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Buitenzorg, 17 de julio de 1883
Querida Jacobina:
Tus líneas parecen reflexivas, casi angustiadas. ¿Qué es lo que tanto te preocupa? ¿Acaso se debe a que aún falta mucho tiempo antes de que ambos podamos emprender nuestra vida en común? ¿O quizás a exactamente lo contrario: que todo te resulta demasiado apresurado? Confío que entretanto me conozcas lo bastante bien como para saber que soy un hombre paciente que jamás insistiría en que hagas algo que no quieres y tampoco soy un alma veleidosa y no cambiaré de opinión, ni hoy, ni mañana o en un par de años. Tómate todo el tiempo que necesites; yo estaré aquí y aguardaré, sin prisas y sin mal humor.
Si no obstante albergas dudas o estás indecisa... también lo comprendería. Será un paso importante el que daremos si de verdad quieres casarte conmigo; para ti incluso más importante que para mí, pues serás tú quien volverá a iniciar una nueva vida aquí, una que al principio seguramente te resultará extraña, pero a la que yo hace tiempo que estoy acostumbrado. Incluso así aprecio tus posibles dudas, porque demuestran que no eres una persona que se toma dichas cosas a la ligera.
¿Por qué no me cuentas lo que tanto te preocupa? Sabes que estoy dispuesto a escuchar todos tus pensamientos, preocupaciones y penas. Siempre. Nada humano me es ajeno y jamás juzgo. Pregúntaselo a Vincent: él sabe que soy un excelente confesor.
Te besa,
JAN
Jacobina estaba sentada en el sofá de ratán de dos plazas de la terraza, con la vista dirigida al mar, que se extendía como un pañuelo de seda color turquesa, verde y azul ligeramente ondulado. Una brisa agradable, menos intensa que el viento impetuoso de las últimas semanas tironeaba del dobladillo de su sarong, de la kebaya y de los mechones que se habían soltado de su moño. A través de la ventana abierta del salón oía el tintineo y el traqueteo de los cubiertos y la vajilla y el murmullo en malayo de Ratu que le indicaba a Ningsih dónde colocarlo todo en la gran mesa de teca.
Le agradaba sentarse allí, pues la jungla quedaba a sus espaldas, esa selva que seguía causándole angustia. Sin embargo, incluso en ese lugar todavía percibía su presencia como una fiera al acecho que, jadeando y resollando, ansiaba abalanzarse sobre la presa y saciar su hambre.
Al igual que no dejaba de percibir la mirada del mayor: calculadora, acechante y de un brillo muy especial.
Jacobina recorrió las hojas del libro de gramática malaya abierto en su regazo con los dedos; estaba decidida a comprender y hablar la lingua franca de las Indias Orientales antes de que acabara el año, aunque fuese parcialmente, e intentaba aprovechar todas sus horas libres para aprenderla. Como esa tarde, en la que Margaretha de Jong había vuelto a ir a Ketimbang con Melati y los niños, a casa de los Beyerinck. Pero le resultaba difícil concentrarse; a menudo recordaba las palabras de la señora De Jong: que a la larga o a la corta, el trópico le afectaría el juicio.
Además Jacobina no lograba olvidar aquellas imágenes: Vincent de Jong, desnudo, su miembro grande y rígido, el modo en que agarró a Ningsih y la penetró y después no dejó de deslizarse hacia delante y hacia atrás. Su expresión mientras lo hacía, su mirada...
¿Siempre ocurría lo mismo entre un hombre y una mujer? ¿Acaso Jan le haría lo mismo a ella en la noche de bodas y en todas las otras noches hasta que la muerte los separara? Le hubiese gustado preguntárselo, pero no se atrevía; porque de lo contrario quizá la tomaría por una vieja solterona reprimida o, al contrario, por una mujerzuela que no sería una esposa adecuada para un misionero, puesto que Jan aún era joven y no un anciano y estaba abierto a todo lo humano. «No tiene nada de malo», le había dicho en el jardín botánico de Buitenzorg antes de preguntarle si quería casarse con él. «Dios nos ha creado como hombres y mujeres y nos dio el deseo físico. No solo para engendrar hijos, sino también para glorificar Su creación.» ¿De verdad era así? ¿Y si el deseo físico no solo fuese algo bueno sino también algo oscuro y diabólico... incluso si realmente suponía un don divino?
Pero sobre todo no podía preguntarle a Jan esas cosas porque no sabía cómo explicarle el motivo por el cual se le ocurrían. Todavía se ruborizaba al recordar que, impulsada por una indiscreta curiosidad, había extraído esas fotografías indecentes del bolsillo de la chaqueta del mayor y después se había escondido tras la cortina como una niña pequeña tonta y maleducada, y había observado a De Jong y a Ningsih durante el acto sexual, tanto fascinada como asqueada.
Y una vergüenza bastante similar la invadía cuando por las noches deslizaba los dedos al lugar donde el mayor había penetrado a Ningsih, zonas que hasta entonces se había limitado a lavar con rapidez y sin prestarles atención. Pero que se humedecían y despertaban un dulce anhelo en ella, la misma sensación que experimentó aquel día detrás de la cortina y que a partir de entonces volvía a invadirla cuando pensaba en el mayor y en Ningsih o cuando el mayor la contemplaba con sus ojos azules y brillantes. En esas ocasiones volvía a presionar las rodillas con el fin de que esa sensación, exquisita e inquietante, desapareciera. Como en ese momento, mientras permanecía sentada en el sofá de ratán contemplando el mar.
—¿Qué hace aquí, tan sola?
Jacobina se sobresaltó y, asustada, dirigió la vista al mayor, apoyado contra el marco de la puerta vestido de uniforme.
—Buenos días, mayor —murmuró y se apresuró a desviar la mirada.
Sin devolverle el saludo, él tomó asiento a su lado, separó las piernas y su rodilla rozó el muslo de ella. Jacobina se deslizó a un lado y clavó los dedos en el libro apoyado en su regazo. Él se inclinó hacia ella y su hombro le rozó el antebrazo; el calor del cuerpo de él penetró a través de la tela de la kebaya y Jacobina empezó a sudar, aún más debido al aroma húmedo de su uniforme; el aroma a caballo, cuero y metal, y a sal.
—¿Qué está leyendo?
—Trato de aprender malayo —dijo ella y apartó el torso del hombro del mayor.
Él soltó una carcajada.
—¡No se aprende malayo leyendo un libro! ¡Se aprende escuchándolo y hablándolo! Puedo enseñarle a hablar malayo, si lo desea.
Ella notó su mirada y volvió a percibir la presión de su rodilla contra el muslo.
—Gracias, muy amable de su parte —se apresuró a contestar, cerró el libro y se puso de pie—. Tal vez en otro momento. Ahora también he de...
Él le cogió la muñeca y la detuvo, se puso lentamente de pie y Jacobina dio un paso atrás.
—Últimamente parece esquivarme.
Jacobina no se dejó intimidar por su mirada insistente y alzó las cejas.
—¿Acaso le sorprende?
Él rio en voz baja.
—No se preocupe. Su pequeño secreto está a buen resguardo conmigo.
—¿Mi pequeño secreto? —exclamó ella, acentuando la primera palabra y frunciendo el ceño.
El mayor soltó otra carcajada más sonora que la anterior.
—¿Cuál si no? Hace tiempo que mi mujer ha comprendido que es imposible domar un tigre porque siempre volverá a salir de caza —dijo, haciendo una mueca de desprecio—. Sin embargo, no sé qué diría si yo le informara de que descubrí a nuestra apreciada y amada noni Bina hurgando entre sus joyas...
—Pero si yo no estaba... —replicó ella en tono brusco; pero al ver la sonrisa irónica del mayor, comprendió—. No logrará asustarme —dijo ella y trató de zafarse, pero él no la soltó.
—¡Que no! —dijo, haciendo chasquear la lengua y meneando la cabeza—. Solo quería dejarle claro que puede dejar de contemplarme como si yo hubiese cometido un delito. No por una nimiedad como unos jueguecitos amorosos.
Un temblor le recorrió el cuerpo.
—No creo que haya sido una nimiedad para Ningsih.
Desde aquel día, Jacobina se sentía incómoda en presencia de la muchacha; procuraba no recordar lo que había visto, pero no lograba evitarlo y tal vez por eso sentía la necesidad de mostrarse especialmente amable con ella.
El mayor inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada atronadora.
—¡Todavía debe aprender muchas cosas acerca del trópico! —dijo, lanzándole una mirada burlona—. Aquí las muchachas ya son maduras cuando en las latitudes de las cuales nosotros provenimos aún las consideran unas niñas. Y siempre están calientes como perras en celo.
Las náuseas se adueñaron de ella, acompañadas de un intenso pudor, e hizo una mueca de asco. Por fin De Jong le soltó la muñeca, ella retrocedió y se enjugó la mejilla, cubierta de sudor, con la manga de la kebaya.
—Pero a lo mejor —musitó él con mirada brillante—, usted me mira de ese modo por un motivo completamente distinto —añadió, se volvió y entró en la casa.
Jacobina aún luchaba contra las náuseas. A través de la ventana abierta lo vio entrar en el salón y hacer un breve comentario a Ratu; ella asintió inclinando la cabeza y salió a la terraza, donde se sentó en el sencillo banco de madera. En el salón, el mayor amasaba la nuca de Ningsih, que se apresuró a apartar los cubiertos y la vajilla y se volvió. De Jong le dijo unas palabras, ella se levantó el sarong por encima de las caderas, apoyó el trasero desnudo en la mesa y empezó a desprenderse de la blusa al tiempo que él se quitaba el uniforme.
Jacobina lanzó una mirada desvalida a Ratu, que apoyaba los codos en los muslos sin despegar la vista de sus dedos, como si lo que ocurría en el salón no la incumbiera en absoluto.
Jacobina se volvió abruptamente, bajó los peldaños a toda prisa y echó a correr hacia el mar. Con el libro presionado contra el pecho recorrió la arena húmeda con las olas mojándole los pies y los tobillos.
El sol le calentaba el rostro y el viento le acariciaba la piel al tiempo que dirigía la mirada una y otra vez hacia la verde y oscura pared de matas, hierbas y plantas trepadoras que bordeaban la clara arena de la playa y tras la cual se elevaba la cima azulada, de color lavanda y canela del Rajabasa. La jungla la atemorizaba, pero la repugnancia y la incomodidad que le causaba el mayor eran aún más intensas.
Jacobina no dudaba que quería pasar el resto de su vida con Jan, pero ya no estaba tan segura de pertenecer a ese rincón del fin del mundo, a esa isla.
Y tampoco sabía si quería permanecer en casa de los De Jong durante más tiempo.