«Pedro, tranquilo».
«Mantén la calma».
«Da la cara cuando cruces la línea de meta».
«La has vuelto a cagar».
«Tienes que gestionar este nuevo descalabro. De nada te va a servir esconderte».
«Le has fallado a todo el equipo».
Habíamos venido al Tour para ganarlo después de la catástrofe en Luxemburgo de hace dos años, después de la diarrea del año pasado que me dejó noqueado y muerto al final de la carrera. Y hoy…
«Le has fallado a toda esta gente que se agolpa en las cunetas de esta eterna etapa pirenaica en Val Louron, con sus banderas de España, sus pancartas con tu nombre y animándote».
—¡¡Vamos, Perico!!
Puedo sentir su aliento en mi cogote mientras trepo por las rampas del último puerto del día. Se están dejando la voz por mí. El viaje que se habrán pegado para venir a ver el Tour, para venir a verme a mí, y la de horas que llevarán aquí esperando mi paso. Y yo fallando, qué desastre. Cuánto me gustaría pasar por aquí en otras circunstancias, sentir los gritos de otra manera, como cabeza de carrera de años anteriores, pero hoy el Tour se me ha escapado de nuevo.
«Le has fallado a todo el mundo, Perico, a los millones de personas que siguen la carrera en directo en las distintas emisoras de radio o en la televisión. Pero sobre todo te has fallado a ti mismo».
Estoy hecho una mierda anímicamente.
Y ahora a ver qué digo ahí arriba cuando cruce la línea de meta y estén todos los periodistas esperándome.
«Prepárate, Perico, que van a volar cuchillos y vas a tener que dar explicaciones».
Y no hay excusas, porque el que ha fallado he sido yo, y este Tour se ha ido a la mierda.
En realidad, ya lo presentía antes de empezar a subir el Tourmalet. En esas galerías justo antes de llegar a Luz-Saint-Sauveur que van todo el rato al 5 %; ahí notaba que el golpe de pedal no era el adecuado. Las piernas no iban y me di cuenta de inmediato. Iba a ser cuestión de tiempo que pasara esto.
Empezó el puerto, y en las primeras rampas de herradura, sin una gran aceleración, perdí el contacto. Me quedé. De un grupo de unos treinta corredores. Demasiado pronto y demasiados corredores con mejores piernas que yo si quería ganar este Tour.
Qué desastre…
Ahora toca subir el Tourmalet al trantrán. No debo abandonarme ni perder la concentración y soñar con un hipotético parón en la cabeza de carrera, que me permita entrar en la bajada.
Aunque queda mucho puerto. Mucho.
No puedo venirme abajo, la esperanza es lo último que debo perder. Tal vez por el miedo a la distancia y a la dureza nadie decida arrancar la moto de verdad, quizá todo el mundo se vigile y pueda haber una segunda oportunidad.
«¡Qué calor! Hace mucho calor».
«Pedro, trata de comer y beber de vez en cuando, que la etapa es durísima y muy, muy larga».
—¡A 5 minutos de la cabeza de carrera! —escucho coronando el puerto.
Demasiado si les da por no parar, pero… ¿y si lo hacen?
El Aspin, el siguiente puerto, con rampas menos exigentes, me permite encontrar un mejor ritmo. Adelanto a corredores que iban por delante y han reventado, y eso me da motivación para seguir luchando. Desconozco las diferencias, pero las sensaciones son mejores. Pido referencias de la cabeza de carrera al público, a los coches que me adelantan.
—Sont pas loin! (¡No están lejos!).
—Allez le gar! (¡Ánimo muchacho!).
Respuestas que no ayudan mucho. Necesito tiempos. El primer coche del equipo se ha ido, como es lógico, con Miguel; el segundo vendrá más atrás, y yo vivo sin saber qué sucede delante.
Necesito comprender qué pasa; voy a tope y este ritmo no lo puedo mantener mucho tiempo.
«¿Estarán cerca?».
Al fondo siempre se ve algún ciclista, algún coche…, que me anima a exprimirme un poco más, pero… no tengo referencias reales, o al menos creíbles, solo las que recibo de los aficionados apostados en las cunetas.
Falta poco para coronar el Aspin. Por fin recibo las primeras reseñas creíbles.
Son devastadoras, unos te dicen 8 minutos; otros, 9…
Desconecto tanto física como mentalmente del esfuerzo que estaba haciendo y me lo tomo como si fuese un entrenamiento. No hay nada que hacer. Au revoir Tour!
Ahora toca acabar lo más dignamente posible y pensar en enderezar el cuerpo. A lo mejor puedo hacer algo algún día de aquí hasta que lleguemos a París. Trato de animar mi desilusión.
Arranca Val Louron, un puerto para mí desconocido, y lo subo a mi paso. De vez en cuando adelanto a algún ciclista. La jornada se le ha atragantado a más de uno, como a mí, pero esos a los que supero no venían a ganar el Tour.
—¡Vamos, Perico! ¡¡Que Miguel va por delante!! —me gritan los aficionados diseminados por la carretera.
«¿Pero delante dónde?».
«Qué cagada, Pedro. Y ahora vendrán las preguntas típicas: “¿Qué te pasa, Perico?”. “¡Pues me pasa que estoy enfermo, malo, no lo sé, pero algo tengo! Que vaya temporadita llevo”. Pero eso va a sonar a excusa, aunque tengo la sensación de que es verdad. O que si “¿ya está perdido el Tour?”. “¡Pues claro! ¿O es que no veis que me he dejado hasta el carnet de identidad?”. O que si “¿cómo vas a plantear la carrera a partir de ahora?”. “¡¡Yo qué sé!!”».
Me fabrico las preguntas y las respuestas para ponerme en situación.
—¡¡Venga, Pericoooo!!
Mis pensamientos mientras subo por las últimas rampas de Val Louron se interrumpen por los continuos gritos de los aficionados españoles, que no dejan de animarme a pesar de todo, pero tengo que regresar a mi mundo interior. Ni siquiera soy capaz de disfrutar del paisaje tan maravilloso que se vislumbra aquí, con el Peyresourde de fondo y esas moles de montañas verdes que me rodean. Hoy no estoy para eso, tengo que seguir preparándome mentalmente para lo que va a suceder en cuestión de minutos, inevitablemente, en la meta, y el final de este sufrimiento.
«Tú mantén la calma, Pedro, tú tranquilo, que el que ha fallado has sido tú, y no te enfades si te hacen preguntas con segundas intenciones. Te tienes que contener. Mantén la concentración y sé amable, porque la culpa ha sido tuya, solo tuya, debido a este estado de forma tan nefasto que llevas ya desde el Giro».
Ahí está. Por fin distingo el arco de meta. Se acabó esta tortura.
Catorce minutos marca el tiempo desde que ha llegado el ganador, que vete a saber quién será. Esa ya, por desgracia, no va a ser mi batalla.
Pedaleo unos metros más buscando al auxiliar del equipo y mirando dónde está amontonada la prensa. Toco el freno y echo un pie a tierra. Me dan un refresco, que bebo casi de un trago mientras todo el mundo se arremolina a mi alrededor.
«Respira, Pedro. Tranquilo y calma. Recuerda: has fallado tú, no hay excusas, y si las piernas no van, hay que aceptarlo. Serénate porque creo que no te van a gustar las preguntas que te hagan».
Me tomo un par de segundos para coger aire y llega la primera.
—¡Qué, Perico! Estarás contento, ¿no? —suelta el periodista.
Bueno, lo que faltaba; encima con sarcasmos.
—Bueno…, ¡no sé! ¿Tú qué crees? —le espeto con un tono de voz que no puedo esconder y que evidencia mi cabreo por la pregunta.
—Ah, ¿que no estás contento de que Induráin se haya puesto líder del Tour de Francia?
—¿Cóm…? ¡Que Miguel, líd…! —Casi no soy capaz de articular palabra—. ¡Hombre, clarooooo! ¿Cómo no voy a estar contento? ¡¡Muchísimo!!
«¡¡Bufff!! Qué peso me he quitado de encima. Miguel se ha vestido de amarillo y eso tapa mi fracaso. Todos sabíamos que Miguel es un gran corredor, y esto lo refrenda». Qué gran alegría siento por él.
Y por mí, no voy a negármelo. Me ha hecho un favor porque ha llegado en el momento más oportuno. En mi día más negro y cuando mis debilidades más me han hundido. Siento una especie de paz o tal vez liberación.
Mi fracaso y el liderato de Induráin me dan una motivación nueva de aquí al final del Tour. Encuentro una ilusión para seguir luchando y no rendirme. Ayudar a Miguel será mi revulsivo hasta París. Menos mal, con lo duro que es esta carrera, si no encuentro un acicate que me mantenga la moral alta, me desmoronaría aún más.
Tengo que ser un gregario de lujo para el equipo. Con la filosofía de siempre, todos para uno y uno para todos. Lo que hemos hecho toda la vida desde que el Banesto era Reynolds ya en mis primeros años como profesional. Trabajando para Gorospe, para Laguía, para Ángel Arroyo, cuando se puso de líder en la Vuelta de 1982. La carrera decidía al líder del equipo, y los compañeros, por mucha proyección o potencial que tuviesen, se entregaban y lo daban todo por él, sin guardarse nada.
Equipo.
Eso lo he sentido aquí como en ningún otro lugar. Me acuerdo del PDM, en 1987, cuando acabé segundo en el Tour, el equipo en el que vestí por primera vez el maillot amarillo, y envuelto en la polémica alrededor de mi fichaje por el Kelme. Entonces, el conjunto neerlandés oficializaba la incorporación de Greg LeMond a sus filas. Y en París, conmigo en el podio, querían que renovase. ¿Pero cómo iba a quedarme con ellos y compartir escuadra con un hombre al que tengo que atacar y que no conozco de nada? A un compañero que tendría que agredir cuando la carretera se pusiese cuesta arriba si es que quería ganar; él, siendo más fuerte que yo en las cronos, me bloquearía en la montaña y con todo mi pesar tendría que ayudarle. Ni loco.
Por LeMond no.
No podía quedarme, debía irme de ahí.
Pero por Miguel sí. Me dejaré la piel por él. Como él y el resto de mis compañeros han hecho por mí en los últimos años.
¿Celos? Me pregunta alguno. No, Miguel se lo merece. Cómo tenerlos por un corredor que se ha sacrificado por mí, aun teniendo opciones de haber brillado personalmente en más de una ocasión. Como el año pasado camino de Saint Etienne…
* * *
… ¡Ahí está! Ya veo la figura inconfundible de Miguel pedaleando despacio, con esa planta sobre la bicicleta, frenándose a sí mismo y girando la cabeza hacia atrás, observando lo que me falta para llegar a su altura y ponerse a tirar de mí.
No sé muy bien cómo ha sido todo. En un momento, antes de empezar a subir el Col de la Croix, camino de Saint-Etienne, se han sucedido varios ataques, LeMond se ha ido delante junto con Chozas, Breukink, Hampsten y Miguel, entre otros. Yo me he quedado atrás con el líder, Chiapucci. Yo tenía un buen representante, Miguel, y estaba tranquilo y esperando la lógica reacción del italiano, que no ha llegado y me ha creado un problema de la leche.
He echado un poco de sangre fría, pero su equipo, el Carrera, como que la fiesta no iba para ellos. No entiendo nada. Mientras tanto, el hueco comienza a ser importante.
Ataco un par de veces y Chiapucci viene a por mí. Le hago entender que el peligro va por delante. Nada, ni él ni su equipo se mueven después de mis intentos.
A la desesperada vuelvo al ataque para que la diferencia no se dispare. Me olvido del italiano y consigo irme al inicio del puerto de la Croix de Chaubouret con Bugno. Desde el coche han mandado frenar a Miguel para que me espere; él, que podía ganar esta etapa perfectamente y ya está aquí, sacrificándose por mí.
Me mira, un gesto mío con la cabeza y no hace falta más. Como un caballo, tal es su envergadura, se pone a tirar.
Menos mal que está aquí. Por la cima del Col de la Croix los tenemos a la vista con 23 segundos perdidos. En algunos tramos sigo la estela de Miguel como puedo, en otros puedo entrar a los relevos. Vamos a mil. Finalmente, con su ayuda, minimizo las pérdidas. Apenas 30 segundos.
Días después se habría sacrificado de nuevo.
—Miguel —me acerco a él—, no cometamos el mismo error que en Saint-Etienne, donde podías haber ganado. Esta vez no. Hoy no. Yo estoy enfermo. Cada día me siento más débil. No lo sabe nadie, y así tiene que seguir porque no vamos a darle pistas a los rivales, pero, llegado el momento, olvídate de mí, que yo haré una carrera en versión supervivencia. Esta vez no me esperes, haz lo que tengas que hacer y no te preocupes por mí.
Y, libre de cargas, demuestra a todo el mundo, y creo que especialmente a sí mismo, que las etapas de alta montaña en la tercera semana de carrera ya no se le atragantan como en años anteriores. Mano derecha en alto, cruza la línea de meta en Luz Ardiden, anotándose su segunda victoria de etapa en el Tour.
Yo llevaba días con una gastroenteritis que no era capaz de cortar. Deshidratado, cada día más débil, veía como en la parte final de este Tour estaba cada vez más frágil.
Todo sobrevino camino de Millau, en la última parte de la decimocuarta etapa, con final en la ascensión de Causse Noir (Causa negra). Como su propio nombre indica, empecé a verlo todo negro y a notar que mis tripas se movían más de la cuenta. Primero lo hacían de manera suave, y lo controlaba perfectamente, pero a medida que llegábamos a la ascensión final, no sé si por los nervios o porque eso iba empeorando por momentos, las sacudidas comenzaron a ser muy intensas y más frecuentes. Unos retortijones tremendos se empezaron a adueñar de mi cuerpo…
«¡Uf, Pedro! Vas a tener que parar».
«Pero ¿dónde? Esto está plagado de público y queda poco para la meta».
Agarrotado, pedaleo por las rampas de este Causse Noir haciendo de tripas corazón (nunca mejor dicho). Lo último que quiero es no hacérmelo encima, ¡qué vergüenza, por favor!
«Vamos, Pedro, que ya queda poco». Hay pequeñas escaramuzas, pero nada importante. Nadie se anima a hacer daño. Distingo la pancarta de 2 kilómetros a la meta y me decido a cambiar el ritmo. Ataco. Lo que quiero es llegar cuanto antes porque ya no aguanto más.
Necesito evacuar todo esto que se remueve dentro de mi cuerpo. «¡Uf! Que no llego».
Cruzo la meta, no tengo ni idea ni de la posición ni de los segundos que he perdido. Como en la crono de Luxemburgo, no paro en la línea de llegada, mientras busco con desesperación un lugar donde «descargar». Los periodistas me siguen, me reclaman a gritos, pero no puedo parar. Ahora no. O me lo hago encima y el espectáculo va a ser bochornoso. Sigo pedaleando rápido para alejarlos.
Veo un descampado apartado del jaleo de la llegada, de los coches de equipo y de los auxiliares. Me meto campo a través lo más lejos posible. Me escondo de todo y de todos, y ahí sí. ¡¡Por fin!!
Qué desahogo, qué liberación. Todo lo que sale de mi cuerpo es absolutamente líquido.
Voy a tener que frenar esto cuanto antes, para estar sano en la etapa de Luz Ardiden, mi día marcado para asaltar el amarillo. Ya en el hotel busco en mi bolsa de aseo un medicamento que uso para cortar las diarreas, Salvacolina.
Me tomo media pastilla, más que suficiente. En eso llega Sabino Padilla, nuestro médico.
—Que me han dicho que te encuentras mal. ¿Qué te pasa?
—¡Ostras, Sabino! Lo he pasado fatal. Iba con unos retortijones que me veía morir.
—Ahora te busco algo —me responde.
—Tranquilo, he tomado esto, que me lo corta inmediatamente.
—¡¿Salvacolina?!
—Sí, es que todo era líquido. Si no sé ni cómo no me lo he hecho encima en la subida final.
—¡Este medicamento está prohibido!
«Ahora sí que me acabo de cagar encima».
—¡¡¿Cómo?!! —acierto a responderle.
Todavía no se me ha olvidado todo lo que viví en el 88 cuando a punto estuvieron de quitarme el Tour por el probenecid, que estaba prohibido por el COI pero no por la UCI. Y ahora esto. Es como revivir una terrible pesadilla.
—Ya podemos rezar para que mañana no te toque control. —Es lo único a lo que se encomienda Sabino.
No sé si es la impresión, el pavor que se ha apoderado de mí o qué, pero literalmente tengo que volver al baño inmediatamente, me estoy cagando otra vez. Esto no para.
Sabino vuelve a la habitación y me da Fortasec.
—Tómate esto, anda —me ordena—, que esto sí está permitido.
Aunque he conseguido frenar la diarrea, me siento débil, vacío y deshidratado para mi etapa soñada en este Tour con final en Luz Ardiden. Tenía tantas ganas de que llegase para dar el golpe de gracia a la carrera que me gustaría haber tenido un par de días más para recuperarme de esta gastroenteritis que me está dejando sin fuerzas.
Aspin, el primer puerto del día, lo supero bien. Me da miedo el Tourmalet. Siento las piernas pesadas. Sé que todo el mundo espera mis ataques, así habría sido en otras circunstancias, pero hoy toca salvar la etapa, guardar lo más posible, ser conservador y que las exiguas fuerzas me aguanten hasta cruzar la meta.
En las rampas de Luz Ardiden, en el momento en que pierdo contacto con los de cabeza, subo como si fuera una crono individual, a mi mejor paso, pero lejos de mi mejor potencial. Trato de apartar de mi cabeza los pensamientos de rabia al ver cómo se me escapa otro Tour que tenía la sensación de haber conseguido si este contratiempo de la gastroenteritis no se hubiese instalado en mi cuerpo. Ahora toca minimizar pérdidas. Miguel ni se da cuenta cuando cedo. Él ya no está pendiente de mí, esta vez no debe hacerlo. Le dije que hiciese su carrera, y así tiene que ser.
«Qué curioso. Todo empezó aquí hace cinco años. ¿Te acuerdas, Pedro? Prácticamente el mismo recorrido de hoy». Menos mal que queda eso, los recuerdos, para ir ascendiendo este tortuoso puerto que hoy me machaca y que aquella tarde de 1985 me encumbró por primera vez en el Tour de Francia…
* * *
La niebla. Otra vez la niebla, tan espesa como meses atrás, en Navacerrada, en la etapa que me puso en bandeja la Vuelta a España cuando ataqué. Otra vez la niebla lo cubre todo, hasta en el verano de este Tour de Francia que parece haberse apagado de golpe.
—¡Venga, dale, dale, daleeeee!
Lo único que distinguen mis sentidos son los gritos de Txomin Perurena, mi director. Va en el coche bien pegado a mí, porque la niebla lo borra todo a los pocos metros. Las montañas, la carretera, hasta las motos que se supone que me rodean. No logro distinguir nada más que dos halos circulares de luz cuando me vuelvo para atrás. Imagino que serán las luces del coche del director de carrera o de Txomin.
—¡Aprieta, aprieta, que viene Lucho a medio minuto!
«Ostras. El colombiano ha atacado al empezar el puerto, justo cuando Pello me ha hecho el primer kilómetro. Con lo fuerte que está Herrera este año, me va a pasar que ni lo voy a ver».
Pedaleo con todas mis fuerzas, pero mi cabeza se debate entre hacerle caso a mi corazón, seguir derrochando mis energías, o esperar a Herrera.
«¿Qué hago?».
En los tres primeros kilómetros me ha recortado medio minuto, del minuto de ventaja con el que empecé.
No paro de tirar hacia delante, ni bajo el ritmo, «pero ¿y si me estoy inmolando? ¿Y si llega Lucho, me pasa como un misil y no soy capaz de seguirle? Voy a quedarme sin opción de luchar por la victoria de etapa. Me voy a quedar sin nada. Con el Tour tan gris que llevo, casi tanto como este día que tenemos hoy. El catarro y la fiebre que pasé en los Alpes, y ahora que estoy recuperado y con la opción de victoria a tiro, el colombiano me va a privar de ello. Realmente verle subir es precioso, parece que no le cuesta dar a los pedales en estas rampas. Pero no me puedo dar por vencido…».
—No sé si esperarle, Txomin —le transmito cuando se pone a mi altura para animarme.
—¡Lo que tú veas! ¡Como tú quieras!
«¿Qué hago? Solo tengo este cartucho. ¿Y si lo estoy malgastando?».
«Igual merece la pena levantar un poco el pie, esperar a que llegue para aguantarle a rueda y así respirar un poco, porque a este ritmo no sé si voy a llegar hasta arriba yo solo».
Todas estas dudas me paralizan. «Sé que me falta confianza en mí, pero con el Tour tan amargo que me está saliendo…».
Logro distinguir un cartel a un lado de la cuneta: 5 kilómetros para la meta.
—¡Treinta segundos! ¡La diferencia se mantiene! ¡¡Delgado —me grita Perurena—, aprieta, que le estás aguantando!!
Decido no aflojar, aunque empiezo a notar que la vista se nubla a veces por la fatiga. «Que sea lo que tenga que ser, pero viendo que las diferencias se mantienen, hay que apostar fuerte». Aprieto los dientes y saco lo poco que tengo dentro. «Tengo que darlo todo aquí, en estas cuestas que subimos por primera vez en el Tour hasta la cima de Luz Ardiden. Si me coge Lucho, que sea con mucho esfuerzo, todo el que yo estoy haciendo ahora, y así, si llega a mi altura, lo hará estando bien madurito».
«¡Vamos, Pedro! ¡Vamos! Tienes que hacerlo». Ya veo la señal de los 4 kilómetros y no me dan nuevas referencias. «¿Eso quiere decir que la diferencia se mantiene? Tienes que conseguirlo». Estrujo la espalda, los riñones y pedaleo fuerte escalando.
—¡¡Se ha quedado estancado, Delgado!!
Solo por llamarme por el apellido ya reconozco que el que se desgañita detrás de mí sigue siendo Txomin. En su tono está toda la emoción contenida de ganar esta etapa. ¡Como para no estarlo! Estamos calcando la estrategia tal cual nos ha dicho antes de salir.
—En el Aspin, el primer puerto del día, sería bueno que tú, Pepe [del Ramo], te fueses y, cuando estés coronando, que salte Pello, que baja bien, y se vaya a por ti. Tú, Pepe, esperas a Pello y entonces tiras de él hasta el pie del Tourmalet, ¡hasta donde llegues! Pello que vaya solo, y entonces tú, Delgado, en la parte final del Tourmalet, por la Mongie o así, atacas. Pello te esperará y ganas tú.
No puedo evitar sonreírme a pesar de lo que estoy sufriendo en estas rampas. La niebla persistente no me deja ver qué me viene por delante, si un descansillo o un trecho más duro. Voy a ciegas entre la niebla de Luz Ardiden. ¡Resulta que la táctica está saliendo clavada a como ha dicho! En cuanto Hinault, que tiene un pacto de no agresión con los colombianos, le ha pegado el bufido a Herrera en plena ascensión al Tourmalet he visto el momento y les he atacado, después con Pello, pero ahora solo…, navegando en este mar de nubes sin ver nada. Solo niebla.
«Vamos, Pedro, no te desconcentres. No dejes de tirar».
—¡¡Venga, que le estás aguantando!! ¡Siguen los 30 segundos, Delgado!
¡¡Último kilómetro!! Ya veo el banderín rojo, ahora sí que sí la victoria es mía. ¡No me lo puedo creer!
* * *
Hace ya seis años de aquel Tour, donde conseguí dar la vuelta a todas mis dudas. Pero ahora todo es distinto. Han pasado muchas cosas… Ahora la motivación es otra, las piernas han fallado y toca apoyar a Miguel. ¡Y… menos mal!
Mis pensamientos se interrumpen con la voz de José Miguel cuando estamos llegando al hotel:
—Pedro, a partir de hoy te he puesto de compañero de habitación a Miguel. Quiero que le ayudes a estar tranquilo, que le filtres las llamadas y seas tú el que coja siempre el teléfono para que no le molesten, y que controles quién entra y quién sale de la habitación, que no le importunen.
Acepto encantado, a pesar de que somos totalmente distintos. A mí, por ejemplo, me encanta relajarme tras la cena leyendo hasta tarde, mientras que Miguel es mucho más metódico. Cuando sube a la habitación le gusta ponerse a dormir cuanto antes.
Pero a mí no me importa. Seguro que nos entendemos.
Pasa una noche, dos. Y a la tercera, cuando hemos cubierto la decimoquinta etapa con final en Gap, llego a nuestra habitación y ni rastro del líder del Tour. No veo allí ni siquiera su maleta.
«¿Dónde está Miguel?».
Salgo al pasillo y busco a Manu Arrieta, uno de nuestros masajistas y encargado del reparto de las habitaciones.
—¡Manu! ¿Dónde está Miguel? Que me dijo José Miguel que tenemos que compartir habitación y hoy no estamos juntos —le pregunto con rostro de preocupación.
—Ya, ya… —Manu titubea en la respuesta—. Pero me ha dicho Miguel que no…, que le cambiase de compañero.
—¡¡¿Cómo?!! —Ahora sí que me preocupo—. ¿Y por qué?
—Ay, no sé. Pregúntale a él.
—¿Qué habitación tiene?
No puedo dejar de preguntarme qué le habré hecho. Yo, sacrificándome, acostándome antes por él, apagando la luz a la hora que a él le gusta dormir. Repaso mentalmente las últimas noches que hemos compartido juntos. No he encendido la televisión en ningún momento. Tampoco me he quedado a leer muy tarde…
Le encuentro con Marino Alonso.
—¡Miguel! ¿Pero qué pasa? ¿Te has cambiado de compañero?
—Sí, Pedro, perdóname. Pero es que contigo lo paso mal…
—Pero ¿por qué? Sea lo que sea, dímelo, que yo trato de cambiar para que estés a gusto…
—Son los bocadillos, Pedro. Lo paso mal al verte comer así después de la etapa. Ya sabes que yo no puedo comer tanto y me estás matando de hambre a nivel psicológico.
—¡¡Ah, bueno!! Si es por eso… ¡Pensaba que era por mí!
—No, ¡claro que no! Pero es que verte comer y yo tener que aguantarme y privarme de todo eso, con el hambre que paso, me hace pasar más hambre aún.
Ahora lo entendía todo. Miguel, con su masa y su envergadura, tiene que cuidar con gran esmero la alimentación para evitar coger peso y estar competitivo en los puertos. Su físico le hace ganar peso incluso durante una carrera tan dura como el Tour si no toma precauciones.
Acabada la etapa, en la habitación, teníamos normalmente un bocadillo, una lata de cerveza y unos mantecados que devoraba mientras esperaba tumbado en la cama a que me tocase el masaje y para apaciguar el hambre hasta la hora de la cena, a las ocho y media. Y, mientras, Miguel, al lado, debía de mirarme y sufrir con su tarro de muesli y su zumo de naranja. Yo no había caído en el mal rato que pasaba al verme comer todo eso, sobre todo con esa hambre atroz que tenemos todos nada más finalizar las etapas. Para él, ganar el Tour de Francia era una cuestión de peso.
En este Tour, mi papel, lejos ya del líder, me permite desahogarme cuando veo cosas que no me gustan dentro del equipo, en ese ideal cuando empecé a ser ciclista de «todos para uno y uno para todos». Ha ocurrido esta misma tarde, en la parte final de la etapa.
Hasta ahora, siempre he notado que, siendo líder me costaba un poco de trabajo echar broncas, llamar la atención a algún compañero o cualquier cosa por el estilo si no estaba contento con su actitud. Me imponía una barrera moral. Me convenía pensar que todos y cada uno de ellos estaban dando el todo por el todo de sí mismos y que si se quedaban o directamente no tiraban, era porque no podían. Pero ahora que estoy en este otro papel, es como si sintiera más libertad para decir las cosas que pienso. Porque soy un igual.
Echar en cara un comportamiento de poco compañero cuando era líder me parecía un acto de soberbia por mi parte, y tampoco he sentido que alguien se guardase fuerzas que sí tenían. Pero hoy sí lo he apreciado. Ha sido cuando se ha marchado un grupo de nueve corredores con Fignon, Chiappucci y Bugno, entre otros, camino de Gap…
Restan 60 kilómetros para la meta y solo quedamos Rondón y yo del equipo tirando a tope para neutralizar un grupo tan peligroso. Cada vez los vemos un poco más lejos, el trabajo no es suficiente y la desesperación empieza a apoderarse de nosotros, hasta el punto de que Induráin tiene que empezar a colaborar. En el cartel de la moto ya nos indican que están a 1 minuto. Se nos está yendo el «caballo».
Tras tirar muchos kilómetros, veo al fondo un maillot del Banesto.
Tengo que enfocar de nuevo la mirada, pues el sudor se mete en los ojos y no te deja distinguir bien.
«Sí, es un compañero. ¿Quién será?».
«¿No se habrá dado cuenta de la situación tan delicada que tenemos?».
«Ha tardado un montón en reaccionar».
«¡Es Philipot!».
Según le alcanzamos le indico que «a tope, a tirar».
No he coincidido mucho con él este año en las carreras, pero ya en el hotel me dicen que no es la primera que lo hace, que mira mucho por sí mismo.
Han sido muchos kilómetros de persecución. Al final no ha pasado de ser un susto. Pero también hay que dar las gracias por la colaboración de los equipos españoles Amaya, ONCE y Clas, que han puesto algún corredor a tirar, si no…, no sé qué habría pasado.
Toda mi rabia la guardo para la cena. Cuando estamos todos juntos a la mesa, no me contengo y se lo suelto todo.
—¡Eh, Fabrice! Tú aquí has venido a tirar del carro, como hacemos todos. Y a estar con Induráin siempre que se pueda.
—¡Perdón! Como no venía el coche del director, estaba esperando instrucciones.
—¡¿Instrucciones…?! —le corto de inmediato—. Van escapados Bugno, Fignon, Chiappucci, tercero, cuarto y sexto de la general, ¿y necesitas instrucciones…? Esto es un equipo, y aquí todos estamos para ayudar a Miguel. ¿Te queda claro?
Los demás no dicen nada y Philipot agacha la cabeza. Y las orejas. Hasta yo me sorprendo de mí mismo. Estoy seguro de que de líder no habría dicho tal cosa, pero es que me ha sentado tan mal…
He asumido el papel de capitán de este equipo. Sé que este es el lugar que me corresponde ahora. Antes trabajaban para mí y ahora me toca currar y comandar este barco. Y me siento bien en este papel porque me veo productivo, sé todo lo que puedo aportar a Miguel y así olvidarme del desastre de Val Louron.
Mañana llega Alpe d’Huez. Hay preocupación en el equipo por cómo va a responder Induráin en esta decisiva etapa alpina frente a los ataques, fundamentalmente, de los italianos Chiappucci y Bugno. Es una etapa demasiado corta, 120 kilómetros; a Miguel le van mejor las largas, y ahí quiero estar con él, hasta el final, siendo su gregario de lujo. Esta es ahora mi gran motivación.
Todas mis ilusiones se van al garete a las primeras de cambio: un ataque durísimo de Bugno al poco de comenzar el puerto selecciona la carrera en unos diez corredores y yo no puedo estar con Miguel. Los veía siempre ahí, cerca, pero inalcanzables.
Estoy exprimiendo mi cuerpo todo lo que puedo y no soy capaz de seguir el ritmo.
Qué desilusión más grande. Otra vez me estoy fallando a mí mismo. Esta vez siento que es a mí, y solo a mí. Ya llevamos el maillot amarillo en las espaldas de Miguel Induráin y afortunadamente no está solo: Jeff Bernard está con él haciendo un auténtico etapón, pero mi motivación era estar cerca de Miguel en la montaña. En este Alpe d’Huez. Y tampoco soy capaz.
Tengo que resignarme de nuevo este año. En los momentos clave, no voy, no sé por qué. Desde el Giro algo me pasa; allí no estuve fino y no le di más importancia, y me relajé pensando en el Tour. Pero ya estoy metido de lleno en la carrera francesa y siento las piernas de forma extraña, no tienen ese golpe de pedal de otras ocasiones. Están bien, pero no tengo ese cambio de ritmo para seguir los ataques. Tengo una velocidad de crucero, pero me falta explosividad. Es una sensación muy extraña, a las piernas les falta chispa, alegría para exprimirse; además, no llegan a esa frontera del esfuerzo agónico, del dolor con el que convive el ciclista profesional. Y lo más triste es que cruzo la meta cansado, sí, pero no exprimido, no he podido darlo todo. Algo me pasa y no soy capaz de acertar a saber qué es. Esta impotencia me provoca una desazón y una sensación de incompetente que no consigo quitarme de la cabeza.
Menos mal que los días posteriores logro sentirme un poco más provechoso. En Morzine el equipo está de diez y en la siguiente jornada nos toca trabajar de lo lindo camino de Aix les Bains. Vamos a mil por hora desde que hemos salido. No hay quien pare esto. Quedan apenas cuatro días para que lleguemos a París y todo el mundo quiere aprovechar las últimas oportunidades de victoria en esta etapa de media montaña.
En pleno zafarrancho con continuos cortes, unas veces se cuela Chiapucci; otras, Bugno, en grupos de diez o doce corredores. El equipo lo está controlando como puede. A veces se viven momentos críticos, especialmente cuando se meten los dos en la escapada. El pelotón, enfilado, y nosotros en la parte delantera, como todos los días. Pero hoy, a fuego.
En estos tiras y aflojas echo de menos a Miguel, y que no esté más cerca de los italianos. Giro la vista atrás y, para mi sorpresa, no veo por ningún lado su maillot de color amarillo. El instinto me obliga a dirigir la mirada en la misma dirección que va la bicicleta, no puedo despistarme, no vaya a ser que me enganche con otro corredor y provoque una desgracia en forma de montonera. Miro de nuevo para atrás. Nada.
Examino una tercera vez. «Pero ¿dónde está nuestro líder?».
Me topo con mi compañero Rodríguez Magro.
—¡Eh, ¿dónde está Miguel?!
—¡No lo sé, pero esto se está poniendo feo!
—Están Bugno y Chiappucci muy juguetones y no paran de filtrarse en las fugas, Magro. ¡¡Se nos puede escapar el caballo, y como no cerremos el hueco cuanto antes, podemos perder la carrera!! Voy a buscarle, a ver si ha pinchado o qué.
Levanto el pie y me dejo caer por un pelotón en fila de a uno para hacer un repaso más exhaustivo. Bajo posiciones, sigo bajando y nada, ni rastro de Miguel.
Por fin lo encuentro, a mitad del pelotón, pero lejos de la cabeza. No tardo en ponerme a su altura.
—¡Pero, Miguel, ¿qué haces aquí?! Que se nos están colando Chiapucci y Bugno en las fugas y nos van a dar un susto.
—Es que voy mal, Pedro… —me confiesa.
—¡Ah, vale! Pero dínoslo para estar pendiente de ti —le respondo, y me mira con gesto extraño—, ¡que para eso estamos, para protegerte entre todos! Venga, trata de estar más adelante para engañar a los rivales, a ver si se calma un poco la carrera.
Salvamos el día. Y París es una fiesta para nosotros y para Induráin, que ya tiene el Tour de Francia en su poder. Y yo, feliz, encantado. Los periodistas no paran de preguntarme si no tengo celos, si no siento que me han arrebatado mi trono desde mi propio equipo. Nada de eso. Ver a Miguel en lo más alto es para mí un triunfo, incluso una liberación, porque él me ha quitado ese peso de encima que habría sido cargar con toda la responsabilidad de no haber podido estar donde debía. Y además he podido ayudarle. ¿Qué más le puedo pedir a esta temporada tan nefasta?
Soy consciente en este Tour de que hay dos ciclistas que están por encima del resto y de mí también: son Gianni Bugno y Miguel Induráin. Pero hay vida más allá. Si no están estos corredores, confío en futuros objetivos, y lo más importante es recuperarme de ese «freno» que me impide rendir completamente durante esta temporada.
Semanas más tarde, con mi victoria en la Vuelta a Burgos, tengo por fin la sensación de que ese lastre invisible ha desaparecido.
* * *
Echavarri nos cambia los planes de cara a la temporada siguiente: yo haré la Vuelta, Miguel probará fortuna en el Giro y los dos, al Tour, pero yo como lugarteniente en el equipo. No me importa; el poderío del navarro y de Bugno me obliga a aceptarlo, y me siento más que orgulloso por estar en un equipo ganador.
Llego a la Vuelta con la confianza de siempre, con las ideas claras: ganar. Algunos me preguntan si mi tiempo se ha acabado. Yo no lo siento así. Es verdad que Bugno y Miguel, en un cara a cara, son más fuertes, pero si ellos no están en carrera, como aquí, puedo aspirar a lo máximo.
También descubro en mí un ciclista diferente. El mismo de siempre, pero algo ha cambiado dentro de mí desde que Miguel ganó el Tour y todo ese espacio que yo ocupaba dentro del equipo lo acapara él. Tengo una sensación más relajada a la hora de competir. Es como si disfrutase más de la competición, como hacía mucho que no me sucedía. Ya no tengo encima esa presión del equipo de no fallar que tanto pesa, de estar concentrado en la carrera todo el rato, que en muchas ocasiones me hacía ser arisco, mantener a distancia a los periodistas o a la gente, siempre obsesionado con descansar y no distraerme con agentes externos que podían hacerme perder energías extras que luego podría necesitar.
Noto que estoy reencontrándome con una parte de mí que creía olvidada en los últimos años. En esta Vuelta vuelvo a disfrutar con el ciclismo de ataque, con el pícaro que yo era en mis inicios. El momento más delirante de esta actitud fue en la etapa camino de Luz Ardiden, previo paso por el Tourmalet.
En este mismo puerto, pero en la vertiente de la Mongie, casi un año antes, en el último Tour, me vi vencido, arrastrándome; en cambio, ahora es el trampolín hacia mi nuevo yo. O al anterior yo, más bien, que está volviendo a mí. Qué diferentes son estas carreteras del pasado mes de julio, cuando el sol derretía el asfalto, y a mí. Y ahora estoy aquí, entre el frío y esta bruma que parece que me empuja, otra vez una aliada que nunca he sentido como tal, y este viento helador que nos azota la cara pero que, además de frío, me devuelve, a base de ráfagas, mis mejores sensaciones.
Aquí vamos el grupo de los favoritos, entre esta niebla de primeros de mayo que se adueña del paisaje pirenaico. El frío nos congela a todos; la lluvia, por momentos, amenaza con ser nieve según vamos ganando altura hacia la cima. Vamos poco más de media docena de corredores, los más fuertes de esta edición, en este ascenso a los infiernos helados: Lale Cubino, del Amaya, escapado; el suizo Tony Rominger, que hace unos días se cayó y a punto estuvo de retirarse, aguanta de momento con su compañero del Clas Fede Etxabe; también Marco Giovannetti y los compañeros del fugado Fabio Parra, el líder, Jesús Montoya, y yo, del Banesto. Los seis escalando el Tourmalet. La selección ya está hecha. Trato de mantener la concentración en la carrera y no pensar en el día de perros que estamos viviendo. Aislar mi mente del frío y del sufrimiento para seguir adelante. El día está siendo dantesco, pero siento que mis piernas responden. Estos puertos, por su longitud y dureza, hay que afrontarlos con precaución, y decido esperar al último. Mejor mantenerme con los corredores del Clas y tener aliados frente a los corredores del Amaya. Aunque creo que todos están demasiado pendientes de mí. Sé que el suizo es un corredor valiente y da siempre la cara. Mejor con ellos que meterme en la aventura de ir solo a por Cubino.
Las gotas de agua se mezclan con el sudor y en un lento caminar me producen un cosquilleo al deslizarse poco a poco desde el cabello a mi rostro. La fina lluvia parece hecha de minúsculos alfileres al caer y golpear contra mis piernas, brazos y manos. No me he puesto los guantes de invierno, y la equipación es toda la de verano, salvo por los manguitos que llevo arrebujados en las muñecas; hasta que no llegue el descenso del Tourmalet no pienso subírmelos. «Así que pedalea rápido, Pedro. Aunque solo sea para entrar en calor, ¡para no morir congelado aquí arriba!».
Respiro acompasado y fuerte al mismo tiempo. El halo que sale despedido de mi boca parece convertirse en humo, como si todos estuviésemos fumando. Es el contraste del frío externo y el calor que emana del interior de nuestro cuerpo.
El peso de la carrera la llevo yo, ¡cómo no! Tiro, intento atacar, levanto un poco el pie, trato de involucrar a los hombres del Clas para que colaboren…
«¡No querrán que haga yo todo el trabajo!».
Trato de mantener la calma y tirar hacia adelante. En un lance levanto el pie, invitando a otros a coger mi relevo. Todos paramos por momentos, y yo sigo disminuyendo la velocidad. Por fin, Rominger recoge mi guante y se pone a tirar. Aprovecho para ir al coche y pedir referencias del escapado y cómo viene la carrera detrás. Al descolgarme, veo que Montoya está todo el rato pegado a mi rueda. Da igual lo que haga: acelere o me siente. Él, como una lapa. Le miro, le hago un gesto con el cuello para que pase.
Nada.
A ver, lo entiendo porque lleva delante a su compañero Cubino, pero también se puede vigilar sin necesidad de ir a rueda. Máxime siendo tan pocos en el grupo.
Uno de los coches de su equipo se acerca para dar instrucciones. Con el espesor de la niebla apenas se puede distinguir nada, pero las voces son perfectamente perceptibles, sin necesidad de agudizar el oído:
—¡Montoyitaaaaa! Tú, a rueda de Delgado.
Las voces son intransferibles. Y la de Mínguez es inconfundible. Único e inimitable. Es él. Es él quien está aleccionando al líder, a su corredor, para que no se despegue de mí ni un centímetro.
Me río para mis adentros. Pero resulta que, sin quererlo, Mínguez despierta mi parte más juguetona. La que yo creía olvidada, casi enterrada desde hace años. Porque siento que me está provocando. Y resulta que me encanta. Y entro en el juego.
Poco a poco voy perdiendo posiciones en el grupo cabecero. Me descuelgo y me pongo el último, excepto Montoya, que sigue detrás de mí, pegadito a mí. Hago como que me quedo y el grupo se va del todo. Y el líder que no se mueve de mi rueda.
Les dejo 10, 20 metros… Cada vez pedaleo más despacio. Finalmente, el líder reacciona y me adelanta sin ni siquiera mirarme de reojo, y se marcha a por ellos.
Al fondo, entre la niebla, vislumbro las míticas galerías previas a la estación de la Mongie. Aún nos queda casi la mitad de la ascensión hasta la cima del Tourmalet. Yo emprendo el mismo camino que el maillot amarillo. Al llegar a la altura de todos, mantengo la velocidad de caza y la utilizo como lanzadera para atacarles, dejándoles a todos secos.
Escucho por detrás los gritos. Es la voz profunda y única de Mínguez:
—¿¡Qué te he dicho, Montoyita!? ¡¡Que a rueda de Delgado todo el rato, cojones!!
No puedo evitar reírme para mis adentros con las voces de Mínguez. Porque hace algún tiempo, casi en otra vida, a mí también me tocó sufrirlas en primera persona. ¡Qué recuerdos! Mientras prosigo con mi aceleración, me vienen a la mente imágenes casi tan nítidas como si hubieran sucedido ayer…
* * *
¡Uff!! Qué «pestosa» es esta maldita carretera. ¿Cuánto le quedará a esta subida? El Cerro de San Pedro se hace interminable entre el asfalto irregular y la pendiente, que sin ser mucha, se me está haciendo larguísima. Al fondo, mirando hacia arriba, atisbo una casita, tiene pinta de ser la cima.
«¡Venga, Pedrito!».
He contraatacado después de unas escaramuzas y voy solo desde hace un rato.
«¡A tope, a tope, a tope…! ¡Ya no paro!». Me voy animando yo mismo. No quiero mirar atrás. «¡A tope!».
Es el Trofeo Pedro Herrero, una de las citas más señaladas del calendario amateur en Madrid. Aunque podría seguir corriendo como juvenil, necesitaba alicientes para esta temporada de 1978, y nada más correr el Campeonato de España de juvenil he saltado de categoría en el bloque, que el Moliner Vereco tiene también de aficionados, con el prestigioso director Javier Mínguez.
«¡Venga, Pedrito! Aprieta, que vienen ahí». Los puedo ver. Y todavía peor: ellos a mí también.
—Venga, Pedrito, vengaaaaa, ¡¡con dos cojones!! —Es Mínguez, que acaba de llegar a mi altura con el coche para darme instrucciones.
Está casi más enloquecido que yo, ¡y eso que él solo lleva un volante y no pedalea! Yo no paro, sigo con el pulso a mil, todo lo rápido que puedo y todavía un poquito más.
—¡Vamos, Pedrito, que vienen, me cago en tu madre! ¡Vamooooos! —me empieza a animar con medio cuerpo fuera del coche.
«¿Pero qué dice?».
—Vamos, Pedritooooo. Me cago en tu padre, ¡vengaaaaa! ¡Con dos cojones! ¡Vamoooos! Dale fuerte.
«¿Pero por qué dice esas cosas?».
—Por tu madre, Pedrito, pedalea más fuerteeeeee. Me cago en tu padre, ¡vengaaaaa!
Se acabó. Me vuelvo hacia el coche y le miro seriamente. Mi rostro no deja lugar a dudas de mi cabreo. Le señalo con el dedo y le hablo alto:
—¡La próxima vez que te cagues en mi madre o en mi padre me paro! ¿Has oído? Me da igual perder la carrera. ¡¡Paro ahora mismo!!
Era tímido yo por aquel entonces, pero también tenía mi genio.
Qué tiempos aquellos. En el mismo instante en que saqué toda esa rabia Mínguez se amedrentó:
—¡No, no, no! Que vas muy bien, Pedrito. ¡Venga, sigue! —me dice al instante. Seguro que pensaría que quién me creía yo, un mocoso… ¡ay! Qué grandes momentos.
* * *
Regreso al presente, curiosamente echando la vista atrás, a ver qué daño he hecho.
Tony Rominger es mi primera víctima. A duras penas me alcanza Jesús Montoya y se suelda a mi rueda, ¡¡cómo no!! Obediente a las órdenes de su director.
Queda aún mucho puerto y prefiero levantar el pie y volver a hacer grupo, buscando la alianza de los Clas. Como me ha tocado un poco el orgullo con esa forma de correr, me giro y le digo:
—¡Jesús, entiendo que me vigiles, de verdad que no me importa, pero no hagas el ridículo yendo todo el rato a mi rueda!
—Yo, yo… —titubea—. Yo, lo que diga Mínguez…
Como para no hacerle caso con la bronca que le había echado. Bueno, y que le sigue echando, porque Mínguez no calla, con medio cuerpo asomado por la ventanilla, gritando desgañitado y sin dejar de dar golpes con su mano a la puerta del coche:
—¡¡A rueda de Delgadooooo!! ¡Y si se para, tú te paras también!
¡Anda! Mira por dónde el técnico vallisoletano y toda su bravura acaban de darme la mejor idea posible. Ahora, el que le va a hacer caso soy yo.
Reduzco de nuevo la velocidad progresivamente. Los rivales no deben de entender nada y siguen a su paso. Yo, cada vez más despacio, un poco más, más despacio todavía… Y Montoya, a rueda, soldado. Como la pendiente no deja de subir, es cuestión de segundos que suceda lo inevitable: que mi bici se pare y yo eche pie a tierra. Y así sucede.
«¿Y ahora qué, Montoyita?», pienso.
Jesús comprende que está jugando a un juego que a él, como líder, no le conviene. Cambia el ritmo y marcha hacia el grupo de los favoritos. A mi lado, con el coche del Seguros Amaya casi parado también, Javier Mínguez me mira y no dice nada.
Así que arranco, reemprendo la marcha y, llegando de nuevo a la altura de todos, vuelvo a atacar.
«Lo bien que me lo estoy pasando… Hacía tiempo que no disfrutaba de esta forma de correr, siendo así de granuja».
De nuevo tengo al maillot amarillo a mi rueda, vigilándome, pero Mínguez ya no vuelve a abrir la boca salvo para animarle.
—¡Montoya —aprovecho para decirle—, así no vas a ganar la Vuelta! Y yo tampoco. La va a ganar un tercero como sigas corriendo de esta manera.
En los últimos kilómetros de Luz Ardiden ataca Rominger, el único que había colaborado conmigo, y le dejo ir, buscando en última instancia una reacción de Parra o de Montoya para proteger a su compañero fugado, pero no se fían de mí. Así que el suizo consigue poco más de 1 minuto sobre nosotros, de un valor precioso para el desenlace de la carrera. Hemos metido al tercer corredor en discordia, de otro equipo, para la general. El suizo ya es segundo; yo, cuarto.
Interpreto que tener a otro hombre en la clasificación general me interesa para ese duelo desigual de «yo contra todos» y así poder tener un potencial aliado atacante en las próximas etapas. Con lo que no he contado es con que Rominger, el ciclista que quería abandonar días antes, se transformara en un corredor con opciones claras de ganar la carrera, pero…
«¿Y todo lo que estoy disfrutando?».
Llega la etapa talismán de la Vuelta: los Lagos de Covadonga. Aquí las he vivido de todos los colores: la victoria del 85; la derrota del año anterior, cuando perdí el amarillo frente a Éric Caritoux; en el 89 salvé el amarillo por un par de segundos… Gloria y miseria en este final asturiano. Así que si alguien sabe de sobra cómo tengo que actuar, ese soy yo.
La etapa la tengo en la mente, sé a la perfección cómo dosificarme, soy consciente de que es una ascensión que hace que, por muy buenas sensaciones que uno tenga al principio, el final pueda ser otro. «Así que tranquilo, Pedro, no te emociones antes de tiempo».
Asturias nos recibe con un cielo azul. El sol luce de pleno y hace brillar el asfalto, las cunetas todas plagadas de gente ya desde la Santina. Comienza la ascensión.
Empiezan a ceder ciclistas como moscas del grupo cabecero. Ni Breukink ni Cabestany aguantan el ritmo, tampoco Roche. Ni siquiera Millar.
Mis gafas de lente oscura me protegen el gesto y lo esconden de los rivales. Me siento pletórico.
Este mágico túnel de sonidos que provocan los gritos del gentío congregado me hechiza, me abstrae por momentos del dolor de piernas. Me siento totalmente embrujado entre este efecto: el estruendo que suena hueco, el movimiento casi celestial del público abriéndose a la vez hacia la cuneta para ensanchar el estrecho pasillo que ellos mismos han creado con su fervor. ¿Cuántas horas llevarán esperándonos? En esa pasión con la que rugen está la respuesta. Emociona. Contagia casi.
Pero… «tranquilo Pedro, recuerda: no te dejes llevar por las emociones, ya conoces de sobra este puerto y sabes de su peligro».
«Espera».
«Donde no hay que atacar bajo ningún concepto es en la Huesera, esa recta interminable con las rampas más duras. Ahí tienes que dejar que haya algún valiente y apriete al resto. Y quemar tu cartucho después».
Y sucede.
Mi previsualización se rompe con un grito. Un aullido de desesperación.
—¡Para, Fabito! ¡Para!
Es Fede Etxabe, que brama a Fabio Rodríguez para que detenga el paso. «Besito Lindo» le llaman, por su labio leporino. Parece que no escucha porque sigue con la marcha asfixiante en las rampas más verticales de la Huesera y no se da cuenta, pero está ahogando a Tony Rominger y a Fede, sus compañeros.
El suizo se queda.
Y Etxabe no para de gritar.
Por fin, Besito Lindo levanta el pie, pero el daño ya está hecho y yo ni me he movido todavía.
Ahora solo hay que esperar un poco más.
Me siento como un animal en plena caza. Puro instinto, oliendo la sangre de los rivales heridos. Esperando mi momento.
El relevo lo coge su paisano Martín Farfán, del Kelme. El ritmo no es tan duro y nos permite respirar por unos instantes. Pienso ya en atacar, pero no quiero precipitarme, pues me puede pasar factura a mí también.
Espero acechando las piernas de cada uno. Escruto sigilosamente los ojos inyectados en sangre de Montoya, siempre pegado a mi rueda, o la mirada a la nada de un desconcertado Fabito.
Pruebo un cambio de ritmo pasada la Huesera, en una zona más suave. Montoya, como un sabueso, me coge rueda. Nos quedamos los dos. Levanto el pie.
Espero a la siguiente curva, donde la pendiente vuelve a ser durísima. Es el Mirador de la Reina.
Aquí no ataco, empiezo a acelerar poco a poco según la pendiente se vuelve más pronunciada. Montoya, siempre que le he probado, ha aguantado mis ataques más explosivos. Pruebo a ver si un cambio de ritmo sostenido consigue romperle.
«A tope, Perico, y sin mirar atrás».
Es el momento de liarla.
«Ahora o nunca». Me voy dando ánimos para mis adentros.
Me alzo encima de la bicicleta para mantener la velocidad más alta.
La corona de 21 dientes me cuesta; podría poner la más grande, de 23, pero quiero todo o nada. Las piernas están a punto de explotar.
Siento a Jesús a mi rueda. No quiero mirar atrás. Sigo de pie sobre la bici.
«¡Un poco más, Pedro!».
Sé que le estoy llevando al límite. «Ahora no puedo parar».
Escucho detrás la moto de la televisión, que nos sigue en su ronroneo. ¡Quién pudiera ir montado en una de esas para ir más rápido!
—¡Se está quedando! ¡Se está quedando el líder! —oigo al cámara.
No tengo que volver la cara para saber a quién se refiere. Aprieto, no cejo en mi empeño porque sé lo que eso significa. Porque cada vez escucho más lejano el aliento de Montoya. Le estoy soltando. Me estoy quedando solo y me siento poderoso, majestuoso. Superior.
Al poco rato miro para atrás y, efectivamente, ya no hay nadie que pueda seguirme. Estoy volando. Ahora sí pongo la corona de 23 para mantener vivas las piernas, a punto de explotar, y, como si fuese una contrarreloj, asaltar el amarillo.
Vuelvo a hacer míos los Lagos. ¡Por fin una victoria de etapa! Qué bien me sabe y cuánto me libera después de todo lo acontecido, de tanto marcaje y vigilancia. Me reencuentro con mi yo de la Vuelta del 89, ese Perico tan fuerte y sólido precisamente hasta aquí, hasta los Lagos, donde todo se empezó a torcer y gané la carrera por los pelos. Esto me sabe casi como una recompensa por aquel fallo de hace tres años.
He podido con todos, y encima ya soy segundo en la general.
¡Pero ojo con Tony Rominger! El convidado de piedra está marchando magníficamente. Realiza un final de etapa impresionante y adelanta incluso a Montoya. Es tercero en la general, y para mí, teniendo presente la larga contrarreloj de Fuenlabrada, es ahora el gran favorito: lo tengo a 12” detrás y con Montoya a 55’’ de ventaja sobre el suizo. Hay que seguir jugando a ciclistas si quiero ganar esta Vuelta.
Debo ampliar las diferencias antes de la crono de mañana en Fuenlabrada, y no tengo otra: atacar. Pongo el ojo en la etapa de Ávila, a tres días del paseo triunfal en Madrid. Un calco de la etapa de la Vuelta del 83, donde Hinault puso la carrera patas arriba bajando el puerto del Pico y rematando en Serranillos. Si él pudo sorprender, ¿por qué yo no?
Quedan más de 90 kilómetros para la meta, ya hemos pasado la subida a Peñanegra; nos queda Serranillos y Navalmoral. Sé que está lejos. Sé que es un suicidio. Sé que estoy loco.
Pero tengo que intentarlo.
Tengo por delante en una fuga a mi compañero Paco San Román, que marcha con Martín Farfán, Edgar Corredor y William Palacio. Y ahora es mi turno. Le hago un gesto a Marino Alonso; él ya sabe lo que tiene que hacer.
Arrancar.
No espero como hizo el francés en la bajada: aprovecho el avituallamiento situado a pie del puerto de tercera categoría del Pico para sorprender a todos los moscardones que he tenido todo el día a mi rueda.
Y les sorprendo. Nadie esperaba un ataque en este punto, tan necesitados de cargar comida en el único avituallamiento del día, y les pillo en «fuera de juego».
Abrimos un pequeño corte, lo suficiente para aumentarlo en el descenso. Marino vuela en este terreno. Yo, como una moto, a su rueda. Empieza la ascensión a Serranillos y Marino Alonso ya no puede más; yo voy en solitario a por los corredores que van delante. De sopetón, el asfalto de piso irregular se transforma en suelo liso. La carretera la han arreglado y está mejor que en el 83. En este nuevo pavimento la bicicleta se desliza con más facilidad. No me gusta este detalle, frente a ese asfalto irregular que recordaba, pero la suerte está echada. Mientras tanto, desde el coche han avisado a San Román de que hemos saltado del pelotón. Pocos kilómetros después le alcanzo. Aunque la subida no sea muy dura, tengo que darlo todo porque aquí puedo ganar la Vuelta. Me apoyo en mi compañero lo máximo posible, antes de buscar la machada e irme solo.
Con nosotros hemos arrastrado al peleón Chozas, a Vargas y a Quevedo, del Amaya, que enseguida paran a ayudar a su líder. Su apuesta está detrás.
—40 segundos —me dicen que tengo de ventaja.
Estoy a tan solo 9 del amarillo, y siento que puedo acariciarlo. Pero tengo que aumentar esta ventaja si quiero ganar la Vuelta.
Pero Paco no va.
—30 segundos.
—¡Venga, Paco! Hazme 500 metros a tope y lo pruebo yo solo —le digo para que dé una marcha más.
«¡Maldita sea! No voy a poder vestirme de líder hoy. Y si no lo consigo hoy, mucho menos mañana con la crono en Fuenlabrada».
—20 segundos.
Están casi encima. Decido irme solo, aún falta mucho, pero es ahora o nunca. Finalmente, la colaboración de los corredores del Amaya y del Clas, y el asfalto tan fino, que permite rodar mejor en grupo, dan su fruto y me neutralizan.
«Bueno, por lo menos lo he intentado».
Ya en las calles de Ávila, con su preciosa muralla y calzadas empedradas, intento darles un nuevo susto. Arranco, aunque sea cerca de la meta. «Vamos a ver qué pasa…».
Este instinto juguetón no me abandona en la Vuelta. Me sorprendo a mí mismo. Y me encanta.
No saco apenas renta: 3” con Montoya. Rominger ha saltado conmigo, pero he escuchado que se ha ido al suelo y le acaban dando el mismo tiempo que a mí.
En la contrarreloj no tengo mi mejor día. Había gastado mucho tanto física como mentalmente; además, el suizo es un especialista, y con mi poca ventaja sobre él poco puedo hacer.
Así es: 1’41’’ me ha metido Tony Rominger, que ya es el nuevo líder, y con esto tiene la Vuelta a España prácticamente ganada. Es mucho tiempo, demasiado.
Todos le perdonamos la vida cuando estuvo al límite del abandono, y nos ha acabado doblegando.
Ya solo queda la etapa de la sierra de Guadarrama, con la Morcuera, Cotos y Navacerrada, en la que pocas veces pasa algo. Salvo en el 85, cuando di el vuelco a la general y se la arrebaté a Robert Millar.
Pero Rominger no es Millar y yo no tengo a ningún Recio. Esta vez todo es distinto. Y nada sucede.
Cuando quedan 2 kilómetros para coronar Navacerrada hago un amago de atacar, pero Rominger responde sin esfuerzo.
Ya solo queda el descenso y yo no puedo más. No puedo. Pero tengo que intentarlo
«Vamos, Pedro. Una vez más».
Arranco en la bajada, como a mí me gusta, cuesta abajo en este puerto que tanto me ha dado. Intentando volar como en el 85. Queriendo dinamitarlo todo. Hacer explosionar a todo el mundo. Todo corazón, toda mi alma aquí puestos, en este último empeño donde lo dejo todo.
Pero hoy no hay niebla. Un cielo azul y resplandeciente ilumina perfectamente la bajada. Enseguida siento a Montoya a mi rueda, al igual que a Rominger.
«Aquí se acaba esta Vuelta, Perico».
Había que intentarlo porque nunca se sabe… No podía irme con eso dentro, de no haberlo probado, aunque tuviese claro lo difícil de la misión.
Y termino tercero en la Castellana, sí. Y todo lo que tengo dentro de mí es orgullo. Me siento exultante. Es como si me hubiera reencontrado conmigo mismo en esta Vuelta, probablemente, ahora que echo la vista atrás, la más divertida de todas las que he corrido.
Y a pesar de no haber ganado la carrera, es curioso, porque me voy a casa con la sensación de que es la Vuelta de la que más orgulloso me siento. ¡Aunque solo haya ganado una etapa! Y ser el tercero en el cajón del podio. Después de las penurias del año pasado, que no había forma de levantar cabeza y todo me salía mal, de todo lo que sufrí en el Giro, o en el Tour, donde no pude ni estar en los momentos clave con Miguel para ayudarle…; todo lo que ha pasado en esta Vuelta me ha devuelto la confianza.
Me siento reforzado. Aún tengo claro que me quedan grandes tardes de ciclismo en mis piernas, victorias por conquistar. Pueden estar Induráin y Bugno por delante de mí, de eso no tengo dudas, pero aún sigo siendo competitivo. Y sé que alguna grande aún puede ser mía.