53
Jacobina dejó que el viento le acariciara el rostro y parpadeó: la luz del sol era deslumbrante. Bajo sus pies se mecía y traqueteaba el buque de vapor, y más allá de la barandilla se extendía el océano inmenso y azul. Antes de embarcar se preguntó si soportaría estar rodeada de agua durante todo el día después de casi morir ahogada en el maremoto, pero, pese a su temor inicial, curiosamente no la afectó en absoluto. Ida tampoco parecía tener miedo, es más: contemplaba todo con grandes ojos y a Jacobina le pareció que, de momento, la niña disfrutaba del viaje y confió que seguiría disfrutándolo durante las próximas tres semanas.
—Mira —dijo Jacobina, se quitó los zapatos, apoyó los pies descalzos en la tumbona y rodeó los hombros de la niña con un brazo, sentada ante ella y estrechando a su muñeca, mientras con la otra mano señalaba el mar—. ¡Allí viene un barco muy grande, casi tan grande como el nuestro!
Adriaan Achterkamp se había mostrado generoso con ellas. Viajaban a Ámsterdam en la misma compañía naviera con la que Jacobina había viajado a Batavia el año anterior, pero en esa ocasión en el Prinses Marie, una nave mucho más grande y lujosa. Arañas de cristal colgaban del techo del comedor, los pasillos estaban alfombrados e incluso había una orquesta que por las noches interpretaba melodías bailables, una oferta que casi nadie aprovechaba porque el barco estaba medio vacío. El abuelo de Ida incluso había reservado un camarote exterior para ellas, amplio y muy lujoso, con una camita para Ida y una cama ancha y confortable para Jacobina.
—¡Uyyy! —exclamó Jacobina cuando las olas golpearon contra la quilla salpicando espuma e Ida soltó una alegre risita.
Jacobina presionó la cara contra los cabellos de la niña y aspiró el aroma a sol, miel y vainilla que siempre le proporcionaba una inmensa dicha, pero también una dolorosa punzada.
Notó que alguien la miraba y alzó la cabeza. A unos pasos de distancia otro pasajero estaba de pie ante la barandilla, un asiático que había embarcado en Singapur y viajaba solo. Era de suponer que se trataba de un chino, aunque su tez era del mismo color que el bronce, pero de un tono más claro y lustroso. Era alto por ser un asiático, más bien larguirucho, y vestía con una elegancia casi exagerada: un traje y un chaleco de un delicado color camello y una camisa blanquísima; el motivo color tabaco y beis claro de la corbata se repetía en el pequeño pañuelo asomado al bolsillo superior de la chaqueta y sus zapatos muy lustrados parecían hechos a medida. Un dandi, que evidentemente era consciente de su apostura, de altos pómulos y fuerte mandíbula, ojos oscuros y labios carnosos de un suave color rosa palo. Casi parecía vanidoso cuando a veces se pasaba la mano por los cabellos negros peinados hacia atrás, cuando el viento jugaba con un mechón. Llevaba un anillo de oro en el dedo meñique y la piedra engarzada brilló cuando encendió un cigarrillo y sonrió a Jacobina a través del humo.
Ella se esforzó por devolverle una sonrisa cortés y luego desvió la mirada, pero olisqueó con disimulo, procurando aspirar el olor a tabaco; en su lugar, el humo de la chimenea del buque a vapor penetró en su nariz y Jacobina resolló y sintió náuseas cuando el recuerdo de la tormenta de ceniza se adueñó de ella, el recuerdo del terror sufrido en el suelo de la choza, del paisaje calcinado y de los cadáveres carbonizados. Se cubrió la boca y la nariz con el antebrazo y gargajeó.
Tras los párpados cerrados notó una sombra y que alguien tomaba asiento a su lado, le apoyaba una mano en la espalda y le cogía el codo con la otra.
—Perdón, madame —oyó que decía una voz agradable y cálida en inglés—. ¿No se encuentra bien?
—El olor —soltó ella, detrás del brazo—. No soporto ese olor.
—Traiga un vaso de agua por favor —oyó decir, y un momento después, cuando unos pasos apresurados se acercaron y la voz a su lado daba las gracias, despegó el brazo del rostro.
La mano aún descansaba en su espalda y la otra apoyó un vaso de agua contra sus labios.
—Beba despacio —murmuró la voz—. Un sorbo y después otro. Así está bien. ¿Se encuentra mejor?
Jacobina asintió, tratando de tomar aire y tragando saliva.
—¡Sí, gracias! —dijo, y acarició la cabeza de Ida, que se había vuelto hacia ella con expresión asustada.
—¿Está segura de que solo se trata del olor? La examinaré con mucho gusto, soy médico.
El hombre hablaba un perfecto inglés y su acento era el de la clase alta, el de las escuelas y los clubes privados, el de las cacerías de zorro y de las casas de campo.
Jacobina procuró sonreír.
—No, gracias. Se debió al humo, de verdad, y solo durante un momento —dijo y alzó la vista al notar que él la contemplaba.
Tenía ojos bellos, estrechos y almendrados, la parte blanca se destacaba del iris que, más que negro, era castaño, casi como el color del chocolate.
—Edward Leung —dijo él y le tendió la mano derecha, que ella le estrechó tras vacilar un instante.
—Jacobina van der Beek —dijo y echó un vistazo disimulado a la mano de él.
Sus manos también eran bellas y elegantes, grandes y delgadas, de uñas cuidadas en las que se destacaban las blancas medialunas. Manos de pianista.
—¿Y la pequeña señorita también tiene un nombre? —preguntó y rozó el hombro de Ida; ella se volvió y le lanzó una mirada desconcertada pero curiosa.
—Se llama Ida.
—Hola, Ida —dijo Edward Leung y le guiñó un ojo.
Ida bajó la vista, pero después volvió a alzarla y ya no la despegó del desconocido.
—Al parecer, mister Van der Beek es un hombre muy afortunado —dijo el chino, sonriendo.
Jacobina tardó un instante en comprender.
—¡Oh! —exclamó, sonrojándose—. No, no hay un... No estoy casada e Ida no es mi hija. Solo fui su gobernanta y ahora la llevo con su abuelo, a Ámsterdam.
La sonrisa de él se volvió más amplia, la chispa que brilló en sus ojos la intimidó y volvió la cabeza.
—¿De verdad no quiere que la examine? —preguntó él después de unos momentos.
—No, gracias —contestó ella y acarició el hombro de la niña. En el hospital de Batavia se limitó a alegrarse de que Ida hubiese sobrevivido sana y salva a la catástrofe y solo sufriera rozaduras y quemaduras superficiales de las que apenas quedaban unas zonas de piel sonrosada. Solo después pensó en la sífilis, la horrenda herencia que quizá le habían dejado sus padres, pero después de que Floortje le informara de que en Java ese asunto era considerado muy delicado no se atrevió a visitar un médico con la niña. A lo mejor no sería mala idea que un doctor desconocido lo hiciera.
—Pero, si no le importa, ¿podría examinar a Ida? —dijo, dirigiéndose a Edward Leung.
Jacobina echó una mirada disimulada al médico chino al tiempo que este examinaba, palpaba y auscultaba a la niña; estaba sentada en la cama de Jacobina y solo llevaba sus braguitas. Sabía tratar a la pequeña y esta no despegaba la mirada de sus ojos azules del médico, con cierta timidez pero sin temor. Y aunque Ida no comprendía el inglés y de vez en cuando Jacobina debía repetir las indicaciones del médico —que tosiera o tomara aire— en holandés, su voz y su manera de hablar parecían despertar la confianza de la pequeña. En realidad, Edward Leung tenía una actitud muy agradable, serena pero concentrada y no obstante nada forzada.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó y se quitó el estetoscopio.
Jacobina tuvo que reflexionar un instante y calcular.
—Cumplirá cuatro en febrero.
Con una sonrisa, Leung dio el estetoscopio a Ida cuando ella tendió las manos para cogerlo y, fascinada, contempló y tanteó el instrumento.
—Creo que está un poco pequeña y delgada para su edad —dijo—, pero eso no es nada insólito, seguro que se recuperará pronto. Por lo demás, no he constatado nada raro, salvo que esta señorita está perfectamente sana —dijo, y le rozó la pantorrilla desnuda con un dedo. Entonces frunció el ceño y añadió—: Pero no quiero ocultarle que la sífilis heredada es imprevisible. A veces solo se manifiesta años después, otras, nunca, y sin embargo los niños llegan a convertirse en jóvenes adultos y entonces siempre resulta difícil descubrir el origen preciso.
Jacobina asintió con expresión afligida y acarició los cabellos de Ida.
—A lo mejor tuvo suerte y nació durante una fase escasamente contagiosa de la enfermedad. En todo caso, lo mejor será mantenerse alerta, pero de momento no veo ningún motivo por el cual la pequeña podría enfermar.
Jacobina volvió a asentir.
—Ha dejado de hablar desde... desde que perdió a sus padres en una espantosa desgracia, en la que ella también estuvo a punto de morir.
Leung la contempló con mirada curiosa.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Un poco más de dos meses —contestó, bajando la vista, y se dio cuenta de que él no tuvo que reflexionar demasiado para saber a qué desgracia se refería: al estallido de la isla de Krakatoa.
—En cuanto Ida vuelva a adaptarse a un entorno en el que se sienta segura también recuperará el habla. Ambas se recuperarán.
Le apoyó una mano en el hombro, una mano cuya agradable tibieza penetró a través de la tela del vestido hasta la piel, donde se extendió y despertó el deseo de arrojarse en brazos de él. Parecía ser un médico nato, uno en el que las personas confiaban de manera automática.
Jacobina esquivó su mirada y trató de convencer a Ida de que le devolviera el estetoscopio, pero la niña se negaba. Edward Leung rio, se puso de pie y se lavó las manos.
—No importa, déjeselo. Me lo devolverá cuando Ida haya perdido el interés.
—¿Cuánto le debo por el examen? —preguntó mientras ponía el vestidito a la niña.
—Nada —respondió Leung.
Recogió los demás instrumentos, los guardó en su maletín de cuero marrón y lo cerró. Al notar su mirada, Jacobina alzó la suya y su corazón palpitó aceleradamente cuando él le sonrió, una sonrisa que hizo que sus ojos oscuros se volvieran aún más almendrados, sus pómulos se destacaran y sus labios se suavizaran.
—A no ser que a cambio le agradara hacerme compañía durante la cena.