XXXIII

FLOR DE LOS GUERREROS ¿Qué hace Tito Larcio?

CORIOLANO Está ocupado en dar decretos; condena a muerte a los unos, destierra a los otros; rescata a este y perdona a aquel; asusta a los restantes.

SHAKESPEARE, Coriolano

El continente y la fisonomía del eclesiástico prisionero ofrecían un raro contraste de orgullo ofendido, de ajada coquetería y de terror físico.

—Y bien, ¿de qué se trata, señores? —dijo en un tono en el cual se confundían estas diversas impresiones—. ¿Qué significa semejante proceder? ¿Sois turcos o cristianos para atreveros a tratar de esta guisa a un eclesiástico? ¿Sabéis lo que es manus imponere in servos Domini? Habéis saqueado mi equipaje, habéis desgarrado mi capa pluvial festoneada de finos encajes y digna de un cardenal. Cualquier otro, en mi lugar, habría fulminado el excommunicabo vos, pero yo soy muy indulgente y, mirad, si me devolvéis mi palafrén, soltáis a mis hermanos, contáis ahora mismo cien coronas para que se oficien misas en el altar mayor de la abadía de Jorvaulx, a la vez que os comprometéis, en fin, a no comer caza desde hoy hasta Pascua de Pentecostés, os garantizo que no se hablará más de esta calaverada.

—Mucho me duele, venerable prelado —dijo el capitán de los proscritos—, que el trato que mi gente os ha dado se haya hecho merecedor de vuestras paternales censuras.

—¿Con su trato, decís? —repitió el prior, alentado por este tono dulce—. No tratarían peor a un perro de casta, menos a un cristiano, mucho menos todavía a un sacerdote y, con mayor razón, al prior de la santa comunidad de Jorvaulx. Tenéis, por ejemplo, un impío, un trovador borracho, llamado Allan-a-Dale, nebulo quidam, un tuno... Pues ¿no me ha amenazado con penas corporales? ¿Qué digo? Con la misma muerte si no le pagaba un rescate de cuatrocientas coronas, sin contar los tesoros que ya me ha robado, como cadenas de oro y sortijas del mismo metal de un valor incalculable, aparte de lo que sus toscas manos han roto y estropeado, pongo por caso mi caja de esencias y mis tenacillas de rizar, que son de plata.

—Es imposible que Allan-a-Dale se haya portado de ese modo con una persona tan respetable —replicó el jefe de los proscritos.

—¡Es tan cierto como el evangelio de san Nicodemus! Ha jurado, con los más horrorosos juramentos del norte, ahorcarme él mismo en el árbol más alto del bosque.

—¿Eso ha dicho? Entonces, reverendo padre, opino que haréis bien en complacerle, porque Allan-a-Dale es hombre que, una vez empeñada, cumple su palabra.20

—Bromeáis, sin duda —dijo el prior, turbado, y se echó a reír con una carcajada forzada—; también a mí me gustan las chanzas, y de verdad. Sin embargo, cuando la broma ha durado una noche entera, por la mañana es hora de ponerse serios.

—Hablo tan en serio como podría hacerlo un confesor en este momento —replicó el proscrito—. Será preciso pagar un alto rescate, señor prior, de lo contrario vuestro convento probablemente tendrá que proceder a nuevas elecciones, pues el lugar que ocupabais quedará vacante.

—¿Sois cristianos y usáis semejante lenguaje con un miembro de la Iglesia?

—¡Cristianos! Sí, pardiez, lo somos, y lo que es más, hay teólogos entre nosotros. Que se acerque nuestro alegre capellán y cite al prior los textos referentes al asunto.

El ermitaño, medio ebrio, medio sobrio, se puso aceleradamente los hábitos sobre su gabán verde y, repasando en su memoria los fragmentos en latín que había aprendido en otro tiempo, se dirigió al prior de esta manera:

—Venerable padre, Deus faciat salvam benignitatem vestram, Dios proteja vuestra bendita persona y sed bienvenido a nuestros bosques.

—¿Qué profana juglería es esa? —dijo Aymer—. Si realmente perteneces a la Iglesia, amigo, más decoroso sería que me enseñaras a librarme de esta gente, antes que estar haciendo muecas y monadas como un bailarín turco.

—Verdaderamente, reverendo padre, solo veo un medio de que salgáis del paso: hoy es el día de San Andrés, y cobramos nuestros diezmos.

—No los del clero, ¿verdad?

—Clérigos y seglares, todos son lo mismo. Por tanto, señor prior, facite vobis amicos de mammone iniquitatis, haceos amigo de las riquezas inicuas, es la única amistad que puede sacaros del paso.

—Los habitantes de los bosques gastan buen humor y me gustan mucho —repuso Aymer suavizando la voz—, y no debéis mostraros tan duros conmigo. También yo conozco a fondo la montería y sé arrancar al cuerno sonidos vibrantes y prolongados, capaces de hacer temblar todos los árboles de los alrededores.

—Dadle un cuerno —profirió Locksley—. Veremos si se alaba con razón.

El prior tocó, pero el capitán, moviendo la cabeza, le dijo:

—Señor prior, la música es agradable, pero no es un rescate suficiente. La libertad, según divisa de un buen caballero, no se compra con un soplo. Además, os he reconocido: sois de los que desnaturalizan nuestros antiguos toques, recargándo los de «tra-la-las» franceses. Prior, la floritura que habéis añadido a vuestra sonata os costará cincuenta coronas más, por haber corrompido las vigorosas tocatas monteses de nuestros abuelos.

—A fe mía, amigo —respondió Aymer, molesto—, tu ciencia es difícil de contentar. Esperemos que no seas tan exigente con mi rescate. En una palabra, ya que por esta vez me es menester quemar una vela al diablo, ¿cuánto tendré que desembolsar para que se me permita pasar por Watling Street sin que cincuenta curiosos me anden pisando los talones?

—¿No sería justo —dijo el teniente de la banda al oído del capitán— que el judío fijara el rescate del prior y el prior el del judío?

—¡Eres un pícaro de cuidado! —respondió el capitán—, pero ¡la idea es soberbia! ¡Atiende, judío, acércate! ¿Ves al reverendo padre Aymer, prior de la rica abadía de Jorvaulx?21 Dinos qué rescate debemos imponerle. Tú conoces el estado de sus rentas, estoy segurísimo de ello.

—Así es —respondió Isaac—. Anduve haciendo negocios con esos buenos padres y les compré trigo, cebada y buena lana. ¡Oh! La abadía es rica. Comen bien y beben vinos caros esos excelentes padres de Jorvaulx. Si un desheredado como yo tuviera una residencia semejante adonde ir y tales rentas al año y al mes, pagaría mucho oro y mucha plata para librarme de mi cautividad.

—¡Perro judío! —exclamó el prior—. Nadie sabe mejor que tu maldita persona que nuestra santa casa de Dios está agobiada de deudas a causa de las reparaciones que se han llevado a cabo en el coro...

—Y del abastecimiento de vuestras bodegas, el año pasado, con vinos de Gascuña —interrumpió el judío—; pero eso es poca cosa.

—¿Oís a ese infiel? No parece sino que nuestra piadosa comunidad se haya cubierto de deudas por haber comprado vi nos que estamos autorizados a beber propter necessitatem et ad frigus depellendum. ¡El circuncidado villano blasfema de la santa Iglesia y los cristianos lo escuchan sin horrorizarse!

—Todo eso a nada conduce —dijo Locksley—. Isaac, establece el precio que debería pagar, sin desollarlo vivo.

—Seiscientas coronas —respondió el judío—. El buen prior puede desprenderse de tal suma sin gozar de menos comodidades en su silla abacial.

—Seiscientas coronas —profirió gravemente el capitán—, me contento con ellas. Has hablado bien, Isaac. ¡Seiscientas coronas! Es cosa decidida, señor prior.

—¡Sentencia! ¡Sentencia! —exclamaron los circunstantes—. Salomón no hubiera dictado con más acierto.

—Ya habéis oído vuestra sentencia, prior Aymer —repuso el capitán.

—¡Ah! No perdáis el juicio, señores —dijo Aymer—. ¿Dónde hallaré una suma semejante? Vendiendo hasta el copón y los candelabros del altar mayor reuniría apenas la mitad, y sería preciso para eso que yo mismo fuera a Jorvaulx. Podéis conservar como rehenes a mis dos hermanos.

—Eso sería otorgaros demasiada confianza —profirió Locksley—. Vos os quedaréis con nosotros y vuestros dos acólitos irán a buscar el rescate. Entretanto no os faltará un trago de vino ni una buena pieza de venado, y ya que os apasiona la caza, os servirán a medida de vuestros deseos y no habréis visto cosa igual en vuestro país del norte.

Isaac, que deseaba granjearse el favor de los proscritos, propuso un término medio.

—Si es de vuestro agrado —dijo—, puedo mandar que me traigan de York las seiscientas coronas de cierto dinero que está en mis manos, con la condición de que el muy respetable prior, aquí presente, me entregue recibo firmado de ellas, a cuenta de lo que le presto.

—Te firmará cuanto quieras, Isaac —repuso el capitán—, y mandarás por el rescate del prior al mismo tiempo que por el tuyo.

—¿El mío, valientes señores? ¿Rescate a mí, un hombre sin recursos? —exclamó el judío—. Aun suponiendo que os diera cincuenta coronas, tendría que ir mendigando mi sustento por el resto de mis días.

—El prior juzgará esa cuestión —dijo el capitán—. ¿Qué os parece, padre Aymer? ¿Puede exigirse al judío un buen rescate?

—¿Que si se puede? —respondió el prior—. ¿No es acaso Isaac de York lo bastante rico para rescatar a las diez tribus de Israel reducidas al cautiverio por los asirios? Personalmente apenas lo conozco, pero el bodeguero y el tesorero del convento han tratado con él muchos negocios, y su casa, según dicen, rebosa de oro y plata; una vergüenza en plena tierra cristiana. ¿Cómo se consiente que tales sanguijuelas devoren hasta las entrañas el reino de nuestra madre Iglesia, a fuerza de usura y de infames extorsiones? Eso indigna a cualquier corazón que sea verdaderamente cristiano.

—Calma, padre mío, mitigad y calmad vuestra cólera —repuso Isaac—. Dígnese vuestra reverencia recordar que yo no obligo a nadie a tomar mis escudos. Cuando a alguien, clérigo o seglar, príncipe o prior, sacerdote o caballero, le ocurre llamar a la puerta del judío, no le piden dinero prestado en esos términos malsonantes. Le dicen: «Querido Isaac, ¿queréis hacerme ese favor? Os reembolsaré sin falta, ¡pongo a Dios por testigo!». O bien: «Mi buen Isaac, si sois capaz de hacer un favor, este es el momento de demostrarlo, amigo». Después, en el día del vencimiento, cuando reclamo lo que se me debe, ya es otro cantar: «¡Condenado judío! ¡Maldición sobre ti y los tuyos!» y cuantas injurias puede excitar un populacho violento y soez contra pobres extranjeros.

—Prior —observó el capitán—, a pesar de ser judío como es, lo que dice es muy cierto. Fijad el tipo de su rescate, como él lo ha hecho con el vuestro, y dejad a un lado las malas palabras.

—Solo un latro famosus, cosa que os explicaré en tiempo y lugar oportunos —dijo el prior—, puede pesar en igual balanza a un dignatario de la Iglesia y a un judío sin bautizar. Pero ya que me exigís que ponga precio a la libertad de ese miserable, os digo con franqueza que quedaréis verdaderamente burlados si le pedís una suma menor de mil coronas.

—Hecho —profirió el capitán de los proscritos.

—¡Sentencia! ¡Sentencia! —exclamaron sus compañeros—. ¡El cristiano ha dado prueba de superioridad tratándonos más generosamente que el judío!

—¡El Dios de mis padres me valga! —exclamó Isaac—. ¿Queréis arruinar a un anciano ya empobrecido? Hoy ya he perdido a mi hija, ¿queréis arrebatarme también todo medio de subsistencia?

—Si ya no tienes hija, judío —profirió Aymer—, tendrás menos dispendio.

—¡Ay, monseñor! Vuestra religión no os permite conocer los mil lazos que sujetan el hijo de nuestras entrañas a las fibras de nuestro corazón. ¡Oh, Rebecca, hija de mi adorada Raquel! ¡Si cada hoja de esta encina fuese un cequí, y esos cequíes fueran míos, esa masa de oro... yo la daría por saber si vives aún y si te has librado del nazareno!

—¿Tu hija no tiene el cabello negro —preguntó un proscrito—, y no llevaba un velo de seda bordado de plata?

—¡Así es, así es! —profirió el anciano temblando de impaciencia como poco antes había temblado de miedo—. ¡Jacob te bendiga! ¿Sabes qué ha sido de ella?

—Entonces ella es —repuso el forajido— la que el templario se llevó ayer tarde arrollando al galope nuestras filas. Yo tensé mi arco para enviarle una flecha, pero lo perdoné, temiendo herir a la doncella.

—¡Ah! ¡Hubiera permitido Dios que la flecha hubiese partido, aunque le hubiera traspasado el pecho! ¡La tumba de sus padres era preferible al infame lecho del salvaje y licencioso templario! ¡Icabod! ¡Icabod! ¡La gloria de mi casa se ha extinguido!

—Amigos —dijo Locksley dirigiendo una mirada a su alrededor—, a pesar de que ese anciano no es más que un judío, me conmueve su desesperación. Veamos, Isaac, sin rodeos; ¿ese rescate de mil coronas te dejará absolutamente en la miseria?

Movido de nuevo a la idea de sus bienes terrenales, a los cuales tenía un gran amor a fuerza de una costumbre inveterada que luchaba en él incluso con la ternura paterna, Isaac palideció y no pudo negar que le quedaría «alguna cosa más».

—Sea, entonces. Ve a buscarlo —repuso Locksley—, no te trataremos con demasiado rigor. Sin dinero te sería tan difícil liberar a tu hija de las garras de sir Brian de Bois-Guilbert como matar un ciervo de diez cuernos con una saeta sin punta. Te exigiremos igual cantidad que al prior de Jorvaulx o, mejor dicho, cien coronas menos, que descontaré de la parte que me corresponda, de manera que no afectará a los intereses de la compañía. De ese modo evitaremos el abominable pecado de tasar con el mismo valor a un prelado cristiano y a un mercader judío, y a ti te restarán aún quinientas coronas para negociar el rescate de tu hija. El brillo de una moneda de oro no agrada a los templarios menos que el fulgor de unos ojos negros. Apresúrate a hacer sonar esa música a los oídos de Bois-Guilbert, antes de que suceda una desgracia. Lo hallarás, según mis noticias, en la próxima preceptoría de su orden. ¿He dicho bien, camaradas?

Sonó entre los proscritos un grito general de aprobación. Por su parte, Isaac, aliviado de la mitad de sus congojas al saber que su hija vivía y con la esperanza de liberarla, se arrojó a los pies del generoso proscrito y, frotando la barba con los borceguíes de este, quiso besarle el faldón del gabán. El capitán retrocedió algunos pasos y esquivó el abrazo del judío con un gesto de desprecio.

—¡No, maldito, levántate! —dijo—. He nacido inglés y no me agradan esas sumisiones orientales. Arrodíllate ante Dios, no ante un pobre pecador como yo.

—Sí, judío —añadió Aymer—, prostérnate ante Dios en la persona del servidor de sus altares, ¿y quién sabe si con un sincero arrepentimiento y las ofrendas de rigor al santuario de San Roberto, lograrás tu perdón y el de tu hija Rebecca? Lo siento por ella, que es bonita y agraciada; la observé detenidamente en el torneo de Ashby. En cuanto a Bois-Guilbert, no carezco de influencia sobre él, solo a ti corresponde granjearte mi afecto.

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! —suspiró el judío—. Por todas partes solo piensan en despojarme. Soy la presa que codician tanto asirios como egipcios.

—¿Y qué otra podría ser la suerte de tu raza maldita? —dijo el prior—. ¿Qué rezan las Sagradas Escrituras? Verbum Domini projecerunt et sapientia est nulla in eis (han rechazado la palabra del señor y perdido toda sabiduría). Y también: Propterea dabo mulieres eorum exteris (por eso daré sus mujeres a los extraños), es decir, al templario, como sucede con tu hija, et thesauros eorum haeredibus alienis (y sus tesoros a otros que a sus herederos), a esa honrada gente, por ejemplo, como ahora mismo.

Isaac exhaló profundos gemidos, se retorció las manos y volvió a caer en su anterior estado de dolor y desesperación. El capitán de los proscritos lo llevó aparte y le dijo:

—Reflexiona bien lo que debes hacer, Isaac —dijo Locksley—. Opino que te sería provechoso ganarte al prior en favor de tus intereses. Es hombre tan vanidoso como codicioso, y necesita dinero para atender sus despilfarros. En este punto te será fácil complacerle, porque no vayas a creer que me engañan tus excusas de pobreza. Conozco con todo detalle el arca donde encierras tus talegos. Sí, Isaac, y también la piedra colocada al pie de un manzano en tu jardín de York, por la cual se baja a una cueva abovedada.

El anciano palideció horriblemente.

—Pero de mí nada tienes que temer —continuó el capitán—, pues somos viejos conocidos. ¿No te acuerdas de un montero enfermo al que tu encantadora hija libró de la cárcel en York y lo acogió en tu casa hasta que se curó? Tú le despediste dándole una moneda de plata. Por usurero que seas, jamás consignaste tus fondos a mayor interés, pues aquella humilde moneda te ha valido hoy quinientas coronas.

—¡Conque eres tú al que llamaban Diccon el Arquero! —profirió Isaac—. Ya me parecía conocer tu voz.

—Sí, yo soy el Arquero, y soy Locksley, y tengo otro nombre que vale más aún.

—Pero por lo que a la cueva abovedada se refiere, mi buen Arquero, estás en un error. Pongo al cielo por testigo que en ella no hay más que fardos de mercancías, de los cuales compartiré de buen grado una parte con vosotros: un centenar de varas de paño verde de Lincoln para que se hagan gabanes, un centenar de varas de tejo de España para cortar arcos y otras tantas cuerdas flexibles, redondas y resistentes. Todo os lo enviaré, honrado Diccon, en pago de tu buena voluntad; pero tú guardarás silencio acerca de la cueva, mi buen Diccon.

—Mudo como un lirón. En cuanto a la desgracia de tu hija, sinceramente te lo digo, me aflige sobremanera, mas nada puedo hacer por ella. Las lanzas del Temple son, en campo raso, demasiado fuertes para mis arqueros: los barrerían como polvo. Si hubiera sabido que era Rebecca a la que raptaban, en aquel momento habría intentado algo, pero ahora no nos queda otro recurso que la prudencia. Vamos a ver, ¿quieres que arregle el asunto con el prior?

—¡En el nombre de Dios, Diccon, ayúdame, si puedes, a salvar a la hija de mis entrañas!

—Pues que tu inoportuna avaricia no venga a interponerse, y me declaro abogado de tu causa.

Locksley se alejó del judío, que lo siguió, sin embargo, como si fuera su sombra.

—Prior Aymer —dijo el capitán—, acompañadme al pie de esos árboles. Dicen que el vino y las sonrisas de una dama os gustan más de lo que conviene a vuestro ministerio, pero eso es cosa vuestra. También ha llegado a mis oídos que os agradan un par de excelentes perros y un caballo de pura raza, y es muy posible que en vuestra afición al lujo, no desdeñéis una bolsa bien provista de oro. Pero jamás oí que tuvierais mal corazón. Pues bien, Isaac, aquí presente, estaría dispuesto a daros los medios con los que procuraros estos pasatiempos en un talego que contiene cien marcos de plata, si vuestra intervención con el templario, vuestro amigo, puede procurarle la libertad de su hija.

—Sana y pura, tal como era cuando me la quitó —dijo el judío—; de lo contrario no hay acuerdo.

—Ni una palabra más, Isaac, o abandono tu causa. ¿Qué os parece mi proposición, prior Aymer?

—El negocio —respondió este último— es complicado. Si, por un lado, hago una buena obra, por otro, redunda en provecho de un judío, lo cual es contrario a mi conciencia. A pesar de ello, si el israelita honra a la Iglesia con un suplemento para la restauración de nuestro monasterio, cargaré mi conciencia con ese pecado.

—Por unos veinte marcos para el monasterio —dijo el proscrito— (¡Basta, Isaac! ¡Estate quieto!) o por un par de candelabros para el altar, no hemos de andar los tres con triquiñuelas.

—No, pero, mi buen Diccon... —intentaba inmiscuirse Isaac en la conversación.

—¡Buen judío, buena bestia, excelente gusano! —exclamó Locksley perdiendo la paciencia—, ¡como sigas poniendo tu inmundo dinero en parangón con el honor y la vida de tu hija, juro al cielo que antes de tres días te quito hasta el último céntimo de cuanto posees en el mundo!

Isaac retrocedió al acto y se quedó en silencio.

—¿Y qué garantía tengo —observó el prior— de que cumpliréis vuestras promesas?

—Si Isaac logra por vuestra mediación lo que desea —respondió Locksley—, yo cuidaré de que os pague en buena moneda o, lo juro por san Huberto, tendrá que rendirme tal cuenta que preferiría desembolsar veinte veces el doble de la suma.

—Y bien, judío —profirió Aymer—, ya que no tengo otra opción que tomar cartas en el asunto, alárgame tu libro de memorias y una... ¡Jamás! ¡Antes que tocar la pluma de un judío ayunaría veinticuatro horas! Pero ¿dónde podré encontrar otra?

—Si vuestros piadosos escrúpulos no os impiden usar el libro, por la pluma yo me encargo de procuraros remedio. —Y Locksley tensó su arco y disparó una flecha a un ganso silvestre que volaba sobre sus cabezas, centinela avanzado de una banda de su especie, la cual dirigía el vuelo hacia los lejanos y solitarios pantanos de Holderness. El ave, atravesada de parte a parte, cayó rodando a sus pies.

—Ahí tenéis, prior —añadió el capitán—, bastantes plumas de ganso para abastecer a todos los monjes de Jorvaulx durante cien años por lo menos, siempre y cuando no se pongan a escribir crónicas.

Aymer se sentó a redactar con toda comodidad su carta a Brian de Bois-Guilbert. Después de sellarla cuidadosamente, se la entregó al judío diciendo:

—No necesitas otro salvoconducto para la preceptoría de Templestowe. Con eso, así lo espero, te devolverán a tu hija. Cuida, no obstante, de apoyarlo con ventajosos ofrecimientos y con artículos de tu comercio, porque, y este es el punto importante, el bravo de Bois-Guilbert pertenece a una cofradía que no hace nada de balde.

—Ahora, prior —dijo el capitán—, ya no os detengo sino el tiempo necesario para dar a Isaac el recibo de las seiscientas coronas, importe de vuestro rescate. Será él quien me lo pague, pero cuidado con ello: no os hagáis de rogar y restituidle de buena voluntad la suma que haya satisfecho, de lo contrario, perdóneme la virgen si no pego fuego al convento en vuestras propias barbas, ¡aunque me ahorquen diez años antes!

Con mucha más reticencia con la que había escrito la carta a Bois-Guilbert, el prior tomó de nuevo la pluma para redactar el documento en cuestión. Además del interés de las seiscientas coronas adelantadas por Isaac de York, se comprometió a rendirle cuenta exacta de esta cantidad.

—Ahora que, como prisionero leal —añadió Aymer—, he satisfecho mi rescate, os ruego que me devolváis mis mulas y mi palafrén, que liberéis a los reverendos hermanos que me acompañaban, así como que me entreguéis mis sortijas, joyas y hermosas ropas.

—Vuestros monjes, señor prior, quedan libres desde ahora, sería una injusticia retenerles por más tiempo. Se os devolverán también vuestras monturas, con el dinero necesario para ir a York; sería una iniquidad quitaros los medios para viajar. Por lo que respecta a las sortijas, joyas y demás, esa es harina de otro costal. Debéis comprender que somos hombres de conciencia demasiado sensible para exponer a un hombre tan venerable como vos, que podría aventurarse incluso a la muerte por las vanidades de este mundo, a la irresistible tentación de contravenir las reglas de sus fundadores, llevando esos anillos, cadenas u otros fútiles adornos.

—Mirad lo que hacéis, señores, antes de poner vuestras manos en los bienes de la Iglesia. Esos objetos son sagrados, inter res sacras, e ignoráis qué castigo caería sobre el profano que osara apoderarse de ellos.

—Cuidaré de eso, reverendo prior, usándolos yo mismo —dijo el ermitaño.

—Amigo o hermano —replicó Aymer, poco satisfecho de esta solución dada a sus escrúpulos—, si realmente recibiste las sagradas órdenes, ¿cómo explicarás a tus superiores la parte que has tomado en cuanto acaba de ocurrir? Reflexiónalo bien.

—Querido prior —repuso el ermitaño—, sabed que pertenezco a una pequeña diócesis en la que yo soy mi propio diocesano, y que tanto me da a mí el obispo de York como el abad de Jorvaulx, su prior y todo el convento.

—Te hallas fuera de toda regla, eres uno de tantos que, habiendo revestido el carácter sagrado sin ser llamados a él, profanan las santas ceremonias y ponen en peligro las almas confiadas a su dirección, lapides pro pane condonantes iis, dándoles piedras en lugar de pan, como dice la Vulgata.

—¡Oh! Mi cerebro habría acabado por explotar si lo hubiera embutido con tantos latinismos. Yo digo que aligerar el mundo de sacerdotes orgullosos como vos y de sus baratijas y perendengues es tan legítimo como despojar a los egipcios.

—¡Vil y falso predicador!22 —prorrumpió el prior, inflamado de cólera—. Excommunicabo vos.

—¡Hereje y ladrón, he aquí tu retrato! —exclamó el ermitaño, furioso también—. No admitiré la afrenta que acabas de inferirme ante mis feligreses, a mí, tu respetable hermano, sin romperte los huesos, ossa ejus perfringam, como dice la Vulgata.

—¡Basta! —gritó el capitán—. ¿En estos términos deben conducirse un par de hermanos? Mantén la calma, fraile. Y vos, prior, si no os halláis en gracia de Dios, no le busquéis las cosquillas a nuestro capellán. Eremita, deja al padre marcharse en paz como un hombre que ha saldado su deuda.

Los concurrentes separaron a los encendidos religiosos, los cuales continuaban vociferando injurias en mal latín, que el prior despachaba con más facilidad y el ermitaño, con más vehemencia. El primero al fin recobró la sangre fría suficiente para advertir que comprometía su dignidad armando semejan te riña con un sacerdote tan descamisado como el capellán de aquellos forajidos. Así, una vez se le hubieron reunido los monjes que le acompañaban, se puso nuevamente en camino, con menos pompa y mucho más apostólico en lo tocante a las cuestiones de este bajo mundo, que antes de aquella malhadada aventura.

Solo faltaba obtener de Isaac una garantía del rescate que debía pagar en nombre del prior y en el suyo. Dio, pues, una orden timbrada con su sello a un hermano de su tribu en York, donde le pedía que entregara al portador la suma de mil coronas y diferentes mercancías minuciosamente detalladas.

—Mi hermano Sheva —añadió exhalando un gemido— tiene las llaves de mis almacenes.

—¿También la de la cueva secreta? —preguntó en voz baja Locksley.

—¡No, no, líbreme el cielo de ello! —respondió Isaac—. ¡Maldita sea la hora en la que conociste el secreto!

—Está seguro conmigo, siempre que este papelucho nos procure la suma en él mencionada y extendida por escrito. Y ahora, Isaac, ¿qué te sucede? ¿Estás muerto o estupefacto? ¿El pago de mil coronas te hace olvidar la desgracia de tu hija?

El judío se levantó de repente.

—No, Diccon, no —dijo—. Parto al instante. Te digo adiós, a ti, a quien no puedo llamar bueno, ¡y a quien tampoco puedo llamar malo!

Sin embargo, el capitán de los proscritos no le permitió alejarse sin darle antes este supremo consejo:

—Sé generoso en tus proposiciones, Isaac, y no escatimes la bolsa por salvar a tu hija. Créeme, el oro que economices en eso te ocasionará en lo sucesivo tanto tormento como si te lo echaran derretido en la garganta.

Isaac convino en ello con interminables suspiros y partió, acompañado de dos robustos arqueros que debían servirle de guías y de escolta a la vez, mientras atravesara el bosque.

El Caballero Negro, que había presenciado todo lo ocurrido con vivo interés, fue a su vez a despedirse de Locksley, y no pudo menos que manifestarle su sorpresa por un gobierno tan ordenado entre hombres que estaban fuera de la protección e influencia de las leyes sociales.

—El buen fruto, señor caballero —respondió Locksley—, crece a veces en un árbol marchito y no siempre de la desgracia de los tiempos sale un mal completo. Entre aquellos a quienes la suerte ha deparado esta vida ilegal, hay ciertamente muchos que desean suavizar sus excesos, y algunos tal vez lamenten verse obligados a continuarla.

—Y con uno de esos estoy hablando, según presumo.

—Cada cual conoce sus secretos, señor caballero. Juzgadme como queráis, sois libre de hacerlo, y yo puedo obrar de igual manera en cuanto a vos; aunque tal vez ninguna de nuestras flechas dé en el blanco. Como yo no he solicitado que reveléis vuestro misterio, no os ofendáis si pongo celo en preservar el mío.

—Perdonadme, bravo proscrito, el reproche es justo. No obstante, es posible que volvamos a vernos algún día, y con menos misterios por ambas partes. En tanto separémonos como buenos amigos, ¿qué decís?

—He aquí mi mano, la mano de un inglés leal, no temo decirlo, aunque sea hoy la de un proscrito.

—Esta es la mía, en cambio; la creo honrada al estrechar la vuestra. Obrar bien cuando se tiene un poder ilimitado para obrar mal es algo digno de elogio, no solo por el bien realizado, sino por el mal que no hace. Adiós, generoso proscrito.

Con tales demostraciones de amistad se separaron, y el Caballero del Candado, montando su vigoroso corcel, se internó en el bosque.