EPISODIO 7
—¿Queréis uniros a la batalla? —invitó Danny a la pareja que acababa de entrar— ¡Aquí hay sitio para un par más!
Al oír a su tío, Luz sacudió sus bracitos contra el agua salpicando a todos los que estaban cerca, y al ver los gestos teatrales que hacía él, protegiéndose con sus brazos, sus carcajadas de bebé resonaron en el baño.
Erin se echó a reír. Al oír el bullicio, había empujado la puerta, que estaba entornada, pensando que Shea y Maverick estarían dentro. Solían ser de los primeros en caer rendidos ante los encantos de la pequeña de quince meses que tenía enamorada a toda la familia. Pero, por lo visto, Luz y su tío se las habían arreglado a la perfección para organizar semejante escándalo sin la participación de nadie más. Había una tercera persona allí, sentada sobre un banco a distancia prudencial de la bañera. Era Roser, la hermana de Anna, que se limitó a saludarlos con un gesto de la mano y continuó reprendiendo al muchacho por estar a punto de inundar el baño con sus juegos.
—Uy, no, gracias… Confundí tu voz con la de Maverick…
—Deben estar en el salón… O, espera, mejor probad primero en la cocina. Mi madre iba a ponerse con los aperitivos y en esta familia, el jamón nos atrae como moscas a la miel… ¡Eh, por la espalda, no, pequeña traidora! ¡Te vas a enterar! —exclamó el muchacho cuando la niña volvió a agitar el agua, salpicándolo.
Las carcajadas de tío y sobrina acompañaron a Ike y Erin por el pasillo que conducía al resto de la casa.
Tal como había dicho Danny, familia e invitados se habían trasladado del salón a la cocina donde Anna y Neus preparaban los aperitivos sentadas a la mesa mientras conversaban. Jaume estaba junto a Anna, ocupándose de poner sobre unas delgadas rodajas de pan tostado, los trozos de tomate y de queso que ella le pasaba. Muy cerca, sentados formando un corrillo más o menos desperdigado, estaban Brennan, Maverick y Shea. Todos tenían alguna bebida al alcance de la mano y en un costado de la mesa había un plato grande y redondo cargado de buenos embutidos españoles cortados en lonchas y los correspondientes tacos de queso de la tierra. Hasta hacía un rato, también habían estado allí el padre y el hermano de Anna.
Ike conocía la afición del dueño de la casa por la cocina pero de no haberlo sabido, aquel lugar le habría ofrecido poderosas pistas al respecto. Era una estancia de gran tamaño, de un blanco refulgente, decorada con el estilo rústico que se esperaba de una casa menorquina. Pero la profusión de utensilios, la media docena de cuchillos profesionales fijados magnéticamente sobre la pared, junto a una cocina a gas, ultramoderna, con cinco quemadores y horno independiente, así como las decenas de pequeños botes de cristal con hierbas aromáticas perfectamente alineados en los cinco estantes de la pequeña alacena colgante, hablaban de que aquellos eran los dominios de un cocinillasiv.
—Erin, ¿qué tal?, ¿ya estás de vuelta? Ven, que te he reservado uno de los aperitivos que a ti te gustan —la recibió Anna y al notar que no había venido sola, su sonrisa se ensanchó—: A ti te conozco, estabas en la boda de mi hija… ¡Ay, qué rabia, no me viene a la memoria tu nombre! Pero sé quien eres, ¿eh? Yo soy Anna, la madre de Andy. Bienvenido a Menorca y a nuestra casa… Bueno, en realidad, es la casa de mi hija, pero ella aún no ha llegado… ¡Sospecho que anoche se pasó toda la noche de juerga y ahora duerme como un angelito! Neus, por favor, acércales una silla…
—Buena memoria, Anna. En su momento, no nos presentaron pero estuve en la boda de Andy. Soy Ike. Ike Adams, encantado —dijo él, acercándose para estrecharle la mano.
—Yo también me acuerdo de ti —terció Neus—. Tu traje quitaba el hipo. Y mira que todos estábamos relucientes y fantásticos en esa boda… ¡Hasta Roser parecía una estrella de cine! Por cierto, no te he dicho mi nombre… Soy Neus.
Los que entendieron la broma la festejaron con sonoras carcajadas.
—Roser es la señora que estaba en el baño —aclaró Erin procurando sonar casual. Pero al ver los esfuerzos de Ike por mantenerse serio, también acabó cediendo.
Cuando le llegó el turno, Jaume estrechó la mano de Ike y se presentó.
—A ver, señoras, un poquito de compostura. ¿Qué va a pensar Ike? —bromeó—. Meternos con Roser es el deporte favorito de la familia, pero que conste que también sucede cuando está de cuerpo presente.
—¡Entonces, es mucho peor, pobre…! —concedió Anna, al tiempo que sacudía la cabeza.
Maverick y Shea se miraron. Los dos pensaban que Ike parecía bastante tranquilo a pesar de la situación. De la verdadera situación; estar a punto de verse las caras con el padre de su chica. Aunque todavía Erin no fuera oficialmente tal cosa. Parecía sereno, pero no podía estarlo.
—Yo soy Shea —bromeó poniéndose de pie para dejarle un beso en la mejilla—. Y también pienso que tu traje quitaba el hipo.
—¡Y yo soy Maverick! —intervino cuando Ike todavía no había tenido tiempo de recuperarse—. O como suelen llamarme, el barman buenorro del MidWay.
Ike soltó una carcajada al verlo sacudiendo los hombros como un bailarín de salsa. Algo que interiormente agradeció porque el siguiente en la fila de las presentaciones era nada más y nada menos que el hombre de la puntería legendaria y él llevaba varios minutos en su área de tiro.
Los mismos que Brennan llevaba siguiendo su interacción con los demás miembros de la familia con sumo interés. Tenía sobradas razones para ello; aquel individuo con un corte de barba extravagante era el primer acompañante de sexo masculino con el que su hija se dejaba ver en diez años. Le parecía tan increíble que por momentos dudaba de si estaba viendo visiones.
Ike abandonó a Maverick y puso toda su atención en el padre de Erin. Era la primera vez que estaban frente a frente y él, instintivamente, se irguió antes de volver a relajar la postura e inclinarse al ofrecerle la mano.
—¿Qué tal está, señor Mitchell?
La voz de Ike había sonado cordial, nada afectada, y aquel «señor Mitchell» con que había cerrado su frase hablaba no solo de educación, también de respeto. Sin darse cuenta, Erin asintió con la cabeza en un gesto de aprobación.
Todas las miradas atendían un solo punto en aquella cocina; la silla que ocupaba Brennan Mitchell.
Él era consciente de las miradas, de la gran atención que se concentraba en su persona. Después de la conversación que había mantenido con Maverick, tenía más claro que nunca que sus hijas estarían conteniendo la respiración, temiendo que las dejara en evidencia con un ataque de sinceridad.
Tenía gracia, pensó. Mucha gracia.
Brennan estrechó la mano que Ike le tendía, y al tiempo que asentía con la cabeza repetidas veces, dijo exactamente lo que pensaba:
—Diría que estoy bien… Recuperándome de la sorpresa, gracias. ¿Y usted?
* * * * *
Tina sonrió al escuchar que Pau entraba en la casa llamándola. «Ya estás aquí otra vez», pensó. Echó un vistazo a su pulsera de fitness y asintió con la cabeza. Con precisión suiza. Sabía exactamente cuándo comenzaba su segundo entrenamiento del día, y allí estaba, con treinta oportunos minutos de margen.
Se quedó donde estaba, sentada a la barra americana de su cocina, disfrutando de su batido de fresa con bebida vegetal de almendra y una cucharadita de cacao. Todo un descubrimiento de batido al que, por cierto, era Pau quien la había aficionado. El gran disfrute, sin embargo, estaba a punto de comenzar.
Pau se asomó a la cocina y sonrió al verla.
—Ah, qué bien, todavía estás aquí.
Pero en vez de entrar, se recostó contra el marco de la puerta y se quedó mirándola con una sonrisa.
Una sonrisa que no tenía parangón con ninguna otra del universo y que Tina seguía encontrando tan inspiradora como la primera vez que la había visto, hacía años.
Una sonrisa que no engañaba a nadie y menos a Tina, que ya se había percatado de que aquella sonrisa de niño feliz intentaba desviar su atención de lo que realmente sucedía: él se estaba regodeando en ella, en sus curvas y en sus músculos supertonificados con mucho menos disimulo de lo habitual. Cada vez que Pau decía «adoro tus mallas de deporte» lo que en realidad quería decir era que adoraba lo que estaba debajo.
—Suelo estar aquí a estas horas —Hizo una pausa para disfrutar anticipadamente de lo que estaba a punto de decir—: ¿O creías que después de lo de anoche no me quedarían fuerzas?
Los ojos del menorquín brillaron en una mezcla de picardía e ilusión. Había sido una noche de locos. Solían serlo todas cada vez que su hija Alba viajaba a Barcelona. Pau no se había opuesto a que pasara tiempo con su madre y mientras la niña no se negara expresamente a verla, seguirían respetando el calendario de visitas. Pero eran sus abuelos —a veces, Francesc; generalmente, Lucía— quienes viajaban con ella y permanecían cerca durante todo el tiempo que duraba la visita. Eran fechas en las que Pau se instalaba en la casa de Tina y se dedicaba a ser, simplemente, un hombre enamorado de una mujer. Sin hijos de los que ocuparse. Sin formas que guardar. Pero esta vez, había sido realmente especial. Una locura maravillosa que lo tenía sonriendo como un adolescente cada vez que el recuerdo regresaba a su mente…
Algo que sucedía cada cinco minutos.
—Venga ya, entrenadora. ¿A quién quieres engañar? Esta mañana no podías con tu vida. ¡Estuviste remoloneando como media hora antes de lograr sacar los pies de la cama!
No había sido pereza ni cansancio, sino algo mucho más terrenal aunque viniendo de ella resultara casi increíble; las horas que habían pasado juntos habían sido tan especiales esta vez que, por primera vez en su vida, se resistía a ponerles fin.
—Media hora que tú aprovechaste para servirte a gusto, si mal no recuerdo.
Él le dedicó una mirada jactanciosa que, como todas las suyas, estaba cargada de dulzura.
—No oí que te quejaras…
—¿Oír? ¿Tú crees que habrías podido? —Tina se echó a reír de buena gana, contagiando a Pau que, por supuesto, sabía muy bien a lo que se refería. Menudos amaneceres—. ¡Gemías tan alto que me extraña que los vecinos no hayan venido a quejarse!
Alba y Lucía habían partido muy temprano la mañana del día anterior y como era víspera de Navidad y el restaurante estaba cerrado, después de llevarlas al aeropuerto, Pau había ido directamente a casa de Tina. Habían pasado todo el día juntos. Hasta la había acompañado al gimnasio y se había quedado allí mientras ella daba sus clases como el novio perfecto que no quiere desaprovechar ni un solo minuto de estar con su chica. El único momento en el que no habían estado solos había sido al ir a recoger al padre de Tina y a su esposa, y llevarlos al apartamento donde solían quedarse cada vez que viajaban. El vuelo no había sido bueno. Un retraso al cambiar de aerolínea en Barcelona los había tenido en la zona de tránsito más de dos horas y al llegar al fin a Menorca, Ron Murphy había preferido cenar algo ligero y retirarse a descansar. Por lo demás, habían cocinado juntos, reído juntos y compartido momentos de charla muy a su estilo; salpicada de bromas y de mutuos desafíos. Y como buena pareja enamorada también habían aprovechado a fondo de estar a solas en una casa sin niños para dar rienda suelta a sus deseos más locos. Lo hacían siempre que Alba tenía que viajar, pero esta vez había sido distinto. Muy distinto. Habían hecho el amor por toda la casa, a cada rato… Cualquier comentario, cualquier mirada les había servido de excusa para volver a poner en marcha la maquinaria. Pau había comentado entre risas que parecían dos quinceañeros con las hormonas a tope, desesperados por darse un revolcón.
Solo que esta vez, entre revolcón y revolcón, habían sucedido cosas importantes.
—Siempre lo paso de fábula cuando estoy contigo. Pero esta vez ha sido… —Los ojos de Pau, rabiosamente brillantes, se posaron sobre Tina—. Alucinante. Ha sido la experiencia más alucinante de mi vida.
El sexo se les daba muy bien y disfrutaban tiñendo sus conversaciones de un doble sentido con connotaciones sexuales. Pero ahora Pau no hablaba de sexo. Se estaba refiriendo a otra cosa.
Tina asintió varias veces con la cabeza.
—Una experiencia que volverías a repetir, exactamente igual. Sin cambiarle nada, ni una coma —murmuró.
—Exacto.
Ella sonrió desafiante al notar que los ojos del menorquín se teñían de sensualidad, traicionando sus pensamientos. Ahora sí que se refería al sexo.
—Y por eso se te ocurrió dejarte el móvil…
—No se me ocurrió, Tina. Me lo olvidé, que es distinto —se defendió Pau, al tiempo que reía.
La ceja enarcada de la entrenadora le pidió de forma muy explícita que le fuera a otra con ese cuento.
—¿No me crees?
—Claro que no te creo. Vives pegado a ese móvil desde el que mueves todos los hilos del Grupo Estellés y otros cuantos hilos que no tienen que ver con el grupo ni saben que los estás moviendo… ¡No lo dejas ni cuando vas al baño!
Durante un instante, Pau y Tina permanecieron donde estaban, mirándose y sonriendo.
—Estás encantado contigo mismo. Feliz como un crío que sale a probar su primer coche nuevo. —Él sacudió la cabeza, sonriendo sin poder evitarlo. Y Tina tampoco pudo evitar que su sonrisa se ensanchara; le encantaba aquel gesto porque mecía su melena tan característica, peinada con un esmerado estilo despeinado que le quedaba espectacular—. Y la verdad es que te mueres por otro revolcón.
—De acuerdo. Soy el tío más feliz del planeta y… —Elevó un poco los brazos en un gesto despreocupado para luego dejarlos caer a cada lado de su cuerpo— Sí. Si de mí dependiera, me quedaría entre estas cuatro paredes haciéndote el amor hasta que mi hija aterrice en Menorca. Así de desesperado estoy por ti. Me has pillado. La cuestión es que estoy aquí y tenemos veinte minutos por delante… Así que… ¿Qué quieres tú, entrenadora?
Tina quería lo mismo de siempre. Lo que llevaba deseando intensamente, locamente, desde que era una adolescente y se había enamorado perdidamente del tío de su mejor amiga. El mismo hombre que ahora de pie junto a la puerta, la miraba ilusionado y expectante esperando una respuesta. A veces, muy pocas, el primer amor juvenil acababa teniendo un final feliz. El suyo era de esos pocos.
Ella le dedicó una mirada insinuante, salpicada de la correspondiente dosis de desafío. Era una forma de comunicación que a los dos se les daba bien y disfrutaban por igual.
—¿Quieres saber lo que quiero?
—De lo primero a lo último. Quiero conocer todos tus deseos, Martina Murphy.
Tina no tenía la menor duda al respecto. No solo quería conocerlos; quería hacerlos realidad.
Le hizo un gesto con el dedo para que él se acercara.
—En ese caso, ven. Voy a decírtelo al oído… No vaya a ser que las paredes se ruboricen —bromeó.
Un instante después, Pau estaba junto a ella y la pareja se fundió en un largo y amoroso abrazo.
* * * * *
—¡Algo se está quemando! Chicos, chicos, chicos… ¿os habéis dejado el olfato en la última copa de cava de ayer o qué?
Un pequeño barullo de pies a la carrera y rapapolvos pronunciados en voz baja dominó la cocina del icónico restaurante de Menorca, Sa Badia.
«Inspira, expira. Inspira, expira», se dijo antes de dejar el cuchillo sobre la refulgente superficie metálica destinada a su uso exclusivo e ir en auxilio de la pobre sartén en apuros.
—Deja, chef. Yo me encargo.
Era Lídia, la recién designada segunda chef del restaurante Sa Badia. Era una catalana de veintiséis años con pintas de roquera y melena corta enmarañada a base de gel, que llevaba teñida de negro a juego con su indumentaria habitual. Había iniciado su carrera en la segunda joya de la corona del Grupo Estellés, el restaurante barcelonés, tan pronto había acabado el instituto y durante los primeros tres años había simultaneado su trabajo en el Montaner con la escuela de cocina de la que había egresado como uno de los cinco alumnos más destacados.
Ciro exhaló el millonésimo suspiro del día y concedió con un gesto de la mano.
Todo su equipo eran hombres y mujeres sobresalientes entre los fogones -o con grandes perspectivas de serlo con el debido entrenamiento-, pero Lídia lo había demostrado desde sus primeros días como pinche y en los ocho años que habían pasado desde entonces, se había convertido en la única persona en cuyas manos podía dejar la batuta del Sa Badia cuando era necesario, sin ponerse frenético. Todavía estaba un poco verde en su visión de conjunto, era cierto. Prueba de ello era que hubiera tenido que ser él quien señalara que alguien en alguno de los puestos de aquella cocina espaciosa y superequipada se había olvidado de una sartén a su cuidado. Pero ella caía bien. Gustaba a sus compañeros de fogones, a los camareros, a los clientes… Tenía don de gentes y buen humor, cualidades muy necesarias para estar al frente de un grupo de pujantes creativos en la cocina del restaurante más icónico de la isla.
Pero aquel día la mitad de su equipo había librado, lo cual explicaba en parte que, desde primera hora de la mañana, su humor fuera cuesta abajo, pensó Ciro. Intentaba no ser demasiado duro con los errores de sus estudiantes. Aunque él se hubiera pasado la vida entre fogones selectos gracias a haber nacido en el seno de una familia de bodegueros y restauradores, también había trabajado para chefs europeos importantes durante sus años de formación. Sabía cómo era la emoción de integrar el equipo de una gran cocina en una fecha señalada gracias a que los titulares estuvieran de vacaciones. Y, por supuesto, también sabía la cantidad de errores tontos que un cocinero novato y emocionado podía llegar a cometer en tales circunstancias.
La otra razón de que su humor estuviera de capa caída no tenía que ver ni con el Sa Badia ni con el Montaner, sino con la ingente cantidad de horas que pasaba en ellos, que prácticamente reducían su vida personal al nivel de inexistente.
Durante años le había dado igual. Su pasión por lo que hacía era estímulo suficiente y el éxito, compensación suficiente. Pero hacía unos meses, algo se había cruzado en su camino de reconocimientos y triunfo.
Más concretamente, alguien.
Una persona que había logrado la hazaña de atrapar su interés y mantenerlo cautivo durante los últimos seis meses. Nada más y nada menos. Pero como todo lo que él hacía siempre era a lo grande, no podía tratarse de alguien con una vida normal. No, qué va. Tenía que ser alguien competitivo y triunfador con una vida profesional tan demencial como la suya. Conseguir cuadrar sus respectivas agendas para coincidir en el tiempo y en el espacio, y descubrir si el aparentemente mutuo interés podía convertirse en algo más serio, había demostrado ser una misión casi imposible. Y esa sola razón, lo difícil que resultaba poder quedar a tomar un simple café, se las había arreglado para mantenerlo ansioso y frustrado, incluso rabioso. Sin embargo, su interés era tal que los últimos dos encuentros, los había fabricado él a base de posponer compromisos y delegar en Lídia o en Pau lo que no era posible retrasar en el tiempo…
Y después de hacerlo por segunda vez, dos semanas atrás, se había arrepentido. Por muy bien que lo hubiera pasado, por muy grande que fuera su interés, no podía permitirse una relación en esos términos. No podía ser él el único que inventara un tiempo que no tenía para poder dedicárselo a otra persona y, después de rumiar el asunto durante unos cuantos días, así se lo había hecho saber a la otra parte interesada. Lo había dicho como quien deja caer una idea, suavizada por el tono jocoso habitual de sus conversaciones, pero estaba seguro de que el mensaje había llegado a su destino alto y claro.
Desde entonces, hacía cuarenta y ocho horas, la ansiedad se había aliado con la frustración para matarlo lentamente.
Estaba insoportable.
Ciro dejó lo que estaba haciendo y fue a servirse un café. Tenía los nervios de punta, de modo que añadir cafeína a su sistema no era la idea más brillante del mundo, pero era una bebida que siempre lo había reconfortado y necesitaba animarse.
Lo peor era ser consciente de que, por una vez, existía algo en el mundo que le resultaba tan apasionante como la cocina y que no tenía que ver con ella. Era una clase de emoción que no sabía cómo manejar.
Después de acabar el café, Ciro regresó a su sitio decidido a poner su mente donde debía. Sus asuntos personales se resolverían o no, pero ya se ocuparía de ellos a su debido tiempo.
Llevaba más de una hora trabajando cuando alguien le tocó el hombro. Era Lídia.
—¿Qué pasa, se han sublevado los gambones y necesitas ayuda para sofocar la rebelión?
La joven no pudo más que reírse ante aquella nueva ocurrencia de un hombre al que todo el mundo tenía por un pirado. Principalmente era su aspecto lo que alimentaba la creencia popular. Su pelo enmarañado que a veces llevaba sujeto con una banda elástica en una coleta baja, como ahora. Era un recurso del que solía echar mano cuando el largo lo volvía indominable y él estaba demasiado ocupado para hacerle una visita a su peluquero. Sus chaquetillas de chef, siempre a juego con los pantalones y el gorro, siempre multicolores e informales, que hablaban de alguien poco apegado a las convenciones sociales de cómo debía lucir un chef de su categoría. Hoy le había dado por el rojo y el negro, y su gorro era una especie de pañuelo puesto al estilo de los piratas. Sus muñecas estaban cargadas de delgadas pulseras de cuentas y pulseras solidarias del sinfín de causas y organizaciones con las que colaboraba. Todo había que decirlo y un poco loco sí que estaba, pero era un genio y, en su opinión, el tipo más divertido del mundo.
Todavía riendo, Lídia señaló una de las puertas con su dedo.
—Te buscan, chef.
Ciro volvió la cabeza en la dirección que señalaba el dedo cubierto por un guante negro de la segunda chef de Sa Badia y una sonrisa apareció en su rostro. Una sonrisa que, grande como era, solo reflejaba un diez por ciento de la alegría que sentía.
La mujer que estaba en el haz de la puerta, ligeramente recostada contra el marco, era alta y tenía la delgadez característica de las personas nerviosas, a quienes su carácter les impide engordar, independientemente de la alimentación que tengan. Aparentaba los años que tenía; treinta y cuatro, y tanto el tono trigueño de su piel como sus vivaces ojos castaños oscuros, del mismo color que su cabello salpicado de mechas rojizas estilo californiano, hablaban con elocuencia de su origen hispano.
—Vaya… ¿Eres tú realmente o es que he estado aspirando pimentón sin darme cuenta y se me ha subido a la cabeza?
Su risa divertida acarició los oídos de Ciro y aunque se moría de ganas de soltar el cuchillo, cambiarse de ropa y llevarla a cualquier rincón del mundo donde pudieran estar a solas un rato, se contuvo. No supo cómo, pero lo hizo. Se quedó exactamente donde estaba, esperando que ella continuara tomando la iniciativa. Había inventado un hueco en su agenda imposible y estaba allí. Bien; era su turno de mover.
Después de la primera risa, la mujer continuó apoyada contra el marco de la puerta, sonriendo. Esperando. Pero solo fue un instante. El que le tomó darse cuenta de que el inefable Ciro Montaner, el que siempre bromeaba, había hablado muy en serio la última vez.
—Soy yo en persona, la Gran Paula Seguí —bromeó.
En realidad, había sido una broma con segundas intenciones; así la había llamado él hacía dos días y no había pretendido ser un cumplido. «Si la Gran Paula Seguí está siempre tan ocupada, habrá que plantearse dejarlo porque el Gran Ciro Montaner también está muy ocupado. De hecho, mucho más».
Pero en aquel momento, cuando en medio de la emoción de volver a verse continuaban mirándose, buscando averiguar el nivel de interés y de alegría del otro, deseando comprobar si era tan grande y tan excitante como el que cada uno sentía, se oyó un estruendo de platos rotos y metal golpeando contra el suelo.
La mirada de Ciro cambió de foco y, al ver el desastre que se había cernido sobre su cocina al final de su mismo pasillo, una maldición escapó de su boca. Su ritual de «inspirar y expirar» se repitió seis veces antes de dirigirse al culpable.
—No me lo digas. Ante la perspectiva de acabar en tus manos, la pila de platos tomó la decisión de poner fin a su existencia, lanzándose al vacío desde la encimera. —Su histrionismo iba más allá del tono de su voz, ya que movía los brazos como si estuviera dirigiendo una orquesta—. Y, lógicamente, sus buenos amigos, el cazo y la sartén, decidieron acompañarla durante sus últimos instantes de vida. ¿Es eso? ¿Esa es la razón de que mi cocina parezca el sitio de Sarajevo?
Se oyeron algunos murmullos y varias risillas. El veinteañero puso cara de dolor.
—Lo siento, chef Montaner… Cayó cebolla caramelizada en el suelo de mi puesto y no me dí cuenta hasta que me resbalé…
Jamás entendería semejante nivel estratosférico de torpeza. Era demasiada, aunque añadiera la emoción que sabía positivamente que aquel puñado de estudiantes sentía por el solo hecho de estar en su cocina.
—Límpialo, haz el favor. No puedo trabajar en estas condiciones.
—Ya mismo, señor —repuso el joven, que enseguida se puso manos a la obra.
Al fin, Ciro volvió a mirar a Paula. Hizo un gesto ambiguo con la mano que al fin dejó caer junto al cuerpo.
—Iba a decirte que encantado de verte, pero creo que, para variar, no me pillas en el mejor momento. Mira qué desastre…
Ella se apartó del haz de la puerta con uno de sus movimientos decididos y una sonrisa autosuficiente en los labios. Se quitó el abrigo y dejó sus cosas sobre una pequeña mesa que había junto a la puerta. A continuación, se estiró a coger un delantal de cocina del colgador y poniéndoselo, se dirigió hacia Ciro.
—Por favor —respondió, desafiante—. No tendré dos estrellas Michelin, pero ya cocinaba antes de que tú supieras cómo usar un cuchillo.
Consiguió lo que se proponía. Ciro soltó una carcajada. Paula era mayor que él, pero no tanto.
—Que te crees tú eso… Aunque, como ves, las cosas no están para ponerse tiquismiquisv, así que… —Después de hacerle un guiño, colocó una canasta de mimbre cargada con pimientos rojos frente a ella—: En brunoise, por favor. ¿Sabe la Gran Paula Seguí lo que es cortar en brunoise o necesita que se lo explique?
Ella lo miró rezumando coquetería.
—Lo sabe, chef. Por supuesto que lo sabe.