Dylan formaron un arco perfecto.
—Perdona, ¿cómo dices? Que sepas que te recordaré esta historia de capitanes y marineros la próxima vez que me pidas un favor…
—No, tío, por favor… Te juro que fue mi madre la que dijo que os dejara dormir.
—Quiero a Luz aquí en media hora, Danny. Sin excusas. ¿Me has entendido o necesitas que te lo deletree?
«¡Sopla! Sí que estás enfadado, calvorotas», pensó Andy y para que él no viera que estaba sonriendo, se dejó caer de espaldas sobre el colchón, cubriéndose la cara con la almohada.
—¡En media hora me tienes allí! respondió el muchacho. Y solo le faltó añadir, «¡mi general!»
Dylan volvió a dejar el móvil sobre la mesilla y miró a Andy. Tiró de la punta de la almohada y una sonrisa empezó a abrirse paso en su cara.
—No hace falta que te escondas. ¿Crees que no sé que te partes de risa cada vez que me pongo duro con tu hermano?
Andy se dio la vuelta boca abajo y descansó la barbilla sobre una mano.
—¿Ya trae a nuestra gordita?
—Dice que estará aquí en media hora. Y más le vale que sea así.
Andy sonrió ante el pensamiento que, de repente, apareció en su mente. Fue una sonrisa cargada de picardía que Dylan detectó. También sonrió.
—¿Qué?
—Que digo yo…
Andy hizo una pausa a propósito.
—¿Quéee? —insistió Dylan, a estas alturas riendo.
—¿No te apetece «ponerte duro» también con su hermana? Digo, por aprovechar la media hora…
Y cuando acabó la frase, los dos se estaban desternillando de risa.
* * * * *
La ducha de Dylan fue breve. Se secó rápidamente mientras Andy, que había puesto a llenar la bañera, continuaba sumergida en el agua. Como él no traía ninguna ropa al llegar, tampoco la llevaba puesta el salir.
—No te quedes ahí, nena. Vas a dormirte.
Notó que su mirada golosa lo recorría entero y sacudió la cabeza sonriendo.
—Gracias. Ya sé que estoy buenísimo. Pero si te quedas quieta en el agua calentita, te vas a dormir.… Vamos, en quince minutos te quiero vestida y lista, que nuestra gordita ya estará aquí.
Andy asintió con la cabeza varias veces y Dylan se marchó.
Tan pronto él cerró la puerta, se sumergió por completo en el agua cargada de espuma. El aroma a almendras sumado a la temperatura ideal del agua fueron como un abrazo del que disfrutó con cada fibra de su ser. Necesitaba aquel confort, aquel relax. Lo necesitaba mucho. Al fin, volvió a sacar su cabeza a la superficie. Se secó los ojos con la punta de la toalla y descansó la nuca sobre el borde de la bañera.
Su mente regresó horas atrás, a los momentos increíbles que había pasado en aquella ciudad donde se habían desarrollado los primeros veintidós años de su vida. En la que, probablemente, ya nunca volvería a vivir. Una extraña sensación de desasosiego fue creciendo en ella al comprender que, aunque mentalmente siempre hubiera estado preparada para seguir a su madre dondequiera que fuera, emocionalmente no lo estaba. Seguía sin estarlo. Se sentía melancólica, frágil… Se miraba al espejo y era ella, pero no se sentía la de siempre y no sabía el porqué. Hacía tiempo que esa sensación aleteaba a su alrededor, como una sombra que no acababa de abandonarla del todo. Ni siquiera en los momentos gratos, cuando lo estaba pasando bien.
Algo había sacado en claro estando en Londres y era que eso que le sucedía y que no podía explicar, no tenía que ver con su ciudad favorita del mundo porque, incluso estando allí, no había dejado de sentirse de esa forma.
Andy exhaló un suspiro. Al fin, tomó la esponja y echó sobre ella una buena cantidad de jabón líquido del dosificador.
Ahora no era momento de pensar en eso, decidió.
Luz estaba al llegar y ella ya no podía esperar para verla.
* * * * *
Al oír el timbre, Dylan fue corriendo a abrir con una sonrisa en los labios. Se moría de ganas de ver a su gordita y gracias al imberbe de su cuñado, lo haría con dos horas de retraso, lo que ya de por sí era todo un retraso teniendo en cuenta que su casa estaba llena de invitados y era él quien estaba a cargo de la cocina.
Llevaba la reprimenda en la punta de la lengua, lista para soltarla, pero al abrir la puerta no fue un adolescente lo que halló, sino al tío de Andy. Sin embargo, Luz acaparó de inmediato toda su atención. Su ensortijado cabello estaba oculto bajo un gorro tejido en lana de color rosa viejo, a juego con el abrigo y sus guantes de manopla, y en cada mano traía un peluche de su amplia colección de animales del zoo. En este caso, un elefante rosa con una gran trompa y un cocodrilo que, a pesar de su poderosa hilera de dientes, resultaba de todo menos amenazador.
—¡Ven aquí, chiquitina mía! —exclamó el irlandés tomando a la pequeña de brazos del tío de Andy a quien saludó muy de pasada—. ¿Dónde está tu sobrino? Por cierto, hola…
Pau echó un vistazo disimulado al aspecto de Dylan. Su camiseta negra de lycra con las mangas arremangadas hasta el codo, exponiendo unos brazos cubiertos de tatuajes, y sus vaqueros desgastados llenos de rotos, tan a la moda y tan ceñidos que lo transformaban en una provocación andante, confirmaban que haberse convertido en padre no había modificado en lo más mínimo su predilección por lucir como si fuera un pandillero, llavero de cadena y barba de dos días incluidos. Lo único que delataba su verdadero estatus eran las dos alianzas que llevaba, una en cada mano, y destacaban de forma chirriante sobre una piel tatuada hasta las cutículas.
A Pau sus pintas ya no le provocaba el rechazo de antaño. De hecho, había perdido buena parte de sus reticencias a lo largo de los meses que Dylan llevaba viviendo en la isla. Sus modales, en cambio, seguían irritándolo igual que el primer día. Pero en una prueba más de que desde hacía exactamente veinticuatro horas era un hombre realizado, su respuesta fue muy diferente de la que habría sido tan solo un día atrás.
—¿Te refieres a ese chaval que no sabe dónde tiene la cabeza? Adivínalo. ¿Qué podría impedir que estuviera aquí, acaparando a Luz?
Totalmente concentrado en hacerle carantoñas a la pequeña y en festejar sus risas, Dylan apenas miró a Pau al responder:
—Ya, no lo digas; Alice.
Dylan dio media vuelta, y con la niña cargada a hombros y en pleno ataque de risa, puso rumbo hacia el interior de la casa. Pau lo siguió.
—Sólo me quedaré unos minutos. Tengo que ir al aeropuerto a recoger a mi madre y a mi niña.
Dylan entró en el salón hablando con Luz en su lenguaje de medias palabras y, después de quitarle la ropa de abrigo que llevaba, se acomodó en el sofá, con la niña sobre sus piernas. En la mesa ratona todo estaba dispuesto para un mini desayuno, aprovechando los tentempiés que Anna les había dejado en la habitación y que aún no habían tocado.
—Bueno, tú dirás… —dijo el irlandés. Dio un sorbo a su café.
—No. Quiero hablar contigo, pero ahora no tengo tiempo. Quería preguntarte… ¿Esta semana estás en la ciudad?
—Sí, tengo un par de cosas que hacer fuera, pero estoy de vacaciones, así que la mayoría de los días andaré por aquí.
—Bien. Entonces, hablamos en la semana. Quiero consultarte algo…
El tono empleado había sido tan diferente al habitual, que Dylan alzó la vista del sándwich y lo miró.
A sabiendas de que no sería capaz de mantener a raya la sonrisa, Pau la dejó brillar en todo su esplendor.
—Tengo algo muy importante entre manos y voy a necesitar tu ayuda.
En otros tiempos, a Dylan aquella frase le habría dado muy mala espina. Pero desde hacía seis meses, la relación entre ellos era bastante buena. De hecho, mucho más buena de lo que Dylan había esperado jamás. Además, pensó, esa sonrisa auguraba que fuera lo que fuera, no tenía nada que ver con él ni con los negocios.
—Claro, cuando quieras… A ver, pequeña, cuéntale a tu padre lo que hiciste ayer —dijo Dylan, ahora definitivamente concentrado en Luz, que seguía parloteando en su media lengua, haciéndolo reír a carcajadas.
En aquel momento, Andy entró en el salón. Totalmente aseada, peinada y maquillada y sin poder explicarse cómo lo había conseguido en tan sólo quince minutos.
—Ya estoy aquí, calvorotas. —Dio una vuelta sobre sí misma, exhibiendo su escotada blusa negra con transparencias y sus ceñidos pantalones de cuero negro, a lo que Dylan respondió con un genuino silbido de aprobación. Fue entonces cuando se percató de que él no estaba solo—. Hola, tío…
Pau la sorprendió yendo hacia ella y dejándole un beso en la cima de la cabeza.
—¡Hola, sobrina! Qué guapa estás hoy… Me fastidia mucho tener que admitirlo, pero está claro que Londres te sienta muy bien…
Andy lo miró con cierta sorpresa. Desvió la mirada brevemente hacia Dylan con gesto interrogante para encontrarse con la misma clase de expresión en su cara. ¿Qué era lo que estaba sucediendo?
—Bueno, chicos, me voy… —dijo Pau—. Que mi niña está por llegar…
Andy asintió varias veces con la cabeza.
—Ahora entiendo. La culpa de esa sonrisa la tiene Alba.
El menorquín acarició la cabecita de Luz y se puso en marcha hacia la salida al tiempo que le dedicaba una mirada intrigante por encima del hombro a su sobrina. Alba siempre había sido la razón de todas sus sonrisas. Pero la de ahora tenía más motivos. Concretamente, uno más.
—Aunque no te lo parezca, soy un tipo feliz, sobrina. No necesito razones extras para sonreír.
Andy concedió a lo dicho por su tío asintiendo con la cabeza. Pau le hizo un guiño cariñoso y, a continuación, abandonó el salón.
—¡A ver esa cosita hermosa, venga con mamá! —Cuando acabó de decirlo, Andy ya estaba arrodillada en el suelo frente a Luz, que le arrojaba besos con la mano como su tío le había enseñado. A la niña le divertía tanto, que vivía regalándole besos a todo el mundo, incluso a los desconocidos con los que se cruzaban por la calle cuando salían a pasear.
Pero Dylan se interpuso. Tomó a Luz en brazos y la retuvo, apartándola de Andy. La niña empezó a reír.
—A ver, preciosa, espera tu turno, ¿vale? Que aquí hay un papá que todavía no ha estado ni cinco minutos con ella…
—Pero aquí hay una mamá que tampoco ha pasado nada de tiempo con su pequeña… ¿Cómo estás, Luz? ¡Qué guapa está mi niña con ese peto vaquero y ese jersey blanco que en media hora estará hecho un asco! —bromeó—. ¡Pero que conste; te queda precioso! Vamos, peque, cuéntale a mamá todo lo que has hecho…
Andy acabó imponiéndose. Aunque lo cierto era que Dylan la acaparaba por deporte. Porque cuando los tres estaban juntos, le resultaba difícil decidir qué disfrutaba más. Le encantaba la atención de la niña, Luz era un ser dicharachero y alegre que transformaba cada lugar en el que estaba sin el menor esfuerzo, pero ver a Andy jugando con ella…
Eso eran palabras mayores.