Ayer estuve en los talleres tipográficos del Panóptico, a corregir unas pruebas de imprenta.
El jefe de ellos es un penitenciado, un bueno, como lo son todos los delincuentes del mundo. Joven, inteligente, muy cortés; Solís, que así se llama el preso, pronto ha hecho grandes inteligencias conmigo, y hame referido su caso, hame expuesto sus quejas, su dolor.
–De los quinientos presos que hay aquí –afirma–, apenas alcanzarán a una tercera parte quienes merezcan ser penados de esta manera. Los demás no; los demás son quizás tan o más morales que los propios jueces que los condenaron.
Arcenan sus ojos el ribete de no sé qué platillo invisible, y de amargura. ¡La eterna injusticia!
Viene hacia mí uno de los obreros. Alto, fornido, acércase como alborozado y me dice:
–Señor, buenas tardes. Cómo está usted–. Y me tiende la mano con viva efusión.
No le reconozco. Le pregunto por su nombre.
–¿No recuerda usted? Soy Lozano. Usted estuvo en la cárcel de Trujillo cuando yo también estuve en ella. Supe que lo absolvió el Tribunal y tuve mucho gusto.
En efecto. Ya le recuerdo. Pobre hombre. Fue condenado a nueve años de penitenciaría, por ser uno de los coautores de un homicidio.
Cuando se aleja de nosotros el atento, Solís me inquiere sorprendido:
–¡Cómo! ¿También usted las había sufrido?
–También –le respondo–; también, amigo mío.
Y le refiero, a mi vez, las circunstancias de mi prisión en Trujillo, procesado por incendio frustrado, robo y asonada…
El sonríe y de nuevo me pregunta:
–Si usted ha estado en Trujillo, debe de haber conocido a Jesús Palomino, oriundo de aquel departamento, que purgó aquí doce años de prisión.
Hago memoria.
–Ahí tiene usted –añade– Aquel hombre era una víctima inocente de la mala organización de la justicia.
Calla breves instantes y, después de mirarme a la cara con mirada escrutadora, prorrumpe resueltamente:
–Voy a contarle a la ligera lo que a Palomino le sucedió aquí.
La tarde está gris y llueve. Las maquinarias y linotipos cuelgan penosos traquidos metálicos en el aire oscuro y arrecido.
Vuelvo los ojos y distingo a lo lejos la cara regordeta de un preso que sonríe bonachonamente entre los aceros negros en movimiento. Es mi peón. El que está compaginando mi obra. Sonríe este desgraciado a toda hora. Diríase que ha perdido el sentimiento verdadero de su infortunio, o que se ha vuelto idiota.
Solís tose, y, con acento trabajoso, empieza su relato:
–Palomino era un hombre bueno. Sucedió que se vio estafado en forma cínica e insultante por un avezado a tales latrocinios, a quien, por ser de la alta sociedad, nunca le castigaron los tribunales. Viéndose, de este modo, a la miseria, y a raíz de un violento altercado entre ambos, sobrevino lo inesperado: un disparo, el muerto, el Panóptico. Luego de recluido aquí, el pobre tuvo que sobrellevar tenebrosa pesadilla. Eso era horroroso. ¡Hasta los mismos que le veíamos, hubimos de sufrir su contagio infernal! ¡Qué atrocidad! Más valiera la muerte. Sí, señor. ¡Más valiera la muerte!…
El tranquilo narrador quiere llorar. Se nota que revive nítidamente el pasado, pues se le humedecen los ojos, y tienen que callar un instante para no demostrar en la voz que está sollozando en el alma.
–Cuando me acuerdo –agrega– no sé cómo pudo Palomino resistir tanto. Porque aquello era un tormento indescriptible. No sé por qué conducto fue noticiado de que se le tramaba un envenenamiento dentro de la prisión, desde mucho tiempo antes de ser alojado en ella. La familia del hombre que él mató, le perseguía de esta manera hasta más allá de su desgracia. No se contentaba con verle condenado a quince años de penitenciaría y arrastrar a su familia a una ruina clamorosa: llevaba su sed de venganza aun más abajo. Y ahora se embreñaba en recova por tras de los quicios de los sótanos y entre espora y espora de los líquenes que crecen entre los dedos carceleros, tanteando el resorte más secreto de la prisión; ahora se movía aquí, con más libertad que antes a la luz del sol para la injusta sentencia, e hincaba las pestañas de infame emboscada en la atmósfera que había de venir a respirar el condenado. Noticiado éste de ello, sufrió, como usted comprenderá, terrible sorpresa; lo supo, y nada pudo desde entonces ya desvanecérselo. Un hombre de bien, como él, temía una muerte así, no por él, claro, sino por ella y por ellos, la inocente prole atravesada de estigma y orfandad. De allí la zozobra de minuto en minuto y el sobresalto a cada trance de su vida cotidiana. Diez años había pasado así, cuando le ví por primera vez. Despertaba en el ánimo ese atormentado, no ya lástima y compasión, sino un religioso y casi beatífico transporte inexplicable. No daba piedad. Llenaba el corazón de algo quizás más suave y tranquilo y dulce casi. Mirándole, yo no sentía impulsos de deschapar sus hierros, ni de encorecer sus llagas que crecían verdinegras en el fondo de todos sus fondos. Yo no habría hecho nada de esto. Mirando tamaño suplicio, tan sobrehumana actitud de pavor, siempre quise dejarle así, marchar paso a paso, a sobresaltos, a pausas, filo a filo, hacia la encrucijada fatal, hacia la jurada muerte, tanto tiempo ha revelada. No movía Palomino por entonces a socorro. Sólo llenaba el corazón de algo quizás más vago e ideal, más sereno y casi dulce; y era grato, de un agrado misericordioso, dejarle subir su cuesta, dejarle cruzar los pasillos y galerías en penumbra, y entrar y salir por las celdas frías, en su horrendo juego de inestables trapecios, de vuelos de agonía, al acaso, sin punto fijo donde ir a parar. Con su barba roja a vellones y sus verdes ojos de alga polar, el uniforme estropeado, asustadizo, azorado, parecía atisbarlo todo siempre. Un obstinado gesto de desconfianza resbalaba por sus labios de justo pavorido, por sus cabellos bermejos, por sus sainados pantalones y aun por sus dedos desvalidos, que buscaban en toda la extensión de su capilla de condenado, sin poderlo hallar nunca, un lugar seguro en qué apoyarse. ¡Cuántas veces le ví quizás al borde de la muerte! Un día fue aquí, en la imprenta, durante el trabajo. Callado, meditabundo, taciturno, Palomino hallábase limpiando unas fajas de jebe negro, en un ángulo del taller, y, de cuando en cuando, echaba una mirada recelosa en torno suyo, haciendo girar furtivamente los globos de sus ojos, con el aire visionario de los de un ave nocturna que entreviese fatídicos fantasmas. De repente tuvo un brusco movimiento. Uno de los compañeros de labor, en quien yo había sorprendido repetidas ocasiones marcados gestos y extrañas palabras de sutil aversión, tal vez inmotivada, hacia Palomino, mirábale de hito en hito, desde el lado opuesto de la estancia. Tal conducta, cuya intención no podía, desde luego, serle grata a mi amigo, por los antecedentes que dejo ya anotados, le hizo experimentar un brusco movimiento de desasosiego y agudo escozor destempló todos sus nervios. El gratuito odiador, a su vez, advirtióse sorprendido, y, perdida la serenidad, con torpeza y turbación asaz significativas, vertió de un pequeño frasco de vidrio, algunas gotas; el color y la densidad de éstas fueron envueltas y veladas casi completamente por una alígera voluta de humo que en tal instante venía del lado de los motores. No sé decir dónde fueron a caer esas largas misteriosas lágrimas; pero quien las había vertido siguió agitándose entre los objetos de su trabajo, cada vez con más visible turbación, hasta el punto de no tener posiblemente conciencia de lo que hacía. Palomino le observaba estático, sobrecogido de presentimiento, con las pupilas fijas, pendientes de aquella maniobra que inspirábale intensa expectación y angustiosa zozobra. Luego las manos del trabajador fueron a ensamblar un lingote de plomo entre otras barras dispuestas en la mesa de labor. Entonces Palomino cesa de aguaitarle, y, atónito, abstraído, bajos los ojos, superpone círculos con la fantasía herida de sospecha, desembroca afinidades, vuelve a sorprender nudos, a enjaezar intenciones fatales y rematar siniestras escaleras… . Otro día ingresó de la calle una desconocida visita, la cual acercóse al linotipista y le habló largo rato; no se percibían sus palabras entre el ruido de los talleres. Palomino saltó, plantóle la vista, analizándole de pies a cabeza, a hurtadillas, pálido de temor… "¡Palomino! ¡Vea!" –le consolaba yo– "Olvide usted eso; creo que no puede ser". Y él, por toda respuesta, apoyaba las sienes entre ambas manos, tintas de encierro y desamparo, vencido, sin fuerzas. A los pocos meses de habérseme traído aquí, él era mi mejor amigo, el más leal, el más bueno.
Solís se emociona visiblemente y yo también.
–¿Tiene usted frío?– me interroga con súbita ternura.
Hace rato, sin duda, la estancia está llena de una neblina densa que azulea en extraños cendales en torno a las ampolletas de luz roja. Por los altos ventanales vese que sigue lloviendo. Hace mucho frío en verdad.
Suenan como entre apretados algodones impregnados de limalla de hielo, notas dispersas de un solfeo distante. Es la banda de músicos de la Penitenciaría que ensayan el himno del Perú. Suenan esas notas, y desusada sugestión ejercen ahora en mi espíritu, hasta el punto de casi sentir la letra misma de la canción, engarzada sílaba por sílaba, o como clavada con gigantescos clavos en cada uno de los sonidos errantes.
Las notas se cruzan, se iteran, patalean, chirrían, vuelven a iterarse, destrozan tímidos biseles.
–¡Ah, qué suplicio el de aquel hombre!– exclama el preso con creciente lástima. Y continúa narrando entre silencios continuos, durante los cuales sin duda trata de atrapar los tremendos recuerdos:
–Era una obsesión indestructible la suya, cimentada sabe Dios por quién, para no caer nunca. Muchos decían: "Está loco Palomino". ¡Loco! ¿Puede acaso estar loco quien en circunstancias normales, cuida de su existencia en peligro? ¿Y puede estarlo quien, sufriendo los zarpazos del odio, aun con la complicidad misma de la justicia, precave aquel peligro y trata de pararlo con todas sus fuerzas exacerbadas de hombre que lo cree posible todo, por propia experiencia de dolor? ¡Loco! ¡No! ¡Demasiado cuerdo quizá! ¿Quién, con qué formidable persuasión, sobre cuáles incuestionables visos de posibilidad, habíale infundido tal idea? A pesar de haberme expuesto Palomino muchas veces los torvos alambres ocultos que, según él, podrían vibrar desde fuera hasta el hilo de su existencia, difícil me era ver claramente aquel peligro. "Como usted no conoce a esos malvados",… refunfuñaba impertérrito Palomino. Yo, luego de argumentarle cuanto podía, me callaba. "Me escriben de mi casa –díjome otro día– y vuelven a dármelo a entender; puede venir pronto mi indulto, y pagarían cualquier precio por evitar mi salida. Sí. Hoy más que nunca, el peligro está a mi lado, amigo mío… " Y sus últimas palabras ahogáronle en desgarradores sollozos. La verdad es que, ante la constante desesperación de Palomino, llegué a sufrir, a veces, sobre todo en los últimos tiempos, repentinas y profundas crisis de duda, admitiendo la posibilidad de cualquiera alevosía, aun de la más negra para su vida, y llegué hasta a asegurárselo, a mi vez, a los demás amigos de la prisión, alegándoles, probándoles por medio de no sé qué insospechados aportes de peso decisivo, la sensatez con que razonaba Palomino. Más todavía. Hubo ocasiones en que ya no era duda lo que yo sentía, sino seguridad incontrovertible del peligro, y yo mismo salíale al encuentro con nuevas sospechas y vehementes advertencias de mi parte, sobre el horror de lo que podía sobrevenir, y esto lo hacía precisamente cuando él se hallaba tranquilo, en algún olvido visionario. Diríase, que entonces era en mí en quien se había metido el terror más adentro que en él mismo. Yo le quería mucho, es cierto; yo me interesaba intensamente por su situación, siempre de pie a la cabecera de su espanto; y de tácito modo le ayudaba a escudriñar los cárabos de su pesadilla; en fin, yo llegué por último, a registrar de hecho los bolsillos y los menores actos de numerosos compañeros y empleados del establecimiento, tanteando el escondido pelo de su tragedia inminente… todo esto es verdad. Pero también verá usted, por cuanto le refiero, que, a fuerza de interesarme tanto por Palomino, iba convirtiéndome en su propio torturador, en un verdadero verdugo suyo. "¡Tenga usted cuidador– le decía yo con agorera angustia. Palomino daba un salto, y trémulo volvíase a todos lados y quería huir sin saber por donde. Y ambos experimentábamos entonces, acerba, terrible desesperación, vallados por los muros de piedra, invulnerables, implacables, absolutos, eternos. Palomino, desde luego, no comía casi. Cómo iba a comer. No bebía. No hubiera respirado. En cada migaja veía latente el veneno mortal. En cada gota de agua. En cada adarme de la atmósfera. Su tenaz escrupulosidad sutilizada hasta la hiperestesia, le hacía parecer los más triviales movimientos ajenos, relacionados con los alimentos. Alguien, cierta mañana, comía a su lado, pan del bolsillo. Palomino vióle llevarse a los labios el mendrugo, y, tras una enérgica mueca de repulsa, escupió varias veces y fue a enjuagarse. "¡Tenga usted siempre cuidado"! –le repetía yo cada día con más frecuencia. Dos, cuatro veces diarias este alerta resonaba entre ambos. Yo me desahogaba, sabiendo que de este modo, Palomino se cuidaría más y alejaríase mejor del peligro. Me parecía, en fin, que cuando yo no le había recordado mucho rato la fatídica inquietud, él podría acaso olvidarla y entonces ¡ay de él!… ¿Dónde estaba Palomino?… Pues, llevado por mi vigilante fraternidad, de un salto llegábame a él, y le susurraba al oído atropelladamente: "¡Tenga usted cuidado!"… Así me tranquilizaba yo, pues podía estar cierto de que en algunas horas no le sucedería nada a mi amigo. Un día se lo repetí más a menudo que nunca. Palomino oíame, y, luego de la conmoción consiguiente, de seguro me lo agradecía en su pensamiento y en su corazón. Mas, tengo que volver a recordárselo a usted; por este camino traspasaba las lindes del amor y del bien por Palomino y me convertía en su principal tormento; en su propio verdugo. Yo me daba cuenta de este doble valor de mi conducta. Pero –me decía yo allá en mi conciencia– sea lo que fuere: irrevocable imperativo de mi alma, me ha investido de guardián suyo, de curador de su seguridad, y no volveré atrás por nada. Mi voz de alerta palpitaría siempre al lado suyo, en su noche de zozobra, como un despertador para el escudo y la defensa. Sí. Yo no volvería atrás, por nada. Una media noche, desperté sobresaltado, a consecuencia de haber sentido en mitad del sueño, un vivo espanto misterioso. Tal una válvula abierta de golpe, que me arrojara en todo el pecho un golpe de agua fresca. Desperté, poseído de gran alegría, de una alada alegría, cual si de pronto me hubiera abandonado un formidable peso agobiador, o hubiera saltado de mi cuello una horca, hecha pedazos. Era una alegría ciega, de no se por qué; y a tientas desperezábase y aleteaba en mi corazón, diáfana, pura. Desperté bien. Hice conciencia. Cesó mi alegría: había soñado que Palomino era envenenado. A la mañana siguiente, el sueño aquel me tenía sobrecogido, con crecientes palpitaciones de encrucijada: la muerte – la vida. Sentíame en realidad totalmente embargado por él. Ásperos vientos de enervante fiebre, corríanme el pulso, las sienes, el pecho. Debía yo demostrar aire de enfermo, sin duda, pues harto me pesaban las sienes, la cabeza y velaban mi ánima graves pesares. Por la tarde, a Palomino y a mí toconos trabajar juntos en la Imprenta. Como ahora, los aceros negros rebullían, chocaban cual reprochándose, rozábanse y se salvaban a las ganadas, giraban quizás locamente, con más velocidad que nunca. Durante toda la mañana y hasta la tarde, el sueño aquel acompañóme terco, irreductible. Mas, ignoro por qué, yo no lo rehuía. Lo sentía a mi lado, riendo y llorando alternativamente, enseñándome, sin son ni ton, una de sus manos, la siniestra, negra; blanca, bien blanquísima la otra, y ambas entrelazándose siempre con extraño isocronismo, en impecable, aterradora encrucijada; ¡la muerte –la vida! ¡la vida– la muerte! Durante todo el día también– y también ignoro por qué– ni una sola vez acudió a mis labios el velador alerta de antes. Absolutamente. Mi sueño anterior parecía sellar mi boca para no verter tal palabra, por su propia diestra albicante y luminosa, de una luminosidad azul, esfumada, sin bordes. De repente, Palomino murmuró a mis oídos, con contenida explosión de lástima e impotencia: "Tengo sed". Inmediatamente, empujado por mi solícita hermandad de siempre para con él, apresté una escudilla de greda rojiza, y en ella fui a traerle a que bebiese. El agradeció enternecido, asiéndose del asa de la vasija, y sació su sed hasta que ya no pudo… Y al crepúsculo, cuando esta vida de punzantes cuidados hacíase más insoportable; cuando Palomino habíase agujereado ya toda la cabeza, a punta de zozobras; cuando febril amarillez de un amarillo de nuevo viejo, aplácabale el rostro desorbitado de inquietud; cuando hasta el médico mismo declarado había que aquel mártir no tenía nada más que debilidad, motivada por malestar del estómago; cuando estaba ya añicos ese uniforme sainado de excesiva, cediza agonía; cuando hasta Palomino había esbozado ¡oh armonía secreta de los cielos! a la vera de las arrugas de su propia frente, fugitiva sonrisa alta, que no alcanzó a saltar a las bajas mejillas, ni a la humana tristeza de sus hombros; y cuando, como hoy, llovía y había neblina por los libres espacios inalcanzables, y arreciaba por aquí abajo un premioso y hosco augurio sin causa… al crepúsculo, acercóse él y me dijo, a sangrantes astillas de voz: "¡Solís… Solís… Ya… ya me mataron!… Solís… " Al verle ambas manos sosteniéndose el vientre y retorciéndose de dolor, sentí, antes que en el fondo de mi corazón, caerme el golpe, en sensación de fuego devorador y crepitante, dentro de mis propias vísceras integrales. Sus quejas, apenas articuladas, como no queriendo fuesen percibidas más que por mí solo, soplaban hacia mi interior, como avivadas lenguas de una llama mucho tiempo atrás contenida entre los dos, en forma de invisibles comprimidos. ¡De tan seguro modo, con tan viva certidumbre habíamos ambos por igual, esperado aquel desenlace! Mas, luego de sentir como si el áspid hubiérase colado por las venas de mi propio cuerpo, invadióme instantánea, súbita, misteriosa satisfacción ¡Misteriosa satisfacción! ¡Si señor!…
En esto, Solís hizo una mueca de enigmática ofuscación, mezclada de tan sorda ebriedad en la mirada, que me hizo bambolear en el asiento, como con una pedrada furibunda.
Después, enronquecido, a pulso, a grandes toneladas, agregó misteriosamente:
–Y Palomino no amaneció al siguiente día. ¿Había, pues, sido envenenado? ¿Y acaso con el agua que yo le dí a beber? ¿O había sido aquello sólo un acceso nervioso suyo y nada más? No lo sé. Sólo dicen que al otro día, mientras yo vime obligado a guardar cama en las primeras horas, a causa de los fuertes golpes nerviosos de la víspera; dicen que entonces vino un hijo suyo a noticiar a su padre habérsele concedido el indulto, y ya no le encontró. Le había respondido la Dirección del establecimiento: "En efecto. Concedido el indulto para su padre, ha sido puesto en libertad esta mañana".
El narrador tuvo en esto un mal contenido gesto de tormento que me impulsó a decirle, solícito y consternado:
–No… No… ¡No vaya usted a llorar!
Y, haciendo súbito paréntesis, volvió Solís a preguntarme con honda ternura, como antes:
–¿Tiene usted frío?
Yo le interrumpo anhelante:
–¿Y después?
–Y después… nada.
Y luego, Solís calló hasta la muerte. Y luego, como cosa aparte, lleno de amor y amargura a un tiempo, añadió:
–Pero Palomino, que ha sido siempre un hombre bueno y mi mejor amigo, el más leal, el más bondadoso; a quien yo quería tanto, por cuya situación me interesaba intensamente, a quien le ayudé a escudriñar su futuro amenazado, y por quien llegué hasta registrar de hecho los bolsillos y los actos de los demás; Palomino no ha vuelto más por aquí, ni se acuerda de mí. Es un ingrato. ¡Qué le parece!
Se oye de nuevo a la banda de músicos de la Penitenciaría tocar el himno del Perú. Ahora ya no solfean. El coro de la canción es tocado por toda la banda y en su integral sinfonía. Suenan las notas de ese himno, y el preso que permanece en silencio, sumido en sus hondas cavilaciones, agita de pronto los párpados en vivo aleteo y exclama con gesto alucinado:
–¡Es el himno el que tocan! ¿Lo oye usted? Es el himno. ¡Qué claro! Parece hacerse lenguas:
Soo-mos-liii-bres…
Y al tararear estas notas, sonríe y ríe por fin con absurda alegría.
Luego vuelve a la reja inmediata los encandilados ojos, en los que está brillando un brillo de lágrimas ardidas. Salta del asiento, y, tendiendo los brazos, exclama con júbilo que me estremece hasta los huesos:
–¡Hola Palomino!…
Alguien avanza hacia nosotros, a través de la cerrada verja silente e inmóvil.