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Eso debía ser el aroma de la libertad.

Salado como el aire marino que ella incluso notaba en la lengua. Era el aroma del viento, puro y claro como el agua de una fuente o como unas sábanas de hilo recién lavadas y almidonadas. Un aroma a sol y a algas marinas... como el de la cubierta de madera de color miel, aún parcialmente húmeda tras la limpieza matutina, vibrando bajo el zumbido de las máquinas, agitándose debido a la interacción entre la fuerza impulsiva del vapor y el oleaje.

No era un aroma suave y encantador sino uno que oscilaba entre lo agradable y lo picante. Humoso, casi ardiente como el hollín y la humareda que surgían de la chimenea del buque de vapor, como el olor del largo y esbelto casco de hierro que, en medio del aire húmedo, evocaba la tintura de yodo, igual de picante y agrio, igual de fresco. Igual que la libertad, siempre acompañada por lo desconocido y que alberga una audacia. Un salto a lo desconocido.

Jacobina cerró los ojos e inspiró profundamente ese aroma que, debido a su intensidad en alta mar, le resultaba nuevo y sin embargo no completamente desconocido, pues lo había identificado de inmediato. Era el olor que todos los años había invadido los días claros y despreocupados de las vacaciones estivales en el balneario de Zandvoort. El mismo que a veces surgía picante desde el puerto y se acumulaba entre las altas fachadas de las casas. El que, a veces, cuando el viento era favorable, se cernía sobre Ámsterdam como un hálito apenas perceptible y dejaba adivinar la cercanía del mar, prometedor y al mismo tiempo próximo. Pero solo tras haber subido a bordo con sus maletas y cuando cada hora transcurrida, cada milla marítima dejada atrás, la alejaba más y más de su antigua vida y la llevaba hacia la nueva, Jacobina logró identificar dicho aroma.

«No seas tonta, Bina —creyó oír que decía la voz de Henrik—, oler la libertad es imposible.» Entonces se le apareció la imagen de su hermano mayor enfundado en el traje y con chaleco, la corbata correctamente anudada en torno al cuello de la almidonada camisa, las cejas arqueadas bajo las prematuras entradas, contemplándola con una sonrisa indulgente. No era burlona, pues para ello hubiera requerido una ligereza de la cual carecían los Van der Beek. Una sangre espesa fluía por sus venas, una que casi nunca se agitaba, por no hablar de sucumbir a la pasión, una sangre sobria, sosegada y repleta de valores tradicionales. Aquellos dictados que habían circulado siempre en la familia estableciendo los límites que imponía el padre al hijo; la madre a la hija, y jamás habían dado lugar a la desilusión. A diferencia de Jacobina. Si bien nunca había sido terca o desobediente y siempre se había esforzado por hacer todo de manera correcta, con el tiempo, en ella surgió la amarga convicción de que había situaciones frente a las cuales todo esfuerzo resultaba inútil y que sin embargo nunca eran perdonadas.

«Soy libre», pensó Jacobina y se enderezó bajo el pálido sol matutino que le acariciaba las mejillas con rayos aún débiles; dejó que la brisa le rozara el rostro, una brisa acompasada con su propia respiración. Sintió un aleteo en el estómago, mitad alegría y excitación, mitad temor ante su propia audacia, que aceleró los latidos de su corazón y la llenó de orgullo por haber cobrado ese increíble valor. Y de un presentimiento de felicidad. No se cansaba de decírselo a sí misma: «Soy libre.»

Pero poco a poco una sensación incómoda invadió su alegría, viscosa y pesada como las gotas de aceite en el agua e igual de indisoluble, acompañada de un hormigueo entre los omóplatos que lentamente se extendió hasta la nuca erizando su piel. Jacobina no tuvo que volverse para asegurarse: años de experiencia le habían enseñado a reconocer las miradas curiosas, desdeñosas o incluso misericordiosas que se clavaban en su espalda. Sabía que alguien la observaba.

Hasta hacía unos instantes, Floortje había podido escrutar a aquella joven cuya actitud se relajaba cada vez más, como si se desprendiera de manera vacilante del manto de reserva y de autosuficiencia mediante el cual había mantenido a raya a todos sus compañeros de viaje, solo hasta el punto de no parecer descortés o antipática, pero que tampoco invitaba a establecer un contacto amistoso. Floortje ya la había visto de esa guisa por primera vez, de pie en la aún silenciosa y desierta cubierta superior, pero en dicha ocasión le había parecido menos inaccesible. Durante unos momentos muy breves —que Floortje no supo aprovechar— parecía aliviada, casi liberada, como si a la larga dicho manto le pesara demasiado. Los hombros bajo la sencilla chaqueta entallada de tela gris se tensaron de nuevo; por fin volvió la cabeza hacia Floortje y la contempló con el ceño fruncido bajo el ala del sombrero. «Quédate donde estás —expresaba esa mirada—, ¡déjame en paz!»

Floortje maldijo su titubeo en silencio, una vacilación nada común en ella. Arrepentirse de algo que uno había dicho o hecho... para eso siempre había tiempo, pero cuando se trataba de hablar con miembros de su propio sexo Floortje se había acostumbrado a proceder con cierta precaución. De momento, en los ojos de aquella mujer, grises como el cielo invernal de Frisia, Floortje aún no había vislumbrado ni una chispa de maldad: expresaban una espera controlada, una tolerancia que parecía fatigada. Y de vez en cuando Floortje creyó descubrir cierta inseguridad en esa mirada bajo los párpados o en un pequeño movimiento involuntario, aunque la joven una vez más volvía la cabeza y miraba al mar con la espalda recta y los hombros tensos, en actitud de rechazo.

La confortable sensación de estar sola y no observada desapareció; el pacífico estado de ánimo de esa hora temprana se había estropeado; sin embargo, Jacobina no tenía la menor intención de abandonar su sitio: no volvería a emprender la huida con las mejillas ardientes y la cabeza gacha como antes había hecho con tanta frecuencia, ocultándose en una oscura habitación anexa en la que recuperaba la capacidad de respirar, alejada de una sociedad burguesa que se celebraba a sí misma y para la cual el nombre de Jacobina van der Beek tenía la misma importancia que el dinero de su padre y nada más. Porque Jacobina no tenía qué ofrecer.

Como si debiese defender su derecho a permanecer allí, sus dedos enguantados se aferraron a la barandilla y aumentaron la presión al tiempo que se aproximaban unos pasos rápidos y ligeros.

—¡Buenos días!

La voz resultaba desconcertantemente profunda para una persona tan menuda y delicada, una voz pesada y suave, como el terciopelo que revestía el comedor durante las comidas cuando en la mesa ella no dejaba de hablar de naderías, a menudo acompañada por una risa a veces casi indecentemente áspera y que tal vez por eso invitaba a los demás comensales a unirse a ella. También entonces esa risa acompañó sus palabras y era como el oporto derramándose de una copa.

—¿No es un día precioso?

—Buenos días —dijo Jacobina sin desviar la vista del mar—. Sí, es un día precioso.

—¿También viajas hasta Batavia?

Jacobina la miró fijamente, más desconcertada que enfadada por el tuteo audaz. La otra le devolvió la mirada desde unos ojos ovalados que enmarcaban unas espesas pestañas oscuras. Ojos de gata, a veces verdes y otras tan azules o turquesas como las aguas del océano. Una mirada curiosa, encantadora e ingenua que albergaba una chispa de esperanza; Jacobina se apresuró a desviar la suya.

—¿Adónde más podría ir? —murmuró en un tono más intencionado que brusco.

—Taal veeez... aaaa... —respondió la otra en tono burlón y arrastrando las palabras como si fuera una adivinanza—... ¿A Alejandría? ¿A Colombo? ¿A Singapur?

El modo en el que se apretujaba contra la borda también era felino al tiempo que recitaba los puertos visitados por la compañía naviera y la manera en que sus dedos desnudos se deslizaban por la barandilla hacia Jacobina.

De pronto Jacobina bajó las manos y retrocedió un paso.

—No, permaneceré a bordo hasta Batavia.

—¡Yo también! Por cierto: me llamo Floortje, Floortje Dreessen.

Jacobina bajó la vista y contempló la mano que Floortje le tendía con gesto seguro, con la palma hacia arriba, como si insistiera en ofrecerle algo. No llevaba guantes ni sombrero, al parecer indiferente ante la posibilidad de que el sol le estropeara el cutis claro y delicado como la nata, casi translúcido, diferente a la palidez de Jacobina, cuya piel se volvía mortecina con tanta facilidad... A Floortje tampoco parecía importarle que el viento desordenara su abundante y oscura cabellera color café. Incluso lo había dejado hacer, solo llevaba un moño suelto mientras que el resto caía de sus hombros en ondas y rizos. Ninguna similitud con el pelo claro de Jacobina, que pronto se desgreñaba y se volvía pajizo bajo el sol y el viento si se descuidaba. Una vez más, Jacobina notó cuán joven era esa señorita Dreessen, aún casi una muchacha. Y era bonita, tan bonita que resultaba doloroso. Hubiera preferido dar media vuelta y marcharse sin pronunciar palabra, pero su buena educación se lo impidió; sabía cómo comportarse.

—Me llamo Jacobina van der Beek.

Entonces sintió una punzada al notar cuán diminuta y frágil parecía la mano de Floortje encajada en la suya, pese a la fuerza inesperada con la que se la estrechó, y Jacobina se apresuró a soltarla.

—En realidad iba en busca del capitán, que esta mañana me invitó a recorrer el barco y prometió mostrármelo todo. ¡Incluso la sala de máquinas! —dijo Floortje y sus ojos brillaban como las aguamarinas—. Tal vez te gustaría acompañarme...

—Muy amable... pero no, gracias —replicó Jacobina con una formalidad automática.

Floortje alzó las cejas: dos arcos de color sepia que parecían pintados con un pincel.

—Pero ¿por qué no? ¡Seguro que nada se te escapará en este vapor! ¡Acompáñame, seguro que será divertido!

—No, gracias, de verdad.

Jacobina parpadeó bajo el sol que se había elevado en el cielo y derramaba una luz mantecosa por encima de la cubierta: estaba harta de esa clase de invitaciones bienintencionadas, que después la obligaban a mostrarse agradecida.

—¡Por favor! —exclamó Floortje en un tono obstinado y a la vez suplicante dando una patadita en el suelo—. ¡Ven, no seas tan remilgada! ¡Acompañada es el doble de divertido!

—No, yo... —empezó a decir Jacobina, pero el resto de la oración se le atragantó porque Floortje la cogió de la mano y la arrastró tras ella a paso ligero.