María quería que trazáramos un plan para que yo le perdiera el miedo a la calle. Se había aburrido de esperar a que la puerta del estudio del abuelo fuera liberada de su custodia y deseaba conquistar otros territorios indómitos.
Esa mañana estaba muy aburrida del encierro de la casa y se había empeñado en ir a la tienda de la esquina para comprar una paleta de mora en donde venían como premio unos colmillos de vampiro que brillaban en la oscuridad. El plan me parecía bastante arriesgado, y le recordé con antipatía que ella no tenía plata para comprarse ningún helado. Le propuse que esperáramos a que mamá volviera de la casa de su amigo para que ella nos acompañara y nos comprara todos los chicles, frunas y cigarrillos de chocolate del local. Inventaba historias sobre lo que nos pasaría cuando nos comiéramos todos esos dulces; de cómo las tripas se nos forrarían de azúcar y cómo por nuestras venas correría una sustancia verde con sabor a tutifruti en lugar de sangre. Hasta le juré que si cambiaba de opinión, le regalaría cualquier muñeca que escogiera. Pero María se inquietaba con el encierro y seguía empeñada en salir a la calle. Cada vez que podía se acercaba a las ventanas o se tendía cerca de la puerta de la entrada para intentar adivinar lo que sucedía del otro lado. A veces se ponía tan impaciente que parecía como si estuviera en cuatro patas arañando el piso del vestíbulo, exigiendo un poco de aire fresco. Todos sus reclamos eran ignorados por la abuela y por Julia, quien no tenía un instante libre para llevarnos al parque entre todos los oficios que tenía que terminar para mantener la enorme casa limpia y por los que incluso, a veces, obligaba a María a limpiar el polvo.
—Yo le prometo que no nos va a pasar nada —su voz seductora intentaba convencerme.
—María, no —respondí con firmeza—. A mí me da mucho miedo. ¿Qué tal que se den cuenta?
Nadie se va a dar cuenta. Se lo juro.
Seguí el juego y comencé a inventar nuevos planes de escape. Medio en chiste, medio en serio, le propuse que nos pusiéramos nuestros antifaces. Con el rostro recubierto con lentejuelas y plumas nadie nos reconocería y pasaríamos inadvertidas por la calle. Lo peor que podría suceder sería que Julia nos viera antes de salir de la casa, nos confundiera con las mirlas de la abuela y nos intentara poner de vuelta en la jaula. En ese caso, comenzaríamos a aletear ruidosamente y en la confusión nos quitaríamos los disfraces, revelando nuestras identidades secretas.
Afuera necesitaríamos de los poderes animales de María para que se comunicara con el lobo y le pidiera que no nos molestara mientras íbamos a la tienda. Por medio de su telepatía felina, ella tendría que concertar con él cuál sería el momento más adecuado para que pudiéramos dar nuestra vuelta y así regresar sanas y salvas a la casa. Sin embargo, María pensaba que mis ideas eran una tontería y que lo único que necesitábamos para salir era poner un pie fuera de la casa, con valentía y paso firme, pues probablemente ni Julia ni los abuelos se darían cuenta de nuestra ausencia.
La puerta era pesada y necesité las dos manos para poder empujarla y abrirla. Mis palmas, que estaban empapadas con el sudor de los nervios, se quedaron con el olor ácido del hierro y tuve que frotarlas varias veces contra las piernas para espantar ese tufo metálico. El pavimento era áspero como el costado de una caja de fósforos y, por un momento, pensé que la fricción de mis zapatos de charol contra la calle podría dar comienzo a una combustión minúscula que me consumiría. Di unos pasos tímidos hasta el borde de la acera: la frontera entre la entrada de la casa y la calle, y no me atreví a pisar más allá. María, por su parte, caminaba por todo el medio de la vía sin preocuparse por el eventual encuentro con un auto. Me llamaba a su lado y las piernas no me respondían. Sentía cómo el vértigo se me metía entre la piel. Tuve el reflejo de poner las manos sobre el piso y clavarlas como estacas que pudieran sostener el peso de mi cuerpo. Entre burlas, María se acercó y puso sus manos bajo mis axilas. Me ayudó a incorporarme y me tomó del brazo susurrándome que no tuviera miedo. Me dejé guiar por sus pasos certeros de pantera y pasamos por el frente de dos casas antes de ver a lo lejos que la silueta del lobo se acercaba.
Paré y le pedí que volviéramos a casa. Sus poderes telepáticos habían fallado. Sentí que mi estómago se volvía un huracán miniatura y voraz que pronto se iba a tragar mis zapatos, la calle, las casas, los cerros, a María y al lobo, y ese presentimiento hizo que los ojos se me encharcaran. María no escuchaba mis súplicas y seguía caminando. Repetía que nada iba a pasar y que teníamos que aligerar el paso. Mientras más nos demoráramos, más problemas podríamos tener con los abuelos.
No tuve más remedio que confiar en ella.
Apoyó su brazo sobre mis hombros y caminamos en dirección hacia el lobo. Las piernas me temblaban y no podía despegar mi mirada de su silueta amenazante que cada vez se hacía más nítida. Cada paso que dábamos al frente hacía que mi corazón se volviera un motor encendido que ponía a vibrar mi pecho y mis costillas como si me hubiera tragado una motocicleta o un panal de abejas. El lobo caminaba con la cabeza baja y daba pasos zigzagueantes y erráticos. Quise cambiarme de acera, pero la presión del peso del brazo de María sobre mi cuello era tan fuerte que parecía como si me estuviera guiando por los elaborados pasos de un baile de salón. Mi amiga manejaba mi cuerpo como una titiritera. Estaba atrapada. Respiré profundo y cerré los ojos. El encuentro con el lobo se hacía cada vez más inminente.
Un paso. Otro. Otro más y estábamos frente a sus pies enormes, ensangrentados, revestidos de callos.
Un paso. Otro. Nuestros hombros se encontraron con las rodillas del lobo en el mismo plano.
Alcé la mirada y vi sus dientes gigantescos brillando con el sol. Sus ojos eran tan grises como el pavimento. Tuve miedo de quedarme mirando esas cuencas nubladas y aparté rápidamente la mirada.
Un paso.
Luego el vacío.
El manotazo certero de María quien, sin ningún reparo, me empujó hacia él y se echó a correr.
Como una bolita que sale disparada de una máquina de Pinball, mi cuerpo golpeó contra el costado del lobo, rebotó y volvió a golpear contra sus piernas. Perdí el equilibrio, y en un intento por recuperarlo, abrí los brazos en señal de entrega.
Si el lobo me iba a tomar del pescuezo para llevarme con él, no pondría resistencia.
Los segundos se estiraron.
Caí al piso.
El lobo siguió su camino indiferente ante mi cuerpo, que se encontraba desgonzado sobre la acera, mientras María correteaba en dirección opuesta por toda la cuadra muerta de la risa.
Las rodillas se me convirtieron en volcanes. Se habían reventado contra el concreto y de ellas manaban el ardor y la furia de la sangre como lava hirviendo. Quise romperme en lágrimas, pero la ira del volcán era mucho más poderosa. Imaginé la casa que había construido con papá y María, y supe que su traición no tenía cabida dentro de mi reino. Lancé un grito en medio de la calle, pero esta vez no fue un chillido, sino el tosco gemir de mis entrañas. Me levanté y corrí hasta la puerta de la casa de los abuelos, y cuando estuve en frente comencé a patearla con fuerza. El retumbar del acero parecía el ruido de una tormenta.
María me agarró por detrás pidiéndome que me calmara, pues el escándalo sólo haría que los abuelos se dieran cuenta de nuestra aventura. Alcé mis brazos con fuerza y la espanté de mi lado como si fuera una mosca. No quería que me hablara. No quería que me tocara. No quería sentir su aliento cerca. Julia abrió muy exaltada y vio mis rodillas sangrando. Nos pidió que entráramos rápido, antes de que los abuelos se dieran cuenta del escándalo, y comenzó a regañar a María diciendo que esa sería la última vez que la traería a la casa. Cada una de las recriminaciones que le hacía a su nieta encendía una chispa de venganza en mi rostro que impulsaba al llanto a brotar sin ningún esfuerzo. Julia intentaba consolarme y María también lo hacía tímidamente, pero nada de lo que pudiera decir o hacer lograría calmar mi rabia, que entonces era magma y lágrimas que empapaban mis mejillas.
¿Qué es todo este escándalo, niñitas?
Julia intentó explicarle a la abuela la situación en la que estábamos, pero ella, con voz impaciente, le pidió que atendiera sus labores y que dejara de lado mis caprichos. Además, le reprochó que María siempre estuviera en la casa. Si la niña era una excusa para no hacer su trabajo, era mejor que no la trajera. Interrumpí todos esos regaños con un tono firme y pausado, similar al que ella usaba cuando se dirigía a nosotras:
—Tranquila, abuela. Yo no quiero que María vuelva más a la casa. Me cansé de jugar con ella.