Creedme, en cada Estado su política:
los reinos tienen sus edictos, las ciudades sus cartas;
hasta el proscrito feroz, en sus bosques,
conserva algún resto de disciplina civil.
Pues desde el día en que Adán ciñó su verde delantal,
el hombre ha vivido en armonía con el hombre,
y las leyes se han hecho para estrechar su unión.
Comedia antigua
Despuntaba la aurora en los claros del bosque y en cada matorral brillaban como perlas mil gotas de rocío. La cierva y su cervatillo abandonaban la espesura de los helechos donde se escondían para su reposo nocturno para ir a pacer libremente en los parajes descubiertos, y ningún cazador pensaba todavía en sorprender la carrera del majestuoso ciervo que guiaba su manada en la floresta.
Todos los proscritos se hallaban reunidos debajo de la gran encina. Allí habían pasado la noche para reparar sus fuerzas de las fatigas del combate, bebiendo los unos, durmiendo los otros, conversando la mayor parte acerca de los incidentes del día, y calculando el valor del botín que la victoria había puesto a merced de su capitán.
Había, en efecto, abundantes despojos. A pesar de lo que había sido consumido por las llamas, que era considerable, una gran cantidad de vajilla de plata, de armas costosas y de magníficos vestidos había caído en manos de los intrépidos proscritos, que no retrocedían ante ningún obstáculo ante la vista de apoderarse de semejante recompensa. Mas eran tan rigurosas las reglas de su sociedad, que ninguno habría osado apropiarse de la menor parte del botín, que se fue amontonando en un pila común, esperando la hora del reparto.
El lugar de reunión era una vieja encina, no aquella bajo la cual Locksley había conducido a Gurth y a Wamba en la noche de la emboscada, sino otra que se alzaba en la cumbre de una colina agreste, a media milla de las humeantes ruinas de Torquilstone. Al pie de la gigantesca encina, Locksley se sentó en un trono de hierba bajo las trenzadas ramas y los suyos se agruparon alrededor. Invitó al Caballero Negro a sentarse a su derecha y a Cedric a su izquierda.
—Perdonad, nobles señores, las libertades que me tomo —les dijo—, pero aquí soy rey; estos bosques constituyen mis estados y mis salvajes súbditos perderían el respeto a mi autoridad si le cediera a otro el puesto en mis dominios. A propósito, compañeros, ¿quién ha visto a nuestro capellán? ¿Dónde se ha metido? En tierra cristiana, misa oída hace buen día.
Nadie había visto al clérigo de Copmanhurst.
—¡No quiera Dios que le haya ocurrido una desgracia! —exclamó el jefe de los proscritos—. El alegre clérigo se habrá retrasado sin duda al lado de alguna botella. ¿Nadie lo ha visto después de la toma del castillo?
—Yo lo vi muy atareado en la puerta de la bodega y jurando por todos los santos del calendario que había de probar los vinos gascones de Front-de-Bœuf —respondió Miller.
—¡Líbrenos de ello toda la corte celestial! ¡Se habrá bebido hasta el fondo de aquellas barricas y habrá desaparecido entre las ruinas del castillo! ¡Deprisa, Miller! Lleva gente contigo y búscalo donde le viste; saca agua del foso y rocía con ella los escombros aún humeantes. Pienso registrarlos piedra por piedra antes que perder al capellán de nuestra cofradía.
El gran número de hombres que se ofreció a llevar a cabo tales pesquisas, justo cuando iba a llevarse a cabo el reparto de un botín tan interesante, demostraba cuánto afecto le profesaba la partida a su padre espiritual.
—Comencemos en tanto —prosiguió Locksley—; porque tan pronto como se divulgue la noticia de esta audaz expedición, los soldados de De Bracy, de Malvoisin y otros aliados de Front-de-Bœuf vendrán en nuestra persecución, y es prudente que nos alejemos cuanto antes. Noble Cedric —añadió volviéndose hacia el sajón—, se han hecho dos porciones de estos despojos: elegid la que gustéis para repartirla entre aquellos de los vuestros que nos han ayudado en esta empresa.
—Valiente montero —respondió Cedric—, la tristeza abruma mi corazón. Athelstane de Coningsburgh, ¡el noble vástago del santo Confesor!, ya no está entre nosotros. Con él han muerto esperanzas que no renacerán jamás; con su sangre se ha extinguido un destello que ningún soplo podrá reanimar. Los míos, salvo los pocos que están aquí, me aguardan para trasladar sus honorables restos a su última morada. Lady Rowena está deseosa de regresar a Rotherwood y es preciso que vuelva allí con una escolta suficiente. Yo debería, pues, haber partido ya. Si lo he aplazado, no ha sido por la repartición del botín, porque juro a Dios y a san Withold que ni yo ni ninguno de los míos tocaremos de él un ochavo, sino que he retrasado nuestra partida para daros las gracias a ti y a tus valerosos monteros por habernos salvado la vida y el honor.
—Conformes —dijo el jefe de los proscritos—, pero nosotros habremos despachado a lo sumo la mitad del trabajo. Tomad, pues, de entre el botín, la recompensa debida a vuestros siervos y a vuestros vecinos.
—Soy bastante rico —respondió Cedric— para recompensarles a todos con mi propia fortuna.
—Algunos han sido lo bastante sagaces para recompensarse a sí mismos —observó Wamba—; no volverán con los bolsillos vacíos. No todos llevan cascabeles.
—Tanto mejor para ellos —repuso Locksley—. Nuestras leyes no rezan sino para nosotros mismos.
—Pero tú, pobre muchacho —profirió Cedric dirigiéndose al bufón y estrechándole en sus brazos—, ¿cuál será tu recompensa, tú que no has temido exponerte por mí al encierro y a la muerte? ¡Solo el pobre loco me ha sido fiel, cuando todos me olvidaban!
Al proferir estas palabras, una lágrima asomó a los ojos del rudo sajón, prueba de ternura que ni la muerte de Athelstane le había podido arrancar; pero había algo en el apego instintivo del bufón que le conmovía más íntimamente que un dolor moral.
—No —exclamó Wamba esquivando los apretones de su señor—, si pagáis mis servicios con el agua de vuestros ojos será menester que el loco llore también, y entonces adiós, oficio. No obstante, tío, si queréis causarme una verdadera satisfacción, perdonad la semana que mi camarada Gurth faltó a vuestro servicio para consagrarlo a vuestro hijo.
—¡Perdonarlo! —dijo Cedric—. Va a recibir a la vez su perdón y su recompensa. Arrodíllate, Gurth.
Y al instante el porquero cayó a los pies de su amo.
—Ya no eres esclavo ni siervo —continuó este tocándolo con una varita—; de hoy en adelante, serás liberto y libre, en poblado y en despoblado, en los bosques y en los campos. Te concedo una hacienda en mis posesiones de Walbrugham para ti y tu descendencia, de generación en generación, ¡y que Dios maldiga al que se oponga a ello!
El antiguo esclavo, a quien esta fórmula hacía libre y propietario, se levantó vivamente y dio dos o tres saltos de alegría tan altos como su propia estatura.
—Un herrero y una lima —exclamó— ¡para desembarazar el cuello de un hombre libre! ¡Esta donación ha doblado mis fuerzas, noble señor, y con ellas dos veces más combatiré por vos! En mi pecho late un corazón libre... Ya no me siento el mismo y todo ha cambiado a mi alrededor. Eh, Fangs —continuó, pues el fiel animal, viendo los alegres delirios de su amo se había puesto a saltarle encima para expresar su afecto y adhesión—, ¿reconoces a tu amo todavía?
—Sí —dijo Wamba—, te conoce todavía, al igual que yo, aunque ambos debamos conservar la argolla. Eres tú el que probablemente se olvide antes de nosotros y de ti mismo.
—Olvidar mi pasado —respondió Gurth— podría ser, pero a un excelente compañero ¡jamás! Y si la libertad te conviniera, el amo no te privaría de ella.
—¡Bah! —replicó Wamba—, no te la envidio, hermano. El siervo se sienta al calor del fuego, mientras el hombre libre se ve obligado a partir hacia el campo de batalla, y como dice Aldhelmo de Malmesbury, mejor está el loco en el banquete que el cuerdo en la pelea.
Se oyeron pisadas de caballos y apareció lady Rowena entre una escolta de siervos, algunos montados, la mayor parte a pie, los cuales agitaban sus picas y chocaban sus escudos para manifestar su alegría por haber podido rescatarla sana y salva. Iba lujosamente vestida y montaba un caballo bayo; había recobrado toda la dignidad de su continente y solo la palidez de sus facciones revelaba su pasado sufrimiento. Su encantador rostro, aunque algo sombrío, reflejaba un destello de confianza en el porvenir y una profunda gratitud hacia sus libertadores. Sabía que Ivanhoe se hallaba en lugar seguro y que Athelstane ya no existía. La primera noticia la inundó de una alegría sin límites y, en cuanto a la segunda, si no la conmovió mucho, se lo perdonaremos pensando que le daba la inapreciable ventaja de verse libre de las impertinencias de su tutor acerca del único punto en que disentían.
Cuando lady Rowena detuvo su caballo delante de Locksley, el valiente proscrito y cuantos le rodeaban se levantaron para recibirla cediendo a un impulso general de cortesía. La sangre afluyó a sus mejillas, mientras les dedicaba un saludo gracioso con la mano y una inclinación tan profunda con la cabeza que los flotantes rizos de sus hermosos cabellos se confundieron por un instante con las largas crines de su palafrén. Luego, en breves pero elocuentes palabras, expresó su gratitud a Locksley y demás libertadores.
—¡Dios os bendiga, valerosos hombres! —concluyó—. ¡Dios y Nuestra Señora os recompensen por haber arriesgado tan gallardamente vuestras vidas en defensa de los oprimidos! Si alguna vez tenéis hambre, acordaos que Rowena puede alimentaros; si os acosa la sed, acordaos que posee más de una barrica de vino y de cerveza negra, y si los normandos llegaran a expulsaros de estos parajes, Rowena posee bosques por los cuales sus valientes libertadores podrán circular en completa libertad, sin que jamás preocupe la atención de un guardabosque la flecha que derribe a un gamo.
—Gracias, noble dama —respondió Locksley—, os doy las gracias en nombre de mis compañeros y del mío propio, pero solo el hecho de haberos salvado es suficiente recompensa. Nosotros, los habitantes de los bosques, no siempre podemos jactarnos de una conciencia limpia tras nuestras acciones, pero el haber liberado a lady Rowena podrá servirnos como una expiación.
La doncella sajona se inclinó de nuevo e hizo volver grupas a su caballo, mas, al detenerse para esperar a Cedric, quien a su vez se estaba despidiendo de Locksley, se halló de imprevisto al lado de De Bracy. El prisionero, arrimado a un árbol, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía sumido en una meditación tan profunda que la joven albergó la esperanza de pasar junto a él inadvertida. Sin embargo, De Bracy alzó los ojos y, cuando la reconoció, un vivo rubor de vergüenza le tiñó el semblante y se quedó inmóvil en su sitio durante los primeros momentos. Luego se adelantó, asió la brida del caballo y dobló una rodilla.
—¿Se dignará lady Rowena dirigir una mirada a un caballero prisionero, a un soldado sin honor?
—Señor caballero —respondió ella—, en empresas como la vuestra es el éxito, y no la derrota, lo que deshonra.
—La clemencia enaltece al vencedor, señora. Lady Rowena perdone la violencia a la que me arrojó una fatal pasión, no pido otra cosa, y pronto verá que De Bracy conoce otros medios más nobles para servirla.
—Os perdono, señor caballero, como buena cristiana.
—Lo que significa —dijo Wamba— que no le perdona en absoluto.
—Pero —prosiguió Rowena— es imposible olvidar las desgracias y el duelo que vuestra locura ha ocasionado.
—¡Suelta esa brida! —exclamó Cedric acercándose—. ¡Por el sol que nos alumbra! Si no fuera una deshonra, os clavaría al suelo con mi jabalina. Pero no lo dudéis ni un instante, Maurice de Bracy, que esa infame expedición ha de costaros cara.
—Triste valor —repuso De Bracy— el de amenazar a un prisionero. ¿Acaso los sajones conocieron alguna vez las leyes de la cortesía?
Retrocediendo un poco, dejó libre el paso a lady Rowena.
Cedric, antes de partir, se dirigió en particular al Caballero Negro y, manifestándole su gratitud, le rogó vivamente que lo acompañase a Rotherwood.
—Vosotros, los caballeros andantes —le dijo—, gustáis, bien lo sé, de buscar fortuna con la punta de la lanza sin que os importen un ardite los bienes terrenales, pero la guerra es una amante caprichosa e incluso el más enamorado paladín desearía a veces tener un lugar para entregarse al reposo. Vos bien lo habéis ganado, y Rotherwood os lo dará, señor caballero. Cedric es lo bastante rico para reparar las injusticias de la fortuna y cuanto posee pertenece a su libertador. Venid, pues, a Rotherwood, no como huésped, sino como hijo o como hermano.
—Cedric me ha enriquecido ya —respondió el caballero— al enseñarme a conocer el valor de un sajón. Sí, digno thane, iré a Rotherwood, y muy pronto, mas ahora asuntos urgentes me llaman a otra parte. Tal vez cuando vaya os pida un favor que pondrá a prueba vuestra generosidad.
—Os lo concedo desde ahora —dijo Cedric estrechando con su mano la del Caballero Negro—; sí, aun cuando se tratara de la mitad de mi fortuna.
—No os comprometáis tan pronto; no obstante, confío conseguir lo que os pida. Hasta entonces, ¡adiós!
—Me falta deciros —añadió el sajón— que durante las exequias que se celebrarán en honor del noble Athelstane, permaneceré en su castillo de Coningsburgh. Este estará abierto a cuantos quieran tomar parte en el banquete fúnebre y, además, hablo ahora en nombre de la noble Edith, madre del difunto príncipe, jamás cerrará sus puertas a aquellos cuyos generosos esfuerzos trataron de liberar, aunque sin éxito, a Athelstane de las cadenas y la espada normandas.
—Sí, sí —dijo Wamba, que había reanudado su oficio al lado de Cedric—, ese día se celebrará allí una extraordinaria francachela. Lástima que al noble Athelstane no le sea posible asistir... Pero —añadió alzando la mirada al cielo— ahora cena en el paraíso y sin duda estará haciendo honor a la mesa.
—¡Silencio y en marcha! —replicó el thane, irritado por esta grosera burla, aunque todavía bajo la emoción del servicio que Wamba le había prestado. Rowena dirigió al Caballero Negro un gracioso saludo, el sajón invocó la protección divina en favor del mismo y después se alejaron por uno de los anchos claros del bosque.
Apenas habían emprendido la marcha, cuando de repente se encontraron con una procesión que avanzaba bajo la espesura, la cual, después de haber dado la vuelta a la colina de la encina gigantesca, tomó la misma dirección que Rowena y su escolta. Se trataba de unos religiosos de un monasterio vecino, a quienes Cedric había prometido una rica ofrenda por rescatar el alma de los difuntos y que acompañaban el féretro de Athelstane cantando himnos fúnebres, mientras sus servidores lo llevaban a paso lento al castillo de Coningsburgh para depositarlo en la tumba de Hengist, el antepasado de quien se derivaba el largo linaje del difunto. A la noticia de su muerte, se habían reunido un gran número de sus vasallos y seguían la fila con las mayores muestras de abatimiento y de dolor. Los proscritos se levantaron por segunda vez y rindieron a la muerte el mismo sencillo y espontáneo homenaje que acababan de rendir a la hermosura. Los lúgubres acentos y el andar solemne de los monjes trajeron a más de uno a la memoria a los compañeros caídos en el combate de la víspera; pero semejantes recuerdos los olvidan pronto los hombres avezados a una vida de peligros y aventuras, y aún no se había extinguido el eco de los himnos fúnebres en la lejanía, cuando volvieron a ocuparse del reparto del botín.
—Valeroso caballero —dijo el capitán de los proscritos al Caballero Negro—, a cuyo gran valor y fuerte brazo debemos la victoria, os ruego que elijáis entre estos despojos el que más os agrade, como recuerdo de nuestra amistad.
—Acepto el ofrecimiento con la misma franqueza que conmigo usáis, y os pido permiso para disponer a mi antojo del señor de De Bracy.
—Vuestro es ya y ¡tanto mejor para él! De lo contrario habría servido de adorno a la más alta rama de esta encina; él y sus mercenarios penderían de ella como bellotas. Pero ya es vuestro prisionero y nada tiene que temer, aunque hubiera matado a mi padre.
—De Bracy —dijo el Caballero Negro—, sois libre; marchaos. El hombre de quien caísteis cautivo desdeña tomar de lo pasado mezquinas represalias. Pero cuidado con lo futuro, podría traeros peor cuenta. Os lo repito, Maurice de Bracy, ¡tened cuidado!
El prisionero hizo una grave reverencia y, mientras se alejaba en silencio, se alzó de repente un súbito clamoreo de burlas y maldiciones. Se detuvo al instante; se volvió con altivez hacia los que le insultaban y, con los brazos cruzados, irguiendo su alta estatura, gritó:
—¡Paz, perros aulladores! Ladráis de lejos al siervo, sin osar desafiarle. De Bracy hace tan poco caso de vuestras injurias como de vuestros elogios. Volved, malhechores, a vuestras madrigueras y a vuestras malezas, y estaos quedos siempre que a una legua de ellas se hable de nobleza o de caballería.
Esta reacción intempestiva le hubiera valido a De Bracy una nube de flechas si el jefe de los proscritos no se hubiera opuesto enérgicamente a ello. Hasta le fue permitido al prisionero llevarse uno de los caballos que se habían llevado enjaezados y todo de las caballerizas de Front-de-Bœuf y que formaban un precioso lote del botín; montó y partió al galope a través del bosque.
Cuando comenzó a calmarse la efervescencia motivada por este incidente, Locksley, quitándose del cuello el cuerno y el lujoso tahalí ganados en el torneo de Ashby, los ofreció al Caballero Negro.
—Noble caballero —le dijo al Caballero del Candado—, si no desdeñáis aceptar el cuerno de un montero inglés, os ruego que guardéis este como testimonio de vuestras hazañas de ayer. Si vagáis por estos parajes que se extienden desde el Trent and Tees y os vierais apurado alguna vez, cosa que con frecuencia le ocurre al más valiente, tocad el cuerno tres veces así: «¡Wa-sa-hoa!» y es posible que halléis quien os ayude.
Y llevando a la boca el instrumento, tocó varias veces el llamamiento en cuestión con el propósito de grabarlo en la memoria del caballero.
—Gracias por el regalo, valiente montero —respondió este—; en el mayor apuro no desearé otra ayuda que la tuya o la de tus compañeros.
Y a su vez tocó el cuerno, con un estrépito que resonó por todo el bosque.
—¡Eso se llama tocar claro y vigoroso! —dijo Locksley—. Que me ahorquen si no sois tan experto en montería como en asaltar castillos. Apuesto a que en vuestros tiempos fuisteis un buen cazador de gamos. Camaradas, recordad estas tres palabras: son el llamamiento del Caballero del Candado; quienquiera que lo oiga sin prestarle auxilio, será expulsado de la compañía azotado con las cuerdas de su propio arco.
—¡Viva el capitán! —gritaron los proscritos—. ¡Viva el Caballero del Candado! Ponedlo a prueba y veréis nuestra adhesión.
Locksley procedió entonces al reparto del botín con la más loable equidad. Se apartó un diezmo destinado a la Iglesia y a obras piadosas; una porción fue a aumentar el fondo común de reserva y otra se consagró a las viudas y a los hijos de los que habían perecido en el combate o al entierro y sufragios de los que no habían dejado familia. En cuanto al resto, se repartió entre los supervivientes, según la categoría y méritos de cada cual. En caso de duda, el capitán resolvía la dificultad con mucho arte, y todos se sometían de buen grado a sus decisiones. El Caballero Negro sintió una gran admiración al ver a unos hombres entregados a una vida desordenada gobernarse con tanta disciplina y equidad, de modo que cuanto observaba no hacía sino confirmar el concepto que había formado del espíritu de justicia y del buen sentido de su capitán.
Una vez terminado el reparto, el tesorero y cuatro vigorosos monteros transportaron a lugar seguro y retirado lo perteneciente a la comunidad. Quedaba la parte destinada a la Iglesia, la cual nadie tocó.
—Estoy impaciente —dijo Locksley— por tener alguna noticia de nuestro alegre capellán. Jamás faltó en el momento de bendecir las raciones o de repartir el botín; él es quien debe encargarse del diezmo de los productos de nuestra expedición. Y, además, tengo prisionero a un cofrade suyo no lejos de aquí y no me disgustaría que el eremita me ayudara a tratarlo de la manera más conveniente. Su seguridad me infunde serios temores.
—Mucho sentiría que le hubiera ocurrido una desgracia, porque le debo gratitud —dijo el Caballero del Candado—; ha sido mi anfitrión durante las horas agradables que pasé en su celda. Vayamos todos a las ruinas del castillo; es probable que allí sepamos algo de él.
Mientras acababa de proferir estas palabras, grandes gritos de los proscritos anunciaron la llegada del hombre a quien temían no volver a ver, y fue el mismo ermitaño quien lo confirmó, pues su voz de trueno se oyó antes de que pudiera divisarse su corpulenta persona.
—¡Paso, compañeros! —gritaba—. ¡Paso a vuestro padre espiritual y a su prisionero! Sí, sí, dadme la bienvenida. Glorioso capitán, yo llego, como el águila, con mi presa entre las garras.
Y abriéndose camino a través de la muchedumbre, avanzó en medio de las carcajadas de todos los que le rodeaban, con aire triunfante, llevando en una mano su pesada partesana y, en la otra, una cuerda cuyo extremo rodeaba el cuello de Isaac de York. Doblado por el terror y el sufrimiento, el desventurado judío se dejaba arrastrar por el monje victorioso, que continuaba gritando a voz en cuello:
—¿Dónde está Allan-a-Dale para que componga en mi honor una balada o una simple endecha? ¡Por san Hermenegildo! Ese maldito rimador jamás acude cuando se ofrece una magnífica ocasión para celebrar nuestras proezas.
—¡Santo eremita! —dijo Locksley—, veo que has rociado tu misa esta mañana, a pesar de la hora temprana. ¡Por san Nicolás! ¿Qué es lo que nos traes?
—Un prisionero de mi lanza y de mi espada, ilustre capitán —respondió el ermitaño—, o de mi arco y mi partesana, mejor dicho; y, no obstante, con mis enseñanzas lo he librado de una prisión mucho peor. Habla, judío, ¿no te he salvado del infierno? ¿No te he enseñado el credo, el padrenuestro y el avemaría? ¿No he pasado toda la noche bebiendo a tu salud y explicándote los santos misterios?
—¡Por amor de Dios! —exclamó el pobre judío—. ¿No hay quien me libre de este loco...? Quiero decir, de este hombre santo.
—¿Qué significa eso, judío? —profirió el clérigo en tono amenazador—. ¿Vas a retractarte ahora? Mira lo que haces, no caigas de nuevo en tu infidelidad; de lo contrario, aunque no seas tierno como un lechoncillo (lo que ahora no sería un mal almuerzo, por cierto) tampoco eres demasiado duro para no ponerte al asador. Compostura, Isaac, y repite conmigo: Ave María Purísima...
—¡Basta! No blasfemes, ¡loco! —dijo Locksley—. Cuéntanos dónde has hecho ese prisionero.
—¡Por san Dunstán! —respondió el ermitaño—, en un lugar donde buscaba yo cosa mejor. Había entrado en las bodegas a ver lo que se podía salvar de ellas, pues aunque un vaso de vino quemado con especias hace las delicias de un emperador, me parecía demasiado derroche dejar que ardiera tanto vino de una sola vez. Ya había echado mano a un tonelito de vino de Canarias y me disponía a pedir ayuda a alguno de esos bellacos perezosos, a los que nunca se encuentra cuando se trata de realizar una buena acción. Por casualidad reparé en una sólida puerta. «¡Vaya, vaya! —me dije—, he ahí el escondite donde se guardan los mejores terruños, y justamente el pícaro del despensero, interrumpido en el ejercicio de sus funciones, ha olvidado la llave en la cerradura.» Naturalmente, me introduje allí, ¿y qué es lo que encontré? Todo un surtido de cadenas enmohecidas y a ese perro judío que de buenas a primeras se me echó a los pies rindiéndose como mi prisionero. Entonces no hice otra cosa que servirme un modesto vaso de vino con el infiel, para rehacerme un poco de las fatigas del combate. Cuando iba a llevarme a mi cautivo estalló un estruendo como el de un trueno, y una torre se derrumbó (¡el diablo cargue con quien la construyó tan ligera!) y nos cortó la retirada. Después, las paredes se hundieron una tras otra... ¡Adiós, esperanza de volver a ver la luz del día! Para un hombre de mi ministerio era una deshonra abandonar este mundo en compañía de un judío: así es que enarbolé mi partesana con objeto de romperle la cabeza, pero tuve lástima de sus canas y se me ocurrió recurrir a las armas espirituales para obrar su conversión. ¡Luminosa idea! Gracias a san Dunstán, la semilla ha caído en buena tierra... Solo que a fuerza de estarle hablando toda la noche de los santos misterios, sin haber reforzado mi estómago (pues las pocas gotas de vino que bebí para aguzar mi ingenio no cuentan), el cerebro me da vueltas sin parar. En fin, estaba completamente agotado. Preguntad a Gilbert y a Wibbald cómo me encontraron... ¡molido, derrengado!
—Es verdad —dijo Gilbert—. Después de haber apartado los escombros, y con ayuda de san Dunstán, pudimos desembarazar la escalera de la mazmorra, encontramos la barrica vacía, al judío medio muerto y al hermano más que derrengado, como él dice.
—¡Mentís, bergantes! —prorrumpió, indignado, el monje—. Vosotros y los borrachos de vuestros camaradas sois quienes limpiasteis la barrica, diciendo que era vuestro refrigerio matutino. ¡Pagano me vuelva si no la había guardado para el capitán! Pero ¿qué importa eso ahora? El judío está convertido, eso es lo esencial; comprende cuanto le he enseñado casi tanto como yo mismo.
—¿Es cierto, judío? —preguntó Locksley—. ¿Has renunciado a tu incredulidad?
—Ojalá me perdonéis —respondió Isaac—, pero no he entendido una palabra de cuantas me ha dicho el reverendo prelado en esta horrible noche. ¡Ay de mí! Estaba tan acongojado por el espanto y el dolor que aun nuestro padre, el bienaventurado Abraham en persona, me hubiera hallado sordo a su palabra.
—¡Mentira, bien lo sabes, judío! —replicó el ermitaño—. Te recordaré una sola palabra de nuestra charla. Como prueba de tu conversión me prometiste ceder a nuestra orden todas tus riquezas.
—¡Lo juro por mi salvación eterna! —profirió Isaac, cada vez más alarmado—. Nobles caballeros, jamás salió de mis labios cosa semejante. ¡Ay! Soy un pobre viejo y temo haber perdido a mi hija... Tened compasión de mí, dejadme marchar.
—¿Te retractas de tus promesas? —dijo el fraile—. Si cometes esa falta ante la santa Iglesia, debes hacer penitencia.
Al mismo tiempo levantó su partesana y la habría descargado contra la espalda del desventurado, si el Caballero Negro no hubiera impedido el golpe.
—¡Por santo Tomás Cantuariense! —exclamó volviendo contra este su furor—. Aguarda un poco, señor de la Haraganería por excelencia; cuando me recupere ya te enseñaré a mezclarte en mis asuntos por mucha armadura de acero que lleves.
—Venga, no te enfades —dijo el caballero—; bien sabes que somos buenos amigos.
—No sé una palabra de eso y te desafío como a fatuo e intrigante que eres.
—Sea —replicó el caballero, que parecía experimentar un secreto placer irritando a su antiguo anfitrión—. ¿Has olvidado que en mi favor (dejando a un lado la tentación en que te habían hecho caer el vino y la empanada) rompiste tu voto de abstinencia y vigilia?
—¡Ah!, querido amigo, ¡qué trompazo te vas a llevar! —contestó el hermano apretando su enorme puño.
—No acepto regalos de esa índole. Me basta con tomar prestado tu bordón. Te reembolsaré con unos intereses más formidables incluso que los que haya exigido jamás tu prisionero en su industria.19
—Veamos la prueba ahora mismo.
—¡Detente! —exclamó el capitán—. ¿Qué intentas, cabeza destornillada? ¿Una disputa bajo nuestra encina?
—¿Una disputa? —repuso el caballero—. Oh, no, un cambio de cortesía entre amigos, a lo sumo. Pega, monje, si te atreves; recibiré tu golpe con la condición de devolvértelo enseguida.
—Con tu olla de hierro en la cabeza me llevas ventaja. Pero aunque fueses el mismo Goliat con su casco de bronce, prepárate, voy a hacerte besar el suelo.
El eremita se arremangó hasta el codo su brazo musculoso y, reuniendo toda su fuerza, descargó en la sien de su adversario un golpe capaz de matar a un buey. Su contrincante, con todo, firme como una roca, ni se tambaleó. Todos los proscritos prorrumpieron en aclamaciones; el puñetazo del santo clérigo era proverbial entre ellos, y pocos eran los que de veras o de juerga no habían experimentado su vigor.
—Ahora me toca a mí —dijo el caballero quitándose el guantelete—. Si he llevado ventaja en la cabeza, no quiero tenerla en la mano. Mantente firme, si puedes.
—Genam meam dedi vapulatori, ofrecí mi mejilla a la mano del enemigo. Si me muevo un ápice, camarada, tuyo será el rescate del judío.
Así decía el robusto eremita, con enfática jactancia. Pero ¿quién puede librarse de su destino? El puñetazo del caballero fue administrado con tanto nervio y precisión que el monje rodó durante un rato sobre la hierba, con gran estupefacción de los espectadores. Con todo, se levantó, sin mostrar vergüenza alguna ni despecho.
—Hermano —dijo al vencedor—, habrías podido escatimar alguna fuerza. Apenas habría tartamudeado una mala palabra si me hubieses roto la quijada, y una quijada rota no es lo más adecuado para tocar la gaita. No obstante, esta es mi mano en prueba de sincera amistad. En cuanto a cambiar nuevos trompazos, es asunto concluido, pierdo demasiado en el cambio. No más riñas. Negociemos el rescate del judío. Semejante al leopardo que no muda las manchas de su piel, judío era, judío se queda.
—¡Eh! ¡Eh! —dijo un montero—. El ermitaño ya no está seguro de haber convertido a Isaac después de la sacudida que ha recibido.
—¡Silencio, palurdo! ¿Qué dices tú de conversión? Ya no se respeta nada aquí... Todos quieren ser amos, ¡será posible! Las piernas me flaqueaban un poco, ¿oyes, bellaco?, cuando le llegó el turno al valiente caballero; de no ser así, no habría rodado por el suelo. No más solfas sobre este punto o tus espaldas sabrán que las doy donde las tomo.
—¡Ya es suficiente! —gritó el capitán—. Judío, piensa en tu rescate. Tu raza, bien lo sabes, pasa por maldita en toda sociedad cristiana y tu presencia nos es poco agradable. Mira, pues, lo que puedes ofrecernos, mientras interrogo a un prisionero de otra índole.
—¿Han caído prisioneros muchos soldados de Front-de-Bœuf? —preguntó el caballero.
—Ninguno tan distinguido que merezca un rescate —respondió Locksley—. Un puñado de pobres diablos, a los cuales he permitido buscar otro señor a quien servir. Ya hemos cumplido bastante con nuestra venganza y tenemos el botín; el resto no valía un saco de arena. El prisionero al que me refiero es de alto rango, es un galante monje que parecía ir en busca de su dama, a juzgar por su equipaje y sus vestidos. He aquí al digno prelado, tan acicalado como una urraca.
Y, custodiado por dos proscritos, fue conducido ante el trono campestre de su capitán nuestro viejo conocido Aymer, prior de la abadía de Jorvaulx.