EPISODIO 19




Con apenas ocho palabras, Anna le había dejado claro que no había venido a hablar sino a escuchar. No era exactamente la forma en que Chad hubiera deseado que se desarrollaran las cosas, pero ella estaba ahí, le estaba dando la ocasión de explicarse y él tan solo podía estarle agradecido por ello.

Asintió con la cabeza y se dispuso a comenzar.

—Supongo que tú dejaste de hacerte preguntas sobre mí hace mucho tiempo, Anna. Soy muy consciente de que te hice daño y no quiero hurgar en la herida contándote cosas que quizás ya no te interese saber. Así que intentaré ser lo más claro posible limitándome a las cuestiones fundamentales y si cuando acabe, quieres saber algo más, me lo preguntas con total libertad. Seré sincero al cien por ciento.

Era cierto. Anna había dejado de pensar en él hacía años, pero desde que se había enterado de que estaba en Menorca, volvía a tener preguntas. Preguntas que dudaba mucho que «limitándose a las cuestiones fundamentales», él lograra responder. Sin embargo, el interés por conocer las respuestas era algo dudoso. No estaba segura de querer saber más. Quizás, porque no podía asociar la palabra «sinceridad» con el hombre que estaba frente a ella. Quizás, porque saber más solo le acarrearía más dolor, más tristeza. Así había sido siempre en todo lo relacionado con él. ¿Por qué tenía que ser diferente esta vez?

Anna se limitó a asentir con un ligero movimiento de cabeza.

Chad pensó que, en efecto, las cosas estaban resultando mucho más duras de lo que había imaginado. Aquella total ausencia de emoción en Anna, aquella serena resignación, dolía. Respiró hondo y comenzó:

—He venido por dos razones. La primera es que ser consciente de todo el daño que os hice a ti y a los chicos ya no me permite seguir viviendo sin dar la cara. Llevo cinco años forzando la situación, diciéndome que habéis salido adelante sin mí y que no tengo derecho a volver a llevar sufrimiento a vuestras vidas, pero hace un mes pasó algo que cambió las cosas y me hizo comprender que no podía continuar así. Y la segunda razón es que necesito pediros perdón, que sepáis que me arrepiento cada día por haberos hecho sufrir y que estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para enmendar mis errores y compensaros. Ahora y en el futuro.

Enmendar sus errores, pensó Anna. Tendría su gracia… si no le resultara tan patético.

—¿Hay alguna manera de enmendar el hecho de haber abandonado a tu mujer y a tus hijos sin una palabra y no haber vuelto a dar señales de vida en más de catorce años?

Vio el rubor en el rostro masculino y dedujo que tenía que tratarse de un señor rubor para ser tan distinguible en una piel tostada por el sol, pero no le produjo ni compasión, ni empatía. Sin embargo, se había prometido a sí misma que lo escucharía.

—Bueno, supongo que con intentarlo, no pierdes nada, así que… —Lo invitó a continuar con un gesto de la mano.

Chad había ensayado su discurso muchas veces, pero nada lo había preparado para aquella mirada en la que podía leer una profunda decepción. Removió su café pensativo y dio un sorbo que le supo amargo como la hiel.

—No puedo modificar el pasado, ojalá pudiera. Pero sí puedo y quiero encontrar la manera de compensaros y que el futuro sea diferente. Tenéis vuestra vida, al margen de la mía, y no he venido a inmiscuirme ni espero que hagáis nada por mí. Solo deseo que sepáis que existo y que podéis contar conmigo para lo que queráis, si lo queréis, y he venido a daros todas las explicaciones que juzguéis oportunas porque os lo merecéis, y a pediros perdón. Irme de esa forma fue algo imperdonable, lo entiendo y no espero que me perdonéis. Pero yo necesito pediros perdón. Necesito que sepáis que me arrepiento cada día de todo el daño que os hice. Es algo que debo hacer, Anna.

—Por los famosos doce pasos y para tranquilizar tu conciencia —puntualizó. Y no añadió «no por nosotros, por ti», pero la incomodidad patente en el rostro de Chad le informó que él le había leído el pensamiento.

Sin embargo, si Anna lo estaba escuchando porque se había prometido a sí misma que lo haría, Chad también se había hecho una promesa, la de ser sincero al precio que fuera.

Y lo fue.

—Sí. Pero también porque ya no soy el mismo hombre que os abandonó hace tres lustros, ese que solo podía causaros problemas y dolor. He cambiado, Anna. Y he comprendido que tenéis derecho a saberlo y a decidir si queréis mantener algún tipo de relación conmigo en el futuro. Sea lo que sea que decidáis, lo aceptaré sin rechistar, pero tenéis que saber que sigo vivo, que ya no soy el despojo humano que era… La vida es muy corta. Damos largas a las decisiones difíciles, a las que pueden crear conflictos, pensando que ya llegarán tiempos mejores y la cruda realidad es que no es así. Apenas hay tiempo para nada. Cuando quieres darte cuenta, ya es tarde… De hecho, para Sonia he llegado tarde.

Los ojos de Chad volvieron a empañarse por enésima vez desde que hacía unas horas había sabido de su muerte. Le había afectado tanto que no se había atrevido a preguntar los detalles.

Anna se esforzó por mantener el tipo. Inesperadamente, también le había afectado a ella notar cómo a él le se le había descompuesto el gesto.

No supo cómo, Chad reunió valor para hacer la temida pregunta.

—¿Qué le pasó? ¿Puedes decírmelo?

—Se enamoró de la persona equivocada y no tuvo tanta suerte como yo —repuso Anna con inusitada dureza.

La mirada interrogante de Chad le confirmó que Andy no le había explicado lo sucedido.

—Él era un drogadicto y ella se enganchó. Acabó convertida en una delincuente que robaba para seguir drogándose. En el último robo hubo una persecución policial y tuvieron un accidente. Él murió en el acto. Sonia acabó en la cárcel, donde poco después se enteró de que estaba embarazada. Tenía preeclampsia… Una complicación del embarazo que puede presentarse a partir de las veinte semanas —aclaró—, y nadie se la diagnosticó hasta que fue demasiado tarde. Murió poco tiempo después de dar a luz.

Chad bajó la cabeza. Los ojos le ardían y se estaba esforzando por no derrumbarse. No deseaba que Anna lo viera así, ya bastante duro había tenido que ser para ella. Pero Sonia no solo había sido la hija con quien más tiempo había pasado, también había sido una pieza clave en su partida. Saber que había llegado demasiado tarde añadía remordimientos y dolor a un momento que estaba resultando infinitamente más duro de lo que jamás había imaginado.

—Sonia se dio cuenta de que algo me pasaba. Ese mediodía, cuando volví a casa después de varios días colocado hasta las cejas, ella estaba allí.

Anna se incorporó un poco en el asiento. Sentía el corazón disparado y por momentos le faltaba el aire.

—Me dijo que había salido antes del colegio porque el profesor de la última clase había faltado y que tú habías llevado a Danny al pediatra… Recuerdo que llegué deseando meterme en la cama y dormir tres días seguidos porque me encontraba francamente mal y, de pronto, me vi en mitad de la cocina, intentando consolar a una niña que no paraba de llorar… —Alzó la vista y la enfocó en Anna—. Sabía que algo no iba bien y como nos había oído discutir por dinero, pensó que era culpa suya… Por no sé qué dinero de una matrícula que había perdido y por unas clases de apoyo a las que la habías tenido que apuntar… Me costó muchísimo convencerla de que ella no tenía nada que ver y entonces, me miró a la cara y me preguntó: «y si no es por eso, ¿por qué es, papá? ¿Por qué estás tan mal? ¿Qué te hemos hecho para que no quieras estar en casa?». Fue un baño de realidad. El más duro de mi vida.

Anna sintió que las lágrimas corrían por sus mejillas sin contención. Era como si sus glándulas lacrimales se hubieran declarado en rebeldía y no aceptaran ninguna instrucción de su cerebro.

Fue peor aún cuando se dio cuenta de que Chad también lloraba.

—¿Cómo iba a explicarle lo que sucedía de verdad? No pude hacerlo. Iba cuesta abajo y sin frenos. Estaba claro que os arrastraría a los chicos y a ti… Al día siguiente, me fui y ya no volví… Y ahora ya no puedo hacer nada. Ese es el último recuerdo que Sonia se llevó de mí.

En aquel momento, una preocupación mayor tomó a Anna por asalto.

—¿Se lo has dicho a Andy?

Chad negó con la cabeza. Vio que Anna suspiraba aliviada.

—Le dije que me había dado cuenta de que solo tenía dos opciones: quedarme y exponeros a una vida de vergüenza y dolor o quitarme de en medio y que siguierais adelante sin mí. Pero no le dije qué me había hecho llegar a esa conclusión.

Anna pasó de la tristeza a la rabia en un instante. ¿Rehabilitarse y hacer frente a sus responsabilidades de marido y de padre no eran una opción para él? ¿Nunca había sido siquiera una alternativa?

—Qué práctico, Chad.

—Mira, Anna… No he conocido un solo adicto que no creyera que controlaba las cosas, que no estuviera convencido de que su adicción no lo dominaba. Por eso se quedan y siguen con su vida como si fueran personas normales y corrientes. Y así es como acaban convirtiéndose en un lastre para sus familias. En un lastre emocional y económico del que la mayoría no se recupera. No somos personas normales y corrientes. Un adicto es siempre un adicto. Como mucho, puede aspirar a ser temporalmente un adicto en rehabilitación mientras siga limpio —Exhaló un suspiro y su voz no tembló cuando dijo—: Fue imperdonable lo que hice. Pero si me hubiera quedado, si te hubiera dado la menor posibilidad de que cuidaras de mí, que era lo que tú querías hacer… Os habría expuesto al sufrimiento y a la vergüenza de verme convertido en una piltrafa humana día tras día durante años, y eso habría sido mucho más imperdonable, créeme. Habría sido un infierno para vosotros. Como lo fue para mí. He perdido la cuenta de las veces que he entrado en rehabilitación. Y cada vez que recaes, se hace más y más duro mantenerte en el buen camino. Pierdes la confianza en ti mismo. Pierdes la esperanza. Después de irme, estuve varios meses dando tumbos por los alrededores de Londres. Siempre en las últimas, pero sobreviviendo. Malviviendo.

Chad hizo una pausa. Dio otro sorbo a su café intentando recuperar el aliento… Y el valor para continuar.

—Te mentí. No soy huérfano. No puedo decir que provenga de una familia modelo, precisamente, pero cuando tú y yo nos conocimos, tenía un padre que todavía estaba vivo. Un padre con el que toda la vida me llevé a matar y que acabó desheredándome cuando decidí abandonar Johannesburgo y marcharme a Londres a buscarme la vida. No quiso volver a saber nada de mí. Nunca me perdonó que fuera una oveja negra. Menos aún que siendo su único hijo, varón a más inri, me hubiera desentendido de la empresa familiar. Estaba escrito que debía ser su heredero, imagínate, y en cambio, le salí un juerguista que decidió que el apellido le importaba un pimiento y que se iría a probar suerte a otra parte.

La expresión de asombro en el rostro de Anna era evidente. ¿Le había mentido también en eso?

—¿Quieres decir que mis hijos tienen familiares en Johannesburgo?

—De sangre, pocos y, la mayoría, de parentesco lejano. Solo tengo relación con uno, un primo al que le debo la vida. De los que eligen ser tu familia, hay cuatro… Bueno, ahora son tres. Pero tres que valen su peso en oro. La suerte quiso que entonces, me encontrara con mi primo. Había viajado a Londres con su mujer para asistir al funeral de su suegro y yo, que había perdido todo lo poco que me quedaba en un incendio, y estaba literalmente con lo puesto, llevaba unos días pernoctando por los alrededores del cementerio. Gracias a él conseguí volver a Sudáfrica, a bordo de un carguero cuyo capitán, que conocía a la familia, no hizo preguntas. Yo no tenía documentación. Todo lo que tenía se había quemado en un incendio que hubo en el edificio abandonado donde pasaba las noches. Y no quería acercarme a una comisaría por si habías denunciado mi desaparición y saltaban las alarmas… Mi padre había muerto, la empresa estaba en manos de mi tío y de mi primo, y ellos estaban dispuestos a ayudarme. Querían que volviera. Pensé que hacerlo, sería la ocasión de dejar atrás a mis demonios y volver a empezar.

—Pero un adicto siempre es un adicto —murmuró Anna.

Chad asintió con la cabeza varias veces.

—Me pasé otros diez años dando tumbos. Cayendo y levantándome, cada vez con mayor esfuerzo. Nada parecía funcionar. Lo intenté de todas las formas que conocía. Y en 2005, cuando salí del centro de rehabilitación por última vez, decidí dar un giro a mi vida. Ya no sabía qué más hacer para dejar atrás ese infierno, alguien me propuso una aventura; trasladarme a Kenia y empezar de cero… Y pensé «¿qué puedo perder? Ya no me queda nada». Hacía tiempo, me había reencontrado con un viejo amigo de la adolescencia. Éramos carne y uña y volver a vernos fue como si el tiempo no hubiera pasado. Él ya no vivía en Johannesburgo, se había casado con una keniata de ascendencia inglesa y se había ido a vivir a Kenia. Pero, de tanto en tanto, volvía a visitar a la familia. Y una de esas veces, nos encontramos por la calle… Me contó que trabajaba como guía para una cadena hotelera, pero que quería independizarse, abrir una empresa dedicada al turismo de aventuras -safaris y esas cosas-, y me propuso que nos asociáramos.

Una ligera sonrisa lució en el rostro de Chad al recordar el momento.

—Pensé que estaba de broma. Lo más cerca que yo había estado de un animal salvaje era en el Zoo. Además, lo último que quería era que otra familia sufriera por mí… Pero no lo había dicho en broma. Siguió insistiendo durante dos meses y pico… Hasta que me convenció. Así que hablé con mi primo, para entonces mi tío había muerto, y él me prestó el dinero que necesitaba.

—Y te lanzaste a la aventura… —volvió a decir Anna. «En vez de regresar con tu familia, empezaste de cero como si nosotros no existiéramos», pensó con una enorme decepción.

—Y me lancé a la aventura, sí… Ahora llevo cinco años limpio, tengo una pequeña empresa y un techo propio sobre mi cabeza… —El único lugar del mundo al que había reconocido como su hogar, su casa, era el que había compartido con Anna, y todavía hoy se seguía resistiendo a llamar «mi casa» al lugar donde vivía—. Soy un adicto en rehabilitación desde hace cinco años… No es para echar las campanas al vuelo, los demonios no descansan nunca, pero es algo. Es mucho más de lo que había conseguido hasta ahora.

La decepción de Anna crecía a pasos agigantados. Le resultaba imposible intentar siquiera disimularla.

—Cinco años rehabilitado. Vaya. Estaba claro que no pensabas volver. Podías haber seguido disfrutando de tu buena fortuna el resto de tu vida y no nos habríamos enterado. ¿Por qué has vuelto ahora?

Chad era consciente de lo mal que debía estar sonándole a Anna todo lo que él decía. Entendía su desilusión, pero le dolía igualmente. Desde fuera, el mundo de las adicciones se veía como algo terrible de lo que había que curarse. Pero no existía una cura definitiva. No existía tal cosa. Era una lucha permanente entre la necesidad constante de otra copa u otro chute y la determinación, infinitamente más frágil, de mantenerse alejado de ello.

—Claro que pensaba volver, Anna. Durante los primeros años en Johannesburgo, me decía que el día que estuviera seguro de que había logrado sacar por fin la cabeza del hoyo, volveríais a tener noticias mías. Pero nada duraba. Los años fueron pasando, la ausencia cada vez resultaba más difícil de explicar, y finalmente acabé aceptando que mi vida había seguido un camino distinto de la vuestra y que la mejor forma de no haceros más daño, era dejar que las cosas siguieran como estaban. Mi padrino me decía que si no firmaba la paz conmigo mismo, todo lo que hiciera, más tarde o más temprano, estaría condenado al fracaso…. Pero sin garantías, yo no quería volver, y me mantuve en mis trece… Y así fue… Hasta que hace un mes, un amigo con una historia parecida a la mía que llevaba limpio más años que yo, murió en un accidente. Se unió a la empresa, casi al comienzo del proyecto. No como socio, sino como empleado. Y los tres hicimos piñaxi desde el principio. Pero al igual que todos los adictos en rehabilitación, guardaba secretos. No nos dijo que estaba casado. Nos enteramos cuando la mujer vino a vernos con su hijo mayor. Las autoridades le habían informado de su muerte y cuando supo que nosotros éramos su último paradero conocido, se presentó en la empresa.

Chad hizo una nueva pausa para recuperar el aliento. Tragó saliva cuando los recuerdos de aquel momento en que se vio reflejado en la situación de su amigo muerto le cerró la garganta.

—Fue terrible, Anna. Terrible. La mujer se volvió loca de dolor… Era inconsolable… No podía creer que él se hubiera rehabilitado, que estuviera bien y que no hubiera intentado ponerse en contacto con ellos. No entendía por qué los había mantenido al margen. Pero yo sí que lo entendía… Era el único de esa habitación que lo entendía perfectamente… Y empecé a sentirme muy mal. Muy triste, muy hundido… Los días pasaban y no mejoraba, y mi padrino vino a verme. Hablamos mucho. Me dijo… Bueno, lo mismo que lleva diciéndome desde hace años… Solo que esta vez, por fin, lo comprendí. Comprendí por qué era tan importante dar la cara. Por qué era tan importante pediros perdón. Y aquí estoy.

Allí estaba, sí. ¿Debería sentirse tocada por su dolor, por su lucha? Claramente, el camino de Chad no había sido nada fácil. Pero el suyo tampoco había sido un camino de rosas. La diferencia entre los dos era que él se había largado y ella no. Ella seguía allí, al pie del cañón, junto a sus hijos. A quienes, gracias a él, les estaba estropeando la Navidad. Que Dios la perdonara, pero no sentía ninguna compasión por Chad.

—En plena Navidad, sí. Has sido de lo más oportuno.

—No ha sido nada fácil llegar hasta aquí, Anna. Fui a Londres a buscaros y allí me enteré de que ya no vivíais en el país. Llegué a Menorca ayer y para entonces llevaba casi una semana en Barcelona, reuniendo el valor para poner un pie en un lugar donde no pueden ni oír mi nombre. No fue mi intención estropearos el día. Sabía que en España las familias se reúnen el 24, para Nochebuena, porque en casa siempre te negaste a celebrarla el 25, como es costumbre en Inglaterra, ¿te acuerdas? Por eso no vine ayer mismo. Fue solo mala suerte que justamente esta Navidad la estéis celebrando en familia hoy. Y lo lamento, lo lamento muchísimo. Te pido perdón por todo el daño que te he hecho, por todas las mentiras que te he dicho, por haberte fallado tanto… Tanto. Ojalá alguna vez puedas perdonarme…

Anna lo dudaba mucho. Al menos, perdonarlo en el sentido al que él se refería. No se veía relacionándose con él en el futuro. Ahora, a la vuelta de los años y después de haber conocido el verdadero amor, le costaba entender cómo había podido equivocarse tanto; cómo había podido confiar y amar a un hombre como él. Sus disculpas y sus explicaciones también llegaban definitivamente tarde en su caso, no solo en el de Sonia. Y lo único en lo que podía pensar en aquel momento era en lo preocupados que estarían todos en casa de Andy y Dylan.

Pero no estaba en su naturaleza ser cruel.

—Te agradezco que hayas sido sincero. Sé que no debe haberte resultado nada fácil. Y también sé que no es esto lo que quizás esperabas escuchar… Pero es todo lo que puedo decirte ahora mismo.

—Claro, Anna… Supongo que vas a necesitar tiempo para asimilar todo lo que te he contado… Andy tiene mi número, si en el futuro tienes algo que decirme, no lo dudes.

Chad volvía a ser muy oportuno y, por una vez desde que él se había sentado frente a ella y había abierto la caja de Pandora, su oferta no suponía otra decepción. Todo lo contrario; le estaba facilitando las cosas.

—Pues, mira, de hecho sí que tengo algo que decirte. Quiero el divorcio, Chad.

Fue evidente para los dos que aquella petición lo había tomado completamente desprevenido.

Él titubeó un instante y al fin concedió:

—Claro, Anna. Por supuesto.

Ella no le dio tiempo a que reconsiderara su respuesta. Llamó a Pau, quien apareció al instante.

—Se marcha mañana por la tarde —le explicó—. ¿Podrías ocuparte de los papeles del divorcio para que los deje firmados antes de irse?

Pau se había asomado por el mismo sitio que lo había hecho Neus anteriormente. De modo que Chad no podía verlo a menos que girara la cabeza. Cosa que no hizo, por lo que no pudo ver la gran sonrisa que lucía en su rostro.

—Por supuesto —repuso—. Cuenta con ello.

—Perfecto, entonces. Lo dejo en tus eficientes manos.

Anna miró al padre de sus hijos complacida por primera vez desde que él había entrado en aquella estancia.

—Chad ya se marchaba… ¿Podrías acompañarlo a la puerta, por favor?

«Será un enorme placer», pensó Pau.

El menorquín no llegó a expresar en palabras lo encantado que estaba.

Pero no hizo falta; una sonrisa victoriosa continuaba luciendo en su rostro cuando regresó al salón unos minutos más tarde.


* * * * *



En la acera de enfrente, Jaume estaba al volante de su coche intentando mantener a raya su ansiedad. Llevaba allí un buen rato. De hecho, hasta hacía unos pocos minutos, había estado de pie junto a la puerta de la casa familiar, pero en un momento de lucidez había caído en la cuenta de que si Anna salía y lo veía allí, se enfadaría y con razón.

Pero cada minuto que pasaba le costaba más y más. Esperó lo más pacientemente que pudo a que el tipo de gafas, al que Pau le había entregado algo que él había guardado en el bolsillo, se alejara camino del puente.

Entones, se apeó, cerró el coche y un instante después, estaba usando su juego de llaves para entrar en la casa.


Al verlo, Anna extendió sus brazos hacia él.

—Lo sabía. Has estado fuera todo este tiempo, ¿no?

Jaume la estrechó entre sus brazos sin pronunciar una sola palabra y la mantuvo así unos instantes mientras sentía como su mente y sus nervios quitaban el pie del acelerador. Desde que se había enterado de que aquel individuo estaba en la isla, su sentido común, que le decía que tenía que apoyar a Anna contra viento y marea, había estado manteniendo una lucha sin cuartel contra su miedo a perderla, a que las consecuencias de que el padre de sus hijos hubiera reaparecido en su vida, acabaran distanciándolos de alguna manera. Y también contra la rabia de saber que alguien que no la merecía, hubiera vuelto a causarle más dolor y que no podía hacer otra cosa más que mantenerse al margen.

—Estoy bien, estoy bien, Jaume… Lo has pasado mal, ¿eh?

Él esbozó una sonrisa y asintió. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Pau y Neus también estaban allí. Ella los miraba, era una de sus miradas cómplices cargadas de cariño. Pau hablaba por el móvil apoyado contra el marco de la puerta y en aquel momento, le hizo un guiño.

—Intenté quedarme en casa de Andy, como me pediste, pero… ¿De verdad, estás bien? Dime la verdad.

—Estoy perfectamente. —Su sonrisa y el brillo de sus ojos confirmaron que, en efecto, era así—. Ha sido… liberador. Es como si me hubiera quitado veinte años de encima, te lo aseguro… Tenemos mucho de que hablar, amor. Hay cosas que quiero contarte y otras que quiero pedirte, pero todo el mundo nos está esperando en casa de Andy, estarán preocupados y quiero que vayamos para allí cuanto antes. Mañana, mientras desayunamos café con ensaimada… bueno, yo no, yo seré una buena chica y me conformaré con olerla —bromeó—, nos ponemos al día, ¿te parece bien?

Él le dedicó una mirada pícara al tiempo que exhalaba un suspiro.

—Si la curiosidad no me mata antes…

Anna tomó el rostro de Jaume entre sus manos. Depositó un beso tierno sobre sus labios.

—No va a matarte y si lo intenta, te reanimaré y te devolveré a la vida. Te perdí una vez, Jaume. No habrá una segunda.

Él se estremeció. Intensamente. A pesar de saber lo importante que era para ella, oírselo decir siempre le provocaba las mismas sensaciones. Las mismas reacciones.

—Tú sí que sabes cómo ponerle a uno el corazón al galope, mujer…

Por momentos, tenía la sensación de que se le iba a salir del pecho. La curiosidad se lo haría pasar muy mal, de eso estaba seguro. Quería saberlo todo acerca de la conversación que Anna había mantenido con el padre de sus hijos, pero intuía que ella se ahorraría las partes más escabrosas. Además, no tenía la menor idea de qué era eso que quería pedirle y le daba igual.

Fuera lo que fuera, su respuesta sería «sí». Sí a cada minuto de felicidad que pudieran arañar, a cada silencio compartido, a cada mirada cómplice…

De Anna siempre lo querría todo.