El salón principal se convirtió en un campo de batalla.
Un Mickey Mouse enorme que movía la cabeza al ritmo del baile del perrito fue el encargado de pedirles a los adultos, valiéndose de una torpe mímica, que despejaran el lugar para poder darle inicio a la contienda. El recreacionista organizó seis sillas puestas en fila en el centro de la sala y nos explicó, entre chistes flojos y rimas, que ese sería el territorio que los niños deberíamos conquistar por medio del baile. La logística de esta guerra era muy sencilla. Cada uno de nosotros rondaría los muebles, acechándolos como jaguares que en silencio observan el movimiento de la presa, y en el momento en el que la música se detuviera tendríamos que saltar sobre las sillas y ocupar una de ellas. El que no lograra sentarse perdía y debía marcharse humillado y derrotado, mientras que quien resistiera todas las rondas se coronaría como dueño y señor de la fiesta y se llevaría un peluche gigante empacado en papel celofán que los payasos exhibían como el premio mayor en un programa de concursos.
Al otro lado del salón se encontraba María. Bailaba trepada sobre los pies de mi padre y reía con cada uno de sus movimientos toscos. Yo era quien le había enseñado a bailar y ahora ella tomaba mi lugar como una intrusa. Recordé el sonido de sus carcajadas burlonas cuando él me llamó al frente y sentí cómo un grito visceral me instaba a arremeter contra ella para quitarla de su lado. Comencé a salivar y a gruñir. Mi misión era ganar la contienda, vencer a María, alejarla de mi padre y hacerla llorar frente a todos esos niños desconocidos de la fiesta.
Cuando comenzó la competencia me transformé en Inés guerrera. Inés dientes de sable. Inés zarpazo certero.
Uno a uno, fui derrotando a mis contendores valiéndome de mi agilidad y de mis uñas afiladas. Logré diseñar una técnica en donde bordeaba las sillas rozándolas apenas con la punta de los dedos mientras sacudía los hombros al compás de Las Chicas del Can. Luego, cuando la música se detenía, apoyaba la mano sobre la superficie plástica y me impulsaba para saltar y apropiarme de la silla. Si alguno de mis oponentes osaba disputar ese territorio, no tenía ningún reparo en darle un codazo o morderlo. Así fui derrotando a los invitados de mi fiesta, hasta que al final quedó únicamente una silla por la cual debería batirme a muerte con María.
Como antesala a la gran final, los payasos llamaron a todos los invitados para que se acercaran a ver la competencia. Como si se tratara de una final de boxeo, nos tomaron a cada una del brazo y nos presentaron ante nuestra audiencia. En esta esquina, María sonrisas, los crespos más rápidos de Occidente. En esta otra, Inés la cumpleañera, quien estrena la fuerza titánica de los siete años recién cumplidos para abatir a cualquier contrincante.
Y comenzó a sonar la música.
No podía dejar de mirar fijamente a María. Quería que se sintiera intimidada y que entendiera que la estaba retando a un duelo en el que mi honor y el honor de mi padre estaban en juego. Nadie más podía bailar así con él y mucho menos en mi fiesta. Ella me sostenía la mirada y a veces arrugaba el entrecejo en una actitud desafiante. Yo respondía con un ladrido agudo y me apoyaba sobre los bordes de la silla esperando con ansiedad a que la música dejara de sonar. Para aumentar la expectativa, el recreacionista hacía varios amagues que dilataban el momento definitivo y aceleraba y ralentizaba las canciones para que nos moviéramos al compás del ritmo que él estaba manipulando. Para mí, no había nada en el mundo fuera de María. Ni las palmas con las que los adultos acompañaban la música, ni los ánimos que mi madre me daba con gritos y vivas, ni la narración estilo comentarista de fútbol de los payasos. Mi concentración sólo estaba fijada en ganarle esa silla que aparecía frente a mí como un baúl lleno de provisiones en medio de una isla abandonada.
El salón se quedó en silencio. Y María y yo nos abalanzamos la una sobre la otra.