salazar ingresa a la vieja residencia de Santiago Eljach. Se convierte en narrador.
“Bajo las sábanas amarillas, cubiertas de polvo, los muebles parecían animales de museo que no se resistían a su condición de olvido. Entré a la habitación. La amplia cama matrimonial estaba al descubierto, con el colchón al aire, exhibido de una manera procaz, ajena a la dignidad de la casa. Algunas manchas de sangre podían observarse todavía sobre la tela que recubría la blanca espuma pero no sabía si aquella sangre era la misma que se había derramado en el crimen o quizás era la huella de una noche de amor. En el fondo siempre es la misma sangre, la del crimen y la del amor.
“El espejo estaba cubierto con una sábana blanca que caía hasta el piso. Recordé entonces que mi madre, en las noches de tormenta, siempre cubría los cristales con una sábana blanca. Quité la sábana y sobre la luna del espejo encontré el reflejo de otra sábana, aquella que cubría el cuadro, misteriosamente reflejado en el espejo. Caminé hasta la pared opuesta y supuse que mi espalda se reflejaba en el cristal. Descorrí la sábana que cubría el cuadro. Pensé en Valeria y en Las Meninas de Velázquez.
“Toqué el lienzo y me acerqué más al cuadro. No me sorprendí. Todo encajaba. La literatura a veces es más interesante que la realidad, pensé. Miré bien, como si estuviera tomando una lección de abismo. También palpé. Me alejé un poco. No había duda. La espada del guerrero estaba desenvainada y sobre la hoja que antes era limpia todavía brillaba una roja mancha de sangre”.
yo estaba boca abajo . Mis nalgas avispadas tenían vecindad con el cielo. Mi hendidura todavía palpitaba. Mi hendidura es aviesa. Como vulva de manzana, como ágata que se abre, estrechita es mi senda, manzanita penetrada. Extrañaba al visitante enhiesto, la lanza que me raspaba noche a noche. Una de mis rodillas tenía fisuras. Agujas pequeñas florecían en mi vientre. Ardían mis entrañas pero había frío hasta en mis dientes. Mis alitas estaban allí, recogidas. No volaban ni crepitaban. Yo también era hielo pero hielo que arde. Tocaba el cemento. Fucilazos poblaban aquella noche. Sentí al hombre levantado, detrás de mí, poderoso. Sus leños todavía ardían pero ya empezaban a apagarse. Sus manos tenían cierto virtuosismo. Me diseñaba. Había mucho talento en la oscuridad de su cuerpo. Me disponía con elegancia, con eficacia me penetraba. Como una estrella su lanza se abría dentro de mí. Me destrozaba siempre. Pero, sobre todo, no me amaba.
Mi senda estrecha le gustaba, la adoraba. Su nave se acoplaba en mi interior, alunizaba en mi cráter. Mi oscuro agujero era su blanco, sus manos visitaban mi vientre. Los cabellos ardían y aún en las sombras reflejadas yo veía sus destellos. Era un maestro que me encendía. Pero ya no tenía nada más. Y mis alas pedían viento. Mis ojos querían otras luces. Otro fuego empezaba dentro de mí. Aquello debía terminar. Y no había solución. Pude amarlo pero solo tenía ojos para sus eternos titulares. Y para el enigma de un crimen que sucedía en la vecindad.
Entonces mi mano tomó el cuchillo y el filo se hizo precioso. La punta me gustó. Mi hendidura palpitó, hice una contorsión como bailarina que ensaya. Y yo sentí un viento al otro lado de mi espalda.
Llegué hasta él. Me fui queda. Su brazo se descolgaba. Su leño era ahora manso. No tenía fuerzas para reaccionar. Dibujé una parábola. La serpiente le llegó hasta el hombro. Y comencé a danzar. Hice gimnasia con el cuchillo y el cuerpo. Mi brazo se volvió palanca. La daga era un instrumento. Su gargantilla era la meta, allí terminaba el baile de mi serpiente… Me complacía hacerlo. Era como el amor pero al revés. La sangre. No tendría que lavar las manchas de su bata. No tendría que restregar con detergente. Otra contorsión y su pecho enrojecía. Otra vuelta mía, otro salto en el aire y su hermoso muslo se abría. Allí también llegaba la sangre. No tenía fuerzas. Todas las había depositado en mis entrañas. Estaba lleno de mí, estaba lleno de sí. Me dejaba llena de babas y yo le devolvía mis dagas. Al principio no lo entendí. Sus palabras no tenían sentido. Pero decía algo del crimen, y sus papeles se confundían con el viento de la noche.
“Por favor, llévame sobre la mesa, no quiero morir en esta alfombra”.
“¿Por qué?”.
Y entonces fue cuando dijo:
“Un cadáver en la mesa es mala educación…”. Lo dejé caminar sobre la mesa. Se apoyó en mi hombro. Pronunció sus parlamentos, sus letanías sobre las etiquetas y las noticias. “Siempre quise colocar ese título pero nunca pude encontrar un cadáver en la mesa del comedor. Sabes, Escarlata, las acciones son tales para desembocar en un título. Creo que he encontrado el sentido real de mi vida. Escribe sobre mi cuerpo ese título que siempre soñé”.
Tomé una hoja de papel y escribí el letrero que me pedía. Allí dejé su cuerpo bien servido. Mis alas se agitaron y despegué, lenta, como su almita. Me elevé hasta la marquesina. Abajo quedaba él. Una cascada roja caía sobre el piso. Los helechos parecían más verdes.
Volví a florecer.
Desplegué mis alas.
Flamante.
Y salí para siempre de aquella escenografía.