Madre mía, cómo se me está poniendo la carrera. Es que la voy a ganar. La salida ha sido brutal en Alpe d’Huez, sobre todo cuando han empezado los puertos, el Glandon, la Madeleine… Esto ha sido una auténtica locura. Y ahora vamos camino del tercer puerto del día, Aravis.
En este falso llano a Fignon solo le queda Marc Madiot como compañero de equipo. Y queda después la Colombière y el Joux Plane. Y conmigo tengo a Ángel Arroyo. O uno o el otro la vamos a armar en este Tour de Francia, seguro.
En un momento dado, Fignon tendrá que responder a los ataques de Van Impe, de Stephen Roche, de Peter Winnen, de Bernaudeau. Y no va a poder salir a todos. Se va a quedar muy solo.
«Pero tú tranquilo, Pedro, deja que sean otros. Tú aquí pasas un poco más desapercibido. Que sean otros los que participen de esta fiesta».
Al ritmo que está tirando Marc Madiot, creo que está quemando su último cartucho. Veamos a ver quién se mueve de esta veintena larga de corredores para preparar el ataque.
Ostras.
No sé qué me pasa.
Tengo el estómago con una sensación rara.
Acabo de coger el avituallamiento y no sé si es porque me lo he comido todo de golpe pero ahora tengo una impresión de tener el estómago hinchado.
Bueno, ya irá bajando con los kilómetros…
Pero no se me pasa, estamos a punto de arrancar el puerto y sigo con el estómago hinchado.
Tengo ganas de vomitar, pero soy incapaz de hacerlo.
Y es que no puedo seguir el ritmo de los demás. No lo entiendo. ¡Si de piernas voy bien! Es el estómago.
Con una sensación de pesadez… que me está matando.
No puedo seguir este ritmo. Es que no puedo. ¡No lo entiendo!
¡¡Buff!!
Este estómago… Pero si hace unos pocos kilómetros iba estupendamente. Con unas ganas locas de liarla. Y ahora es todo lo contrario.
Voy inflado.
No puedo conmigo mismo.
Uf, no me lo puedo creer. Se me está yendo. Se me va la carrera en esta mierda de puerto de Aravis, que es muy tendido. ¡Si no es duro! En circunstancias normales podría ir sin ningún problema, y más en la forma en la que estoy estos días.
No sé qué me pasa, pero… voy fuera de punto, no puedo seguir.
No me queda más remedio que resignarme, pero es que…, uf…, es que no puede ser. El Tour se me va. Se me va.
Si lo tenía ganado, si es que lo estaba tocando con los dedos.
Fignon solo, a los demás no los he visto tan finos, yo tenía además a Arroyo conmigo…
No puedo seguir. Y faltan tantos kilómetros para meta que no puedo hacer ni el esfuerzo de aguantar un poco más.
* * *
¡¡Aaauuuh!! Un bramido de dolor me sacude y no puedo evitar gritar en voz alta.
—¡Mama, me duele muchísimo la tripa!
Ya son unas cuantas semanas así, ni me acuerdo de cuándo empezaron estas molestias. Siento un dolor intenso que no cesa. A veces se me hace insoportable.
Y yo intento no quejarme mucho porque tengo a mamá harta con todos mis problemas de salud, cada dos por tres me pasa algo. Pero es que ya no lo puedo aguantar.
—¡¡Mamaaaaá!! —vuelvo a llamarla ya retorciéndome.
Desde la cocina apenas puede oírme con el hilillo de voz que me sale desde la cama tumbado. Cuando me ve, su gesto cambia. Aunque en realidad siempre es el mismo cuando algo me ocurre. Otro disgusto que le doy.
Me coge a cuestas como puede para levantarme y, sin perder más tiempo, nos vamos a ver al médico de siempre. Ya es casi como de la familia, de todas las veces que he tenido que ir a verle. Y eso que solo tengo doce años. ¿Por qué me pasa todo a mí?
Primero fueron las vegetaciones, luego los oídos y después la bronquitis que me hace toser cada dos por tres tan fuerte. Y ahora este dolor en la parte derecha del estómago que no me deja vivir.
—¡¡Auuuuh!!
Vamos corriendo al médico. Me ahogo y apenas puedo caminar por los pinchazos que me da la barriga.
No sé qué me pasa.
Pero me duele muchísimo.
No puedo casi ni andar. No puedo conmigo mismo.
Cuando llegamos a la consulta, el doctor Velasco me ausculta la tripa.
—No es el estómago, señora Robledo —le dice a mi madre—. Pedrito tiene hepatitis.
—¡¡Hepatitis!! —repite mi madre sin salir de su asombro.
—Sí, señora Robledo. Pedrito tiene el hígado inflamado. Mire, mire, toque aquí. —Le guía él a mi madre para que compruebe que la parte derecha de mi barriga parece un balón de fútbol—. Además, el amarillo de sus ojos…
—¿Y qué vamos a hacer? —pregunta mi madre, asustada.
—No se preocupe, señora Robledo. La hepatitis tiene cura. ¡Que estamos en los setenta! Solo habrá que tener un poco de paciencia, ¿eh, Pedrito? —Se gira y me atusa el pelo al tiempo que me lo dice—. El practicante irá a su casa cada día por la mañana a ponerle las inyecciones. Todos los días durante una semana. Así empezará a bajar la inflamación y a encontrarse mejor.
—Qué bien —dice mi madre, pero el doctor alza la mano, como queriéndola interrumpir antes de que cante victoria.
—También tendrá que guardar reposo absoluto durante tres meses.
—¡¡Tres meses!! —abro los ojos.
—¡¡Tres meses!! —repite mi madre casi a la vez que yo.
—Sí, así es. Y cuando digo reposo absoluto, es total y completo. Pedrito, debes guardar cama, sin moverte. Y las comidas, señora Robledo, tienen que ser sanas: arroz blanco y verduras como dieta durante todo ese tiempo. Así conseguiremos que sane más rápidamente y la hepatitis se vaya. Es la única forma.
No sé si alegrarme. No ir al colegio durante ese tiempo es un plan maravilloso, pero quedarme en casa, sin poder salir a jugar con mis amigos del barrio tampoco suena muy bien. ¿Pero qué voy a hacer durante tres meses postrado en la cama?
Me despierto por las mañanas viendo a mi hermano Julio ir al colegio. Qué bueno es esto de estar enfermo y no ir al cole, no madrugar… Pero… no mucho después del portazo de mi hermano marchando a clase escucho otro sonido.
¡¡Rrrriiiiinngggg!!
¡Oh no! Ya viene el practicante para ponerme las inyecciones.
El ritual de todos los días. Qué miedo.
El señor se pone delante de mí con las jeringas de cristal y le veo cómo las desinfecta quemándolas con alcohol. Ese olor me da escalofríos. Mis músculos se ponen tensos. Espera unos segundos, los mismos en los que me pide que me tumbe boca abajo en la cama. Me bajo un poco los pantalones y…
¡Zas!
Cuando menos me lo espero, el pinchazo.
—¡¡Ay!!
Aunque ya lleve unos días con el tratamiento, no me acostumbro. Qué pánico y cómo duele.
¿Y ahora qué? Son las diez de la mañana, todo el día por delante y nada que hacer, salvo estar tumbado aquí, en la cama.
Empiezo a inventarme durante gran parte de la mañana aventuras de vaqueros e indios. Montando en mi caballo blanco, Centella. ¡Qué bien me lo paso! Y mi hermano Julio en el cole y yo en casita. ¡Qué guay!
Pero mi imaginación tiene un límite y mis aventuras en el lejano Oeste no encuentran más… aventuras, y no se me ocurre nada para llenar ese tiempo vacío. Miro el techo blanco en busca de inspiración, pero nada. Ya no sé en qué postura ponerme. Sin darme cuenta he dado una cabezada y vuelvo a pensar en qué hacer. ¡Buaf! Qué larga es la mañana aquí solo en la habitación. Los primeros días me los pasaba durmiendo y feliz de no ir al cole, pero llevo ya dos semanas largas encerrado en la habitación y me aburro, me aburro mucho. Especialmente por la mañana. La tarde, con el bullicio de cuando llegan mis hermanos del colegio y el griterío proveniente de la calle, se me hace más soportable. Escuchas a los amigos jugar al fútbol, reconoces voces, aunque incapaz de entender qué dicen, salvo el… ¡¡goooool!!
Vaya jolgorio se escucha ahí abajo, en el patio. No puedo evitar levantarme unos instantes de la cama y asomarme a la ventana.
Ahí están todos: Pipo, Josele, Pepito…, jugando, riendo, saltando, chillando.
Vaya broncas que hay. El vecino Félix, que cuida los rosales, nos riñe y nos persigue porque los destrozamos cuando jugamos a fútbol. Ahí están todos, puedo verlos desde mi ventana, desde este quinto piso, de un lado para otro corriendo detrás de la pelota, pegando balonazos a las plantas. Y el vecino a gritos.
—¡Que os vayáis de aquí, chavales, u os doy con la vara! ¡No lo repito una vez más! —grita zarandeando en el aire el bastón.
Qué largos se me hacen los días. Y ya no me duele nada. La inflamación ha bajado del todo a la tercera semana, pero aquí tengo que seguir. Eso ha dicho el médico.
Qué aburrimiento.
Y el jaleo ahí abajo sigue, todos los días.
Qué envidia, la calle, el aire libre.
Las mamás y los niños, los abuelos. Todos están ahí abajo, en el patio.
Y yo aquí preso.
Esto va a ser eterno. Menos mal que mi hermano Julio va al quiosco y cambia los tebeos que tanto me gustan de Supermán, del Capitán Trueno…, que me acompañan en esas mañanas eternas y ayudan a estimular mi imaginación con nuevas aventuras en las que yo soy el superhéroe. Salvar al mundo de los malos.
Lo que pasa es que un cómic de estos para todo el día no me dura nada. Un suspiro. Empiezo a variar, que si Mortadelo y Filemón, Carpanta, Jabato…, pero el día es… muy…, muy largo.
Como me gustan tanto las aventuras de vaqueros e indios, me han comprado una novela de la colección de Estefanía. No tiene dibujos, excepto la portada. Es más gruesa, no se puede leer en un rato. Que no esté ilustrada me echa un poco para atrás, pero como no tengo otra cosa qué hacer, me pongo con ella.
Me encantó. A la hora de comer aún no me la había terminado y estaba muy interesante. A partir de entonces me he aficionado a esta lectura.
En el último mes de mi larga convalecencia, mi madre trae entre sus manos un libro:
—¡Mira, Pedrito! —Asoma por la habitación—. He ido al colegio a por tus deberes de hoy y tu profesora de Lengua me ha dado esto para ti, un libro para que te entretengas.
Lo tomo entre mis manos. Viaje a la Luna, pone en la portada, de Julio Verne.
Es gordo y pesa, tiene más de cuatrocientas páginas y sin prácticamente dibujos. No sé. Al verlo tan grueso me echa para atrás, pero pienso que tampoco tengo más que hacer.
A ver de qué va…
Volar sobre la cara oculta de la Luna, ver la Tierra desde el espacio, flotar sin gravedad o buscar vida extraterrestre. Todo esto y mucho más espera a Impey Barbicane y a sus compañeros, los primeros viajeros espaciales. ¿Puede haber mayor aventura?
* * *
Lo que acabo de comer en el avituallamiento cae en mi estómago como una piedra, no logro digerirla, es como si tuviera una bola ahí dentro que mi cuerpo no logra asimilar. Algo me pasa.
No sé el qué, pero algo me pasa.
No tengo fuerzas para pedalear con fuerza.
Los kilómetros van pasando lentamente. Descolgado. Solo, en este territorio montañoso que tanto me hace disfrutar en bici, pero ahora… Trepo poco a poco la Colombière, pero voy vacío y sin ganas de comer, ya desahuciado. Y aún me queda el Joux Plane antes de llegar a la meta de Morzine. Pero la carrera, mis sueños, las aspiraciones, todo se ha ido ya. Se acabó.
Desde el coche de equipo me dan agua con limón y noto una pequeña mejoría.
Pero al poco tiempo, la misma sensación. El vientre sigue hinchado, no digiero nada. No puedo seguir la rueda de nadie. Las piernas no responden como lo hacían hace poco.
Me alcanzan desde atrás mis compañeros Tasio, Carlos Hernández y Hernández Úbeda, y se quedan conmigo para acompañarme. Pero poco puedo y pueden hacer por mí.
Qué infierno.
Igual que la primera parte de la Divina Comedia, el libro que me recomendó el profesor de Filosofía que tuve en COU que me trajera y que tanto me está costando leer.
Por uno como este pasa Dante, y después el Purgatorio, antes de llegar al Paraíso, se supone. Pero a mí no me espera ninguno.
Quién pillara el viaje a la Luna que me prestaron en el cole cuando pasé la hepatitis con doce años. Esos tres eternos meses en la cama. Al menos eso me llevé, la afición por la lectura.
Para comedias, la mía con lo que me está pasando. Aunque de divina no tiene nada.
Me retuerzo encima de la bici en las últimas rampas del Joux Plane.
Esto debe de ser el Purgatorio, como escribió Dante Alighieri.
Cruzo por fin la línea de meta.
Me aflojo los rastrales. Paro. Sacar el pie del pedal me cuesta. Aflojo todo lo que puedo la correa. Por mi espalda corre un sudor frío. Por fin libero el pie izquierdo y, según toca el suelo, siento que la pierna apenas me sujeta. Apoyo los dos brazos en el manillar para sentirme más seguro. Mis compañeros ya han llegado poco más tarde que yo. Preguntan por dónde se va al hotel. Hoy es un buen día, pues no hay traslado y dormimos en la misma ciudad de meta. Pero esa alegría se convierte de nuevo en dolor de piernas y del alma, al escuchar que está «cerca», a 3 kilómetros.
He perdido 25’35’’.
—No tienes nada que reprocharte. Has llegado a ser segundo y has caído luchando. —Es Echavarri quien me habla; ha estado esperándome hasta mi llegada para sujetar mi rostro entre sus manos y animarme.
Le comento a Tasio que tranquilo, que, entre que estoy con el depósito totalmente vacío y los ojos nublados, les puedo perder de vista a las primeras de cambio.
Vuelvo a ponerme el rastral e, imbuido en una especie de neblina en mis ojos, recorro los 3 kilómetros, que se me hacen eternos.
Por fin llegamos al hotel. Vuelvo a parar, y como no me apreté los rastrales, saco el pie sin problema. Luego el otro. Me quedo a horcajadas sobre la bici. La cabeza cabizbaja. Las piernas apenas me sujetan en pie, me tiemblan. Tengo que apoyarme en Manu Arrieta, nuestro masajista, que estaba esperándonos en el hotel, porque no puedo ni siquiera bajarme de la bicicleta.
Me siento un ciclista vencido. Han sido cerca de 250 kilómetros, todo el día entre montañas, rodando casi toda la segunda mitad descolgado con mis compañeros, incapaz de probar bocado. Sigo sin encontrar respuesta de qué me ha pasado. Pocos kilómetros antes del desfallecimiento estaba proyectando mi ataque y al cabo de un rato me empiezo a quedar, sin ninguna explicación.
Vuelvo a intentar pasar la pierna por encima del sillín para desprenderme de esa máquina de tortura que ha sido para mí hoy la bicicleta. Tengo que hacer un esfuerzo adicional. Pensarlo, interiorizarlo, porque de una manera espontánea no puedo.
Después de un par de intentos, lo consigo. Al andar siento también los músculos acalambrados, brazos y piernas por igual.
Qué duro es esto. Ahora toca subir a la habitación. El hotel es modesto, no hay ascensor. El sufrimiento no acaba nunca. Esa cama con la que estoy soñando las tres últimas horas es esquiva.
Estoy pensando si quitarme las zapatillas para subir al segundo piso por las escaleras por cuestiones de seguridad. Evitar un resbalón con las calas, pues en el estado en el que estoy…, si pierdo el equilibrio, no tengo los reflejos ni las fuerzas para evitar la caída.
Intento deshacer el nudo de las zapatillas, pero las manos, como las piernas, tienen un tembleque que no consiguen cumplir mi simple objetivo. Lo intento una segunda vez, pero, entre la falta de fuerzas en los dedos y que el cordón está húmedo del agua que me he ido echando, no hay manera. Mando todo a la mierda y subo a duras penas por las escaleras.
Me sujeto como puedo al pasamanos. Mano derecha al de la derecha, mano izquierda al de la izquierda. Este último esfuerzo de llegar a la habitación me está exigiendo a mí mismo un arresto para el que no estaba preparado. Subo como los ancianos, pausadamente; hasta que no tengo los dos pies en el mismo escalón no afronto el siguiente por la flojedad de piernas que tengo, no me fío mucho de que pueda soportar mi peso solo en una. Estoy al límite, me siento realmente K.O.
¡Por fin la habitación! Jesús Hernández Úbeda, mi compañero y escudero fiel hoy a lo largo de esta eterna etapa, ya está duchado cuando entro. No me dice nada, lo sabe todo. Mi rostro, mis ojos y mi debilidad los conoce bien de haberlos sufrido él en otras ocasiones. Caigo desfallecido sobre la cama.
—No te relajes tanto. Es mejor que te duches cuanto antes —me aconseja.
Ya lo sé, pero es que no me puedo mover, no puedo ni contestarle. Poco a poco, y casi a cámara lenta, me voy activando. Las zapatillas, visto lo anterior, ni intento desatarlas y literalmente me las arranco de los pies. Este esfuerzo me pide de nuevo un descanso, pero trato de no abandonarme y evitar desmayarme de nuevo en la cama, que es lo que me sugiere el cuerpo, así que aguanto con la cabeza gacha, los antebrazos apoyados en las piernas para cargar si es posible alguna energía en un cuerpo pusilánime que me cuesta reconocer.
Poquito a poco sigo despojándome del resto de la ropa.
Hernández Úbeda sonríe al verme.
—¡Tranquilo, hombre! Hoy te haré la colada. Y para que veas mi buena voluntad, te he abierto la maleta. Que no sé si serías capaz de hacerlo tú —me dice con sorna.
¡Ostras! Es verdad: la colada, aunque ni había pensado en ello, y en el estado catatónico en el que me encuentro, no habría podido hacerla. Además, mañana hay contrarreloj y usamos diferente equipación, pero abrir la maleta ha sido todo un detalle.
Lavar la ropa al compañero de habitación depende muchas veces de quién pase primero de los dos la línea de meta: al que entra detrás le toca doble colada. Una forma como otra cualquiera de mantener un pique sano dentro del equipo e inicio de comentarios más tarde en la cena y sacar conclusiones de la fatiga con que llegábamos al hotel. Lógicamente, como yo estaba disputando la carrera y mis compañeros se sacrificaban por mí en este Tour, tanto por mí como por Ángel Arroyo, nuestro acompañante de habitación no entraba en este juego.
Con tan buenas noticias me animo por fin a irme a la ducha.
¡Qué rica está esta agua calentita! Me tonifica y activa. Mi cuerpo se había quedado frío por la falta de energía corporal debido al esfuerzo, y aunque me habría gustado quedarme un buen rato, las piernas siguen sin darme estabilidad y tengo que finalizar cuanto antes.
Sentado en la cama me voy poniendo el chándal; me meto en ella con él puesto a ver si entro en calor. Aunque el bocata está en la mesilla de noche, no tengo hambre y solo quiero estar tumbado, sin masaje, sin cenar, solo quiero descansar, descansar hasta mañana de un tirón.
Echado voy asumiendo poco a poco la nueva situación. Estoy exhausto, no tengo fuerzas ni para respirar profundamente. Cierro los ojos. Pero ¿qué me ha pasado? Solo sé que fue muy repentino.
¡Estoy muerto!
Qué duro es esto. Hay días qué mandaría todo a paseo, y hoy es uno de ellos. Ya he vivido días como estos como aficionado, pero esto es otro nivel. Seguro que habrá otras jornadas por el estilo esperándome, pero estoy muerto. Quiero estar tumbado y no moverme durante el resto de la tarde, por el resto de mi vida. Solo estar tumbado.
Qué enorme debilidad siento.
* * *
¡Zas! Un pinchazo de repente me sacude y me saca de mis pensamientos de la bicicleta de Josele. ¡Zas! Otra vez. Ya estamos de nuevo.
—Mamá, me duelen los oídos —le digo, casi al borde de que se me salte una lágrima de los ojos mientras tiro ligeramente de su larga falda, que le cubre hasta los tobillos, para que me preste atención. Ella aparta por un momento la mirada de las manos, donde sostiene los reales con los que pagar el kilo de naranjas. Después de cinco o seis vueltas que llevamos ya dadas, por fin se ha decidido a comprarlas aquí: son un céntimo más baratas que en el puesto de al lado.
—¿Otra vez, Pedrito?
Noto que me mira entre disgustada y triste. Ella nada puede hacer contra estos aguijonazos de dolor que, cada dos por tres y así, de repente, me zumban por dentro de las orejas. No puede hacer nada frente a esto ni contra nada de todas las cosas que me pasan.
Y son unas cuantas. Primero vinieron aquellas vegetaciones que no me dejaban respirar por la nariz. Bueno, eso en realidad me lo han contado, que me tuvieron que operar casi de recién nacido. ¡Tres kilos pesé al venir al mundo en el hospital 18 de Julio de Segovia! Mi madre no para de repetirlo una y otra vez. Lo poquita cosa que era. Así sigo, claro. Y las toses que enseguida me vienen porque me ahogo, las bronquitis que tanto le agobian a mamá. Y luego está lo de la tartamudez, también. La erre que no me sale como a todos los de clase, y eso a mí me da mucha vergüenza.
Vamos, que casi siempre prefiero quedarme callado y no hablar, porque sé que se van a reír de mí. Esa letra se usa para todo y a mí, no entiendo por qué, no me sale. No hay forma. Y mira que lo intento.
—¡Pedrito! —escucho de fondo que me llaman cuando estamos entrando en el patio de las viviendas de Pío XII; es Pipo, que anda con todos los demás de la pandilla—. ¿Te vienes a jugar con nosotros un rato?
Yo miro a mamá esperando que me dé permiso.
—Venga, pero un rato solo, que a las siete es el rosario por la radio y no puedes faltar. ¡Y ten cuidado de no mancharte! —me dice mientras saco la peonza del bolsillo de mi pantalón con la moneda de dos reales que tengo atada al final de la cuerda.
A eso de las siete menos diez empiezan a escucharse algunos gritos desde las ventanas.
—¡Pablitooooo! —Se oye desde el segundo de nuestro mismo portal.
—¡Jorgeeeee! —Escuchas que gritan desde un quinto piso en el bloque de enfrente.
—¡Carlitoooos, que ya es la hora de subiiiiiiir! —Te viene a los oídos, que a mí tanto me siguen molestando, desde otra ventana.
Entonces yo miro hacia la mía, me sale siempre matemático, y en cuestión de minutos aparece mamá, a pleno pulmón también:
—¡Pedritooooo! ¡Para arribaaaaaaa!
Y echo a correr como alma que lleva el diablo. O como un rayo, que si vamos a rezar, no puedo pensar en Lucifer, dice muy a menudo papá.
Volando subo las escaleras de dos en dos, que me encanta —a veces intento tres como primer salto—, hasta presentarme en el quinto piso, nuestra casa. Toco el timbre, me abren la puerta y entro en la cocina. Hoy nos toca tener el Cristo nosotros. Rezar mirándole a él. Es una figura que vamos rotando con otros vecinos que son también feligreses. Esta semana lo tenemos nosotros y después nos tocará pasárselo al vecino de la puerta de al lado. Mamá pone la radio, y, en silencio todos, ella, papá si no está de viaje con el camión, la abuela Paulina, mis hermanas Marisa y Victoria, mi hermano Julio, el último que llega remoloneando a la cocina, y yo hacemos el mismo gesto de cada día: juntar las manos. Y a rezar.
Es la rutina de cada día, como la de los domingos es ir a misa. Y cada año, toda la familia junta hasta la iglesia de San Marcos el 25 de septiembre, allí donde está la Virgen de la Fuencisla, la patrona de Segovia. Lo de ir…, bueno, puedo. Pero volver, que es cuesta arriba, ¡uf!, me ahogo con mi bronquitis. Empieza a darme esta tos tan fuerte que me viene de vez en cuando y ya no puedo seguir. O las piernas, que se hinchan sin saber muy bien por qué. Menos mal que todavía papá lleva el carro de Julito. Y, empedrado arriba, sube que te sube, me llevan ahí, con Julito a cuestas de mamá. No sé cómo lo haremos cuando crezca. Papá tendrá que llevarme en brazos, porque esta bronquitis, les he escuchado decir, puede que se me quede para siempre.
Los domingos, después de la misa, viene el paseo dominical todos juntos. Desde la iglesia, al Azogüejo, pasando a los pies del Acueducto. Luego, la Calle Real arriba hasta la Plaza Mayor, vuelta al Acueducto y, en algunas ocasiones, el añadido de Fernández Ladreda, hasta la iglesia de San Millán, y de ahí a casa, a Pío XII, nuestro barrio. Toda la ciudad se congrega entre estas calles. Esto me cuesta mucho menos, y no me asfixio porque no hay tantas rampas y voy siempre de la mano de mamá.
Al llegar a casa, a comer, y ya me dejan bajar toda la tarde a jugar. ¡Por fin! Hoy echaremos partido de fútbol. Entre nosotros, toda la pandilla aquí abajo, en este patio que cada vez se nos queda más pequeño con todos los chavales que bajan a la misma hora. Nosotros ponemos dos piedras a un lado y otras dos en el otro lado del patio sobre la tierra y ya tenemos portería. Y los árboles que acaban de plantar hace unas semanas son unos jugadores estáticos de los que, si eres hábil, sacas provecho con un autopase. Así te rebota la pelota a ti sin que se lo esperen. Después utilizas los árboles como defensas de tu propio equipo. Te colocas de espaldas a ellos, como si te cubriesen, para que el rival no te quite la posesión. Al principio pensamos que nos iban a estorbar, pero qué va. Son parte del juego y de la técnica.
* * *
Llega otra contrarreloj en este Tour del debut y debacle ahora mismo: la cronoescalada de Morzine-Avoriaz. Tengo un sentimiento encontrado: aquí gané la etapa del Tour del Porvenir de 1979, y ese recuerdo me da moral, pero los más de 25 minutos perdidos ayer me restan confianza. Prácticamente no cené nada la noche anterior por la sensación de indigestión que aún tenía de la etapa. No tenía el cuerpo para llevarme nada al estómago.
Es otro día de muchísimo calor, y eso que estamos en plenos Alpes. Disputo la crono a tope, como siempre, pero con poca confianza en mí mismo. Me sorprendo con un séptimo puesto, más si cabe con todas las circunstancias físicas y mentales que he atravesado las últimas horas.
Al llegar al hotel, después de la crono, se acerca Manu Arrieta con unas botellas de cristal en la mano.
—¡Esto ha sido! —dice agitando una.
No entiendo nada.
—Eso ha sido ¿el qué?
—Lo que ha causado tus problemas estomacales.
Manu, que es un tragaldabas, la abre y me dice que la huela. El olor no es muy agradable, pero no termino de entender.
—Hace como una hora me entró entre sed y hambre y me acordé de estos batidos que trajimos de España para que tomaseis en carrera. Como todavía sobraban bastantes y se está acabando el Tour, me dio por probar uno, y cuando eché un trago, lo tuve que escupir de lo malo que estaba. Pensé: «No creo que sepan tan mal», si no, ya habría salido en la conversación días atrás. Cogí otro y su sabor era más agradable, un poco a vainilla. Se podía tomar. Ya con la mosca detrás de la oreja, fui abriendo otros y me encontraba que unos estaban bien, pero otros tantos estaban malos. ¡Esto! Esto es lo que ha causado tus problemas estomacales ayer y seguramente a Arroyo en la etapa de Alpe d’Huez.
¡Claro! Los batidos que trajimos de España. ¡Ahora lo recuerdo! Fue lo último que tomé justo antes de empezar a sentirme mal en el Aravis.
Era un complemento alimenticio que habían traído desde Pamplona, un montón de cajas. Lo daban en los hospitales para alimentar a los enfermos que no podían tomar nada sólido, y tenía vitaminas.
De hecho, yo ya había bebido batidos de esos durante etapas anteriores y no me habían sentado mal.
Así que fue eso. Cuestión de mala suerte lo de mi pájara. El autobús en el que viajaban estos batidos no tenía hueco donde meter tantas cajas para conservarlos al fresco, y como no ponía nada especialmente en cuanto a cómo mantenerlos con sus propiedades, ahí viajaban, pero el calor que está haciendo en este Tour hizo que muchos se pusieran malos. Y uno de esos me tocó a mí en el avituallamiento. Comentándolo en la cena, hubo otros corredores, como Hernández Úbeda, que recordaban alguna indigestión en plena etapa, pero, claro, aunque no sea un plato de gusto llegar a media hora de cabeza, para Úbeda no significaba nada para la clasificación.
De tenerlo todo a perderlo todo, así de rápido. He pasado de pensar que la iba a armar en este Tour a casi no poder terminar ni la etapa en medio de las montañas, mi terreno.
Y ahora, a casi media hora.
Y todo por un dichoso alimento en mal estado.
Al menos estamos en un hotel y no en un colegio mayor, como ya nos ha tocado más de un día. Liceos o residencias. La etapa que acabó en Bagnères-de-Luchon, la de mi ataque en el Peyresourde, fue una de las peores. Un albergue de verano juvenil. Ahí nos apilaron a un montón de equipos, en salones inmensos llenos de camas. Estábamos separados por unos «tabiques» hechos con mantas colgadas de una cuerda y atadas en la parte alta de las literas. Con papel celofán, donde escriben el nombre del equipo para saber dónde están los nuestros. Así podemos disfrutar de algo de privacidad. El glamur que dicen los franceses que tiene su carrera me costaba más que nunca encontrarlo.
Todo masificado: cincuenta lavabos, cincuenta duchas y otros tantos catres. La comida como en el ejército: unas bandejitas de latón con distintos apartados para la crudité (ensalada), unos espaguetis con salsa de tomate que daban miedo, un trozo de carne más dura que la suela de los zapatos acompañado de puré de patatas y un yogur natural.
Al bullicio cuando vamos llegando los corredores después de la etapa le toma el relevo el olor a linimento de los masajistas. Los paseos al cuarto de baño es la música ambiente que disfrutamos. Después de la cena, el «silencio» se va apoderando del lugar, algunos cuchicheos, algunas risitas o carcajadas aquí o allá, una última visita al cuarto de baño y el sueño poco a poco va venciendo a ese cuerpo maltrecho después de diez o más días de dura competición. Mejor no pensar en estos hoteles de «lujo» para no gastar fuerzas, mejor guardarlas para la mañana.
Esta noche no ha habido lectura, con lo bien que me viene para desconectar, pero no hay una luz cerca donde seguir con ella. Me viene a la cabeza que mañana, tras abandonar este lugar, al menos los masajistas estarán tranquilos de las quejas de los dueños de los hoteles modestos que visitamos habitualmente, por el olor al aceite del masaje que muchas veces se queda impregnado en el hotel; dicen que molestamos y lo ensuciamos todo.
Lo de que el Tour es un matahombres, como nos decían, es totalmente cierto. Esto es una auténtica supervivencia, de día y de noche. En las etapas y fuera de ellas.
Eso sin contar lo que no se ve y que muchas veces no quieres afrontar, porque cuando terminas de pedalear todavía hay trabajo que hacer: la colada.
Una vez llegamos a meta, nos cambiamos en la roulotte o dentro de los coches que el Tour de Francia nos pone a cada equipo. Nosotros, en el Reynolds, tenemos un autobús, pero realmente se utiliza para otros menesteres, como almacén o llevar las maletas en el día a día, o los famosos batidos. ¡Tenemos hasta una ducha! Pero han colocado una barrita y la aprovechamos para colgar los trajes de todos.
Los equipos llevan varios Peugeot 504 como vehículo de carrera, obligación para todos ellos. Unos tanques de coches que en las etapas de montaña se convierten en barcos en zozobra, pero una vez cruzada la meta, su amplitud se convierte en un vestuario. Ciclistas desnudos mientras se cambian. Casi todos lo hacemos de cintura para arriba. En esos momentos, basta levantar un poco la vista para apreciar fácilmente la delgadez extrema que tenemos todos. El moreno ciclista, con todas las marcas que llevamos tatuadas a fuego por el sol. Brazos, piernas y rostro curtidos y quemados después de tantas horas expuestos a la intemperie, frente a un cuerpo y pies blanquecinos y lechosos. Mientras, los masajistas, con la colonia infantil Johnson en mano, comienzan a frotar cuerpo y piernas para limpiarnos antes de emprender viaje al hotel, donde nos espera la reconfortante ducha.
Solemos aguantar todos con el culotte puesto, a no ser que haya llovido durante la etapa. Y después de la correspondiente ducha comienza la otra parte de la jornada que nadie ve: lavar la ropa. A fuerza de hacerlo cada día en todas las carreras ya tenemos algún que otro remedio casero.
Porque si para lavar sientes pereza, en días de lluvia y frío te enfrentas con un problema extra, el secado y tener la ropa lista para el día siguiente o evitar que cree hongos al guardarla húmeda en la maleta. Así te vas ingeniando técnicas más o menos rápidas. El primer secado viene a cargo de la toalla grande con la que te secas después de la ducha. Se extiende encima de la cama y pones, como si fuesen las piezas de un puzle perfectamente encajado, el maillot primero, después el culotte, seguido de la camiseta interior y, finalmente, los calcetines y los guantes. Todo bien colocado para que quepa. Entonces hay que enrollar la toalla por la parte más estrecha. Coges los dos extremos de la toalla y, después, a girar, y girar y volver a girar un poco más hasta que te den las fuerzas. Con cuidado de no romperte la muñeca, que más de uno ya se ha hecho alguna avería…
Luego hay que desenrollar la toalla, y voilà!, como dicen aquí. La ropa está casi seca.
El siguiente paso es buscar sitios donde colocarla para el secado final. Los culottes, por el tema de la badana, que es la que está siempre más húmeda tras el primer paso, son los primeros. El sitio elegido suele ser en la parte alta de la lámpara que todos los hoteles tienen en la mesita, junto a la cama. Dejas encendida la luz, aunque sea de día, y así, con el calor que desprende, hace las veces de secador. ¡Pero hay que tener cuidado! Que a veces parte de la badana está demasiado cerca de la bombilla y con el calor… ¡se quema!
Luego hay que buscar sitio al maillot, la camiseta interior y los calcetines. Yo cojo las perchas de los armarios y los dejo colgados de un cuadro o del hueco del aire acondicionado…, si ese hotel, de forma muy excepcional, lo tiene. Para los calcetines intento buscar otra fuente de calor. Otra lámpara tal vez. Pero hay que tener cuidado también de que no se quemen. En el equipo no andan sobrados de ropa. Tres o cuatro maillots y otros tantos culottes por ciclista para las veintidós etapas que tiene este Tour de Francia.
El gran problema viene en las etapas de lluvia y frío, porque usas más prendas. Que si los manguitos, que si las perneras, que si el chubasquero, el maillot de manga larga… Entonces, la toalla de baño no basta para el primer secado. Y, encima, estando el día frío y húmedo, cuesta mucho más que se seque todo.
También están esos días que llegamos tarde al hotel y apenas hay tiempo de ponerte a lavar. O te ha ido tan mal en la etapa que no estás de humor para hacer la colada, como esta tarde, por ejemplo. Tan derrotado como estoy después de la media hora que me ha caído en Morzine, como para hacer la colada. Mañana será otro día.
Llevo días sin hablar con casa. Hoy, después de cenar, buscaré una cabina telefónica y les llamaré; deben de estar preocupados por lo que me pasó en la etapa. Máxime ahora, que han empezado a retransmitir los finales de etapa en directo en Televisión Española y mi madre me habrá visto; bueno, mejor dicho, no me habrá visto delante y se habrá preocupado. El último día que hablé con ella fue la semana pasada, cuando había sido segundo en el Puy de Dôme tras Arroyo, y le dije lo bien que me estaba sintiendo, que con la llegada de las montañas estaba con los mejores…, y ahora, de repente, esto. Para una vez que puedo salir por la tele y me descalabro con ese maldito batido que me ha sentado tan mal.
Encontrar línea de teléfono en el hotel va a ser misión imposible, imagino. Como siempre. Aquí en Francia cobran una bestialidad por cada minuto de llamada, y encima solo hay dos o tres líneas en el hotel y siempre están ocupadas. Casi siempre compartimos hoteles con otros equipos y el teléfono no para de comunicar. No es ya no poder llamar, sino que tampoco lo pueden hacer ellos.
Así que hay que buscar una cabina.
—¡Ey! Voy a llamar a casa. ¿Alguien viene? —pregunto en la mesa nada más acabar de cenar. Siempre hay alguno que se apunta.
—¡Venga, yo! —dice Arroyo.
—¡Yo también! —Se unen Greciano y Hernández Úbeda.
Las cabinas más cercanas al hotel están ocupadas, como de costumbre, por otros ciclistas. Pero andando unos pocos pasos más encontramos otra, libre. Viene bien ir acompañado. Más que nada porque yo no soy nada mañoso y los necesito.
—Venga, Pedro, te toca. Recuerda: tú, cuando veas que te pide una moneda, dale chispazos —tratan de explicarme. Pero yo no sé cómo se hace, no soy capaz. Tienen que ayudarme con esos trucos que nos hacen ahorrarnos unos francos.
Había unas cuantas triquiñuelas: metíamos una moneda a un hilo atada, y justo cuando la máquina te la pedía, la metías y tirabas del hilo rápidamente para que no se la tragase; o con los encendedores de cocina de gas y el chispazo que ayudaba a prender. Los que tenían maña apretaban el gatillo, saltaba una chispa y a hablar. Era una descarga eléctrica. Cuando la cabina te pedía más monedas, le dabas una de esas descargas. La máquina sentía que habías metido monedas y podías hablar.
Menos mal que venían Arroyo y Hernández Úbeda para hacerlo, con lo patoso que era yo. Ellos soltaban el chispazo y yo ya, con el aparato en la mano, escuchaba que daba línea. Y entonces al otro lado sonaba la voz de mi madre.
—¡Pedrito, hijo! Pero si no te he visto en la tele. ¿Qué tal estás?
—Bien, mamá. Es que he tomado algo durante la etapa que me ha sentado mal y he perdido mucho tiempo.
—¡Ay, mi niño! ¿Pero estás bien?
—Sí, mamá, ya se me ha pasado. Ha sido algo momentáneo.
—Pero, hijo, ¿ya comes bien?
—Sí, mamá.
Pi, pi, pi…
Este endiablado aparato empieza a comunicar, se ha quedado sin monedas.
Pi, pi, pi…
Se me va a cortar la comunicación en cualquier momento.
Entonces, es dar varios gatillazos con la pistolita y la chispa da al cable en el momento oportuno y…
¡¡Chasssss!!
El pitido enmudece y ya escucho otra vez a mi madre sin problemas.
—¿Y estás pasando mucho calor?
—Muchísimo…
—Bueno, cuídate mucho, hijo, que ya queda poco para que llegues a París y vuelvas a Segovia, con nosotros. ¡Te echamos de menos!
—Y yo, mamá. ¡Te quiero!
—Y yo a ti, mi niño. ¡Que vaya bien!
Menos mal que están ellos, los veteranos para ayudarme. Con la necesidad de hablar con los padres, aunque sea solo unos segundos.
* * *
—¡Mamá! Me voy abajo, que me están esperando los amigos.
—¡Vale! Cuando esté la comida lista te pego un grito.
Corro escaleras abajo hasta el patio antes de que mamá se arrepienta. Pepe, Pipo y Josele ya están en la calle.
—¡Venga, vamos al Acueducto! Donde el kiosco, a ver hasta dónde llegamos hoy —me gritan al verme aparecer por el portal.
Ahora les ha dado por eso, a ver quién llega más lejos andando por encima, por el canal. Empezando en la explanada del kiosco, a la que cada vez venimos más. El canal está cubierto por unas piedras en forma de U invertida en la parte central, donde te agarras con las manos, y los pies los pones en ese estrecho pasillo que te entra justo el pie. El agua baja desde el manantial de la Fuenfría, en las montañas de la Acebeda, durante 17 kilómetros de recorrido para hidratar y dar vida a la Segovia de la época de los romanos.
El reto consiste en tratar de llegar a la parte más alta, 28 metros mide en la plaza del Azoguejo, allá donde el Acueducto despliega todo su esplendor.
—¡Vamos, Pedrito! —me grita Pipo. Él es el más valiente de todos. No le teme a nada. Se sube al muro y comienza a caminar por el estrecho pasillo—. Miradme: ¡soy el más valiente!
—¡Y yo! —le secunda Josele.
—Pues yo más. ¡¡Esperadme!! —Se une a todo correr Pepe.
Ya solo quedo yo en tierra. Yo y todos mis miedos. ¿Pero adónde van? No tiene ningún sentido.
—Venga, Pedrito, ¡no seas caguica! —me gritan ya desde arriba sin volver siquiera la mirada, concentrados en ese fino pasillo de piedras por el que caminan cogiendo altura.
—¡Pedrito es un gallina! —le oigo decir a Pipo.
No me queda más remedio que subirme al muro y comenzar a caminar. La primera parte es la más fácil, hasta llegar a la Casa de Aguas. Una construcción que se edificó para decantar y desarenar el agua que venía desde las montañas. Dentro había una poza enorme, ahora vacía, llena de suciedad, grandes telarañas y malos olores. Allí se recogía el agua para que prosiguiese su camino. Nosotros la llamábamos «la Poza del Diablo». Nos cagábamos de miedo al venir aquí, especialmente si era de noche. Se decía que la gente venía a hacer espiritismo, a invocar al diablo, de ahí su nombre. Y que hasta había aparecido un niño muerto. Si pasabas rápido, corrías el riesgo de caerte. Pero si lo hacías despacio, quién sabe, igual no salías nunca más de allí, atrapado por algún espíritu de esos.
Hasta aquí vale, pero es sobrepasar los hierros y alambres de espino colocados para que la gente no pueda llegar a la parte alta cuando todo cambia. Según vas ganando altura, esa parte parece que se hace a cada paso más estrecha. Pero si ellos lo hacen, tendré que ir yo también.
Seguir avanzando es la única opción. Vencer el miedo, mantener el equilibrio, no mirar abajo, solo al frente.
Ay, qué miedo.
Cuatro metros. Cinco. Los arcos por debajo de mí, me llegan los olores de las caballerizas, estamos llegando a la Academia de Artillería, a mi izquierda.
Seis metros, siete. El vértigo se empieza a apoderar de mí. Cada vez se ve todo más pequeñito desde arriba.
Ocho metros de altura ya sobre el suelo. Sigo andando porque veo que mis amigos no paran. Qué remedio.
Nueve, diez metros. Ya llega el brusco giro a la derecha. ¡No puedo más! Mi instinto me hace parar. Freno en seco justo en la curva.
—¿Estáis locos? Que nos vamos a matar. ¡Parad ya!
* * *
Yo y mis temores. Se van en este Tour tan rápido como la indigestión camino de Morzine, con mi séptimo puesto en la crono de Avoriaz, de nuevo con la bici ligera de Gorospe. A París llego en el puesto decimoquinto. Con Arroyo en el podio, segundo.
Lo vi tan cerca. Estaba como entre sueños, me parecía irreal y pensaba que tenía mucha suerte. Y el día que más fácil lo tenía, cuando empecé a creer en algo grande, fallo, pero no pasa nada, porque en realidad he tenido más alegrías que penas. Veníamos a aprender y los primeros días no sabía ni dónde estaba.
Luego pensé que con suerte podría ganar una etapa y estar entre los diez primeros. He sido segundo en tres, he estado tercero y segundo de la general. ¿Qué más quiero? Vamos, no cambio los días que he vivido, buenos y malos. Y el próximo año, a por todas.
Merckx, Anquetil e Hinault se deshacen en elogios hacia nosotros. Fignon dice que yo seré su rival en los próximos años y los directores del Tour ya me señalan como uno de los favoritos para la siguiente edición. Si hasta la televisión neerlandesa ha puesto cada día de la carrera mi imagen bajando el Peyresourde como inicio de sus retransmisiones.
Superación. Eso ha sido esta carrera, a la que vinimos con tantos miedos. Sintiéndonos tan frágiles.
Me viene a la mente aquella hepatitis que tuve que pasar postrado en la cama durante tres meses. Entonces yo era un niño enfermizo, escuchimizado. Un manojo de huesos que mi hermana Marisa, que cursaba Enfermería, decía que podía estudiar directamente en mi persona. Todas las enfermedades me venían a mí, siempre estaba malito. En la pubertad me hice más robusto y nunca más volví a tener un problema de salud. Es como si mi cuerpo se hubiese hecho fuerte de golpe y porrazo.
Algo así me ha pasado aquí. Con todos los miedos que traíamos y sintiéndonos tan inferiores y débiles. Este Tour que pensé al principio que no acabaría, un país en el que nos miraban por encima del hombro y nos hacían sentir inferiores, y ahora vuelvo a casa sintiéndome ciudadano de primera, crecido y sin inseguridades, y sabiendo que volveré.
Volveré a esta carrera.
Y será para ganarla.