Después de darle muchas vueltas al asunto, intuí que lo único que podía explicar la obediencia del tigre frente a María era que ella también era un animal. Una rara especie de niña gato que conocía el lenguaje secreto de los felinos y que se comunicaba con ellos a través de pequeños gestos.
Las señales eran claras: su pelo era mucho más grueso y brillante que el mío y, bajo ciertos golpes de luz, se asemejaba más al pelaje pardo del lomo de un animal que a las enredaderas débiles que crecían sobre mi cabeza. Detrás de las orejas y el cuello descansaba una pelusa negra y delgada que sólo se hacía visible cuando acercaba mi nariz a su rostro, en un intento torpe por adivinar en su aliento rastros de comida para gato. Además, las mirlas de la abuela revoloteaban con pánico cada vez que ella entraba a la cocina, y a pesar de estar mucho más mueca que yo, sus dientes eran afilados y cada vez que me mordía se aferraba con fiereza a mis brazos y a mis manos con su mandíbula fuerte.
Una mañana, mientras jugábamos a correr por todo el garaje de la casa sin pisar las líneas que separaban cada baldosa, me sorprendieron sus movimientos ágiles y lo poco que se cansaba. Con voz muy seria la acusé.
Yo sé que usted es un gato, María, no me diga más mentiras.
María, naturalmente, se burló de mis palabras y de mi pelo de canario. Sin ponerle cuidado, continué con mi argumento y le expliqué que por las noches mi mamá veía en la televisión un programa en el que un señor se convertía en halcón y en oso. María convirtió mis evidencias en una invitación a jugar y comenzó a rugir con impaciencia.
Me negué frustrada. Necesitaba saber por qué ella corría a las velocidades en las que lo hacía, nunca se cansaba de jugar y se veía siempre tan fuerte. Respondió a mis preguntas entre risas. Me dijo que lo que nosotras hacíamos en la casa de los abuelos no se parecía en nada a las tardes enteras que pasaba con sus amigos jugando fútbol. A veces, se montaba en una bicicleta que había rotado por varios tíos, primos y vecinos y se iba hasta donde las piernas le daban. Subía y bajaba las empinadas lomas que quedaban detrás de su casa y se acordaba de mí. Me confesó también que le había preguntado a Julia si algún día yo podría visitarla, a lo que su abuela había respondido con una negativa enfática.
No podía imaginar muy bien esos escenarios de los que María me hablaba. Los abuelos no me dejaban salir sola y nadie se había preocupado por enseñarme a montar bicicleta. Además, yo consideraba peligroso todo aquello que se encontrara en los confines de la casa y me aterrorizaba pensar en lo que había afuera. Le tenía miedo a la calle y jamás se me había ocurrido que podía ser un escenario de juegos.
El barrio de los abuelos estaba lleno de casas enormes que se habían transformado en restaurantes, consultorios médicos y sedes políticas, y era una rareza ver a un niño entre la horda de oficinistas y ancianos que se desplazaban por sus calles. Lo más parecido a un parque quedaba a pocas cuadras, pero estaba cercado por dos avenidas muy transitadas, y cada vez que pasaba por ahí —las pocas que acompañaba a Julia al mercado— las rodillas se me volvían gelatina al sentir el temblor del pavimento por los buses de servicio de transporte público que quintuplicaban mi tamaño. Monstruos de latón enormes que en cualquier momento podrían aplastarme y dejar mis entrañas desparramadas sobre el asfalto, como si fuera una de esas palomas desafortunadas que se cruzaban por su ruta.
Por si fuera poco, en la acera del frente vivía un lobo al que le sangraban los pies. Caminaba con un costal al hombro y dormía entre cartones bajo el alféizar de una papelería que quedaba cruzando la calle. Sus ojos eran profundos y grises, como el color del cielo antes del aguacero. Cada vez que nos lo encontrábamos, la abuela aceleraba el paso agarrando con firmeza su cartera, y yo, por instinto, me aferraba a ella mordiéndome los labios y bajando la mirada, invadida por el miedo de que con un solo zarpazo el hombre nos arrebatara a la cartera y a mí del lado de la abuela.
Todo lo que pasaba fuera de la casa me hacía sentir muy tensa. Con cada ruido que se asomaba por las ventanas, ya fuera el ladrido de un perro o el croar ronco de una moto, mis huesos se volvían de acero y mi esqueleto se transformaba en una armadura pesada que oprimía el pecho en un ahogo tan profundo como el que sentía cuando la bestia se arrojaba sobre mí para intentar romperme el cuello.
Meses atrás, el grito de una decena de sirenas había interrumpido el silencio que se suspendía sobre la casa en la noche. Las luces intermitentes de ambulancias y carros de policía comenzaron a colarse por las ventanas, y todos corrimos a la primera planta a ver qué sucedía. Diagonal a la casa, en la sede de campaña de un candidato presidencial, la gente comenzaba a llegar inquieta. Desde la ventana yo los veía caminar en círculos al compás del ulular de pitos y alarmas que venían de afuera. La abuela prendió el equipo de sonido de la sala principal y sintonizó el noticiero. Noticia de última hora. Habían disparado. Era el tercer candidato presidencial contra el que habían atentado en menos de seis meses. La voz que salía de la radio era ansiosa y se quebraba constantemente. Nadie sabía la gravedad de las heridas. Todos a mi alrededor especulaban erráticamente. Tal vez las tenía en el pecho. O en la cabeza. Llevaba chaleco antibalas. Pero parecía que no lo llevaba. Su guardaespaldas se había arrojado sobre él para protegerlo. O tal vez quien se había lanzado sobre él era el sicario. El periodista oraba. Quienes estaban fuera gritaban, y las luces blancas, azules y rojas irrumpían como visitantes molestos en la penumbra de la casa. En la radio, los disparos sonaban como el paso de un tren. Mamá decidió prender el televisor para intentar entender lo que estaba pasando. En la televisión, los disparos se oían diferentes. Eran mucho más nítidos, como si alguien hubiera desperdigado millones de canicas sobre un piso de baldosa. Estaba consciente antes de que lo llevaran al hospital. Eso repetían los informes de noticias. Reporte minuto a minuto. La abuela y Julia se unieron a la cadena de oración de los periodistas invocando a todos los santos que pudieran interceder para que se salvara.
Le pregunté a mamá si ella sabía cómo se sentía que una bala entrara al cuerpo, pero se quedó en silencio.
Me acerqué a la ventana. Los carros de policía habían callado las sirenas. Mientras mi rostro se iluminaba con la intermitencia de sus luces, pensé en el plomo reventándose en la sangre.
Las balas debían sentirse como muchos martillazos en los huesos. O como el mordisco prolongado de un ejército de hormigas.
Al cabo de un rato, tanto las patrullas como las personas que se habían reunido en la sede se marcharon.
Al parecer el hombre había muerto.