El unigénito

Sí. Conocí al hombre a quien luego aconteció mucho acontecimiento. Tanto tuvo, pues, haberme ido en lo sucedido a aquel sujeto, en verdad, siempre digno de curiosidad y holgadas meditaciones, a causa del aire de espantadiza irregularidad de su modo de ser… La ciudad le tenía por loco, idiota o poco menos. A ser franco, diré que yo nunca le tuve en igual concepto. Yerro. Sí le tuve como anormal, pero sólo en virtud de poseer un talento grandeocéano y una auténtica sensibilidad de poeta.

Cierta vez hasta almorzamos juntos en el hotel. Otra vez comimos. Y tomamos desayuno otro día. Y así durante cuatro o cinco meses seguidos, que vivió solo, por ausencia de los suyos del lugar. Lato humor el de nuestra mesa. Hasta las finas lozas pálidas y los cristales, sonríen con brillo inteligente en su límpida dentadura de turno. Un charlador endemoniado el señor Marcos Lorenz. Yo estaba lindo. A poco le llegué a tener cariño y a extrañarle harto, cuando faltaba al restorán.

El señor Lorenz era soltero y no tenía hijo alguno. A la sazón contaba diez años, como enamorado de una aristocrática dama de la ciudad. Diez años. No sonriáis. Sí. El señor Lorenz amaba a su amada hacía una década. El mismo habíamelo declarado, así como también que ella, a pesar de no haber estado juntos jamás, lo sabía todo, y quizá, a su vez, le amaba un tanto, pues el señor Lorenz la escribía su cariño a menudo. Viejo amor flamante siempre aquél, vibrando día tras día, desde el mismo traste, desde el mismo sostenido en sí bemol, hasta haberse evado en todos los oídos del distrito, donde nadie ignoraba semejante historia neoplatónica, a la que, desde la primera a la última página, exornaba un texto igual, con sólo ligeras variaciones tipográficas y, posiblemente, hasta gramaticales. ¡Viejo amor flamante siempre aquél!

–¡Acaso me ama un poco!– repetíase en la mesa el señor Lorena, ovalando un mordisco episcopal sobre el sabroso choclo de mayo, que deshacíase y lactaba, de puro tierno, entre los cuatro dígitos del tenedor argénteo. Por que, en verdad, mi excelente contertulio no parecía estar muy seguro de lo que sentiría por él la dama de su corazón. Tanto, que muchas veces, su tranquilidad ante esta incertidumbre, y la longevidad de semejantes relaciones estadizas, tornábanme descreído, y hacíanme pensar que todo no podía pasar acaso de un reverendísimo boato de vanidad inofensiva, de parte del señor Lorenz, ya que él era apenas un ciudadano más o menos herbolario, y ella un divino anélido de miel, hecho para volverle agua la boca al más ahito de los salomones de la tierra. Mas vino prueba en contrario, una mañana en que ingresó el señor Lorenz al restorán. ¿Qué le pasaba al señor Lorena? ¿Qué cara traía, tan a crespas facciones trabajada?

–¿Algún borrón en la tela, amigo mío?

–Nada –respondióme en un mugido– Sólo que acaba de pasar ella, acompañada de un bribón, de quien ya me han noticiado como novio suyo… .

–¿Cómo? –aducíle sarcásticamente– ¿Y usted? ¿Y sus diez años de amor?

El señor Lorena salióme entonces al encuentro, pidiendo un antipasto de jamón del país y sardinas. Servido éste, añadió regocijado:

–Parece estar mejor que el de ayer.

Y, como si se vendase una ligera picazón de insecto, voceó:

–¡Mozo! ¡Whisky!

No obstante lo cual, notificado quedaba yo, con roja cédula de celos, que, verdaderamente, lo que el señor Lorenz sentía por aquella dama, era una pasión a todo cuadrante. No cabía duda. ¡Viejo amor flamante siempre el suyo!

Una tarde leí, poco después, en uno de los diarios locales:

Enlace concertado.– Ha quedado concertado el enlace del señor Walter Wolcot, con la señorita Nérida del Mar.

¡Pesia! ¡Pobre señor Lorena! Qué amargas calabazas le florecían. Calabazas decenarias. Aquel divino anélido de miel iba a subjuntivar su áureo nombre aqueo, al rápido de trusts del bribón de quien ya habían noticiado al señor Lorena, como prometido de Nérida.

Terrible pesar sobrevino a mi amigo, como podrá suponerse, ante el anuncio de aquel matrimonio. Acabáronse las sobremesas plácidas; y las aguas de oro y los espumosos benedictines de antes, quizás sólo lloraban ahora, estancados en las pupilas de este nuevo José Matías, que, desde entonces, parecía estar siempre pronto a verter lágrimas de desesperación. Acabóse el buen humor que arcenara, en jocunda guardilla tornasol, la fraternal efusión de los almuerzos soleados y las florecidas cenas retardadas: pues, aun cuando el apetito por las buenas viandas arreciaba con fuerza mayor en el señor Lorena, a raíz de su sétima caída romántica, quijarudo Pierrot punteaba ahora en su alma herida, ahora que los días y las noches le aporreaban con ocasos moscardados de recuerdos, y lunas amarillas de saudad.

No volvió el señor Lorenz a decir palabra alguna sobre Nérida. Caviloso, callado, sólo de vez en tarde, enventanaba la taciturnidad del yantar, para estornudar algún versículo del Eclesiastés, entre cuyas cenizas aventaba, con aire confinado de orfandad, su desventura. Ante éste, que podría llamarse trágico palimpsesto de amor, tenté, en más de una ocasión, escarbar el secreto de sus pensares, a fin de ver si en algo podría yo aliviarle. Pero nada. Siempre que resolvíame a interrogarle, sentía al hombre trancarse a piedra y lacre, pecho adentro, para toda pregunta o confidencia.

Luego, dos mil ciento sesentidós horas.

Y un domingo al medio día, la orquesta lanza una torreada marcha nupcial, entre las pilastras de rancias molduras provinciales, y bajo los domos iluminados del templo, cuyo altar mayor resplandece enguirnaldado de albos azahares goteantes de campo y de rocío.

Veíase, por la pompa del cortejo, que eran Nérida y el señor Walter Wolcot, quienes, en tales instantes, recibían la bendición del Todopoderoso, en matrimonio; y que, a un tiempo mismo, el destino del muy amado señor Lorenz, calados el lúgubre clac de unto y los guantes negros, asistía al sepelio de diez sarcófagos ingrávidos, en cuyos labrados campos de azabache, habrían, decorados a la usanza etrusca, verdes ramas de miosotys florecido portadas por piérides mútilas y suplicantes; boscajes de rumorosas uvas vivas, bajo el cielo de puras anilinas anacreónticas; vientos encontrados desnudando árboles de otoño; y montañas de hielos eternos. Dentro de los diez sarcófagos, irían diez relojes difuntos…

Y todo era así, en verdad. Los novios eran Nérida y el caballero de la cuádruple V: él, calvete prematuro, sanguinoso tipo congestionado de clubman empedernido que duerme hasta las tres de la tarde; grandes ojos engallados verdebotella, crónico gesto placentero, como si siempre estuviese celebrando algo; flamante traje de una cuasi mortuoria corrección británica. Ella… visiblemente pálida.

¿Y el otro?… ¡Oh espectáculo de impiedad y de heroísmo! El señor Marcos Lorenz también estaba allí. Le hallé alarmantemente demudado. El, a su vez, me vio, pero no pareció verme. Le saludé con una venia, y no me hizo caso. Muy cerca de la pareja, erguíase aquel hombre, rígido, petrificado en dantesca laceria.

Monseñor, revestido de finísima pelliza de gran tono, mayaba, con voz enronquecida, el sagrado latín del sacramento. En los incensarios de plata antigua y cadenillas de oro, ardían los granos de resinas místicas. La orquesta por segunda vez doblaba la llave del sol de la partitura; y, sudoroso, el acólito, murmuraba como en sueños, de capítulo en capítulo sus sílabas rituales.

De súbito, la triste desposanda hizo una extraña cosa. En el preciso momento en que el tonsurado la hacía la pregunta de promesa, alzó ella sus ardientes ojos de ámbar oscuro, inundados en febril humedad, y derecho fue a clavarlos en el otro, en el señor Lorenz. Tal, distraída por entero, no contesta. Algunos del cortejo, notan el inesperado silencio, y, siguiendo la dirección de la mirada de Nérida, la encontraron posada en el pobre José Matías. Y luego, todo como en la duración del relámpago, el señor Lorenz recibió aquella mirada, quebró bruscamente su rigidez tormentosa, de un solo tranco lanzóse hacia Nérida, arrollando a cuantos tropezó a su paso, y, con increíble destreza de ave rapaz, cogióla el rostro estupefacto, y la dio un beso furioso en toda su boca virgen, que entreabrióse como un surco… Luego, el señor Lorenz cayó pesadamente a tierra.

Un revuelo de voces y una repentina parálisis en todos. Y quienes, en son de airada indignación, acercáronse al yacente besador, al inicuo intruso, oreja en pecho oyeron a la Muerte fatigada y sudorosa sentarse a descansar en el corazón ya helado de aquel hombre. ¡Pobre señor Lorenz! Sólo de esta manera, y en sólo este beso fugaz, frotado y encendido por el total de su vida, en la muerte, logró unir su carne a la carne de su amada, que ¡ay! acaso no le había amado nunca en este mundo.

El desposorio quedó frustrado. Ciega polvareda interpúsose, a gran espesor, entre los que hubieran sido esposos. Nérida también había sufrido en tal instante, seria conmoción nerviosa, y, llevada al lecho de dolor, agravándose fue de segundo en segundo, para morir una hora después de la instantánea muerte del pobre José Matías…

Y hoy, corridos ya algunos años, desde que abandonaran el mundo aquellas dos almas, en esta dorada mañana de enero, un niño fino y bello acaba de detenerse en la esquina de Belén, un niño extrañamente hermoso y melancólico.

Pasa un ómnibus del cual bajan varios pasajeros. A uno de ellos, señorón de amplio aire mundano, se le cae el bastón. El niño, tan bello y, sobre todo, tan melancólico, gana a recoger la caída caña, enjoyada de oro rojo casi sangre, y se la entrega al dueño que no es otro sino el propio señor Walter Wolcot. Este advierte el rostro del pequeño, y sin saber por qué, sufre fuerte sobresalto. Vacila. Tartamudo agradece, por fin, la gentileza anónima, y, con desesperada vehemencia que lagrimea de misteriosa inquietud, pregunta al niño:

–¿Cómo te llamas?

El infante no responde.

–¿Dónde vives?

El infante no responde.

–¿Cuántos años tienes?

El infante no responde nada.

–¿Tus padres?…

El niño se pone a llorar… .

Una mosca negra y fatigada viene y trata de posarse en la frente del señor Walter Wolcot, a punto en que éste se aleja del niño. Muy distante ya, se la espanta varias veces.